viernes, 17 de agosto de 2018

Capítulo CDLIII.- Derrotado por los dioses.


Alquilamos una casita en una isla de las Cícladas. Estaba sobre una colina, apenas a un kilómetro del mar. Tenía (tiene, puesto que seguimos aquí, en Grecia), un porche cubierto por una rudimentaria techumbre de cañas, protegido por sólidos muros de piedra; aquí tenemos unas sillas de mimbre y un par de mesas donde hacemos la vida. El suelo también es de piedra, piezas grandes unidas con cemento. Hay un jardín minúsculo, abierto ya al viento, allí el muro es mucho más bajo, apenas una baranda para marcar el desnivel con los jardines contiguos. Lo llamamos jardín porque tiene un minúsculo cuadrado de césped, muy bien cuidado (a las siete de la mañana salta el riego), tatami de cinco metros cuadrados en el que los niños juegan a peleas orientales y en el que, por las mañanas, hacen yoga con su madre, frente al mar.

La planta principal, la que hay a ras de suelo, es un amplio salón comedor, decorado con muebles de Ikea, como casi todo el mundo moderno alquilable. Suelo de terrazo, amplios ventanales y una cocina de dimensiones reducidas, el espacio justo para sobrevivir en verano. Utilizamos esta planta como zona de paso, allí se almacenan libros, ordenadores, mapas, mochilas, fulares. En el respaldo de las sillas cuelgan los bañadores, las toallas y las camisetas. No se nos ocurre quedar dentro de la casa.

En la planta de abajo hay dos dormitorios, la luz solar entra por unos ventanucos sobre la cabecera de las camas. En la primera planta, el dormitorio principal, con dos balcones, uno que da frente al mar, con una terraza, y el otro a las laderas de las lomas cercanas, montañas no muy escarpadas que apenas tendrán quinientos o seiscientos metros de altura. Es una gozada ver el mar desde la terraza de la cámara principal, ver el mar y las estrellas por la noche.

En las entreplantas hay dos baños limpios y funcionales.

La casa está a cuatro kilómetros del puerto de la isla, no da directa a la carretera, hay que enfilar un pequeño camino rural, empinado, que da al portalón. La dueña de la casa nos ha rogado encarecidamente que mantengamos siempre cerrado el portalón para que no se cuelen las cabras, que acechan excitadas por el jugoso césped.

Las colinas que protegen las playas de Agio Petros (San Pedro), están peladas, la poca vegetación que vemos crece a ras de suelo. Castigada por los vientos. En todas las islas griegas nos hemos encontrado con playas consagradas a San Pedro.

Nuestra zona no está muy urbanizada, hay casitas desperdigadas por las laderas de las colinas. Desde la terraza se ven caminos y carreteras estrechas que unen las edificaciones, en su mayoría encaladas en blanco, con contraventanas azules de madera, ventanas venecianas para proteger de la luz.

Nos advirtieron que nuestra isla es ventosa (todas las Cícladas son ventosas en agosto). Nos advirtieron especialmente de esta isla, aunque en años anteriores habíamos estado en otras islas también azotadas por el viento del norte, un viento que castiga como un látigo, a ráfagas violentas. Nunca nos ha preocupado especialmente, si el viento castiga una de las costas de la isla buscamos las playas del lado contrario. Siempre es posible encontrar una playa tranquila a menos de 20 minutos de donde nos instalamos. Normalmente buscamos casitas en el interior de la isla, un poco retiradas de la costa, eso facilita la movilidad.

La isla que elegimos este año es de las menos turísticas, todavía no ha sido invadida por los italianos.

Nos aseguraban que esta isla era de las menos invadidas por el turismo, por tanto, isla con peores infraestructuras, más agreste. Creo que hemos acertado.

Varias colinas protegen las playas de Agio Petros, en la carretera que circula junto a la costa hay un poco más de bullicio, los núcleos construidos son un poco más grandes y compactos, no son casas desperdigadas. No han llegado todavía los hoteles con varias plantas, tampoco los resorts. No sabemos cuanto tardarán las islas en convertirse en remedos de Ibiza y Formentera (ya hemos visto lo que ha pasado en Mikonos), por eso disfrutamos al máximo de cada uno de los veranos en Grecia, como si fuera el último en el paraíso.

Llegamos a la isla hace un par de días. Es una pequeña odisea llegar hasta aquí. Someterse primero a Vueling y sus azarosos horarios, es una vergüenza que la impuntualidad se haya convertido en algo normal, que en cualquier momento haya riesgo de cancelación. El aeropuerto de Atenas no es un ejemplo de orden y armonía. Desde allí fuimos al puerto de Rafina, intentamos evitar el puerto principal del Pireo porque es un caos. En Rafina nos tomamos unos salmonetes y unas sardinas haciendo tiempo antes de embarcar en el ferry. Hay que arrastrar maletas y mochilas entre el gentío y luchar por una butaca con mesa en el barco para evitar que la travesía sea un suplicio. Los griegos, como buenos latinos, son ruidosos y discutidores.

