martes, 2 de julio de 2013

CAP.CCLIII.- Galbana tras el Celler de Can Roca.


Ya lo he dicho en alguna ocasión, no sirvo como crítico gastronómico. El sábado fuimos a comer al Celler de Can Roca; el año pasado, justo después de salir de su comedor ya estaba reservando para poder repetir doce meses después. Creo que para el año que viene lo tendré mucho más complicado.

Ha sido de nuevo maravillosa, sin embargo nada más salir del restaurante lejos de verme sumido en una histeria diletante, me he visto embargado de cierta melancolía que todavía me impide escribir.

Un auténtico crítico gastronómico – no lo soy en absoluto – hubiera hecho fotografías de todos los platos y hubiera tomado notas de las sensaciones y percepciones de cada plato, de cada momento; yo, sin embargo, marcado por mi espíritu diletante, he optado por dejarme llevar y disfrutar del momento y, sobre todo, de la compañía. Al final no es tan importante la realidad como la imagen que uno se va construyendo de ella. El objetivo no es otro que el conseguir que la experiencia de Can Roca sea más un camino soñado y no un relato realista y puntilloso.

Por otra parte hay en la diletancia cierta tendencia a la galbana que hace que las fotografías o los apuntes se aplacen, tal vez en el convencimiento de que habré de regresar más veces.

Comer en este tipo de restaurantes, como hacerlo en otros de categoría similar, viene acompañado de cierto deleite estético, de hecho cada plato es por si solo una presentación compleja llena de detalles y con una indudable vocación artística; incluso las composiciones aparentemente más sencillas llevan aparejadas una larga reflexión no sólo sobre los sabores y texturas, también sobre la presentación. Además los cubiertos y los platos son parte indivisible de la puesta en escena. Así, por ejemplo, la ensalada de ortiguillas de mar, navajas, espardeña y alga escabechada se presenta en una especie de cabeza de Hidra que da al plato dimensiones mitológicas. La delicada flor de alcachofa presentada como un mandala de flores y verduras minúsculas fue casi una postal.

Siendo como es el mejor restaurante del mundo, lo ha sido desde antes de que se le reconociera esa condición más publicitaria que efectiva, el Celler tiene, sobre todo para los que no son/no somos de Girona, algunos inconvenientes que surgen fundamentalmente por la comparación. Para conseguir ser el mejor restaurante del mundo es necesario realizar un ejercicio comparativo respecto de otros restaurantes que antes lo fueron y aquellos que compiten por serlo.

El entorno del Celler no sale muy bien parado de esa comparación ya que está en un barrio de la periferia de Girona sin grandes pretensiones. Dista mucho de los parajes maravillosos del Bulli y queda mucho más cercano al entorno de Arzak. No es lo mismo llegar a un restaurante perdido tras recorrer carreteras sinuosas que salir de una autopista y adentrarse en un polígono industrial. Nosotros sin embargo este año gracias a un despiste llegamos al restaurante tras cruzar una pista forestal entre casas rurales.

El Celler está en una casona amurallada, con un jardín no muy grande, de altos muros; una vez dentro del Celler uno pierde consciencia del entorno y empieza a disfrutar ya que sus comedores tienen una clara vocación francesa de salones amplios, iluminados, que aíslan perfectamente cada mesa de las contiguas, hasta el punto de tener la sensación de que cocinan y sirven sólo para ti.

Para los de Girona el Celler también tiene un elemento comparativo tanto con la cocina tradicional de la familia Roca, los padres mantienen todavía una casa de comidas de gran éxito en la ciudad, como con el restaurante originario.

Hay, sin embargo, en los Roca, un factor importante de empatía ya que su éxito se consigue tras muchos años de trabajo constante, sin aspavientos, su éxito responde a la máxima de que cualquiera que trabaje duro y con rigor puede llegar a lo más alto. No se trata, por lo tanto, del destello de la genialidad sino de la filosofía de que no se gana hasta que no ganamos todos.

A lo largo de los años han ido descargando los platos y recetas del elemento evocador, son muy pocos los bocados que permiten trasladarse a los territorios de la infancia o a los sabores tradicionales, no se trata, por lo tanto de jugar con la memoria histórica de los comensales a partir de las magdalenas de Proust, sin embargo tanto en el cordero como en el cochinillo el minúsculo bocado de carne condensa la intensidad de los asados tradicionales, igual que en las falsas cocochas de sardinas a la brasa. Uno queda con ganas de comer una gran bandeja en la que se pudiera mojar pan.

