sábado, 3 de mayo de 2025
CAPÍTULO DCXVI.- El tiempo necesario para la preparar un lingote de panceta al Hoisin con un huevo frito de pato.
Suele afirmarse que la buena cocina requiere de cierta tranquilidad y paciencia.
Es cierto, pero no del todo, ya que hay platos fabulosos en los que apenas ha de
intervenir la mano del cocinero, no se trata sólo de la llamada cocina de
producto – una buena gamba a la plancha sólo necesita que no se la castigue
mucho, sólo un golpe de plancha y otro de sal -. Hay también guisos que en
apariencia parecen inasumibles y, en la práctica abren espacios de tiempo
infinitos para perder la cabeza en naderías. A partir de las anteriores
premisas, hoy quiero compartir una receta que de las que, a priori, suenan como
inalcanzables: unos huevos fritos de pato acompañados de unas lonchas de panceta
de cerdo ibérico a baja temperatura condimentada con hoisin. Hace poco que
escribí sobre los recovecos de la salsa hoisin
(https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2025/01/capitulo-dcxi-entropia-navidades-y.html?m=1),
me remito a lo que dije allí, incluido que la salsa hoisin de bote es muy
sabrosa. He comprado ya los huevos de pato y guardo también grasa de cerdo
ibérico que me regaló una buena amiga mallorquina. La panceta ibérica a baja
temperatura exige 20 horas de paciente cocción. Compré, hace días, una pieza de
panceta ibérica de casi un quilo, la partí en dos, dos lingotes muy similares
que envasé al vacío, con una cucharada sopera de salsa hoisin en cada uno de los
envases. Encendí la Thermomix, a 72º de temperatura constante (la receta
consultada proponía 65º y algo más de tiempo). Al incrementar la temperatura a
72º reduje el tiempo de cocción a dos tandas de 10 horas, en dos jornadas
sucesivas. Con todos los ingredientes preparados en apenas unos minutos, tengo
por delante dos tandas de 10 horas en las que, con la cobertura de estar
cocinando, puedo dedicarme a los pensamientos dispersos de un diletante de pro.
Empiezo eligiendo la música a escuchar durante estas veinte horas. Punto de
partida, Jamie Cullum por Cole Porter. Si estuviera en Madrid, no lo estoy, me
escaparía al museo del Prado a contemplar, en dos tandas, la Adoración de los
Reyes Magos, de Pedro Pablo Rubens. Pude acercarme al museo hace unos días para
dedicar un buen rato a mirar la pintura, sin más preocupaciones. Ahora me
contento con una gran fotografía en la pantalla del ordenador y otra en el
teléfono móvil, para ir refrescando la memoria mientras escribo. Subo el volumen
de la música, para que no me moleste el ruido mecánico de la Thermomix
sometiendo a los lingotes de panceta. Creo que en otra ocasión he utilizado esta
pintura para escribir, me queda la duda y no pienso despejarla, aunque el
plumaje del tocado del rey Baltasar no es sino un ave exótica que podría,
perfectamente, guisarse con una salsa de uvas. Rubens pintó inicialmente el
cuadro en 1609. Digo inicialmente, porque casi 20 años después, en 1628, retocó
la pintura y la agrandó considerablemente, casi en un tercio de su superficie.
La obra que se expone en el Prado tiene una altura de 3’55 metros de alto por
4’93 de ancho. Es un gran cuadro en el que encajan, en distintos planos, 25
personajes humanos y algunos animales. Espero que el lector perdone la
frivolidad cuando digo que el cuadro anticipa al camarote de los hermanos Marx.