Ya en destino, teníamos que localizar a la señora que nos llevaría a la casita, también alquilar un coche. Todo ese proceso puede llevar horas.

En definitiva, salimos de Barcelona a las ocho de la mañana y hasta las ocho de la noche no llegamos a destino definitivo. Vimos la casita casi anocheciendo. Nos quedamos encantados. No hubo mucha discusión, los niños se quedaban en los dormitorios de la planta baja (nos sobraba una habitación porque los niños prefieren dormir todavía juntos) y nosotros en la cámara principal. Enseguida abrimos los ventanales y salimos al balcón para tomar posesión efectiva del lugar. Primeras fotos y grandes aspavientos ante las majestuosas vistas del mar egeo al anochecer. Durante unos instantes nos consideramos los reyes del mundo, es una sensación que debe invadir a todos los turistas cuando inician sus vacaciones.

Primeras compras apresuradas para garantizar necesidades mínimas (en la casa el agua no es potable y la tienda más cercana está a cinco minutos en coche). Cenamos en una taberna junto al mar, un pescado al horno para los cuatro, un familiar del sargo que llevaba en el lomo la marca del arpón. Unas verduras hervidas y flores de calabacín rellenas de queso.

Derrotados pero contentos regresamos a casa. Ya en el dormitorio, la primera medida fue la de cerrar las contraventanas de madera, era imposible dejar abierta la puerta del balcón, el viento era tremendo. Ráfagas violentas que obligaban a adoptar todas las cautelas (no en vano, junto a las puertas y ventanas de toda la casa hay grandes piedras para evitar los portazos).

Ráfagas virulentas de viento del norte golpeaban las ventanas, el viento se colaba por el entramado de caña que protegía el porche y resoplaba como una vaca a la que estuvieran torturando. Los portones aleteaban y chocaban con jambas y dinteles. Era imposible fijar las puertas y ventanas. Incluso fijándolas, se escuchaba el ulular del viento y el repiqueteo en las casitas contiguas.

La primera noche fue como una tempestad en mitad del mar. En varias ocasiones salí al balcón para comprobar si era el fin del mundo. Desde allí comprendí las razones por las que las playas que había al pie de las colinas quedaban tranquilas y protegidas. Nuestra casita, pizpireta y arrogante, había desafiado a los dioses griegos al construirse en la ladera.

Dormimos a trompicones, entre sobresaltos por ruidos inquietantes. Hubo momentos en los que pensé que la caballería transitaba por el salón. Los niños, sin embargo, en los dormitorios de la planta de abajo descansaron felices y se levantaron asegurando no haber sentido ningún rio.

Los sólidos muros del porche nos permitieron desayunar a la intemperie. A nuestros pies, las playas de Agio Petros seguían tranquilas, ajenas al vendaval.

Pasamos el primer día felices en la playa, paseando, buceando y haciendo las primeras construcciones de arena.

Sobre nosotros, Eolo había abierto el odre de los vientos, que asolaba las lomas de la cadena de montes que arropaba las playas del norte.

Las previsiones de tiempo aseguraban que el viento amainaría aquél día. Con ese augurio afrontamos la segunda de las pernoctas. Aseguramos postigos y cancelas para que la fortaleza fuera inaccesible. Nos acostamos pasadas las once de la noche, cansados tras la primera sesión de playa y sol. La galerna seguía en el exterior. Conciliamos el primer sueño gracias al agotamiento pero a eso de las tres de la madrugada el ruido era infernal, hubo momentos en los que pensé que crujían los cimientos de la casa. Me levanté en varias ocasiones para asegurar todas y cada una de las puertas y ventanas. El aire se colaba por todas partes y emitía silbidos diabólicos. A eso de las cuatro de la mañana, asumiendo el fracaso, nos retiramos hacia la habitación vacía del piso inferior, abandonábamos la cámara principal, con su ventilador colonial en el techo, con sus amplios balcones y su luminosidad.

En el sótano reinaba la paz. Los anchos sillares que rodeaban la casa aislaban por completo de cualquier turbulencia. La tormenta de viento que sufríamos en el piso superior apenas era un arrullo en el subsuelo. En pocos minutos conciliamos el sueño y dormimos hasta pasadas las diez, masticando nuestra derrota y convencidos de que nunca podríamos reconquistar nuestra habitación.

La tercera noche, cuando pensábamos que nuestro destino iba irremisiblemente unido al submundo, nos sorprendió la absoluta tranquilidad, no soplaba ni una brizna de aire. Por primera vez pude salir a la terraza de arriba y contemplar las estrellas. Decidimos instalarnos de nuevo en el dormitorio de arriba, ya no éramos reyes, sino súbditos sumisos de los dioses griegos, que nos permitían descansar una vez asumidas nuestras debilidades. Dejamos abiertas ventanas y contraventanas, desde la cama se veían las estrellas y la noche era, por fin, plácida. No hay que desafiar a los dioses.
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Esta mañana me he levantado contento, muy contento después de haber enganchado seis horas seguidas y plácidas de sueño, sin la amenaza sonora del fin del mundo. Después de amanecer se ha levantado algo de viento y ahora, a las ocho y media, las ráfagas vuelven a ser agresivas. No sé si habré de sacrificar varios bueyes (una hecatombe) para aplicar la ira divina.

