martes, 13 de noviembre de 2018

Capitulo CDLXI.- Funambulista imbatible.


Días agitados, llenos de pequeñas y grandes novedades difíciles de gestionar. La semana pasada mi mujer marchó fuera por asuntos de trabajo, nada nuevo, nos vamos combinando como podemos, es cuestión de organizarse o, casi mejor, acostumbrarse a gestionar con sentido común la desorganización, cualquier situación mala siempre es susceptible de empeorar. Anduve tan liado que no me dio tiempo a refugiarme en el Diletante para intentar desconectar.

Han sido unos días/están siendo unos días con mucho ruido de fondo: teléfonos que sueñan, noticias que cambian sin cesar. Complicado permanecer sereno, por mucho temple que uno tenga. Como no, apareció el insomnio y, con él, apareció el tiempo de descuento, esas horas tontas entre la noche y el día que suelen ir bien para ordenar las ideas, para escribir sobre cuestiones menores que ayudan a que llegue, poco a poco, la armonía.

Sobrevivir a la semana pasada era todo un reto, me quedaba solo con los niños, el lunes era un día de paz, el martes tenía 4 horas de clase en un master de la universidad, el miércoles tenía que hacer compra, el jueves uno de los niños empezaba la liga de baloncesto y yo tenía que participar en un cinefórum sobre cuestiones sociales y educación, el viernes me había comprometido a cocinar tres o cuatro cosillas para el fin de semana, marchábamos con unos amigos a la montaña y convenía llevar provisiones… Todas estas tareas unidas al trabajo habitual (hay que cumplir) y a los ruidos de fondo que me han rodeado estos días. Imposible llegar a todos los retos. Iba avocado al fracaso, aunque en ocasiones una mala perspectiva es la mejor manera de no angustiarse.

Tengo el recuerdo de un viejo restaurante francés que presentaba los platos más aromáticos protegidos por una campana de acero, los camareros llegaban a la mesa con el plato cubierto por la cúpula plateada y, de manera sincronizada, levantaban la tapa de los platos de todos los comensales para que descubrieran por sorpresa los aromas y la composición del plato. Una bocanada de vapor sabroso te invadía de golpe y diluía, también de golpe, la incertidumbre.

Hace años compré una campana de cristal, una cúpula grande que utilizaba para aislar los quesos y que, en ocasiones, también me servía para presentar algún plato buscando ese efecto de prestidigitación.

Esta semana he tenido que buscarme varias campanas de aislamiento, de una manera o de otra he terminado refugiado en la cocina, con la música a todo volumen, rodeado de cacerolas y sartenes.

La semana se presentaba complicada y se complicó aún más cuando uno de los niños regresó del colegio con fiebre, unas décimas, las justas para que durante dos días tocara reposo en casa. Llegué de la clase de la universidad fundido, cuatro horas intentando explicar, en dos sesiones, el régimen de recursos del sistema procesal español es una tarea tan monótona como agotadora. Cuando llegué a casa, a eso de las ocho de la tarde, el niño estaba postrado en el sofá con ojos vidriosos y muchas dudas en el cuerpo y en el ánimo, su madre estaba fuera de casa, lejos, y su padre tenía que gestionar sus mocos y escalofríos. Menos mal que mi suegra “estaba de guardia” y me ayudó en la logística. Para cenar sopa y un poco de pescado, una buena dosis de paracetamol infantil y, a eso de las nueve de la noche, excursión a casa de mi suegra para que el pequeño pudiera reponerse.

Mi mujer, entre vuelo y vuelo, iba recabando información por wasap, dando instrucciones.

Entre medias de aquel primer golpe del caos recibí una llamada importante, me pedían un comentario breve sobre como abordar un pequeño lio que estaba haciendo mucho ruido. No importan mucho los detalles del ruido, la cuestión es que cuando llegué a casa me tuve que poner a leer y a escribir unas notas, entre llamadas, wasaps y el otro niño lavándose los dientes, preparándose para ir a dormir.

Encendí la tele, puse el canal cocina casi sin voz y me dispuse a reorganizar los planes de la semana para afrontar la nueva circunstancia.

El miércoles era un día vital para mi supervivencia, tenía una ventana de tiempo libre entre las tres y las cinco de la tarde. El tiempo suficiente para hacer compra antes de recoger al niño que estaba en el cole y gerenciar a que estaba con su abuela recuperándose del acceso de fiebre. Las noticias eran buenas, la fiebre remitía y el pequeño estaba tranquilo, aunque aburrido. Había mandado un mensaje a la profesora (en los tiempos modernos la comunicación con el colegio se hace por correo electrónico), el miércoles a mediodía tenía la referencia de los deberes de matemáticas y de lengua, hablé con mi hijo para transmitirle los mensajes, estaba preocupado porque no podría ensayar una canción con la flauta que le habían puesto para el jueves, el resto de materias no le agobiaban especialmente, pero lo de la flauta le llevaba a maltraer.

