domingo, 14 de enero de 2018

CDXXXIII.- Baya de la pasión.


XI.- LA BAYA DE LA PASIÓN.-



La noche fue densa, fantasmagórica. Andrés fue ensartando pesadillas oscuras en las que el dolor se mezclaba con la angustia, le resultaba difícil saber si la opresión que sentía en el pecho era real o era un elemento más de los sueños que encadenaba.

No se atrevía a abrir los ojos, a comprobar si el reloj avanzaba realmente hacia el amanecer. En los escasos momentos de calma intentaba escrutar los sonidos exteriores para intentar adivinar si llegaba ya el nuevo día. El ruido de una moto de reparto, las voces de los basureros, el sonido del ascensor al activarse, los pasos sobre los escalones viejos y crujientes de la escalera. Cualquier detalle le permitía aferrarse durante unos instantes a la realidad, evitaba que regresara a las tinieblas de una duermevela que creía que era la antesala de la muerte.

No tenía fuerzas para levantarse de la cama y cualquier movimiento, por leve que fuera, le colocaba al límite de la extenuación. Instintivamente abría y cerraba las palmas de las manos intentando activar la circulación de la sangre, intentando conjurar la opresión.

Las horas que pasó abatido entre las sábanas se le hicieron siglos y cuando, por fin, escuchó las pisadas y el balbuceo de Benita por la escalera suspiró. Gracias a Benita no moriría como un perro abandonado.

El monólogo exterior de Benita por una vez le sonó a gloria, disfrutó de cada segundo previo a escuchar la llave entrando en la cerradura, el giro firme que activaba el mecanismo que abría el cerrojo. La perorata sin fin de Benita, parecida a un rezo, a una salmodia que conjuraba cualquier riesgo.

Benita estaba acostumbrada a no encontrar a Andrés. Fue a la cocina, encendió la radio y empezó a conversar con ella, a replicar a los locutores que adelantaban las noticias del día, el 12 de agosto. Abrió el grifo, dejó correr el agua durante unos minutos, tomó un vaso de la repisa de mármol y sólo dejó de hablar los segundos en los que bebió agua, luego continuó con su conversación imaginada o imaginaria.

Andrés no tenía fuerzas para gritar, de hecho, acopió las fuerzas que le quedaban para esperar a que entrara en el dormitorio y evitarla el susto.

«Por favor, Benita, llama a una ambulancia», susurró sin abrir los ojos, evitando así ver el aspaviento que aquella mujer dio al ver un cuerpo sudoroso entre sábanas revueltas. Benita empezó a conversar nerviosamente con Andrés, un nuevo monólogo que mezclaba la reprimenda, el pavor, la compasión, las prisas y detalles cotidianos sobre la necesidad de comprar toallas nuevas para el lavabo.

Tomó a Andrés unos segundos de la mano, para comprobar que seguía respirando, y marchó hacia el salón, en busca del teléfono de urgencias. La situación era grave, en palabras de Benita la gravedad se convirtió en tragedia.

Andrés escuchaba las palabras y movimientos nerviosos de su salvadora, notó que volvía a entrar en la habitación, que musitaba palabras de ánimo, de resistencia. No le quedaban fuerzas ni para abrir los ojos, apenas una leve tensión en las manos al sentirse tocadas. Se embarcó en nuevo sueño viscoso al que se quedó pegado mientras Benita abría ventanas y le colocaba paños de agua fría sobre la frente.

Le fue imposible calibrar el tiempo transcurrido hasta que llegó la ambulancia. Escuchó el trajín de sirenas y el trote de los enfermeros subiendo la camilla al piso. Andrés iba y venía de la consciencia a la inconsciencia, escuchaba preguntas que no podía responder, notaba como le manipulaban hasta colocarle en la camilla apenas cubierto por una sábana verde y áspera que agradeció, por lo menos aquella sábana no estaba curada.

El goteo que le conectaron al brazo le dio una curiosa sensación de frescor. La mascarilla de oxigeno le insuflaba aire nuevo, un poco picante, como si aspirara sobre bolas de pimienta.

El hospital no quedaba lejos de casa y el viaje resultó luminoso, ruidoso, un rescate del abismo. Incluso con los ojos cerrados sentía los destellos de claridad, las ráfagas de luz.

