lunes, 1 de mayo de 2023

Capítulo DXCV.- Sobre las gallinas, la felicidad y JW Goethe.

Uno de mayo. Fiesta global, pero en mi barrio hay algún comercio abierto, supermercados llamados de cortesía donde se puede encontrar casi de todo. Cuenta la leyenda que los empleados de estos locales de cortesía duermen en los almacenes de la tienda, desde donde suena de modo permanente el diálogo de una telenovela pakistaní, turca o caribeña. Me desperté muy pronto, como siempre, dispuesto a terminar tareas pendientes. Mi catálogo de tareas pendientes es infinito. Me preparo un té, abro las persianas para notar que amanece y empiezo a trabajar relajadamente. A eso de las nueve de la mañana, cuando la familia empieza a ponerse en marcha, decido preparar un pastel de manzanas para el postre de hoy. Comeremos las sobras del resto de semana y quiero que el postre tenga algo de festivo. Hoy es una de las pocas fiestas paganas que celebramos, o puede que todas las fiestas fueran inicialmente paganas y expropiadas por el clero. Mi reto es preparar un pastel que me cueste menos de seis euros. Bajo a por el periódico, a tomarme un café y un bocadillo pequeño a un bar que siempre permanece de guardia, incluso hoy, día del trabajo. También está abierto el estanco, con la excusa de gestionar los paquetes de Amazon. Compruebo que me han tocado 3’75 euros del Euro-millón y el reintegro de la lotería, excusa más que suficiente como para reinvertir las ganancias (y una pizca más) en los azares semanales. El super a primera hora de la mañana está casi desierto, casi tan desierto como podría estar la frontera de Pakistán con Afganistán, aunque suena al fondo de un almacén oscuro un culebrón en urdú, intuyo grandes pasiones, grandes tragedias y voces engoladas de actores que no soy capaz de distinguir. Conozco bien el territorio, sé dónde está la mantequilla, la masa de hojaldre, la nata para montar, las manzanas y los huevos. Mantequilla para forrar el molde, hojaldre para estructurar el pastel, nata y huevos para la crema inglesa (300 gramos de nata y cuatro yemas de huevo), una manzana y media en láminas para decorar la superficie del pastel, azúcar y un chorrito de limón, para que no se oxide la manzana. Poco más, poco menos. En el pasillo de los huevos me enfrento de nuevo a un dilema que arrastro desde tiempo inmemorial, he de elegir el tipo de huevo que me dará paz. Recuerdo cuando era niño, hace más de cincuenta años. Mi madre me mandaba a hacer los recados más sencillos. En función de su humor podía aspirar a quedarme con las vueltas o a poder comprar alguna chuchería. Bastaba con escuchar la relación de compras pendientes para deslizar al final de su lista un Yyyyy que prolongaba para sondear si era posible contar con algo más, en retribución de mis servicios. Ella sonreía y me decía que podría comprar un Yyyy, siempre y cuando fuera moderado en el uso de la conjunción copulativa. En aquellos tiempos remotos cuando uno iba a comprar huevos compraba huevos, sin mayor preocupación. Los huevos se compraban por docenas o por medias docenas. No tardó en evolucionar la industria del huevo para identificar tres tamaños (grandes, medianos o pequeños). En casa fuimos siempre de huevo grande, aunque mi madre no era muy dada a la repostería. Tras los calibres llegó ya una encrucijada más compleja, la de elegir entre huevos blancos o morenos. Esa decisión solía ir acompañada de una reflexión sobre el alimento de las gallinas, sin ser conscientes de que detrás no había sino una hábil campaña comercial. Enseguida se decantaron las ciudades, las comarcas, y hubo localidades de huevo blanco, otras de huevo moreno. De igual manera, hubo ciudades de carne de pollo más blanquecina o más anaranjada. Creo que fue ya en los albores del siglo XXI cuando avanzamos algún paso en la distinción ovocósmica, surgieron los primeros huevos ecológicos, huevos que competían con los huevos de campo, aquellos en los que el vendedor aseguraba que la gallina ponedora no estaba confinada en un cajón, con la luz permanentemente encendida, para desquiciarla y desquiciar así sus ciclos de desove. Hasta ese momento no recordé que mi abuela paterna