9. EL IRACUNDO PÉREZ PIN.
Me desperté y lo primero que
hice fue comprobar que el testamento seguía en casa, mientras subía el café
empecé a revisar las carpetas y documentos que había sustraído del piso de
Montes, la mayor parte facturas, formularios de préstamos, requerimientos de
pago, recibos de agua, luz y teléfono, viejos contratos de edición apilados sin
ningún tipo de orden, sin ningún sentido, en aquel maremagnun apareció un
justificante de pago de una póliza de seguro, un seguro de vida, el
justificante identificaba una cantidad, 200.000 euros, pero no su beneficiario,
por lo menos tenía ya un hilo del que tirar.
Había conseguido cumplir con
el encargo que me había hecho mi cliente, había encontrado el testamento y,
además, una póliza de un seguro de vida que probablemente la favorecería, sin
embargo no debía poner en conocimiento de Jess ninguno de esos documentos ya
que la convertían en la principal sospechosa de la muerte de Rafael Montes; un
testamento manuscrito redactado horas antes de morir y un seguro de vida cuya prima
se había pagado una semana antes del asesinato eran un poderoso móvil para el
crimen, sobre todo si se tenía en cuenta que Jess y Rafael componían una pareja
atípica, con una diferencia de edad brutal, que mi cliente no tenía oficio
conocido y que coqueteaba hasta con las farolas. La mejor manera de proteger a
Jess era ocultarle mis descubrimientos, además había sido citada a declarar
ante la juez, probablemente habría de responder a algunas preguntas embarazosas
sobre su relación con Montes.
Tenía dudas sobre la
inocencia de Jess, ciertamente disponía de una buena coartada ya que el día de
la muerte estaba fuera de Barcelona, con sus amigas en una despedida de
soltera, pero nada impedía que hubiera podido contratar a un sicario para
ejecutar sus planes; si Jess había sido capaz de contratar a un asesino a
sueldo para eliminar a Montes no debía tener grandes problemas para realizar
otro encargo para eliminarme a mí. Sentí un escalofrío.
Si Jess no era la asesina, si
no era la inductora del crimen, mi situación no mejoraba mucho más ya que el
autor o autora de la muerte dispondría de pistas más que suficientes como para
constatar que yo estaba hurgando en la vida de Montes, si descubrían que ya me
había hecho con el testamento y que además disponía de documentación sobre el
seguro, me convertiría en un personaje incómodo al que tarde o temprano habría
que eliminar o, cuando menos, asustarme. El escalofrío se repitió.
No era fácil protegerme, no
sabía muy bien ni de quien ni como, pero sí tenía claro que aquella
documentación quemaba en mis manos. Ir a la policía o entregársela al juez tal
vez era poner a Jess a los pies de los caballos, no entregarla me convertía en
encubridor. Si la destruía probablemente perjudicaría a Jess, no tanto porque
perdiera cualquier expectativa de heredar de Montes, estaba arruinado, sino
sobre todo por el seguro.
Los abogados no somos hombres
de acción, sino más bien de reacción, yo ni siquiera sabía reaccionar, me había
colado en la casa de un asesinado, lo había hecho en varias ocasiones, sin
conocimiento ni autorización judicial, puede que incluso sin cliente. Había
cogido documentación valiosa y ahora dudada qué hacer con ella.