El día transcurrió entre retazos de realidad, instantes en los que podía deshacerse de la red de sedantes. Por fin recargó fuerzas suficientes como para abrir de nuevo los ojos. Estaba casi desnudo, sobre una camilla, con goteos en ambos, brazos, sondado y con la nariz entubada.

Un enfermero le sonrió. «Menudo susto nos ha dado. En un momento bajará el doctor Halil para contarle lo que le ha pasado».

Andrés quiso hablar, pero tenía la garganta y la boca seca, sólo pudo emitir un ladrido. El enfermero le tomó de la mano y se llevó el dedo índice a la boca para advertirle que era mejor permanecer en silencio.

Andrés cerró de nuevo los ojos, embarcado y embargado por una placidez casi olvidada. Ya sabía, por experiencias anteriores, que el tiempo en el hospital transcurría a un ritmo extraño, imposible de mensurar.

Los tranquilizantes hacían su efecto, los analgésicos habían conjurado el dolor. Se sentía limpio, ligero, protegido. Ordenaba ideas y pensamientos que le habían bombardeado durante la noche anterior.

Pensó que por primera vez en muchos días no contemplaría las Meninas, se había acostumbrado jornada tras jornada en pasar unos minutos frente a ellas y frente a ellas encontraba el equilibrio, las puertas de salida de casi todas las encrucijadas. Ahora, en la UVI del hospital, le resultaba extraño verse privado de la presencia del cuadro. Con los ojos cerrados intentaba reconstruir el cuadro, ubicar los personajes y espacios hasta recomponerlo en su memoria. Era complicado, de entre todas las imágenes solo la de Velázquez aparecía nítida, mirando fijamente a Andrés. La mirada firme del pintor, desafiando las leyes de la lógica, desentrañando las claves del cuadro. Velázquez, el gentilhombre que de cuando en cuando daba unas pinceladas.

La cabeza de Velázquez, gracias al juego de perspectivas, estaba por encima de la cabeza del resto de personajes, muy por encima del busto de los reyes, incluso por encima del cuerpo de José Nieto, el otro contrapunto real del cuadro al convertirse en el principal referente de luz.

Velázquez se pinta con un porte altivo, no aparece como un amanuense al servicio real, como un elemento más de la corte. El hombro izquierdo ligeramente avanzado, el derecho casi oculto al fondo. La cabeza suavemente ladeada. Mira con gesto serio.

La corte le había negado a Velázquez la posibilidad de acceder a la hidalguía, el pintor no se contentaba con ser pintor real, el principal pintor real, quería alcanzar el reconocimiento y gloria de quienes gestionaban el día a día del imperio. Velázquez les conocía, les había retratado y constataba ser mucho más inteligente y honrado que el resto de duques, conde duques, marqueses e hidalgos que rodeaban al rey y no dejaban de intoxicarle a él y al reino con grandezas que ya se diluían.

Velázquez no había recibido la Cruz de Santiago cuando pintó las Meninas, de hecho, no se la concedieron en “las Españas”, sino en el Vaticano. Cuenta la historia que la Cruz fue pintada tras la muerte de Velázquez, por orden del rey, que así reconocía la figura, genio y anhelos del pintor.
Resultado de imagen de Velázquez

Una voz sacó a Andrés de sus meditaciones pictóricas. Una voz con un leve acento extraño.

Andrés abrió de nuevo los ojos y frente a él tenía al doctor Halil. Sonriente, todo dientes, piel broncínea, ojos pequeños, pelo revuelto, apenas domeñado bajo un gorrito de tela verde.

«Andrés Baztán.» Voz firme pero cordial. «No tiene por qué preocuparse. No ha sufrido un infarto, ha sido sólo un ataque de ansiedad. No tiene por qué preocuparse, es normal que personas que han tenido un infarto sufran crisis de ansiedad, sobre todo si han hecho esfuerzos no adecuados… Le hemos revisado de arriba abajo, no hay rastro de crisis cardiaca alguna, hay alguna arteria con problemas y no descartamos que en un par de meses haya que poner alguna válvula más. Pasará la noche en la UVI, monitorizado por si la crisis se repite, mañana a planta y en un par de días de nuevo a casa. Recuerde, buenos hábitos y reposo». Halil le dio una palmada en el hombro y marchó sin entablar diálogo alguno con el paciente. Cuando Andrés quiso darse cuenta, Halil estaba hablando ya con otro paciente en un box contiguo.

