jueves, 10 de agosto de 2017

CAP. CDXXIV.- Pimienta de la Paz de Camerun.


III. Semilla de la paz.

Dicen que todos los hombres desean por naturaleza saber. Andrés cuanto más sabía, menos entendía.

Andrés seguía dando vueltas entorno a las Meninas, había recopilado información sobre el cuadro oculto en las Meninas, el que estaba pintando Velázquez; un lienzo de grandes dimensiones, ligeramente escorado, del que sólo se veía una estrecha franja horizontal. El pintor estaba distanciado poco más de un metro del bastidor, miraba con aire circunspecto (las miradas concentradas sobre un punto concreto son siempre son circunspectas).

La crítica tradicional consideraba que Velázquez estaba pintando un retrato de los reyes, que el espejo iluminado en la parte posterior reflejaba una parte del retrato que estaba ejecutando. Sin embargo, el ángulo en el que se situaba el bastidor no coincidía exactamente con la imagen que debía reflejarse en ese espejo, a esa conclusión habían llegado los físicos que estudiaron las perspectivas de la obra.

Había otras razones, poderosas, para cuestionar que el cuadro oculto fuera un retrato de los reyes. No hay inventariada en la obra de Velázquez ningún cuadro de esas características y tamaño que represente a Felipe IV con su segunda esposa (Mariana de Austria). Es complicado imaginar cómo podría componerse un lienzo de esas dimensiones con el tamaño de los personajes.

La mayoría de los estudiosos defendían que el lienzo oculto era el propio cuadro de las Meninas, es decir, Velázquez se retrató pintando un cuadro informal de la hija de los reyes, de este modo Felipe IV y su esposa no serían las figuras retratadas, sino simples espectadores de la infanta y su séquito. Las dimensiones del lienzo representado coinciden con las del cuadro de las Meninas, sin embargo, había que salvar algunos obstáculos y contradicciones, la primera y principal es que Velázquez no tenía sus modelos frente a él, sino a su altura, por lo que era imposible que el pintor pudiera disfrutar de una perspectiva correcta para poder pintar aquel grupo de personajes. Este obstáculo se podría salvar si Velázquez tuviera frente a sí un gran espejo que reflejara a todos los personajes, lo que convertiría a las Meninas en un sugerente juego de espejos y puntos de vista.

Es difícil defender que Velázquez se representara pintando las Meninas porque los personajes no parece que estén posando, parece que visitaran de modo casual la sala del palacio en la que Velázquez, que estuvieran posando. De hecho la imagen reflejada en el espejo de los reyes les coloca en el mismo plano que los visitantes, como si fueran unos turistas más en el marasmo del museo.

La tercera de las opciones, la que más convencía a Andrés, era la que defendía que el lienzo estaba todavía en blanco, que Velázquez no lo había empezado. La presencia de ese cuadro de espaldas no era sino un recurso escénico que evidenciaba la importancia de la pintura y de Velázquez en la corte, una importancia tal que justificaba que la familia real y sus principales asistentes acudieran a sus estancias para ver al pintor y disfrutar del desarrollo de su obra. Velázquez se convertía en el gran protagonista del cuadro, el verdadero retratado, siendo el resto de personajes accidentales, el cuadro podría prescindir de todos sus elementos y quedar sólo con Velázquez frente al lienzo.

Aunque las Meninas se pintaron sobre el lienzo, directamente, sin bocetos previos, con trazos rápidos y decididos (hay partes de la obra que colocan a Velázquez en la antesala de la técnica impresionista), lo cierto es que la maestría y precisión de la obra hacen pensar que Velázquez hubo era utilizar modelos para ejecutar el cuadro. No es razonable defender que Velázquez pudiera disfrutar de la familia real de un modo lo suficientemente permanente como para reproducir con precisión sus rasgos. Lo lógico sería que el pintor hubiera utilizado modelos permanentes entre los colaboradores de su estudio, tal vez entre el personal de palacio, sólo en el tramo final acudiría a los personajes originales para captar los detalles de sus rostros, sus gestos. Esa posibilidad hace que la interpretación del cuadro fuera todavía más sugerente ya que colocaría a Velázquez también entre los espectadores. Velázquez pintaría a un sosía ataviado con sus ropajes. Velázquez, Felipe IV y Mariana de Austria ocuparían una posición pareja a la de cualquier espectador que acudiera a la Sala XII del museo a disfrutar del cuadro.

