jueves, 31 de julio de 2025
Capítulo CDXX.- Apuntes sobre la importancia de un buen director de orquesta, de cocina o de cine.
Empezaré por el final, por la imagen. El punto de partida es el grupo escultórico de cocineros con cabeza de perro. 10 personas a la entrada del jardín de la bullifundation (https://elbullifoundation.com/elbullifoundation/), fui a visitarla hace poco más de un año, cuando la abrieron. A inicios de este verano de 2025 han aparecido otra vez las imágenes en los diarios porque la fundación ha vuelto a abrir en el período estival. Es una paradoja que hayan abierto un museo destinado al que fue durante años el mejor restaurante del mundo y, sin embargo, no se pueda comer nada allí.
Colgaré la imagen de esa composición de perros cocineros en Instagram (#undiletanteenlacocina).
El funcionamiento de una cocina puede servir como metáfora sobre el funcionamiento del mundo. La organización de las distintas partidas, la jerarquía entre la gente de las cocinas y las de la sala, la figura del cocinero principal, la del jefe de sala…
La escultura de los cocineros con cabeza de perro creo que son obra de Javier Medina Campeny. He trasteado por internet, no hay un dato definitivo, pero este artista fue quien esculpió la mítica cabeza de toro que presidía la cocina de El Bulli.
Los cinéfalos (kinomagerios si jugamos con el griego) parece que están descansando entre servicios. Cada uno de ellos lleva una chaquetilla distinta, acercándose a ellos se aprecia algún detalle diferenciador, imagino que los muy iniciados sabrán quién es cada uno de ellos.
La partida de cocineros y camareros de un restaurante (modesto o estrellado) funciona como una orquesta o como una banda de música. No es difícil establecer quien manda y como ejerce su gobierno, basta contemplar el movimiento de un restaurante durante unos minutos para conocer las reglas por las que se rige.
Una orquesta o una banda de música también puede servir como metáfora del funcionamiento del mundo. En el fondo un buen narrador puede encontrar metáforas en cualquier sitio, con cualquier excusa.
Pensando en comida y en cocina he terminado pensando en música y en músicos (suelo cocinar con música, creo que ayuda a conformar la personalidad de algunos platos, de algunos acabados).
Andaba enredado con una película de Fellini, E la Nave Va. La había visto hace muchos años, pensaba que en el tramo final de la película un grupo de músicos se revelaba contra el director. He revisado la película estos días y me he dado cuenta de que confundía esta obra con otra anterior, Prova d’Orchestra, en la que sí que los componentes de una orquesta sinfónica cuestionan la autoridad del director y acaban revolucionados.
Estos días, mientras trasteaba en los días de tránsito a la vacación de verdad, he visto las dos películas. Fellini envejece bastante mal, puede que todos envejezamos mal.
Una de las últimas filmaciones de Fellini fue un anuncio de pasta, unos años antes de morir. Creo que en casi todas las películas de Fellini la música y la comida tiene importancia. Recuerdo alguna imagen divertida en Amarcord, también en la Dolce Vita.
Me he peleado estos días con las dos películas de Fellini, la lucha ha sido dura, pero al final me he reconciliado con el viejo director. Hay en sus películas el embrión de muchos detalles y técnicas que ahora nos parecen normales y que, en su momento, supusieron una ruptura narrativa y estética.
E la Nave Va gira entorno al mundo de la ópera, con todos los excesos llevados a su extremo, los personajes son un estereotipo de un mundo ya desaparecido. Son ampulosos, huecos, falsos y a la vez generan ternura. Tanto en E la Nave Va como en la Prova d’Orchestra hay un narrador que dialoga con el público, que sirve como hilo conductor, como pasarela entre la historia que se cuenta y el espectador. Ese narrador que mira el mundo con distancia, con sabiduría, sigue siendo un personaje moderno, mejor dicho, intemporal. Aunque las películas de Fellini hayan envejecido mal, ese personaje, trasunto del propio director, sigue siendo actual. A saber qué estaría rodando Fellini si tuviera ahora cincuenta años.
La Prova d’Orchestra tiene la virtud de ser breve, poco más de una hora, organizada como un falso documental en el que la televisión de cuela en el ensayo final de una orquesta que prepara un concierto en una vieja iglesia, habilitada como sala de conciertos.