El cuadro se encargó, inicialmente, para el ayuntamiento de Amberes, era algo
más pequeño y pretendía reconocer la tradición comercial de la ciudad. Los
comerciantes flamencos eran muy partidarios de la adoración de los reyes magos,
ya que conectaba con el espíritu de los mercaderes de la ciudad. Conviene
recordar que en España la tradición de celebrar la epifanía de Jesus data de
finales del siglo XIX, hasta 1885 el día 6 de enero no era fiesta. De hecho la
epifanía, que aparece reseñada en el Evangelio de Mateo, no se integra en el
imaginario católico hasta el siglo V. Pero no nos disgreguemos y volvamos a la
pintura. Es una obra extraña, excéntrica, una distropía en la que aparecen
elementos de arte clásico (las columnas de mármol de un portal que poco tuvo que
ver con la humilde covacha de la que habla la biblia). Torsos desnudos de
esclavos y porteadores que conectan con la iconografía greco-romana. Reyes
magos, pajes y soldados con ropajes barrocos de colores vivos. José y María se
representan de un modo más clásico, cercano al renacimiento (por lo que dicen
los entendidos, en la primera versión del cuadro la virgen vestía una túnica
rosa y blanca, en la definitiva la capa es azul y el vestido rojo y blanco, en
tonos pastel, muy del gusto de la pintura anterior al barroco). José viste un
sayo sobrio, se nota la aspereza con solo mirarlo. Aunque los datos son
confusos, al parecer José tenía más de 50 años cuando nació Jesús y María apenas
tenía 12 o 14 años. José murió antes que su hijo. En el cuadro de Rubens José
aparece como un hombre cansado, enjuto, ojeroso y algo desaliñado. Mira con
resignación la avalancha de curiosos que invaden su humilde espacio vital. El
niño, rollizo y luminoso, más cercano a los angelotes que encabezan el cuadro
que a la escena. O el niño se congelaba de frío o sus ilustres visitantes
estaban al borde del sofoco porque los ropajes y prendas de todos y cada uno de
los personajes responden a lógicas enfrentadas, casi imposibles. Si la adoración
se produjo en invierno, en judea y al anochecer, debía estar cayendo una pelona
de cuidado, pero a Rubens no le preocupaba lo más mínimo aquel batiburrillo de
personajes, ropajes y épocas. Tampoco parece que le preocuparan tamaños y
proporciones. Ajenos a toda lógica. La figura más cercana al espectador sería el
caballo de la izquierda, después los porteadores. Mucho más grandes que el resto
de personajes, con una excepción a la que luego haré referencia. Jesús, María y
el niño son más pequeños que el resto de personajes que estarían en el mismo
plano. Basta ver a Gaspar, arrodillado, mostrando un presente, y a un gigantesco
Melchor que pese a estar varios pasos más atrás, parece una montaña de más de
dos metros, envuelta en una tela roja. Melchor está en el centro del cuadro y
destaca por su túnica y sus barbas blancas, rodeado de un público sumiso. La
estructura del cuadro es increíble, se construye a partir de una línea diagonal,
que cruza el cuadro de la parte inferior izquierda, marcada por la cuna de paja
en la que reposa un niño reluciente y acaba en la parte superior derecha con una
cabeza de camello que parece un dibujo animado y un porteador esforzado,
intentando retener un fardo. A izquierda y derecha de esa línea imaginaria se
ordenan distintas cabezas conformando una ancha franja oblicua de luz y colores.
Sobre esa franja central, una franja superior, marcada por la cabeza de José, la
base de las columnas y el mínimo espacio libre de cielo abierto que marcha el
anochecer. Los angelotes son un añadido posterior, que termina de dar forma a
ese triangulo escaleno que culmina con el vértice de una antorcha. En la parte
inferior se distingue otro triangulo escaleno, formado a partir del niño
arrodillado con ropajes blancos y azules, el torso desnudo de los esclavos y el
medio cuerpo de Rubens, que no deja de ser un pegote, una frivolidad que no
encaja con el resto de integrantes del camarote atestado. Rubens mira
directamente al niño arrodillado, otro personaje extraño, de rubia cabellera,
más cercano a un menino que entretuviera en la corte que a un adorador de
divinidades. El niño estira la mano para que la llama de la antorcha que lleva
no prenda los ropajes de seda de el resto de la comitiva. La capa de Gaspar y la
túnica de Melchor están pidiendo a voces una chispa para organizar un
pandemónium de llamas. La Adoración es un cuadro luminoso, pero los puntos de
luz que aparecen en la obra son muy reducidos, si Rubens los hubiera utilizado
como referencia, la composición sería claramente tenebrista, salvo el niño, con
su halo luminoso reflejándose en el cofre con monedas de oro, esa parte de la
escena podría dar iluminación suficiente al pesebre, a la madre, al niño y a
Gaspar, pero no al resto de personajes. Las cinco antorchas que identifico
generarían sombras y penumbras radicalmente distintas de las que maneja el
artista, pinta con detalle las humaredas que surgen de mínimas llamas, humaredas
que poco ayudarían a dar brillo. Las luces apagadas del anochecer proyectarían
rostros semioscuros, nada que ver con los rostros radiantes y los perfiles
definidos de casi todos los personajes. Por lo que pienso que Rubens, en una
trampa más, asumió que un gran foco frontal le permitiría componer una escena a
lo Rubens B. de Miles, como si se tratara del fotograma de una película
espectacular de ambiente bíblico, o como esos selfies que se sacan las estrellas
