martes, 17 de enero de 2023

Capítulo DXCI.- Impresión. Sol naciente.

Vivo en una zona alta de la ciudad. Madrugo mucho (quien haya seguido mínimamente esta bitácora lo sabrá). Entre semana llevo a los niños al colegio. Sobre las siete y media salimos en coche camino a la escuela. A mediados de enero este trayecto coincide con el amanecer. Hay un momento, poco después de haberlos dejado y cuando empiezo a bajar hacia el despacho, en el que la línea que forman los edificios de esa parte de la ciudad con el cielo amaneciendo pueden ofrecer un espectáculo de luces increíble. La explosión de colores dura unos segundos y, además, no siempre es posible disfrutarla. Si el día es muy claro o si se levanta muy nublado las opciones cromáticas se reducen sensiblemente, pero, si se conjuran los meteoros y la luz, si hay alguna nube algodonosa en el horizonte, sin encapotar el cielo, y el sol empieza a perfilarse entre los edificios más altos, se puede vivir un instante en el que llegan a distinguirse casi todos los matices del amarillo al rojo, pasando por naranjas, magentas, limas y pomelos, combinados con azules de la más amplia gama, terminando en un cian metálico cercano al ajeno. No siempre es posible que se den tantas casualidades en un mismo segundo. Los días son caprichosos, el sol sigue sus ciclos y las nubes no dependen de algoritmos, por eso es imposible programar ese momento singular. Ese es su principal encanto. Seguro que los físicos tienen una explicación racional a ese desmadre de colores. El efecto prisma que descompone la luz solar al topar con las nubes, la neblina casi imperceptible de las ciudades cercanas al mar, los rayos limpios del invierno cuando entra el viento del norte … Los científicos tienen explicaciones para todo, pero no para la casualidad de que alguien que circula en coche justo en ese momento pueda detener un instante la mirada. Esos días me entran ganas de no ir a trabajar, de seguir circulando en coche a la búsqueda del volcán del que nacen aquellas llamas, o de la isla exótica en la que se inician los arcoíris. A veces no es necesario embarcarse hacia los mares del sur, basta con pequeños actos de sumisión, como el de pasar durante un par de horas por la oficina, para que comprueben que existes, hacerse ver y apagar cualquier conato de incendio. A media mañana, cuando la calma reina en mis dominios laborales, salir con cualquier pretexto o escabullirse sin dar grandes explicaciones, dejando la luz encendida y la pantalla del ordenador en marcha. Salir por la puerta principal, hacia la calle, para tomarse un chocolate con churros que sirve una mujer muy malhumorada que se instala los inviernos frente al edificio en el que trabajo. Es tan desagradable aquella señora que sólo el ansia absoluta de churro y chocolate justifica el bíblico sacrificio de enfrentarse a su cara de vinagre. Después de los churros encaminar los pasos hacia Montjuic, caminar sin prisa, nadie me espera, nadie me echará de menos hasta bien entrada la tarde. Hay una exposición de Paul Klee en la Fundación Miró, no muchos cuadros, no muy grandes. La mayor parte bocetos, cuadernos y notas manuscritas. Ha quedado una media mañana despejada. Sol de enero, frio, pero resplandeciente. Con las primeras rampas de la montaña me sobra el abrigo. Camino casi una hora hasta llegar a mi destino. De regreso será un poco menos porque es cuesta abajo. A primera hora de la tarde pasaré por el despacho para apagar el ordenador. Ya no queda casi nadie en el edificio. Recuperaré el coche y volveré a casa. Pero la aventura no acaba. Pasaré antes por la carnicería para comprar algo de carne. Quiero preparar para la noche una milanesa en consonancia con mis visiones del amanecer. Escalope, escalopa, cachopo, cordón bleu, sanjacobo o, sencillamente, carne empanada. Los puristas aseguran que cada palabra entraña un matiz, que no todas las recetas o métodos son iguales. Yo adopto el término escalope milanesa, que es el que gusta a mis hijos. Para un buen escalope milanesa no es necesario que la pieza de carne sea excepcional. Yo prefiero hacerlo con ternera, una pieza de batalla (tapa, tapilla, aguja, culata, cantero de espaldilla o rabillo de cadera). Le pedí a la carnicera que quería la carne para escalope, que le diera algún golpe para deshacer los nudos de