El director es insoportable, carente de cualquier autoridad y, sin embargo, autoritario. Bajo su batuta reina el desgobierno, cada músico, cada grupo de instrumentos, reivindica su poder y su desprecio hacia el resto de componentes. En esa lucha de poderes la mayor parte de personajes es vulgar, sorprendentemente vulgar, aunque haya pasajes en la película en los que son capaces de abordar durante unos instantes piezas de una belleza extraordinaria, compuestas por Nino Rota.
Prova d’Orchrestra es una reflexión sobre la falta de autoridad y, a la vez, del autoritarismo. También es una reflexión sobre la necesidad de orden y los riesgos del excesivo personalismo. Cada uno de los 27 personajes que aparecen en la película tiene su momento de gloria.
Cada orquesta queda marcada por la personalidad de su director y las carencias del director terminan siendo las carencias de los dirigidos. Por eso conviene ser comprensivo con los músicos, ya que son un espejo de los defectos del director.
Transitando esta vez desde la orquesta a la cocina, puede que las razones por las que nunca me he atrevido a abrir un restaurante tienen que ver con la falta de modelo. No encajo con la imagen autoritaria de Von Karajan, capaz de enmudecer a una gran orquesta sinfónica con casi 100 músicos en acción con el gesto mínimo de recoger los dedos de su mano izquierda como estrangulando cualquier sonido.
Podría haber coqueteado con el caos planificado de los grupos que lideraba Miles Davis a lo largo de su carrera profesional, los míticos quintetos o sextetos con Coltrane, Chambers, Hancock o Shorter. Donde cada uno parecía ir por su lado, ajeno al resto y, a la vez, ensamblando cada fraseo casi en el último extremo. Las raras ocasiones en las que he tenido que trabajar en grupo he terminado por optar por la fórmula imposible de un combo de jazz en el que incluso las notas más discordantes quedan empastadas por un hilo rítmico mínimo.
Pero al final donde estoy cómodo es con la aventura individual, también al límite. El juego de Keith Jarret en Colonia, en el año 1975. Jarret cansado, con dolor de espalda, con un piano destartalado, jugando con lo que probablemente era la melodía de una monótona zona de espera de un aeropuerto. Ese concierto, del que se vendieron más de cuatro millones de discos y constan más de cien millones de descargas de internet, sin embargo no despierta especial pasión a Jarret, como lo demuestra que no haya mostrado mayor interés por la película que se ha presentado este año relatando lo sucedido en los días previos al concierto.
Cocina, música, cine… Todo termina siendo una metáfora de lo que ocurre en la propia vida, una manera de contar lo que sucede a golpe de imágenes o de sonidos. Para al final, como en E la Nave Va, dar un vuelvo a la cámara para que se reproduzcan durante unos instantes las condiciones en las que se rodó la película en Cinecittá, en un escenario en el que todo era irreal, todo decorado, tramoya y escenario movido con motores hidráulicos y juegos de luces. Un juego irreal que termina con un rinoceronte acompañando al narrador en un naufragio.
Se acerca la hora de comer, he surfeado a la puerta de la fundación de El Bulli. Esta misma semana viajé hasta Llançá para comer con mi familia en el Miramar, después de un par de años ahorrando. Esta noche iremos a ver y escuchar West Side Story en el Liceo…
Los niños han de comer, les he preparado una lasaña. Ayer preparé una tarta de cerezas hecha con una pieza de hojaldre como base y una crema inglesa sobre las que dejé reposando un campo de medias cerezas deshuesadas.
No he podido prepararles una reinterpretación del ajoblanco que ha tenido gran éxito durante las últimas semanas. Un juego de sabores parecido al de un estándar de jazz.
Mi ajoblanco empieza con un diente de ajo mediano que hay que dejar durante 10 segundos en el microondas. Justo cuando el ajo da el primer chasquido se debe apagar. Dejar que enfríe antes de descorazonarlo.
Metí el ajo descorazonado en el vaso de la Thermomix. Un par de pizcas de sal, 200 gramos de almendras marconas crudas y los restos de pan reposados – yo utilizó un brioche seco de hamburguesa, de esos que andan despistados por las alacenas -. Hay que picarlo hasta que quede pulverizada la almendra, como un mazapán compacto.
En el mismo vaso añado medio pepino pelado y cortado en rodajas. También 300 o 400 gramos de melón despepitado y sin corteza – conviene también cortarlo en pedazos -, no importa si está un poco pasado. Riego la mezcla con un chorro generoso de vinagre de jerez antes de volver a picarlo hasta que el melón y el pepino queden licuados.
