martes, 8 de mayo de 2012

CAP CXLIV.- Realidad y deseo.


Hubo un tiempo pasado, no mejor ni peor que el actual, sencillamente distinto, en el que disponía del tiempo suficiente como para perderme en las librerías buscando títulos magnéticos, libros que no me atrevía en muchas ocasiones a leer porque me resultaba más grato imaginarme su contenido y quedar frustrado si el desarrollo de esos títulos majestuosos se desinflaba con desarrollos planos.

La increíble y triste historia de la cándida Erendina y su abuela desalmada; la Insoportable Levedad del Ser, Historia universal de la infamia, los Placeres y los días, Memorias de un amante casposo…Con el paso de los años muchos de esos libros he terminado por leerlos, incluso por quererlos casi tanto por si contenido que por su título.

En esos mismos tiempos, ya digo no mejores/no peores, simplemente distintos, disponía de algo de tiempo para leer poesía; pretendía hacerlo de modo más o menos sistemático, intentando abarcar a los autores fundamentales en sus libros de cabecera, pero lo cierto es que hube de contentarme con las poesías más sencillas, me ha resultado más grato, puede que más fácil, hacerme con poemas breves, casi juguetones, y no con las largas sagas o relatos poéticos. Debo tener un alma altamente dotada para la poesía pero con poca disciplina.

De aquellos tiempos queda una culturilla más o menos aceptable, mantengo cierta curiosidad y todavía me siento con ánimos de descubrir en vez de releer, dado que sigo pensando que es mucho más interesante lo que me queda por aprender que lo aprendido.

Los aeropuertos y los aviones, igual que los mediodías, son los espacios más propicios para esas viejas aficiones, de ahí que para el viaje de mañana haya preparado un pequeño set de lectura – 40 minutos de espera en aeropuerto y 25 de vuelo Barcelona-Palma-Barcelona, salgo sobre a las 13, regreso a las 20 y entre medias he de dar una clase.

Realidad y deseo, como la obra contenedor de Cernuda, es una referencia ideal para el viaje de mañana. El deseo, intenso, es el de poder pasear, intentar ver los frescos de Barceló en la Catedral, presentarme por sorpresa en casa de viejos amigos, coger un coche para escaparme a Sineu, al restaurante del Teatro a probar un plato de frito. Sin embargo la realidad, real – como no podría ser de otra manera – me obliga a una rutinaria comida en la que habré de prescindir del vino (me toca dar clase a las 16’15), dudo que pueda disponer de tiempo para un paseo.

Realidad y deseo son una combinación casi tan recomendable como los dry martinis, tres partes de seca realidad y una de vermut pizpireto, con una aceituna.

Creo que si soy capaz de mantener activo este blog durante el tiempo suficiente – que mido en décadas – podré terminar por hacer una entrada gastronómica que conecte con cada uno de esos títulos magnéticos de mi adolescencia y quien sabe si con nuevos títulos magnéticos que pueda encontrarme en esta fase ajetreada.

Creo que el tumbet, o el tombet, mallorquín es un referente claro de lo que puede ser realidad y deseo en los fogones. Nunca fui muy aficionado al tumbet ni en un plato ni sobre un folio en blanco. El tumbet no deba de ser un remedo más o menos grosero de los pistos y las rattatuies, una combinación más o menos armónica de verduras rehogadas en un fondo de tomate.

Descrito así el tumbet, con todo los respetos para sus amantes, no deja de ser un pariente grueso y desasosegado de esos pistos menudos y melosos. Tumbet, por lo tanto, sería un plato real, excesivamente real, con sus piezas grandes empapadas en salsa de tomate.

Sin embargo el deseo de tumbet, el que no me comeré mañana, lo he encontrado en un recetario navideño olvidado en los anaqueles de la cocina, el recetario de navidad de Albert Cogul, de Pages Editores.

Mi realidad y deseo de tumbet, menos agrio de lo que fue Cernuda sobre todo en su exilio americano, se ha convertido en un milhojas un poco más armónico, que sirve de base a una gamba roja, lo suficientemente sabrosa, fresca e intensa como para que sólo una gamba justifique la estructura del plato.