Recordé a un viejo conocido
de la facultad, compañero de aula, había sacado hacía varios años las oposiciones
a notario, tenía despacho por la zona del Ensache; yo solía acudir a él cuando
tenía que legalizar o protocolizar algún documento, no nos veíamos con
frecuencia ya que mis clientes rara vez necesitaban de los servicios de un
notario. Manteníamos buena relación desde la facultad, tal vez porque los dos
coincidimos en una encrucijada que probablemente marcó nuestras vidas, Mauricio
y yo empezamos juntos la carrera, ambos éramos estudiantes grises, no teníamos
gran éxito con las chicas, no nos habíamos metido en política, nuestro
principal objetivo era encontrar una mesa en el bar de la facultad, con eso nos
contentábamos. No compartíamos grandes confidencias aunque nos confortábamos
mutuamente hablando de futbol, intercambiando apuntes y criticando al resto del
universo universitario, aquel que ligaba, triunfaba y resplandecía luminoso en
los pasillos de la facultad. Una mañana de principios de curso, no recuerdo
bien si fue al empezar tercero o cuarto de facultad, revisábamos los horarios
de las clases, nos habían puesto las clases de derecho civil a primera hora de
la mañana, aquél año tocaba herencia y sucesiones, el profesor era soporífero y
la materia plúmbea, teníamos que echarnos a suerte quién de los dos iría a
clase para tomar apuntes; Mauricio, que era un buen chico, de los madrugadores,
se ofreció a cubrir las clases de civil, él tomaría apuntes y me los pasaría
semana tras semana, yo, a cambio, iría a las clases de procesal; estrechamos
nuestras manos y Mauricio marchó corriendo a clase para no perder la primera
sesión. Sus apuntes eran claros, precisos, ordenados, seguramente aquel pequeño
sacrificio de ir a las clases de civil de primera hora de la mañana habían
despertado su vocación de notario, terminó la carrera y en dos años había ganado
plaza en Barcelona. Yo, que me acomodé a las clases de procesal de última hora
de la mañana, no conseguí apuntes tan pulcros y tuve que contentarme con ser
abogado de oficio. Mauricio siempre recordaba aquella encrucijada y lo
determinante que, a la postre, había sido su decisión, tal vez por eso me
atendía siempre amable cuando acudía a su despacho. Metí mis papeles en una
carpeta, apuré el café y puse rumbo hacia el centro.
Llegué al portal de la
notaría, donde relucía una placa que identificaba a Maurici Costrafreda,
notario; Mauricio también había tenido que catalanizar su nombre. La
recepcionista ya me conocía, me saludo cordialmente y me preguntó si tenía
hora, le dije que no pero que no tenía prisa; me condujo a una salita vacía en
la que sonaba una agradable hilo musical, sobre una pesa estaba colocada la
prensa del día, todo un detalle.
A la media hora la
recepcionista me vino a rescatar, el Sr. Costafreda disponía de unos minutos
para atenderme. Entré en su despacho, su mesa estaba al fondo, en una de las
paredes había una librería de madera noble, en la otra pared unos cuadros,
algunos títulos oficiales enmarcados y fotos de Mauricio con autoridades
diversas; la mesa completamente despejada, sin un solo papel, sólo la gran
pantalla de un ordenador. Mauricio hizo el gesto de levantarse cuando me vio
entrar, me esperó tras la mesa y me tendió la mano. Nos saludamos cordialmente,
nos hicimos las preguntas de rigor sobre salud, familia y trabajo antes de
entrar en materia. Le puse rápidamente en antecedentes sobre Jess, Montes, su
relación, mi encargo y el libro en el que se había redactado el testamento,
también le facilité algunas indicaciones sobre el modo en el que había accedido
al documento, le tendí el libro, lo tomó con delicadeza y durante unos minutos
examinó el redactado.
«No lo tienes fácil, Marcelo».
El documento era de poca calidad, seguramente tendría que litigar durante años
para conseguir que aquellas frases tuvieran validez como testamento, el
documento tenía que someterse a pruebas periciales que permitieran confirmar
que era letra manuscrita de Rafael Montes, eso era caro y las conclusiones a
las que pudiera llegar el perito serían poco consistentes. De todo aquello
debía advertir a mi cliente.
Le dije que de momento me
conformaba con que el libro quedara en depósito en la notaría, que el objetivo
era protegerlo y protegerme si me pasaba algo a mi o a Jéssica. Mauricio avisó
a una de sus secretarias y le dijo que preparara un acta de manifestaciones. Me
indicó que lo mejor era hacer una fotocopia del libro, intentar que fuera de
buena calidad, que pudiera servirme para hacer las gestiones que considerara
oportunas, el original quedaría bajo su custodia. Tomó el libro y se incorporó,
me pidió que le acompañara a una sala contigua en la que había varias
fotocopiadoras, una de las secretarias se levantó como accionada por un resorte
para atender al jefe, él le dijo que siguiera con lo que estaba haciendo, que
haría él personalmente la copia, la secretaria le miró extrañada y siguió con
sus tareas.