Hice la compra pensando en el fin de semana, nos habíamos comprometido a preparar un caldo de pollo y unos pasteles de setas; además yo tenía que dejarme hechas unas albóndigas con salsa de tomate para que cenaran las fieras.

Liado con la logística se cruzaron en mi camino unas judías de santa Pau, son unas judías pequeñas, alubia blanca, del tamaño del dedo menique de un dedo. Es una legumbre tan delicada que no necesita ponerla a remojo el día antes. Compré medio kilo de judías convencido de que en algún momento se abriría una ventana temporal que me permitiría guisarlas.

El miércoles recogí al niño que mantenía sano en el cole, ya en casa, se instaló en la cocina con los deberes, yo con mi música y la gestión local de mensajes y wasaps de todos los colores: recibía instrucciones sobre la gestión doméstica, recibía enhorabuenas por acontecimientos que todavía no estaban confirmados, atendía a algún medio de comunicación que buscaba luz (durante la semana me tocó salir dos veces en televisión y otras tantas en radio explicando algunos líos). El miércoles por la tarde era crucial para mi supervivencia, era la única tarde un poco despejada, el jueves por la mañana tenía sesión complicada de trabajo (la del miércoles por la mañana también se había complicado), después me habían convocado a una comida, tras la comida tenía que ir a recoger al niño enfermo (ya recuperado) a casa de mi suegra para reintegrarlo a la disciplina doméstica, dejar al convaleciente con la chica que nos ayuda en las cuestiones domésticas, subir a ver el primer partido de baloncesto de la temporada del otro niño, cruzar los dedos para que empezara y terminara en hora, bajar a casa corriendo para dejarles organizados con las dudas y los baños, cenándose mis albóndigas con tomate, mientras yo iba a presentar el cinefórum en el que proyectábamos Capitán Fantastic. De nuevo mi suegra acudió al rescate.

Pero todo eso tenía que ocurrir el jueves. Antes, el miércoles, tenía que hacer la compra y cocinar para el resto de semana y para el fin de semana, porque el viernes, porque nos iríamos de fin de semana con unos amigos en cuanto regresara de viaje mi mujer y los niños terminaran sus partidos de baloncesto (porque uno de los niños tenía partido el jueves y el viernes, con el problema añadido de no poder fallar al equipo ya que son solo 7 jugadores y cualquier baja es una tragedia).

El miércoles a las cinco y media de la tarde me situé en la cocina, apoyé el móvil en la encimera para ver como entraban wasaps y llamadas, no pude poner la música muy fuerte para no distraer al pequeño que repasaba los verbos irregulares de inglés.

Cogí la olla más grande para preparar el caldo, la tarea más fácil, una olla más pequeña para hervir las judías de Santa Pau, una sartén grande para sofreír las verduras que irían con el pastel de setas, un bol con la carne picada de las albóndigas y el Thermomix a punto para preparar una salsa de zanahorias y tomate. En dos horas todos los guisos estaban marchando, yo hacía equilibrios, como un funambulista imbatible, para que no se mezclaran los sabores, para no equivocarme de ingredientes.

Sobreviví, milagrosamente, al lunes, al martes, al miércoles y al jueves. Llegó el viernes, los wasaps y las llamadas seguían acribillándome, mi madre me regañaba, preocupada, “porque me iba a meter en política”.

A eso de las dos de la tarde se abrió una nueva ventana espacio temporal, una ventana que duraría hasta las cuatro y media, tiempo suficiente para ir a ver la exposición de Tolouse Lautrec en el Caixaforum, comparar cuatro cosillas que habían quedado colgadas. Después iría a recoger a los niños al colegio, llevar a uno al partido, al otro dejarlo con su madre, que acababa de aterrizar, para terminar de cerrar maletas. La tarde amenazaba lluvia, el tráfico en la ciudad era imposible y el teléfono no dejaba de sonar. Una semana caótica culminaba con una tarde de caos agravada porque en casa se había ido la luz.

A las siete y media de la tarde terminó el partido (ganaron), cargamos el coche y pusimos rumbo a la montaña. El teléfono seguía sonando sin parar, los mensajes seguían cayendo sin piedad.

Llegamos a nuestro destino a eso de las nueve y media. Una bendición, niños desperezándose (propios y ajenos), besos, abrazos, una cerveza bien fría, niños con hambre, botellas de vino que empezaban a abrirse, fuimos montando mesas y cenas.