nos enviaba al corral a recoger huevos del gallinero, espantar a gallinas y gallos para conseguir dos o tres huevos todavía calientes. Si intentábamos llevar más de tres huevos alguno se desgraciaba por el camino. Casi en paralelo empezaron a encontrarse en los mercados huevos de pato, de oca, incluso de avestruz, además de los consabidos huevos de codorniz, que, sorprendentemente, no iban ligados a la sobrasada. El huevo de codorniz conformaba un mundo aparte, un mundo que ingenuamente vinculaba a lo que consideraba la alta gastronomía, aquella que era capaz de encajar un huevecillo en el corazón de una alcachofa o freírlo ligeramente para suspenderlo sobre una tostada minúscula y una cama de embutido mallorquín. Hubo un cisma en el gallineo ecológico, hasta el punto de distinguir huevos ecológicos, huevos de gallinas en semilibertad, huevos de gallinas alimentadas en tierra, huevos con omega tres… Y así llegamos a los huevos de gallinas felices, así anunciados, junto a una explicación sucinta, redactada en primera persona. Las gallinas aseguran: «Salimos a disfrutar del aire libre». Esa es la razón fundamental de su felicidad (https://pazodevilane.com/cronicas-gallinero/los-huevos-de-las-gallinas-felices/; https://www.ousroig.com/es/gallinas-felices/ ). Porque el compromiso de los productores de huevos con sus gallinas no es patrimonio exclusivo de un solo proveedor, al parecer se trata de una alianza de la parte más comprometida de la industria ovícola. Industrial que, sin embargo, no anuncia la felicidad de sus aves cuando las ofrece desplumadas en las bandejas del supermercado, porque puede que al comprar un muslo, una pechuga o un pollo entero, esa presunta felicidad pueda incomodar al cocinero y, en último término al comensal. Cada vez que leo que los huevos los han puesto gallinas felices me acuerdo, indefectiblemente, de Goethe, que aseguraba, en una cita que no he sido capaz de volver a encontrar, que sólo había sido feliz durante quince horas en toda su vida, y eso que había vivido casi noventa años (87). Las gallinas y yo hemos tenido más suerte que el ansioso, romántico y sesudo Goethe, JWG pasó la mayor parte de su vida anhelando una felicidad que no llegaba. Sin embargo, la felicidad de las gallinas que han puesto los huevos que acabo de comprar me generan alguna inquietud, principalmente por lo que afirman las gallinas encuestadas, ya que, si salen a disfrutar del aire libre, intuyo que pasan una parte de sus gallinas vidas en cautividad, por lo que esa felicidad puede que sea relativa, vinculada simplemente a los minutos durante los que se liberan de su cautiverio. Resulta muy difícil la definir la felicidad, saber si responde a un destello de inmensa satisfacción, producido por una sensación a veces simple (el primer sorbo de una cerveza fresca, los primeros compases de una melodía que trae buenos recuerdos, el olor a un croissant recién horneado …) o si se trata de una sensación más profunda, de plenitud. Los alemanes disponen de dos palabras para identificar distintos tipos de felicidad: glücklchkeit felicidad sencilla humana y seligkeit, la bienaventuranza, un sentimiento arrebatador que inunda el sentido. Tengo dudas sobre el tipo de felicidad de mis gallinas felices y, aunque hablen en primera persona, creo que es difícil poder entablar con ellas una conversación que me permita establecer en qué ámbito de felicidad nos movemos. He de decir que hay ocasiones en las que me cuesta diferenciar el sabor de los huevos en función del grado de plenitud existencial de las aves. Puede que en un huevo frito en abundante aceite de oliva una cata ciega pudiera permitir a un paladar cultivado identificar el grado de felicidad de las gallinas, pero cuando el huevo lo empleo para una receta la intensidad de la dicha del pájaro se diluye, como se diluyen la clara y la yema que combino para preparar una crema o un bizcocho. Por eso, aunque la tentación es grande, intento evitar comprar huevos de gallinas que manifiesten sin ambages su felicidad, me da cierto respeto, incluyo me siento un profanador de proyectos de polluelos que sin duda compartirían la felicidad de sus progenitores. Me