Es el momento de bajar la velocidad de la Thermomix, ponerla al 4 o 4,5 y empezar a añadir, como si fuera un hilo, un chorro de aceite de oliva (225 cc). Queda una crema espesa y blanca, muy sabrosa.
En función de los gustos de los comensales, puede añadirse agua fría para que el ajoblanco vaya ajustando su textura. A mi me gusta un poco espeso, que manche la cuchara. Hay que probarlo para poder ajustar la sal y el vinagre. Guardarlo en una botella para servirlo bien frio y bien agitado, para que los ingredientes se amalgamen en la mejor de las cremas frías, a la altura del gazpacho o del salmorejo.
Sólo queda elegir una buena música o una buena película para afrontar la tarde, añorando la autoridad de un buen director de orquesta o un buen director de cine (también podría ser una buena directora de orquesta – tengo pendiente ver Tás – o una buena directora de cine – Chloé Zhao me serviría).
domingo, 20 de julio de 2025
Capítulo DCXIX.- Yo conocí y no conocí a la jueza de Marco
Yo conocí y no conocí a la jueza de Marco.
Mariana era una abogada de éxito, afincada en Madrid, con una vida consolidada y, en apariencia, tranquila. Frisando los 40 años decidió darle un vuelvo a su vida, empezar casi de cero. Seguramente ayudó un fracaso matrimonial que dejó alguna traza de amargura. Recopiló sus méritos y decidió examinarse para juez, por el tercer turno, una vía no siembre bien considerada.
Cerró casa y despacho en la capital para marchar a trabajar a un pueblecillo de Asturias, o puede que de Cantabria, la fachada norte, en todo caso. Y allí fue reorganizando su vida a golpe de discos de jazz, de amores más o menos equivocados y de asuntos profesionales que comentaba con pasión.
Si mis cálculos no fallan, Mariana de Marco debería estar a punto de jubilarse. La perdí la pista hace poco más de tres años.
Conocí y no conocí a Mariana de Marco porque era y es un personaje de ficción. Su autor José Mª Guelbenzu, escritor que falleció esta misma semana, a los 81 años. La jueza de Marco fue un personaje tardío, Guelbenzu llevaba treinta y tantos años escribiendo, era un escrito conocido y reconocido.
El modo de investigar de la jueza de Marco es impensable en el sistema judicial español, impensable, creo, en cualquier sistema judicial, ni siquiera los jueces anglosajones tienen tanto margen para la instrucción y es también impensable que un juez pueda implicarse personalmente en los asuntos que tramita. Sin embargo, el modo en el que la jueza de Marco asumía su trabajo, su relación con la secretaria judicial, con los policías, con los periodistas de provincias que merodean en busca de una migaja de noticia, con los abogados más o menos turbios … Todo lo que rodeaba al trabajo de Mariana de Marco era bastante real y la parte de ficción siempre enganchaba.
De Marco es la protagonista de 10 novelas, la última de 2022 (Asesinato en el Jardín Botánico), yo esperaba que hubiera al menos un capítulo más.
Conocí y no conocí a José Mª Guelbenzu. En el año 1981, cuando yo tenía 16 años, escribió El Rio de la Luna, creo que fue premio de la crítica. Mi profesora de literatura del instituto estaba indignada, aseguraba que había más de cinco incorrecciones sintácticas en cada página. No dudé en comprarlo y en disfrutarlo, tanto que he estado tentado varias veces de releerlo, pero he tenido miedo de perder el buen sabor de boca que me dejó en su día.
A raíz de aquel Rio de la Luna compré las novelas anteriores y he seguido comprando las posteriores, no sé si hasta alcanzar una biblioteca completa.
Guelbenzu era un comprador habitual de la librería que había debajo de la casa de mis padres. Amigo del dueño de la librería, Chus Visor. Yo les veía charlar con frecuencia y pasar, sin solución de continuidad, al barito que había en la esquina de mi calle, al que llamábamos el Pombo, aunque era un lugar de mala muerte, pero Visor llenaba la barra de lo más florido de la literatura de finales del siglo pasado, más cercanos a la cerveza que al café.
En más de una ocasión seguí el rastro de Guelbenzu, o de cualquier otro autor célebre de la época, para hojear los libros que ellos habían hojeado, incluso para comprarlos guiado por el criterio de la admiración. Así pude descubrir grandes novelas, grandes libros de poemas, también grandes tostones que quedaron escondidos a medio leer en las estanterías de casa.
