miércoles, 3 de septiembre de 2025

Capítulo CDXXI.- Viva México, pendejos.

Veinticinco horas, dos minutos y cincuenta y un segundos. Esa es la duración de nuestro viaje de regreso, desde que tomamos el bugui que nos llevó desde el hotel de Holbox (Costa de Yucatán, México), hasta la puerta de casa en Barcelona. Hay viajes que exigen un período largo de descompresión, de adaptación, como el que necesitan los buceadores que descienden a grandes profundidades, para que no se produzcan lesiones irreparables en cerebro y corazón. El regreso de México exigía un trance largo para regresar a la realidad cotidiana. Atrás quedan 23 días de recorrido por el país, una vacación encajada en otra vacación y recubierta por una última vacación. Las tres vacaciones distintas, impactantes. Como el templo de Kukulcán (Chichén Itzá), que incluye una primera pirámide, que data del siglo VI, construida sobre un cenote, una segunda pirámide dedicada a la luna, construida siglos después, y una última estructura piramidal, del siglo XIII, dedicada al sol en sus solsticios, que es la única que se puede admirar. Muestro viaje encaja tres vacaciones distintas, muy marcada. La primera vacación transcurre desde nuestra llegada a ciudad de México hasta que abandonamos Oaxaca. La segunda es la del recorrido por la península del Yucatán. El viaje culmina con una última estructura, las tres noches en la isla de Holbox. En la costa. Atrás quedan 23 días de viaje, siete destinos distintos y calculo que más de diez kilos/litros de guacamole circulando por nuestras venas. La primera parte, la de México ciudad, Puebla y Oaxaca fue fresca, impactante. Me colocó frente a mi propia ignorancia. Poco o nada sabía sobre la historia de México y esos primeros días fueron fabulosos. Poco a poco perdimos el miedo a la ciudad, al país, dejamos atrás nuestras prevenciones, paseamos con tranquilidad, nos mezclamos con la gente, incluso tuvimos un divertido episodio frustrado/frustrante en el metro, ya que estuvimos parados durante veinte largos y calurosos minutos en un vagón atestado de gente – después nos enteramos de que se trataba de una huelga encubierta. Fue revelador el primer paseo guiado. El cicerone divertido y sabio, nos dio las primeras claves para entender la ciudad y el país, su caos y su encanto. Nos llevó a visitar los murales que condensaban la historia del país, también su revolución. Nos explicó las interioridades de la loca fiesta de los quince años y el mestizaje entre la severa cultura cristiana y los ritos prehispanos. Muestra del ingenio local fue la idea de organizar un desfile de muertos el día 2 de noviembre, para dar gusto a los turistas que acudían a la ciudad tras el rastro de los primeros compases de Spectre, la película de James Bond que dirigió Sam Méndez, que arranca con un plano secuencia de hasta entonces increíble desfile del día de muertos entre tiroteos y persecuciones. Nos sumergimos también en la pantomima de la lucha libre y terminando gritando como un mexicano más, llamando culeros y putos a los luchadores malvados que derrotaron a los héroes locales en unas peleas propias de los dibujos animados. Paseamos por Coyacán y nos quedamos con ganas de quedarnos más tiempo en ese barrio. Tuvimos una cena maravillosa, marcada por las margaritas, donde tomamos cuenta del México cosmopolita y vanguardista que permitía que el muralista Siqueiros atentara contra Trosky, mientras Frida Kahlo y Diego Rivera se despellejaban. Probamos casi todos los chiles y salsas posibles en una taquería de barrio y nos empapamos con las tormentas desatadas que marcan la estación de las lluvias en el país. Teotihuacan, el museo de antropología, el palacio gótico de Anahuacalli lleno de piezas prehispanas sabiamente desordenadas, el parque de Chapultepec, con 12 museos y centros culturales. Salimos de la ciudad con ganas de regresar. Puebla y Oaxaca fueron destinos más tranquilos. Recorridos