contento con comprar huevos de gallinas más modestas, incapaces de hablar de sí mismas en primera persona, sin autoconciencia. Prefiero de gallinas que simplemente anuncian que han vivido y comido en tierra, aunque a veces su publicidad habla de gallinas en libertad (https://pazodevilane.com/cronicas-gallinero/bienestar-animal/) , lo que podría llegar a confrontar libertad con felicidad, abriendo así una brecha ético/filosófica que podría llevarme al colapso en los fogones. Pero hoy, sin duda por las complicaciones propias de un día festivo, no he podido acudir a mis proveedores habituales, en esos lugares de cortesía que son, en realidad, un atentado a los avances del moderno derecho sindical, me he contentado con media docena de huevos de gallinas felices, huevos con la cáscara mucho más fina y quebradiza que los de las gallinas cautivas y tristes. Tenía que preparar una crema inglesa, una natilla no muy cuajada que he preparado en la thermomix utilizando cuatro yemas, 50 gramos de azúcar y 300 gramos de nata para montar. He colocado las mariposas (sin duda una buena compañía para las yemas de aves felices) y la temperatura constante a 80º. Durante 10 minutos la crema ha ido espesando a velocidad constante, sin parar de mover sus alas la mariposa del motor de la batidora. Mientras tanto he engrasado con mantequilla una bandeja de cristal. He extendido una plancha de hojaldre, levantando ligeramente las paredes. He pinchado con un tenedor la superficie de la masa, para evitar que se inflara demasiado, y he esparcido unas judías secas que guardaba desde hacía muchos meses en un rincón olvidado del armario. Así he conseguido que la tendencia del hojaldre a tomar vuelo quedara reprimida por los finos y constantes agujeros del tenedor, así como del molesto peso de multitud de semillas secas extendidas a lo largo de toda la superficie del pastel. Programé el horno 10 minutos, a 210º grados. Calor furioso para desatar las iras de la masa hojaldrada y enfrentarla a los contrapesos impuestos. Durante ese tiempo las natillas terminaban de cuajar, quedando una crema sedosa y dulce, gracias a la felicidad de los huevos comprados (no quiero decir mis huevos por cuanto no puedo considerarme una gallina feliz, aunque el pago del precio de los huevos, apenas un euro y medio, me convertía en dueño y señor de cada una de las piezas). Aproveché ese tiempo muerto para pelar y cortar en finas rodajas una manzana Golden. Puse un poco de zumo de limón para evitar que se oxidara. El horno me avisó con un pitido de que se habían agotado los diez minutos de cocción. La masa quedaba ligeramente tostada. Retiré con una pinza las judías, hasta que la superficie quedó completamente liberada. Con mucho cuidado, para evitar que la crema inglesa rebosara los confines de la masa (la cocción había reducido un poco mi expectativa de contar con paredes de contención elevadas), extendí la natilla hasta cubrir completamente la completa extensión del hojaldre, calibrando justo hasta el borde. Coloqué primorosamente las rodajas de manzana a lo largo de la masa horneada, intentando que quedara una forma regular y constante de gajos de manzana entre los que sobresalían picos de crema. Espolvoreé un poco de azúcar glas sobre la completa extensión de mi pastel y, con el pulso de un neurocirujano, conduje lentamente la bandeja de nuevo al horno, que bajé a 180º para el tramo final de mi receta. Programé 12 minutos para que la crema quedara del todo cuajada, la masa del todo tostada y la manzana suavemente bronceada gracias al azúcar, caramelizado por el calor, para formar así una capa gelatinosa que daba brillo a la presentación. En 20 minutos tenía preparado un postre seductor, barato, delicado. 20 minutos, tiempo suficiente para pensar en las gallinas, en la felicidad y en Goethe. Como compañía para la receta creo que pocos pintores mejor que Jean Simeon Chardin, un pintor discreto, cotidiano, el último de los artesanos, o puede que el primero de los artistas. No sé si estas dos gallinas llegaron a ser felices antes de morir cocinadas en las cazuelas de algún castillo francés.

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