El menú queda marcado por el juego con el comensal, desde el arranque hay todo tipo de bombones salados de modo que los primeros compases de la comida son un trampojo de los postres, además de que el manejo de los dulces es magistral – los bombones de carpano (un vermut amargo de origen italiano) y las trufas de trufa piamontesa podrían haber sido servidos como postre.

Divertidas las cigalas a la brasa, que se presentan en una cocote minúscula, sobre una parrilla que tiene en el fondo unos tizones de encina al rojo vivo. El camarero riega con jerez las cigalas y cierra de inmediato la cocote para que se hagan al vapor, como si se tratara de una sauna.

Volvieron a ponernos la comtessa de espárrago blanco y los bocados de salsa de cebiche, que ya me volvieron loco el año pasado.

Si hubiera de quedarme con un plato – difícil después de una treintena de bocados – elegiría un complejo consomé vegetal a baja temperatura de brotes, flores, hojas y fruta, infusión de sauco con cerezas al amaretto, cerezas al genjibre y anguila ahumada. El color intenso de las picotas y su contraste con el encurtido de pescado me partió en dos. La verdad es que resulta mucho más largo el nombre del plato que su presentación, en su sencillo cuenco oriental de fondo dorado viejo en el que una gran cereza confitada y dos minúsculas bolas de crema de cereza descansaban sobre un caldo claro hecho a partir de la infusión de verduras.

Trasladar este plato al mundo de los mortales exige un esfuerzo de equilibrio, aunque creo que a partir de un caldo suave de verdura, un helado de cereza – no es fácil de encontrar – y puede que unas pizcas de arenque en salazón se podría construir una sensación aproximada.

Con el paso de las horas la verdad es que siento lo de ir haciéndome viejo y siento, en cierta medida, haber acumulado tanta experiencia culinaria ya que me habría gustado llegar al Celler con el espíritu de un recién llegado, que aquella hubiera sido mi primer experiencia gastronómica, una experiencia fundacional, de ese modo hubiera eliminado el elemento comparativo.

También es verdad que los años dedicados a mesas y fogones permiten construir un relato mucho más elaborado en el que fue inevitable añorar a Michel Bras, algo que tiene su mérito dado que aunque ninguno de los comensales habíamos ido al restaurante de Bras, sin embargo teníamos en mente y paladar muchos de sus platos, hasta el punto de que nos conjuramos en la mesa para organizar un viaje al refugio de Bras con el fin de disfrutar de las presentaciones del maestro - http://www.alifewortheating.com/france/bras -, un cocinero cercano ya a la setentena de años que ha marcado estética y gustativamente a una parte importante de los cocineros españoles.

Bebimos, reímos, charlamos, brindamos, salimos al jardín para una larga sobremesa y tras casi ocho horas de deleite regresamos al mundo real de nuevo por la autopista, pensando ya en la estrategia para poder regresar al Celler en junio del año que viene.

Por el camino, mientras dormitaban mis acompañantes – me tocó conducir y, por lo tanto, fui yo el más moderado con los alcoholes -, terminé de perfilar los que serían mis recuerdos gustativos de la comida, obsesionado con no olvidarme de algunos detalles, como el del olor del jerez al evaporarse sobre las cigalas, la esponjosidad del brioche de trufa, la carnosidad de una flor hecha con finas lonchas de pechuga sangrante de pichón o el intenso erotismo de un postre titulado adaptación del perfume Shalimar de Guerlain, que fue casi como si me hubieran dejado lamer el lóbulo de la oreja izquierda y el cuello de Catherine Deneuve cuando la Deneuve tenía 35 años y yo apenas 17.

Creo que solo Matisse es capaz de reflejar la alegría, la intensidad y el color de nuestra experiencia en el Celler.

3 comentarios:

  1. Muy interesantes tus comentarios a las diferentes sensaciones que produce comer en un sitio tan especial, no solo las gustativas, yo levitaría con esas cigalas, sino al entorno, compañía, etc. El Matisse muy acorde con el momento. Jubi

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  2. Siento verdadera envidia. No tengo más palabras.
    Mari Carmen

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  3. Dile, después de esta estupenda descripión, no hay duda en elevar lo culinario, a manifestación artística y cultural.

    Una aspirante a cocinera de tortilla de patatas.

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