jueves, 26 de junio de 2025

Capítulo DCXVIII.- Recuerdos de una noche de verano.

Mis actuales obligaciones me llevan con mucha frecuencia a tomar trenes a horas intempestivas. A diferencia de lo que le ocurría al Sr. Arnaux, uno de los protagonistas de La Educación Sentimental de Flaubert, que tuvo que marchar precipitadamente de su domicilio en París para evitar los problemas derivados de sus deudas. En mi caso la partida antes del amanecer no es para huir de los problemas, sino todo lo contrario, para acudir a ellos. Aunque duerma a trompicones y haya de salir de puntillas, me sigue mereciendo la pena, por muchas razones, dormir en casa. A 600 kilómetros de distancia las preocupaciones y problemas toman otra dimensión, más humana, más llevadera. Se relativiza cualquier tragedia cuando hay que dejar la cafetera preparada y cerrar la puerta exterior sin hacer mucho ruido. En la estación anuncian ya a primera hora que los trenes circularán con retraso, ha caído la tensión en un tramo de la vía, algo cada vez más habitual. Los trenes, los primeros trenes de la mañana permanecen parados en la estación. Se augura un día caluroso y seguramente aciago, uno más. Yo escucho música plácidamente. He contestado algunos correos. Intento descabezar un sueño que alivie la espera. Recuerdo los días del inicio del verano de quince años atrás. Entre ayer y hoy celebro el aniversario de mi segunda boda. Recuerdo aquellos días de 2010 como días muy felices, luminosos. La víspera de San Juan celebramos la verbena con la familia, como siempre. Los niños tenían 4 y 2 años, pasaron la noche tirando petardos y correteando por el jardín, entre sorprendidos y asustados por los ruidos y destellos. La mañana de San Juan partimos hacia la playa. Celebrábamos la boda en la costa. A partir del 25 llegarían amigos y familiares de todas partes. El paso de las horas hizo que todos fueran llegando escalonadamente, que la fiesta fuera ganando en intensidad. El 25 amanecimos en el hotel, desayunamos en el jardín. Estábamos pendientes de las primeras arribadas. Llegaban los invitados en varios vuelos al aeropuerto de Girona, habíamos alquilado un autobús que haría de lanzadera hasta el hotel. Éramos conscientes del esfuerzo que para muchos suponía acudir a la boda y nuestra obsesión era que nadie se sintiera desatendido. Aquella mañana, víspera de la celebración, habíamos reservado varias mesas en un chiringuito de playa. Tomaríamos unas ensaladas, sardinas a la brasa, calamares, tellinas y algún otro bocado ligero. Hacía mucho calor. Nos instalamos en la playa, justo debajo del hotel. Había que bajar una escalera de piedra destartalada que llevaban a una cala casi privada. Llegaban como a oleadas, directamente al mar, asfixiados. Primeros abrazos. Primeras risas. Un amigo hiperbólico venía con un sombrero panamá y una bolsa con un regalo para mí: un pijama corto de seda, pensaba que era importante contar con buena ropa de cama. El pijama todavía ronda por mi casa, ahora se lo pone mi mujer. Cada vez que lo recuperamos, normalmente con los calores, nos acordamos de aquel amigo homérico. Ya falleció. Alguno de los que acudió a la boda ya no está, otros están muy enfermos. El tiempo pasa factura. Recuerdo que el día antes de la boda jugaba España contra Chile, ganamos dos uno. Aquel fue el verano del mundial de Sudáfrica. Gritamos y nos abrazamos cuando España metió el gol de corner. Al caer el sol en el jardín del hotel picoteamos algo. Seguían llegando amigos rezagados y cansados. Habíamos encargado unas botellas de champan para celebrar las vísperas. Yo decidí no acostarme hasta no asegurarme que todos los invitados se habían ido a la cama. Los últimos en recogerse fueron mis hermanos. Yo me quedé solo, apurando los posos de un gintonic mirando las estrellas. Fueron unos minutos plácidos. Llegó el 26 de junio. Últimos aviones y autobuses a primera hora de la mañana. La sorpresa de mi madre, que en principio no quería/podía venir a la boda, porque tenía que atender a mi