Tuve ocasión de hablar una vez con Guelbenzu, por medio de un amigo común conseguí el teléfono y le llamé para invitarle a participar en un curso de verano en el que quería tratar de la imagen que la judicatura proyectaba en la sociedad. Contacté con sociólogos, politólogos, directores de cine y escritores para cerrar el programa. Guelbenzu fue cortés, incluso simpático, declinó participar en el curso, estaba enfrascado en la segunda o tercera de las novelas de la serie de la jueza de Marco y no estaba disponible en las fechas que le propuse. Sí me aseguró que en otra circunstancia aceptaría el reto. No hubo ocasión.
Guelbenzu me ha acompañado durante más de cuarenta años, no ha sido la tormenta embriagadora de otros autores, pero sí una lluvia fina, un refugio habitual a lo largo de estos años. Hace unos días, muy pocos, terminé su última novela, Una Gota de Afecto, una historia de corte clásico, de poso malsano. La historia pivota sobre cuatro personajes del presente (cinco si se incluye la casona en la que pasan el verano), así como algún personaje del pasado. El protagonista, un hombre debía tener la edad que tenía Guelbenzu al escribir la historia, es tremendamente anacrónico, tremendamente actual, a la vez.
También seguí sus crónicas literarias, sus críticas en algún suplemento cultural. Era un autor que formaba parte de mi paisaje emocional.
No resulta difícil homenajearle, no solo releyendo sus novelas, que lo haré, aunque sin prisas, sino rememorando los discos que reseñaba en sus novelas (cantantes femeninas de Jazz) y alguna comida frente al mar.
En la última novela en un par de ocasiones el protagonista como con un amigo en alguna taberna de alguna localidad no bien definida del cantábrico.
Espero que a lo largo de las próximas semanas pueda organizar un menú en recuerdo de Guelbenzu, con unos camarones hervidos durante poco más de un minuto en agua del mar con laurel. Unas navajas de verdad a la plancha. Una ensalada de escarola, apio y ajo picado. De plato principal un besugo a la brasa. Y de postre un flan casero,
Compraré un besugo de al menos dos quilos. Le diré a la pescadera que no lo desescame.
Encenderá la parrilla a media mañana, la cargaré de troncos de encina, troncos grandes que tarden un par de horas en hacer brasas. Conviene provocar una gran hoguera para contar con unas brasas calmadas, de aquellas sobre las que puedes aproximar la palma de la mano casi unos centímetros sin arrebatarte.
Pondré el besugo entero sobre una rejilla fina. 15 minutos sobre una cara, lo voltearé y dejaré que se tueste 12 minutos más sobre el otro lado. Retiraré la pieza entera, la pondré sobre una bandeja metálica y abriré en libro el pescado, dejando la espina sobre uno de los lados, pegada a la carne prieta del besugo, todavía sin cocinar del todo.
Pondré la bandeja sobre las brasas, habré de utilizar un guante ignífugo para no abrasarme.
Las brasas se están agotando lentamente. Buscaré una sartén de culo gordo. Picaré dos ajos y añadiré un buen chorro de aceite de oliva. Pondré también una guindilla y dejaré que los ajos se tuesten levemente, no quiero que amarguen. Si todo ha ido bien y el pescado es bueno, que lo será, cogeré con cuidado la bandeja y dejaré que el juguillo que desprende la pieza quede con el aceite. Mucho colágeno. Menearé la sartén con cuidado, para que todo ligue. La apartaré del fuego y añadiré un poco de zumo de limón exprimido. Seguiré meneando hasta que la salsilla, escasa, quede densa, gelatinosa.
La Sierra de Cantabria tiene vinos excelentes. Buenos tintos que se pueden disfrutar, aunque no sean baratos. Buscaré uno de la Finca del Bosque. Lo atemperaré bien (debe estar poco más o menos a 15 grados), lo decantaré y llevaré el pescado a la mesa, con la salsa aparte. Puede que haya que sacar un poco de queso para apurar el vino.
Guelbenzu merece un homenaje gastronómico clásico, sin complicaciones. Pondré a Julie Christie en Spotify y buscaré un cuadro para acompañar este recuerdo. Seguramente el de una pintora muy joven, Anna Weyant, expone en la Thysen. Sus cuadros son en apariencia inocentes, pero esconden aristas no muy ajenas a los de los personajes de Guelbenzu, basta con ampliar lo más posible el cuadro que reproduzco en Instagram (#undiletanteenlacocina) para encontrar a uno de los personajes que absorbían al novelista. Disfrutemos mientras podamos.
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