jueves, 28 de noviembre de 2019

Capítulo CDXC.- Cocinar a veces es no cocinar.

Hay recetas que son ideales para tener cabeza y cuerpo entretenidos con todo tipo de tareas y maniobras. Funcionan casi como una evasión porque hay que estar pendientes de decenas de detalles que consiguen tenerte completamente ocupado en una actividad muy maquinal y, a la vez, muy precisa. Estos platos pueden ser una terapia ideal para gestionar situaciones de estrés porque la cocina se convierte entonces en un ballet al que se van incorporando ingredientes, olores y sabores.
Hay, sin embargo, otras ocasiones en las que cocinar es una rutina que busca todo lo contrario, guisos en los que toca realizar tres o cuatro maniobras para luego dejar que el tiempo pase, sin realizar ninguna operación, esperando a que obra la magia.
La receta en la que he estado trabajando los últimos días pertenece al grupo de recetas que abren una larguísima ventana de tiempo muerto, en el que uno no debe precipitarse, al contrario, debe programar una tarea alternativa al placer de cocinar, dejando que se agoten los minutos, las horas, para el placer de comer.
Hay ocasiones en las que las recetas aparecen en libros o revistas, otras veces surgen de la inspiración al ver cocinar a otro, o viendo un programa de televisión, una serie o una película en la que, como elemento principal o accesorio, aparece un plato que despierta mi curiosidad.
Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones la idea, las ganas o la necesidad de cocinar nace del diálogo, de la conversación con alguien que, por la razón que sea, te llama la atención y te aporta un elemento que hasta entonces desconocías.
En mi caso, cocinar es, básicamente, tener ilusión por cocinar, no convertirlo en una actividad aburrida y repetitiva que puede llegar a causar hastío. Por eso me gusta escuchar, robar ideas a las personas más inesperadas.
Llevo meses trabajando con la cocina al vacío, sé que está de moda, que parece muy sofisticada, que exige cierto instrumental que no está al alcance de todos los bolsillos. Parece que es así, pero si se rasca un poco se comprueba que llevamos siglos cocinando al vacío, a baja temperatura. Puede que no tengamos el glamour de la alta cocina, pero en las casas estas técnicas que parecen muy snobs son las de toda la vida.
Puede que, con el tiempo, escriba algún recetario que podría titularse cocina de andar por casa a baja temperatura, así conjurar a Aduriz y a McGee, utilizando fórmulas heredadas de las abuelas.
La receta sobre la que quiero escribir se la escuché, en realidad, se la robé a mi carnicero. Es un chico joven, tatuado hasta las axilas, corpulento, pese a que no debe tener más de 35 años; mirada vivaracha, algo cínica. Le veo bajar del metro por las mañanas, a eso de las siete, cuando yo bajo a por el pan para los bocatas de mi tropa escolar. Nos cruzamos, apuntamos un saludo mínimo, casi imperceptible; yo musito un “hola buenos días” y él levanta las cejas y sonríe. A esas horas va con una cazadora de cuero y una camiseta oscura, todavía no se ha colocado el uniforme, no se ha recogido el pelo y parece más un guarda de seguridad de una discoteca de moteros que el carnicero de un supermercado de barrio pijo. Supongo que todo tiene su ritual.
Hace unas semanas le oí como le contaba la receta a un señor que tenía delante en la parada de la carne. Era un sábado, había mucho lio en el super y, sin embargo, el carnicero charloteaba tranquilamente con un tipo que debía ser conocido suyo ya que el tono no solía ser el habitual. Alguna señora de las que estaba esperando se inquietaba y empezaba a torcer el morro, pero yo, que soy un tipo paciente, escuchaba deseando que alargara lo más posible las indicaciones.
Suelo comprar siempre en la misma carnicería, conozco y me conocen los empleados (4 o 5 que rotan a lo largo del día y la semana). Tengo mis manías y preferencias, como cualquier mortal, y sé que alguno tiene más maña que otro a la hora de cortar la carne o de indicarte que piezas pueden ser más sabrosas.
Es divertido ver como se dirigen a los clientes en función de que sean hombre o mujer, cómo eligen las recetas o consejos en función del sexo del interlocutor.
La receta que escuché era una receta muy de macho alfa, por lo que he investigado, el cliente al que se la dio era el encargado de uno de los bares del barrio, que suele hacer pedidos de cierta importancia en el super, un cliente de los preferenciales y un colega para el carnicero, al fin y al cabo los dos son currantes que vienen a los barrios más pijos para trabajar para los demás.
Pasada una semana, aprovechando un momento de intimidad en el que no había nadie en la carnicería, le pregunté al chico por una pieza determinada. Como no había gente esperando tras de mi me animé a preguntarle, más que nada para ver si me daba a mí la misma receta que le había dado a su colega, para comprobar si me estaba haciendo trampas o no.
La pieza que le pedí era la del asado de tira argentino, ese listón de carne y huesos redondos que se corta en tiras y se retuesta a la parrilla, obligándote luego a roer cada hueso pringándote las manos.