abuela, que no podía quedar sola. Al final se lio la manta a la cabeza y se presentó a media mañana, con su humor ácido. Ella no era muy consciente de la boda que habíamos montado. Se emocionó, nos emocionamos. Semanas antes de la boda yo había recibido la reprimenda de un buen amigo. Yo no quería llevar americana para la boda, quería ir con un pantalón fresco y una camisa blanca, nada más, ya me paso días enteros con traje y corbata, mi celebración era prescindir de cualquier formalidad. Al final mi amigo se impuso y compré, días antes de la boda, una chaqueta azul que todavía ronda por casa. Minutos antes de la ceremonia, mientras los invitados se iban sentando, una gaviota tuvo a bien descargar sus intestinos con la mala fortuna de que recibí su regalo, un reguero entre el hombro y la solapa. El guano de las gaviotas es muy corrosivo. Saltaron todas las alarmas y pude minimizar el daño. Pensé que aquella cagada de ultima hora podía ser una señal de algún espíritu ante una boda pagana. Mi hija, que ese año cumpliría 18 años, sería mi madrina. Había elegido una vieja canción de los Stones para acercarme a los asientos principales y esperar a la novia. La canción era You Can’t Always Gets whats you want. Un pequeño desafío a Jagger y compañía. Boda de mañana. Con mucho calor. Comida, mucha comida, incluida una tarta capuchina de Neguri, un capricho mío que casi vuelve loco al cocinero. Bailamos, reímos y nos abrazamos. Todavía nos dio tiempo a abrir más botellas de champan ya entrada la noche. Los invitados se fueron contentos, nosotros más. Les regalamos una edición de bolsillo del Sueño de una Noche de Verano de Shakespeare, una comedia feérica que transcurre la noche de San Juan. Con el tren ya en marcha recuerdo aquellos días de San Juan de hace quince años. Como indicaba, algunos amigos murieron, otros enfermaron. El recuerdo de algunos invitados se ha diluido, como las viejas fotos de polaroid que pierde el brillo, despareciendo los personajes con el paso de los años. Sin embargo, en aquel momento tenía sentido su presencia. La nostalgia, como el alcohol de alta graduación, ha de consumirse con moderación. En mi caso, los San Juanes suelen ser días gratos, divertidos. Este año días antes de San Juan pude escapar con mi mujer a París, un viaje deseado desde hace tiempo. Mucho calor y mucha gente en París, pero mereció la pena. Estábamos en un hotel pequeño, no muy lejos de Roland Garros. Bien comunicado. Teníamos entradas para la exposición de David Hockney en la fundación Vuitton. Muy recomendable. Un cuadro de Hockney acompañará a esta entrada en mi Instagram (#undiletanteenlacocina). Pudimos cenar en Yam T’cha, el restaurante de Adeline Grattard. Un cruce de culturas, francesa y asiática. Disfrutamos mucho con cada bocado, incluido su mítico bao de queso stiltont con una cereza. Ella nos fue presentando cada plato. Todos en apariencia simples, todos en el fondo muy pensados. Ayer, para celebrar el aniversario de boda, tomé prestada alguna idea de Grattard para preparar la cena. Compré unos berros de agua, unas hojas pequeñas, verde intenso, con un punto picante y amargo, no muy lejano del wasabi. La Grattard utilizaba para ese plazo salicornia, una planta marina muy sabrosa. Ayer, con las prisas, no tuve tiempo de encontrar salicornia. Qué le vamos a hacer. Sobre una cama de berros de agua puse unos fideos chinos de arroz, un chorrito de salas Yakisoba (salsa que tiene como base la de soja con salsa de ostra y alguna marranada más). Corté unas tiras de ventresca de atún cruda, unas almejas previamente abiertas con un chorro de vino de jerez y unas cigalas frescas que todavía saltaban en la sartén. Jugos y salsas ayudaban a aderezar el plato. Unas escamas de sal marina para coronar la presentación. Quedaba en la cocina un culillo de una botella de vino, que con un poco de gaseosa sirvió para un tinto de verano. Nos supo casi casi como si fuera el mejor champan francés. Todavía me dará tiempo a dar una cabezada antes de llegar a Madrid.