Después de varias pruebas
consiguió, por fin, una copia que fuera legible, la metió en un sobre y me la
entregó. Volvimos a su despacho, ya estaba allí un asistente frente a la
pantalla del ordenador, me pidió el documento de identidad y Mauricio empezó a
redactar el contenido de la escritura un acta de manifestaciones en la que se
hacía constar el día y hora de la visita, mi identidad, la identidad de mi
cliente y una sucinta descripción del documento que quedaba en depósito. A la
escritura se incorporó otra copia. Revisamos el redactado y en pocos minutos
disponía de una carpetilla con la documentación en la que constaba el depósito,
si me pasaba algo a mi o mi cliente, o si daba instrucciones al notario, ese
documento se pondría a disposición de la policía y del juzgado. Liquidé los
derechos y gastos de la escritura antes de recibir la copia.
Mauricio me acompañó hasta la
puerta, como en otras ocasiones mi dijo que la próxima vez, si le avisaba con
tiempo, tendríamos que ir a almorzar, era una frase que repetía cada vez que
nos veíamos aunque lo cierto es que llevaba de notario más de quince años y no
había tenido nunca ocasión de comer conmigo, supongo que era una frase hecha
que le decía a todos los clientes.
Salí a la calle reconfortado,
había cubierto la parte legal; recordé que Montes colaboraba semanalmente en el
principal periódico de la ciudad, su director, Virgili Pérez Pin, había acudido
al funeral, Jéssica me lo presentó, me comentó que Montes y él solían comer en
un restaurante cercano a la redacción. Miré el reloj, la mañana estaba ya muy
avanzada, me pareció buena idea intentar abordar a Pérez Pin y contarle lo del
testamento, puede que una noticia sobre la herencia de Montiño sirviera para
terminar de descubrir al asesino o asesina de Rafael Montes.
Sin encomendarme ni a dios ni
al diablo marché en dirección a la redacción del periódico.
Uno se imagina al director de
un periódico de prestigio fundando en pipa, leyendo un diario extranjero y
vistiendo trajes ingleses. Pérez Pin mordisqueaba la boquilla de un cigarro de
vapor, dedicaba su tiempo a resolver un sudoku y la vestimenta era de saldo. No
fue complicado localizarle, ocupaba una mesa junto al ventanal, parecía inquieto.
Me acerqué para presentarme,
me identifiqué como abogado de Jéssica Palomeque, Jéssica de Montes, como se
hacía llamar, me miró extrañado, tuve que darle más detalles «la pareja de
Rafael Montes. Montiño».«No ve que estoy comiendo», me espetó. Durante una
décima de segundo me dedicó una mirada hiriente antes de regresar a su sudoku.
«Tengo una información que le
puede interesar». Pensé que si excitaba su curiosidad periodística podría
llamar de nuevo su atención.
«Le repito. No ve que estoy
comiendo». Esta vez no movió los ojos, le bastó un bufido seco que pensó que me
espantaría.
«Creo que la información que
puedo darle justifica la interrupción», tomé aire para anunciarle que tenía el
testamento manuscrito del insigne gastrónomo. No me dio tiempo a hilar la frase
siguiente cuando levantó la cabeza para decirme:
«Mire usted, señor Ruiz de
Mañanitas, Rafael Montes era el mayor hijo de puta que me he echado a la cara
en 30 años de profesión. Era un gorrón, un ególatra, un farsante, un sinvergüenza.
Lo tuve que aguantar durante años por viejas deudas de mi padre pero ni su
vida, ni ahora su muerte me importan poco más que una mierda seca en la acera.
Su novia era un putón desorejado a la que se había cepillado la mitad de la
redacción, yo incluido, puede que fuera la responsable de un brote de
purgaciones en la oficina. Era tanto o más aprovechada que el cornudo de su
novio, que de puro fatuo no era consciente del ridículo que hacía. Si Montes es
el padre de la gastronomía moderna catalana no quiero pensar quien puede ser la
madre, ni qué aberraciones aparecen en ese testamento. Montes era un mamarracho
y todo lo que rodeaba a ese rufián no deja de ser una mamarrachada; incluido
usted y el zorrón al que representa. El testamento se lo puede meter usted por
donde le quepa o, en su caso, se lo mete usted donde le quepa a su protoviuda.