La pieza es la del costillar de la vaca, cortado a lo ancho, dejando todos los huesos y la carne. La pieza que le pedí era de poco más de dos quilos, es la del asado antes de cortarlo. Queda un costillar hermosísimo en el que destacan recios huesos y ciertos intersticios de grasa entre la carne.
El secreto de esta receta, me dijo, es la paciencia. Primero hay que macerar la carne, mejor si se hace el día de antes. El macerado acepta casi todas las especias, incluso ralladura de limón o de naranja.
Se coloca la pieza sobre papel de horno encerado, se salpimenta bien. La carne acepta también comino, tomillo, laurel, ajo, orégano, curris y picantes de cualquier tipo, pieles de naranja o de limón, aceite aromatizado …. Todo vale.
Yo utilicé , además de la sal y la pimienta, tomillo, orégano, cominos, dos hojas de laurel y pieles de mandarina. Creo que me quedé corto con el marinado, que tendría que haber puesto más cantidad de especias. Pero la vida es, básicamente, prueba/error y es bueno hacer las cosas regular para así tener la oportunidad de repetirlas.
Una vez marinada la carne, se envuelve por completo en el papel de horno, intentando que quede bien cerrado. Una vez cubierto y sellado con esa primera capa, se envuelve, a su vez, en papel de plata, un par de vueltas, intentando que quede bien prieto, sin intersticios, ni oquedades.
Se deja reposar durante 24 horas. Si no hace mucho calor se puede dejar en la encimera de la cocina.
Al día siguiente se enciende el horno, pronto por la mañana, a 150º, puede que alguno menos; se coloca la pieza con su envoltorio en una bandeja y se olvida uno de ella durante horas, varias horas. En mi caso, la puse a las 8 de la mañana y la saqué a las 2, justo para comer.
No hay que preocuparse por la pieza, va a su ritmo. Ni siquiera hay que darle la vuelta. Solo dejar hacer al calor, a las hierbas, a la carne y a los huesos.
Yo tuve tiempo de trabajar un rato, de ducharme, de bajar a hacer la compra, de tomarme un pincho de tortilla fabuloso en el barrio, de leer el periódico y de localizar, tras semanas de búsqueda, una novela en mi biblioteca. La había comprado en 1981 y hasta ahora no había estado en disposición de leerla. Cuando la compré, el autor, Jesús Fernández Santos, estaba de toda moda, era un escritor reputado que publicaba en una nueva colección en la que también publicaba Vargas Llosa.
La novela se titulaba, se titula, Cabrera y está ambientada en las guerras napoleónicas y en el confinamiento del ejército francés en la isla de Cabrera tras la batalla de Bailén.
El libro no ha envejecido bien. La prosa de Fernandez Santos es exquisita; el estilo imita la novela picaresca del renacimiento español; cuida mucho las palabras, las frases, emplea un lenguaje culto, casi culterano y el ritmo de una novela clásica, un poco áspera.
No es un libro fácil de leer y eso que tiene apenas 225 páginas editadas en formato muy cómodo para la vista.
Es una pena que algunos autores hayan dejado de leerse, no se quien conoce a Fernández Santos hoy, 40 años después.
La receta del asado hermético tiene la ventaja de que deja tiempo más que de sobra para lecturas reposadas, para disfrutar, también para esforzarse por entender bien y empaparse.
A las 2 saqué la carne del horno. Hubo dudas en casa sobre si la carne estaría casi cruda o requemada. Fui desenvolviendo cada una de las capas, ya en la mesa, sobre una tabla de madera. Había que rasgar cada uno de los estratos con cierta precisión, esperando a llegar a la zona cercana a la carne para recibir así un golpecillo de vapor y, con el vapor, los aromas y matices de mi experimento.
La textura de la carne espectacular, mantequilla (me había dicho el carnicero). Creo que me equivoqué en la temperatura, yo lo puse a 170º y me quedó un poco seco, por eso recomiendo bajar un poco la temperatura y ponerlo a 150º. Puede que no necesite seis horas de horno, que con cinco quede igual de sabrosa y de melosa. Mi carnicero me dijo que donde quedaba bien la carne era si se hacía a la brasa o al carbón, pero que en el horno el resultado era óptimo.
A mí me quedó un poco sosa porque fui rácano con las especias (no se trata de mezclar muchas para hacer una melange en la que sea difícil reconocer los matices, sino de elegir tres o cuatro especias en abundancia, untar bien la carne, distribuirlas bien por toda la superficie y jugar con ellas).
Creo que el asado podría quedar bien con unos granos de café, comino, mostaza y pimienta de Jamaica. Olvidarse de la peladura de naranja y pringarla bien de un buen aceite.
A mí me quedó un poco insípida (lo arreglé poniéndole a los niños algo de tomate frito, yo una buena mostaza). Quedó jugosa pero no dio salsa, lo que hizo que aguantara mal al día siguiente.
En todo caso, he de decir que estoy encantado con mi prueba, que me permitió disfrutar de una plácida mañana de sábado en la que cocinar se convirtió en no cocinar, en leer y esperar.
Para ilustrar lo mucho que disfruté se me ha ocurrido poner dos cuadros de Bartholomeus Van der Helts, un pintor holandés de principios del Siglo XVII. EN España es poco conocido, pero sus cuadros son un reflejo gozoso del esplendor burgués de los Países Bajos, que eran el centro económico y cultural de Europa.

El primer cuadro es un reflejo de lo feliz que me hizo cocinar y escuchar a mi carnicero. El segundo un homenaje a las terneras.
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