He de explicarme, e intentar se más descriptivo que intuitivo. Lo primero conseguir unas gambas rojas frescas, hermosas. Si son cuatro comensales serán cuatro las gambas que se hayan de colocar sobre una sartén amplia, de buen metal, engrasada con un chorrito de aceite de oliva. Si los hados me son propios podría intentar esa gamba en texturas que ponían en El Bulli, una gamba sencilla en la que la cabeza quedaba frita y crujiente como una patatilla frita, sin embargo el cuerpo – desprovisto de cáscara – quedaba casi crudo.

En esa misma sartén ligeramente engrasada, habría que añadir un poco más de aceite antes de freír tres o cuatro dientes de ajo chafados sin pelar con un golpe de puño, con cuidado de no arrebatarlos.

Para el tumbet tradicional cojo una receta de Caty  Juan – ya citada en otras entradas -, una receta que arranca con un punto poético imprevisto: “Cortar las berenjenas a rodajas. Poner sal y que lloren su amargura treinta minutos”. Para mi tumbet tanto las berenjenas como las patatas – dos piezas de cada – hay que cortarlas en rodajas finas, de ahí que no sea una licencia poética usar una mandolina.

Del aceite se retiran los ajos y en el aceite chispeante se añaden un quilo de tomates maduros lavados y troceados. Se baja el fuego y se añade un poco de sal, la consabida cucharilla de azúcar y pimienta. Se tapa para que no evapore el agua y se deja confitar.

En otra sartén se fríen las patatas en esas rodajas finas, se escurren y reservan. Se fríen también las rodajas de berenjena, se escurren y reservan. Se cortan en aros un par de pimientos rojos, de los grandes – hay que lavarlos, desgranarlos y eliminar las nervosidades internas de color blanco -, se fríen en ese mismo aceite y es escurren con el mismo cuidado que el resto de elementos.

Con un aro metálico se monta el tumbet, un aro no muy ancho que se eleve cuatro o cinco dedos sobre el plato. Con cuidado se coloca una primera capa de patata fritas, un leve rastro del tomate frito, una capa de berenjena frita, otro rastro de tomate, se encajan dos o tres anillos de pimiento; sobre el pimiento se repite la operación de patata-tomate-berenjena-tomate-pimiento. La gracia está en que quede un mil hojas regular, una torre que después de desmoldada ha de culminarse con un rastro final del tomate frito, que empape las paredes del pilar, y el diente de ajo quebrado y refrito. Sobre la torre asentar una gamba con la cabeza hacia arriba, con la habilidad suficiente de que todavía le quede algo del líquido de la cabeza, que pueda mezclarse con el tomate. Es un plato de los que ha de dar pena aplicar el cuchillo en el que todo dependerá de la frescura y presencia de la gamba, y de la solidez del mil hojas.
Un plato soñado como este, fruto del deseo, debería servirse sobre un mantel que reprodujera la naturaleza muerta con berenjenas de Matisse, un cuadro que creo que duerme en L’Hermitatge – espero que Dexter Gordon sepa corregirme si hierro la referencia.

5 comentarios:

  1. Dear Dil.
    El cuadro de referencia está en Grenoble (Francia), no en San Petesburgo.
    Cuida el jet-laj espiritual y revisa la receta ya que me extraña que este tipo de salsas de tomate prescindan de la cebolla.
    Saludos.
    Dexter Gordon.

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  2. El cuadro de Matisse precioso y el plato de tumbet muy elaborado, el que comíamos en Mallorca era muy sencillo pero estupendo las fuentes eran impresionantes y dábamos buena cuenta de ello, con las gambas rojas tiene que estar de "rechupete", aprovechando que hoy viajas a las Islas, seguro que has aprovechado para degustar algo especial. Jubi.

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  3. Este chico, supongo que chico, el tal Dexter me está tocando los .......

    Democráticamente impresentable soy, ya lo se, pero me he tomado un vino y ya se sabe, los que toman vinos y los niños dicen lo que piensan.

    LSC

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    Respuestas
    1. ¿Por qué será que coincido contigo? Jubi

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  4. Dexter parece que sabes de cuadros pero no de cocina española, la receta de hoy no es salsa de tomate, viene a ser un pastel de verduras que es delicioso
    Que alegre el cuadro

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