Tras el doctor pasó el enfermero, que repitió poco más o menos lo que le había dicho el médico, aunque fue más preciso en cuanto al tiempo que le quedaba a Andrés en la UVI: Se mantendría completamente entubado y sondado, sin posibilidad de tomar alimento sólido o líquido. A lo largo de esa tarde recibiría una sola visita. Dormiría en la unidad y, tras el correspondiente control médico, pasaría a planta. El enfermero además hizo referencia a una serie de trámites burocráticos pendientes, trámites que deberían cumplimentarse antes del alta.

Poco después llegó Benita, los ingresados en la UVI tenían derecho a una visita al día. Era increíble escuchar la perorata de aquella mujer incluso en el área de cuidados intensivo. No hablaba con nadie, ni frente a nadie. Hacía referencia a Andrés y al susto que le había dado aquella mañana. Los enfermeros se apartaban a su paso, giraban la cabeza, era imposible domeñarla.

Llevaba un paquete en la mano, Benita anunciaba a voces que se trataba de un encargo hecho por Andrés que acababa de llegar por correo, los escritos completos sobre Velázquez escritos por Jonathan Brown. Estaba radicalmente prohibido introducir comida o libros en la UVI. Allí estaba Benita para desafiar a la ley de la gravedad. Dejó el paquete sin abrir sobre las sábanas en las que reposaba Andrés. Atropelladamente le preguntó por la salud, convencida de que había sufrido un nuevo infarto.

Al despedirse se aproximó para darle un beso, apenas un leve contacto de mejillas. Andrés estaba completamente entubado e indefenso, sin posibilidades de decir nada.

Benita olía a hervido de pescado, capaz era de haber dejado preparada la comida en casa de Andrés. Era una mujer sujeta a rutinas y nadie podía sacarla de ellas.

Andrés recordó los pasteles de pescado que le preparaba Mariam, qué habría sido de aquellos pasteles, qué habría sido de Mariam, cuanto la echaba de menos.

Andrés seguía preparando aquellos pasteles, aunque cambiara los pescados cantábricos (Mariam solía hacerlos de cabracho), por pescados mas modestos, incluso congelados. El último que había preparado, años atrás era de salmón.

Había que pasar por la plancha dos lomos de salmón sin espinas, pasarlos levemente, sin dejar que se cocinaran del todo. Los retiraba del fuego y los dejaba reposar.

Mientras enfriaban los lomos picaba un puerro, una zanahoria hermosa y un tallo de Apio.

Se rehoga suavemente durante unos minutos, no hace falta utilizar mucho aceite. Se añade sal y una pimienta sabrosa. También acepta un poco de hinojo marino o de eneldo, unas briznas.

Cuando las verduras estaban medio atontadas se añaden dos latas pequeñas de atún en aceite, se escurre un poco el aceite para que no se anegue el guiso. Se mezcla todo bien.

Los lomos de salón estarán ya atemperados, se desmigan sobre el sofrito, retirando las pieles y alguna espina despistada. Se remueve bien hasta que queda una masa compacta. Se apaga el fuego y se deja reposar.

En un bol a parte se baten 4 huevos como 300 cc de leche (en función de la cremosidad que se busque puede ser nata, leche ideal o incluso leche desnatada). Una vez bien batido se mezcla con el sofrito, se rectifica el punto de sal y pimienta.

En un molde grande (de los de medio litro), previamente engrasado, se vuelva el sofrito con los huevos y la nata.

Hay que cuajar el pastel al baño maría (25 minutos a 150 grados). Para ver el punto del pastel conviene pinchar el pastel con la punta de un cuchillo, comprobar que no sale blanquecina.

El pastel se saca del fuego, se deja reposar un poco y se sirve con una mayonesa suave o con una salsa tártara casera.



La baya de la pasión (Ruta Chalepensis). Originaria de Etiopía.

Notas de fruta de la pasión, aromas a frutos rojos. Cultivada en Etiopía como planta hortícola o medicinal. Se localiza concretamente en jardines circulares del país Basketo (a unos 2000 metros de altitud).

Adecuada para asar pescado blanco, verduras a la plancha, salsa de mantequilla blanca y tarta de peras caramelizadas.

1 comentario:

  1. Estoy pensando si me pondrán ahora un pastel de pescado con el que me has hecho caer la baba. Jubi

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