Probablemente la importancia de la obra oculta dependía de que se mantuviera oculta, incluso que fuera un lienzo en blanco.

Esas disquisiciones confirmaban que Andrés cuando más sabía, menos entendía, lo que le obligaba a seguir indagando.

La fatiga persistía, el calor sofocante no ayudaba mucho, el aire de la ciudad se enganchaba a la garganta, como si hubiera pasado por una turbina incandescente. Andrés presagiaba una nueva operación para colocarle un nuevo stent, la fatiga no remitía, evidenciaba que las lesiones podrían ser permanentes.

Redujo al mínimo el paseo de la mañana, apenas media hora a un ritmo mínimo, para evitar los ahogos.

Pasó por la plaza de la Lealtad. No había rastro del tipo del respingo. Le pareció verlo pasear por la acera de la Thysen, no se atrevió a cruzar, el sol caía sobre el paseo del Prado a plomo, inmisericorde.

Ya en la explanada del museo del Prado repitió su rutina de saludar al policía que hacía puerta en la unidad móvil de denuncias, hizo el ademán de entrar, pero el policía, casi un niño, le impidió el paso. Andrés tomó aire para protestar, no hizo falta, desde el interior una voz monocorde dijo «no te preocupes, Anglada, es el comisario Baztan». Anglada se cuadró, como si acabara de darse cuenta de haber humillado a un general laureado.

El inspector Corrales dio un largo abrazo a Andrés, sus brazos actuaban como una tenaza que impedía respirar a Baztán. «Disculpa, Andrés, son jóvenes, recién salidos de Ávila. Seguro que ha oído hablar de ti un millón de veces, pero no te pone cara».

Cuando Andrés se liberó de su captor, buscó asiento y sacó de un bolsillo su libretilla de notas, allí guardaba un esbozo de retrato del tipo del respingo. Ante la mirada escéptica de Corrales le comentó los encuentros causales, su presencia permanente en el entorno del museo. Andrés pensaba que aquel sujeto era un carterista, o puede que uno de los responsables de la venta furtiva de la zona. Corrales le aseguró que harían todo lo que estuviera en su mano, hizo una fotocopia del dibujo del sospechoso, se levantó y condujo hacia la salida al comisario Baztán. Anglada volvió a cuadrarse ante el visitante, pidió todo tipo de disculpas por no haberse dado cuenta de que bajo la apariencia de un jubilado ocioso y demacrado del ferragosto madrileño se escondía un héroe casi mitológico, el comisario Baztán del Valle, el más condecorado de los policías españoles.

Andrés tomó la última bocanada de aire refrigerado de la unidad de denuncias antes de afrontar los cien metros que distaban hasta la entrada del museo. Echó los hombros hacia atrás, levantó la frente y mantuvo el paso firme hasta la entrada principal. Lejos de la vista de sus compañeros, se derrumbó en la bancada de granito que había antes del portón principal, el portón de Cristina Iglesias. Allí reposó unos minutos antes de entrar al recinto. Había pasado casi medio siglo desde que corriera por los pasillos, buscando los culos de las estatuas romanas. El padre de Andrés, cuando veía que los niños se cansaban de ver cuadros de les mandaba a investigar sobre los culos de las esculturas del museo, aseguraba que a una de aquellas esculturas se le podía ver el ojo del culo. Hubo un tiempo en el que los niños podían tocar las esculturas y acercarse a los cuadros, echar el aliento sobre las pinturas.