nervios y músculos. Pensaba que sacaría un mazo, pero le dio varios golpes firmes a los filetes con una palmeta metálica que sonaba, al impactar con la carne, como si azotaran unas nalgas desnudas (un momento bondage en la carnicería no va mal). Las piezas (6 para tres comensales) quedaron aplanadas y extendidas, con el tamaño del mapa de un continente (cada pieza de un continente distinto). No en vano, hay sitios en los que a la carne previamente golpeada y empanada la llaman oreja de elefante. Al llegar a casa todavía tuve el ánimo de pasar un rodillo de amasar por encima del paquete de carne para que terminara de desentumecerse. No habían llegado todavía los niños, pude descabezar un sueñecillo antes de ponerme a trajinar en la cocina. No conviene meter la carne en la nevera para que no se contraiga. Una de las gracias del plato es que los escalopes sean inabarcables. También dejé fuera de la nevera los huevos. En ningún caso y bajo ninguna circunstancia conviene que cojan frio. A eso de las siete de la tarde saqué un plato grande, casi una bandeja, en la que casqué tres huevos que empecé a batir con brío, para que doblaran su volumen y espumara. En otra bandeja con menos fondo, pero no menos grande, abrí un paquete de 300 gramos de pan rallado mezclado con briznas de ajo y de perejil. Encendí el horno, lo puse a 100 grados. Busqué en el cajón una de las sartenes más grandes, una capaz de albergar sin estrecheces mis escalopas. Prendí la llama, a fuego medio, y empecé a echar aceite de oliva como si no hubiera un mañana. Un escalope milanés que se precie exige que la pieza se fría cómodamente en aceite, que nade a su antojo. Lancé unas miguitas de pan para constatar que el aceite iba tomando temperatura. Sin arrebatos, pero a temperatura lo suficientemente alta como para que quede una superficie de pan rallado consistente. Salpimenté los filetes. Tuve que utilizar las dos manos bien extendidas para abarcar toda la superficie de carne. Pasé la primera pieza por la bandeja del huevo. Me pringué bien los dedos para asegurarme que se empapaba bien. Sin escurrirla demasiado, pasé la carne a la segunda bandeja. Dejé en reposo el filete por uno de los lados, después por el otro. Comprobé que toda la extensión carnívora quedaba invadida por el pan. El aceite pedía ya acción. Volví a desplegar las manos para sumergir toda la carne en toda su extensión, sin pliegues, en los suplicios de la grasa hirviendo. El chisporroteo no puede ser violento, no debe arrebatarse el rebozo. Alegra ver como borbotonea suavemente el aceite en los intersticios de la pieza. Cuando los bordes de la carne empiezan a tostarse conviene dar la vuelta. La primera cara exige dos o tres minutos de exposición al calor, el envés requiere menos tiempo. El justo para que se tueste uniformemente el rebozo. Ayudándome de una gran espumadera rescaté el primer escalope del escaldado. Lo dejé suspendido unos segundos para que goteara el exceso de grasa, reposé la pieza sobre papel absorbente un segundo más y, después, a la bandeja del horno, para que no se enfriaran ya que hay que hacer los filetes de uno en uno (algo se adelanta si mientras una pieza se fríe, otra está bañándose en huevo y otra más sometida a los suplicios del rebozo). Cuando terminaba de hacerse la última de las 6 piezas di una voz para que la tropa pusiera la mesa. Plato llano, grande, y el mejor mantel. Pasé la espumadera por el aceite hirviendo, así retiré algunas impurezas, ya que en ese mar caliente freí tres huevos de pato. Tenía preparado del día anterior un bote de tomate en sofrito (con zanahoria, pimiento, apio y albahaca fresca). Cuando los tres huevos estaban ya fritos fui a la mesa con la bandeja de los escalopes. Coloqué un filete sobre cada uno de los platos, dos cucharadas generosas de tomate frito, unas bolas de mozzarella y, coronando el plato, el huevo frito en todo su esplendor. La carne crujiente. Con las esquinas en las que predomina el pan. Carne jugosa. Tomate rico, huevo cremoso. Patatas fritas de bolsa para empapar. Después de un amanecer con centellas, un anochecer a su altura. Con estos antecedentes, la elección del cuadro era sencilla: Impresión, sol naciente, Monet.

1 comentario:

  1. #costoleta (milanesa con hueso), 👏🏻👏🏻👏🏻

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