más razonables. Iglesias que evidencian que no todo el oro se vino para España. Historias sobre los dominicos (a los que el guía llamaba los perros de dios). Ruinas de Monte Albán, con un guía postmarxista que nos explicó que los ritos funerarios de las culturas precolombinas eran mucho más divertidos que las severidades católicas. Probamos los moles. Tuvimos una charla fantástica en la terraza del museo Amparo, con su director, que nos dio algunas claves para entender México y sus contradicciones. En Oaxaca siguieron los paseos, los puestos callejeros en los que indicaban el minuto exacto en el que aparecían en los documentales de Netflix. Nos hubiéramos llevado todos los alebrijes y todos los manteles que nos enseñaron en un centro de artesanía local. Probamos los moles locales y los chapulines en todas las combinaciones posibles. Estuvimos alojados en un hotel fuera del casco histórico, allí había dormido el equipo que rodó Bajo el Fuego, una película inspirada en la caída de Somoza que, sin embargo, se rodó en México. No era difícil imaginarse a Nick Nolte y a Joanna Cassidy tomando margaritas en el jardín del hotel. Terminó esa primera vacación con la sensación de que hubieran quedado muchas visitas y muchos paseos pendientes. La segunda vacación obligaba a un vuelo a Yucatán (el viaje en coche nos hubiera obligado a invertir un día entero). Yucatán es un país y un mundo por sí solo. Nos contaron que incluso intentó, entre revolución y revolución, declararse independiente. En la península nos encontramos con el calor tropical, con los primeros mosquitos y las tormentas furiosas de media tarde. Nuestro objetivo era huir de la ribera maya y de sus hoteles. Lo conseguimos. Nuestro viaje fue refrescándose con frecuentes visitas a cenotes de todo tipo. Los cenotes son embalses de agua de lluvia en piscinas naturales, de suelos calizos. Los cenotes son como los oasis del desierto, pequeños micromundos y microclimas en los que la gente pasa el día entre saltos y sobresaltos. Nos deslizamos por simas oscuras para llegar a cuevas mal iluminadas, en las que apenas entraba un rayo de sol. En uno de los cenotes aseguraban que se habían celebrado ceremonias mayas y que en el fondo profundo (más de 30 metros) quedaban decenas de cadáveres reposando. En los cenotes nos acostumbramos a convivir con los murciélagos, a no mirar al fondo, sorprendidos por lo clara y fresca que era el agua en todos ellos. Vimos monos, arañas del tamaño de un puño, tábanos feroces, libélulas y mosquitos de todo tipo. Paseando por los pueblos del interior entendimos la cultura de un país que piensa que los perros son los lazarillos que guían a los muertos en su viajes. Todos los perros terminaron siendo Dante, el perrillo que sale en la película Coco. En Tulum pasé una mañana cocinando con una señora que me llamaba “mi chulo” y que me recibió a las 10 ofreciéndome un vasito de mezcal. Ese día aprendí a preparar la masa de las tortillas y preparé tacos y quesadillas para el desayuno. Con el mezcal nada va mal. Hicimos casi dos mil kilómetros en coches, por carreteras interminables, encajadas en medio de zonas selváticas. Paramos a comer en puestos en apariencia infames, en los que preparaban las mejores cochinitas pibil posibles. En cada parada, en cada comida, fui aprendiendo a distinguir una chelada de una michelada, a tomar cerveza con sal, con salsas y lima exprimida, aprendí también que el clamato llevaba principalmente clamato, como me explicó un camarero en una marisquería de Puebla. La lista de cervezas probadas es casi infinita: la inevitable coronita, la victoria, la tecalque light y roja, la XX, la moderna clara y morena, las bohemias, el barrilito, la Montejo… Para mi gusto, la mejor de todas la pacífico morena. Tanto la ciudad de Mérida (sorprendentemente moderna y cosmopolita), como Valladolid son alternativas ideales al bullicioso y estandarizado Cancún. En