El señor Montes ha dejado deudas en todos los restaurantes del mundo y yo he
tenido que ir cubriéndolas año a año, se ha bebido a mi costa los vinos de las
mejores añadas y eso que su paladar no distinguía un pis de gato de una copa de
jerez. Así que o se marcha ahora mismo de mi vista o no descarto darle a usted
las dos ostias que en su día debería de haberle dado a Montes. Ha entendido».
Entendí y marché huyendo del
local, aquel sujeto era capaz de cumplir con creces sus amenazas y darme una
paliza allí mismo. Desde la calle le vi bajar de nuevo la cabeza, concentrarse
en el sudoku y aspirar tranquilamente el vapor de su cigarrillo, así de
elegantes eran los prohombres de la ciudad.
Yo tenía hambre pero
cualquiera se atrevía a entrar de nuevo en el restaurante para comer. Caminé
unos metros y entré en otro local de menú que estaba un poco más abajo.
De momento sólo podía contar
con el apoyo del notario.
Me pedí un empedrat de
primero, de segundo un filete a la plancha con verduras, añoraba los platos de
cuchara de la Santina. Me trajeron de inmediato el plato con el empedrat,
seguramente deformado por el permanente contacto con gente de la cocina me
dediqué a diseccionar aquel plato.
Tenía unas tiras cortadas muy
finas de bacalao desalado, un tomate de pera pelado y despepitado, cortado en
dados, una cebolleta tierna cortada en juliana fina, cuatro o cinco aceitunas
negras, sin hueso, medio pimiento rojo cortado en daditos pequeños, otro medio
pimiento verde también en daditos. Culminaba el plato un cuartillo de judías
blancas hervidas, judías de Santa Pau, un poco más pequeñas que las que habitualmente
se utilizan en los guisos. Una pizca de pimienta, un poco de sal, perejil
picado y un chorreón generoso de aceite de oliva extra. Recordaba que Montillo
aconsejaba hacer la vinagreta que acompaña al empedrat chafando previamente
cuatro o cinco judías en el mortero, añadir el perejil fresco, la sal y trabar
la salsa como si fuera una mayonesa que fuera tomando cuerpo a medida que se
iba añadiendo el aceite, mezclar el aderezo, las hortalizas picadas y las
legumbres y servir frio. Es importante que las judías no queden muy pasadas,
porque el plato no puede quedar muy apelmazado. Al plato le va bien un huevo
duro cortado en rodajas, se puede sustituir el bacalao por una conserva de atún
o de caballa; las legumbres también pueden sustituirse.
Allí estaba yo emulando a
Montiño y haciendo elucubraciones sobre los platos cuando sonó el móvil, el
inspector Caballero me devolvía de nuevo a la realidad, esa misma mañana había
presentado una denuncia contra Jésica Palomeque, la imputaban sustracción de
documentos y de objetos de valor, coacciones, amenazas, fraude e inducción al
asesinato. La denunciante Helena de Montes. La denuncia se había presentado
directamente ante el juzgado y la juez le había pedido a Caballero que
realizara un breve informe para ver si acumulaba la denuncia al caso ya abierto
por el fallecimiento de Montes. Caballero me adelantaba que la juez iba a
llamar a declarar a Jésica en calidad de denunciada, que la convocaría por
telegrama y que si no acudía a la declaración, fijada para dentro de 48 horas,
acordaría la detención y prisión de la señora Palomeque.
Agradecí a Caballero su
advertencia, le debía ya muchos favores, crucé los dedos para que a Jess no se
le cruzara un cable y desapareciera de nuevo, me sentí culpable durante unos
segundos ya que había sido yo el que había entrado en la casa la noche anterior
y había sustraído los documentos; la mala conciencia me duró unos segundos ya
que si confesaba mi atrevimiento puede que el acusado y detenido fuera yo. Pedí
un café doble y mandé un wasapp a Jésica recordándole que iría a buscarla al
aeropuerto a la mañana siguiente, le anuncié que tenía novedades. No me
contestó.