En un rato bajaré al pueblo a comprar pescado fresco, todavía no hemos decidido si comeremos arroz con langostinos y calamares o si los niños preferirán unos espagueti frutti di mare (el influjo italiano es inevitable y terminarán por colonizarnos).

La misma pescadería en la que compro el pescado me vende calabacines recién cortados, toda vía con su flor, una berenjenas pequeñas y alargadas, hierbas autóctonas que se pueden escaldar para servir de guarnición al pescado, también tomates, fastuosos tomates que huelen a huerta y a sol. Me llevo a la nariz cada uno de los tomates antes de guardarlos en la bolsa de papel y me emborracho ya de tomate desde primera hora de la mañana.

Resulta curioso descubrir que los griegos no conocen el gazpacho, ni ninguna de las cremas frías de tomate. Como no conocen el gazpacho, en las casas no hay batidoras, ni siquiera morteros, aunque dispongo de varios artilugios para hervir, escurrir y preparar la pasta.

Sorprende que pese a tener todos y cada uno de los ingredientes del gazpacho, sin embargo, no se les haya ocurrido triturarlos y convertirlos en una crema de los dioses. Si los tomates son de escándalo, los pepinos y los pimientos no le andan lejos. La isla está plagada de olivos y el pan, los panes de miga griegos, son una perdición.

En España había gazpachos ya antes del descubrimiento de América. El gazpacho era comida de braceros, pensada para mitigar el hambre. Los primeros gazpachos se hacían con ajo, pan duro, aceite, vinagre y un poco de agua. La pasta se majaba hasta quedar convertida en una crema que se podía beber sin ayuda de cucharas. Los gazpachos antiguos se servían en horteras, unos cuencos de madera que se sumergían directamente en la gran marmita en la que fermentaba el pan empapado en agua, ajo y aceite. Con la llegada del tomate y del pimiento de américa el plato se sofisticó hasta llegara a su formulación, o formulaciones, actuales.

Recuerdo haber escrito sobre gazpachos apócrifos de cereza, de sandía, de gambón y de bogavante.

Hoy voy a hacer un gazpacho tradicional. Hay un gran cuenco de cristal en el que restregaré bien un diente de ajo (creo que era Emilia Pardo Bazán la que aconsejaba no echar ajo en el gazpacho, bastaba con pringar de ajo el mortero en el que luego se trituraba el resto de ingredientes).

Compraré un kilo largo de tomates griegos, carnosos. Los tomates de huerta aquí se puede pelar con el leve roce de la punta de un cuchillo. Los pelaré, partiré en cuartos y despepitaré sobre un plato sopero. Picaré en daditos pequeños el tomate y escurriré todo el agüilla que desprenden para que ayude a macerar en el cuenco.

Después de picar los 5 tomates que no puedo abarcar con la mano, pelaré y picaré un pepino. También reservaré el agüilla que destila al someterse a los rigores del cuchillo.

Tras los tomates y el pepino, corto en juliana minúscula un pimiento verde, alargado, estrecho y retorcido.

Media cebolla pelada y picada también ayuda a componer el gazpacho.

Quedó pan de ayer, un pan redondo, con mucha miga. Lo desmenuzo también sobre el bol de cristal. Añado sal, una pizca de comino y empiezo a mezclar con las manos, dejando que las verduras me empapen los dedos y vayan desapelmazando la miga del pan trasnochado.

Un corrito minúsculo de vinagre y un vasito de agua bien fría. Me permito una pequeña licencia, ha comprado menta fresca, corto una docena de hojas y las pico muy finas. Sigo mezclando con las manos, apretando cada puñado que alcanzo. Riego bien con aceite de oliva (el aceite griego es maravilloso, aunque un poco caro). Cubro el bol con un plato y lo guardo en la nevera. Si todo va bien los ingredientes terminarán de macerar durante unas horas. Las verduras rezumarán toda la sabia y el pan (no he puesto mucho) se habrá terminado de deshacer. A eso de las ocho de la noche, es decir, dentro de poco menos de doce horas, habré improvisado un gazpacho rudimentario que ofreceré a los dioses del olimpo para que me permitan esta noche disfrutar de nuevo del dormitorio principal, no tener que descender al subsuelo en busca de paz.

3 comentarios:

  1. Que vacaciones tan "chulas", y que bien os alimentáis tienen que ser sitios muy tranquilos y preciosos, yo viajo a través de internet. He visto el homenaje a las víctimas y ha estado muy emotivo y la música era de Leonard Cohen y Jhon Lennon, se me ponía la carne de gallina. Seguir disfrutando. Jubi

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  2. No has dicho nada de las inmundas carreteras por las que circulamos . Finalmente fruti di mare!

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  3. Me gustan tus narraciones, la mezcla entre arte, cocina, vida cotidiana es deliciosa. Saludos…

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