el tramo final quedó la isla de Holbox. Una pequeña odisea para llegar. En la isla no circulan coches, solo buguis y carritos de golf. La isla apenas tiene 42 kilómetros de largo y 4 de ancho. La mayor parte es parque natural. La isla es desordenada, destartalada, caótica (puede que influyera que para ellos finales de agosto y septiembre es temporada baja). En medio del barullo de la isla fue especialmente divertida la excursión a ver tiburones ballena, a nadar con ellos. Desde las seis y media de la mañana (vimos amanecer) hasta las dos de la tarde nos manejamos entre barcas y barqueros cargadas de merengue, cumbia, reggae, reggeton y salsa. Al saltar desde la barca casi me di de bruces con los morros de un tiburón ballena, un bichejo de casi 30 toneladas que puede llegar a los diez metros de largo. A partir de ese instante todo tenía que ir mejor. Esa mañana terminamos bebiendo cerveza con una familia mexicana de Morelos en la playa de cabo Catoche. También fue divertido el recorrido en carrito de golf por la isla inundada a medianoche, era una excursión en canoa para ver estrellas y algas luminiscentes. No advertían que debíamos llegar al punto de encuentro conduciendo nosotros por un camino de tierra lleno de baches y de charcos abismales mal iluminado. La isla de Holbox, una delicia para instagramers hippys, se recorre en dos largos paseos por la costa. Muy recomendable, aunque a finales de agosto el agua esté un poco turbia. México es un país maravilloso para comer, siempre que le agarres el tranquillo (los mexicanos cuando utilizamos el verbo coger se ríen). Una de las zonas que genera mayor pasión y controversia por las propuestas radicales. Hemos comido muy bien estos días, aunque eso no quita momentos de crisis vital. Nos acostumbramos rápido a los picantes (unos más que otros) en todas sus tonalidades. Tampoco hubo problemas con los chapulines, siempre que fueran pequeños. Costó más aceptar los malabares que hacen con el marisco. Fue duro enfrentarse a lo que llaman coctel, que muchas veces no era sino una gran copa repleta de camarones y cargada de una salsa de tomate muy cercana al kétchup. Los pescados, el pulpo y las gambas con queso fundido son un desafío son un desafío al canon europeo. Aunque he de decir que probé en Progreso un brioche de camarones con queso que casi me convence. Nos negamos a probar la pizza de langosta, pese a que recibimos recomendaciones de todo tipo. La mayor de mis crisis fue en Puebla, en una marisquería en la que pedí un aguachile de pescado y marisco. Lo ofrecían con mojo verde o rojo. El camarero aseguraba que el verde era el más suave. Llegó una bandeja oceánica, con una pinta maravillosa, pero el primer bocado me llevó a las puertas del infierno. No había probado nada más picante en los días de mi vida. Se me saltaban las lágrimas y no dejaba de moquear, pero tenía que mantener la dignidad de los conquistadores, no podía devolver el plato ni dejarlo sin tocar, así que con ayuda de varias cervezas y generosas dosis de guacamole pude dejar limpio el plato, toda una heroicidad que causó risas en la familia y la mirada guasona del camarero que nos atendió. Así que, como buen diletante, dejo una reinterpretación del aguachile, que de vuelta a España pienso hacer con lubina, o puede que con pulpo. Tomo como referencia la receta de Enrique Olvera, un cocinero mexicano que ha escrito un libro muy bueno titulado Tu Casa Mi Casa. Para el aguachile se necesita una mazorca de elote blanco (mazorca de maíz tierno, preferiblemente el de grano más grande). Sal, 500 gramos de un pescado blanco graso sin piel. Se pueden añadir gambas o camarones (no es necesario que sean de primera calidad), sólo que estén crudos. También encaja bien el pulpo (ya cocido) o cualquier bivalvo. Tres tomates verdes (tomatillos), son de una textura ajena a nuestro tomate rojo. Hay quien les da un hervor. A falta del tomatillo mexicano, un buen tomate rojo de ensalada, no muy maduro, puede hacer la misma función. Conviene quitarle la pie. Un pepino no muy grande. Dos tallos de apio. Un chile serrano (el que probé yo era seguramente habanero). 