El aire acondicionado de hall central del museo le permitió terminar de recuperar el resuello. Enseguida se confundió con el marasmo de turistas que deambulaban por el distribuidor. Decenas de visitantes hacían tiempo frente a la exposición temporal, los tesoros de la Hispanic Society of America.

Andrés se encaminó hacia la sala de las Meninas, esperaba engancharse a un grupo de visitantes que recibieran una explicación en español de los misterios del cuadro. Andrés se colocaba cerca del guía, con la mirada perdida, para escuchar las explicaciones, siempre parecidas, siempre distintas, siempre las mismas preguntas, siempre respuestas similares.

Pasada la una del mediodía salió del museo, rumbo a su casa, allí le esperaban unos restos de puré de verduras de días anteriores y un filete de lubina que se prepararía a la plancha.

De camino a su piso recordó aquella vez que cocinó una lubina salvaje con pimienta del Camerún. Recordó haberse bebido, casi él solo, una botella de albariño de Santiago Ruiz. La lubina se la habían cortado en rodajas, pesaba casi dos kilos. Con la cabeza y la cola había preparado un caldo corto de pescado.

Picó dos puerros, una cebolla y dos zanahorias. Picado todo en tiras finas. Puso la verdura a rehogar en una cazuela alta. Removía ceremoniosamente, como si el tiempo estuviera de su parte. Mientras cocinaba iba dando sorbos al vino blanco del albariño. Añadió una pizca de sal para que la verdura sudara bien.

Peló y cortó en rodajas tres patatas nuevas, las añadió al sofrito. La verdura estaba ya atontada, las zanahorias se quebraban con la ligera presión del cucharón y las turas de cebolla y puerro eran casi transparentes.

Regó el guiso con un chorro generoso de vino blanco, subió el fuego y fue aspirando el aroma afrutado del alcohol. Cuando el hervor era alegre añadió casi un litro de caldo de pescado, removió con cuidado, no quería que se rompieran las patatas. Cuando el guiso volvió a hervir bajó el fuego al mínimo y fue sepultando entre el caldo, las patatas y la verdura, las piezas de lubina. Dejó de remover con la cuchara, tomando las asas de la cacerola, protegido con unos paños, fue meneando para que la salsa tomara cuerpo. Probó la salsa, rectificó de sal. Abrió el cajón de las especias y sacó un tarro con pimienta del Camerún, unas vainas alargadas de color pardo. Con ayuda de un rallador espolvoreó abundante pimienta sobre el guiso, volvió a remover y fuego y, mientras reposaba, picó muy finas unas hojas de perejil fresco.

El recuerdo de aquel guiso se desvaneció en cuanto entró realmente en la cocina de su casa, en la nevera le esperaban dos filetes de lubina de piscifactoría. Le quedaban todavía unas semillas de pimienta de la paz en uno de los botes de especias. Puede que aderezara su pescado con unas briznas de aquella pimienta, o se contentaría con olisquearla antes de devolverla al bote de cristal.

Semilla de la paz, pimienta del Camerún. Afromamum Sp. Es una baya alargada de color pardo que crece al pie de las cascadas del Rio Ekom, en un entorno muy húmedo. Se la conoce como la semilla del compartir y de la amistad, la tribu bamileke se la ofrecen a los visitantes como signo de paz.

Tiene notas a regaliz y a cítricos (mandarina). Se torrefacta y muele para aderezar carpaccio de melón, aromatizar magdalenas caseras o sorbetes de fruta. Combina bien con los postres de chocolate y con pescados blancos.

1 comentario:

  1. Ha sido una sorpresa abrir el "ordenata" y ver que antes de vacaciones hacías los deberes. No todo el mundo puede presumir de ver el cuadro de las Meninas tantas veces como yo, en el recibidor de la planta hay uno de buen tamaño pero los colores empleados por el pintor no se asemejan en nada al original. La lubina tiene que estar estupenda. Buenas vacaciones. Jubi

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