apelotonadas en la gala de los Oscar. Sólo los personajes más secundarios y
periféricos quedan casi a oscuras. El autor acumula dislates y extravagancias,
apelotona rostros, brazos, cabezas de animales en tensión. Cuesta pensar que
tantas bestias tan pegadas unas y otras podían convivir en paz. Los personajes
principales – María, José, el niño, los reyes – están en actitud contemplativa,
pero el resto de invitados mantienen conversaciones y tareas que parecen
ruidosas, conversaciones y miradas entre cómplices y perplejas. Solo los dos
angelotes que dominan la parte superior del cuadro, Rubens, que se autoinvitó al
festejo 20 años después de haberlo pintado y el paje de casaca azul cielo que
Rubens pinta delante de él, mantienen cierta compostura de respeto. Seguramente
porque se trata de personajes que se cuelan en el túnel del tiempo para aparecer
en una escena que ocurrió, caso de ser cierta, mil seiscientos años antes. Ese
paje y Rubens son personajes de “regreso al futuro”. Rubens además de sus dotes
artísticas, debía ser un tipo listo, muy listo, con una increíble visión
comercial – su taller fue referente durante años de las principales cortes
europeas y dio trabajo a cientos de artistas que pintaban al modo de Rubens -;
seguramente debía ser también un hombre ingenioso, divertido, probablemente
utilizaba en sus cuadros chistes privados, referencias personales a amigos y
enemigos, sólo así se explican los gestos y los rostros de muchos de los
personales que se asoman a su pintura, principalmente los que parecen
secundarios, rostros apenas intuidos que marcan muecas y signos de sarcasmo o de
complicidad con quien dedica unos minutos a contemplar la obra. Baltasar y uno
de los pajes escondido entre los caballos bizquean, la cara de resignación de
José es un poema, el pequeño que aventa una bandeja con incienso tiene cara de
chiste, los caballos tienen una mirada más humana que muchos humanos y la faz de
los camellos parece sacada de un tebeo. Cuenta creer que alguno de estos rostros
no fuera de amigos o enemigos del pintor. Rubens también debía ser un tipo
soberbio, capaz de convencer al rey para que, veinte años después de haber
acabado el cuadro, le permitiera ampliarlo y, en la ampliación, colocarse en una
especie de pedestal, con una cadena dorada y un espadón, signos de nobleza.
Velázquez y Goya, Rembrant también, se autoinvitaron a sus mejores obras. Un
cuadro de tan grandes dimensiones, con más de tres metros de alto, debía ser
contemplado desde cierta distancia. El cuadro, en su primer formato, estuvo en
el ayuntamiento de Amberes, luego pasó a las dependencias de un noble español
que fue ahorcado por corrupto y, de ahí, a la casa real; el cuadro estuvo en
distintas dependencias, a distintas alturas, hasta llegar al museo del Prado.
Creo que en el museo el cuadro lo han colocado demasiado cerca del suelo, lo que
acentúa la inmensidad del rey Melchor, sobrehumano, y de los dos porteadores
musculosos. Visto de frente, Melchor y los esclavos mediatizan la visión del
cuadro. Si se dan varios pasos hacia atrás y hacia la izquierda, intentando
colocarse a la altura de José, la comitiva gana en armonía, se ordena de modo
distinto; un séquito ansioso y curioso. José mira entre absorto y resignado, es
un hombre mayor, puede que no sea consciente de la trascendencia de la escena y
del momento; puede que esté pensando en como dar de cenar a tan insignes visitas
con sus acompañantes; donde acomodar caballos y camellos, como agasajar a la
realeza sin perturban la paz de un bebé de apenas unos días. Si se contempla el
cuadro desde el punto opuesto, junto a la grupa del caballo y el paje azul, la
imagen varía, se gana distancia y, con la distancia, escepticismo. La mayor
parte de los personajes no pueden ver qué concita tanta expectación. Se dejan
llevar por la corriente, encajan como pueden en la aglomeración. Desde esa
posición, dando un par de pasos hacia atrás y moviéndome despacio hacia el
centro del cuadro, mi mirada coincide con la mirada de uno de los pajes, que
está recostado a la columna, con un turbante claro, tocado con una vistosa
pluma; barba poblada, mostacho rotundo, mira al espectador con gesto irónico,
complaciente, mucho menos forzado y místico que el propio Rubens. Ese personaje
está contento porque sabe que el gran pastiche ha cumplido con su objetivo, cada
elemento aislado del cuadro podría parecer absurdo o innecesariamente
abigarrado, pero la composición en su conjunto cumple la función de fascinar.
Cada personaje tiene una historia que contar, cada rostro merecería un estudio,
una razón. Mientras me despido del cuadro y de Rubens, guiñando un ojo a mi
cómplice, la panceta sigue serenamente cocinándose a baja temperatura. Dentro de
un rato pondré una pella de grasa de cerdo en la sartén, dejaré que gane
temperatura, cascaré un huevo de pato, cortaré en lonchas finas unas lascas de
panceta, sacaré un trozo de pan esponjoso y cenaré con mi familia, contento de
haber visto pasar el tiempo en una actividad poco práctica, pero reconfortante.
Como no podría ser de otro modo, en Instagram pondré una reproducción de la
Adoración de los Reyes Magos, de Pedro Pablo Rubens. #undiletanteenlacocina.
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No se como habrá quedado la panceta; la descripción del cuadro es superior.
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