20 gramos de tallo de cilantro picado. 4 cucharadas de lima. Media cebolla blanca chica, en aros finos (yo lo probé con cebolla morada y estaba bien rico). Se advierte que la maceración de la verdura y el pescado con el zumo de lima y el chile debe hacerse poco antes de llevarlo a la mesa. No conviene una exposición muy larga del pescado a ácidos y picante. Se cuecen los granos del elote en agua hirviendo con un poco de sal durante 10 minutos. Pasado ese tiempo se enfrían rápido al chorro de agua fría. Luego se pasan por una sartén para tatemarlos (asarlos en una sartén hasta que se doren, sin aceite, unos 10 minutos, a fuego vivo). Se ponen en una licuadora (sirve una batidora convencional) el tomate (si es el de ensalada español basta con uno de unos 200 gramos, si son los tomatillos mexicanos, que son más pequeños, conviene usar 2 o 3). Medio pepino pelado, el apio, el chile y los tallos de cilantro, una pizca de sal más el zumo de lima (Una solución menos radical que la licuadora es picar todo muy fino y dejar que maceren unos 15 minutos). Si se opta por la licuadora/batidora, hay que colar bien el aguachile, para que no queden semillas, tallos y restos muy grandes. Si se opta por usarlo picado y macerado, quedará como un salpicón muy vivo. Una manera de domesticar el aguachile es ponerle medio vaso de agua de coco (200 cc). Se coloca el pescado en tiras (más el pulpo y los camarones pelados, o las almejas o bivalvo elegido). Se cubre bien con el aguachile. Se incorporan los granos de elote y la cebolla cortada en fina juliana. Pueden añadirse unas rodajas finas de pepino, incluso unas lonchas de aguacate sobre el pescado. La idea es que el pescado no quede apelmazado, sino extendido sobre la bandeja, ligeramente cubierto con el aguachile. Añadiendo los elotes, sin excesos. No es un plato de maíz con pescado, sino de pescado, lima, cilantro y chile. El plato debe entrar por los ojos antes que por la boca, por lo que conviene esmerarse con la presentación, jugar con los colores morado y verde de la guarnición. Si da miedo el picante, el chile en ver de habanero podrá ser guajillo o serrano. Incluso medio chile, o sustituirse el chile por unas gotas de tabasco, o de salsa valentina. Cervezas bien frías y poco más. En Instagram (#undiletanteenlacocina) colgaré también un cuadro Juan O’Gorman, un arquitecto mexicano, responsable de introducir en México las tendencias más radicales de la arquitectura alemana, francesa y norteamericana de las primeras décadas del siglo XX. O’Gorman quiso ser de todo y frecuento todos los círculos intelectuales del país. Fue amigo de los mejores, a los que obsequió con su talento y su ingenio. Al final de sus días, cerca de cumplir 80 años, se quitó la vida a lo grande, como si fuera un personaje de una de las películas mexicanas de los años cincuenta. Quedó sumido en una gran depresión, sus amigos habían muerto tiempo atrás, el edificio que consideraba que era su obra principal, su contribución a la historia de la arquitectura, había sido demolido. Así que se subió a un árbol con una soga anudada al cuello. Antes de precipitarse al vacío tomó una cápsula de veneno y, a la vez se disparó con un revolver. He tenido la oportunidad de ver algunos cuadros (pintó pocos) y fotografías de sus construcciones. Su obra es un juego constante con referencias de otros pintores y artista. Su autorretrato múltiple toma como referencia obras de otros pintores y algo del mundo surrealista en el que se movió. Lo dicho, cuesta salir de las pirámides encajadas que conforman México. Nada más abrir las puestas de mi casa, tras un día largo por tierra, mar y aire, ya teníamos ganas de volver y descubrir otros méxicos pendientes.