No tardé en desconectar, nuestros amigos, cariñosos, discretos, generosos, amables, comprensivos, encantadores… me faltan adjetivos para agradecerles todo el cariño y la paciencia dispensados.

Desayunamos tarde, bandejas con embutido, pan tostado, aceite, un pastel de chocolate y harina integral, una mantequilla italiana que era bocado de cardenal. Paseamos por el monte (hizo un tiempo maravilloso, el veranillo de San Martín), caminamos tranquilos, sin prisas, por un pueblecillo sacado de un cuento de hadas, al que se llegaba por una carretera estrecha como el ojo de una aguja. Fue una bendición que durante la ruta de montaña hubiera tramos sin cobertura y el teléfono dejará de incordiar.

Llegó el sábado la hora de comer, comimos tarde, pasadas las cuatro, los niños correteaban por el jardín, descubrían nuevos rincones, se manchaban de barro y, sobre todo, reían mientras preparábamos las mesas otra vez, con líos porque los niños no identificaban sus servilletas. Saqué el tupper con mis judías de Santa Pau, inquieto porque no sabía si al final habían quedado bien, no me dio tiempo a probarlas. De plato principal teníamos unas carrilleras confitadas que se estaban calentando lentamente al fuego, deshaciéndose poco a poco la grasa, deshilachándose.

Calentamos las judías en una cacerola grande, con sus pies de cerdo y su butifarra negra, poco a poco fueron atemperándose, con cuidado de no romperse la fina piel de la legumbre. Abrimos una botella de vino de Alicante, un vino sabroso, con cuerpo y nos lanzamos sobre la comida, hambrientos como lobos. La sobremesa fue larga, divertida, con los niños zascandileando por la casa, jugando a cartas, alborotando, que es lo suyo.

En los días agitados la cocina es un refugio, una campana de aislamiento en la que enseguida te envuelven los olores y los sabores, se diluyen los agobios y, durante unos instantes, el caos y el orden conviven sin interferencias.

De todos esos días convulsos, de los que han pasado y de los que vendrán, sin ninguna duda lo mejor es la compañía y el apoyo de los amigos, su bonhomía. Los amigos y, por descontado, las judías de Santa Pau.

Para guisar mis judías preparé una olla con tres litros de agua. Antes de encender el fuego puse las judías de Santa Pau (medio kilo) y dos pies de cerdo partidos por la mitad. Encendí el fuego.

Mientras empezaba a tomar calor pelé y piqué en dados cuatro zanahorias, dos puerros gruesos y dos ramas de apio también picados. Fueron directos al guiso.

No quería liarme con condimentos complicados, puse un par de hojas de laurel, cuatro o cinco vainas de pimienta de Jamaica, un puñadito de semillas de comino y sal.

Cuando rompió a hervir bajé un poco el fuego, espumé el caldo para quitar impurezas y calculé 40 minutos de cocción. Cuando faltaban 5 minutos añadí la butifarra negra y tapé la cacerola.

Antes de apagar el fuego probé una de las judías para comprobar que no se había quedado dura. El guiso terminaba de ahormarse atemperándose lentamente. A la mañana siguiente escurrí bien las judías, las verduras, el pie de cerdo y la butifarra. Me interesaba que la legumbre quedara seca.

Hubiera podido servirlas rehogadas al día siguiente con un poco de cebolla, de pimentón y del caldo de la propia cocción, sin embargo decidí servirlas y tomarlas viudas, sin “arropar”, de guarnición de las carrilleras. Una combinación increíble que tendré que repetir.

El colgado en Instagram una fotografía de nuestra escapada a la montaña. Los colores y las texturas de aquella foto tienen poco que envidiar al cuadro que he elegido de acompañamiento, un cuadro de Henri Le Sidaner, de 1900, Little old ladies es el título. Puro otoño.
Image result for Henri Le Sidaner old ladies

3 comentarios:

  1. Uf!cuanto trajín! No me estraña en ti, sigues en tu línea.
    Bueno pero finalmente qué hiciste con el caldo y todo lo que habías había en la cocción de las judías? Se come aparte? Un abracito. Cl.

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  2. UF que agobio de vida, ¿merece la pena vivir corriendo? yo pasé ya esa etapa y encantada de haber tomado la decisión de cambiar tan drásticamente. Suerte. Jubi

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  3. Da gusto no perder de vista lo humano, un punto de pringao (buen sentido de la palabra) es imprescindible para no perder la realidad de vista. Muy buena entrada, dos risas incluidas por verme igual, sólo un detalle; al final no sé si la verdura estaba con las judías o estaban solas, solas.

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