UN VERANO EN MALLORCA (1ª Jornada).- Si desterráis a la
gorda Cati desterraréis al mundo.
Hacía tantos años que no venía a Mallorca que todavía no me
creo estar aquí. Mi nombre es Catalina Alomar, Cati Tafal. Mi madre era
mallorquina y de ella heredé el nombre y los apellidos y sus habilidades en la
cocina.
He vivido tiempos buenos que me han permitido no tener
patrón fijo, ser una cocinera de fortuna que vende sus saberes al mejor postor
a veces para una sola noche, para organizar un festín. Mi madre, a base de
sisas, consiguió mandarme a Suiza, allí estuve interna primero en un colegio de
los 8 a los 16, después a una escuela de cocina de los 16 a los 21 años,
aprendí francés, italiano, algo de alemán y rudimentos de inglés que me han
permitido. Iba a casa en navidad y los meses de verano. Ella y yo manteníamos
en secreto mi destino, me decía que los ricos en el fondo son muy envidiosos y
que si descubrían que la Tata Alomar podía llevar a su hija a un colegio
selecto de Suiza seguro que la rebajaban el sueldo y empezaban a mirar las
facturas y recadados de los que conseguía sisar unas pesetillas. Años después
descubrí que mi padre, de quien nada sé, había pagado el silencio de mi madre con
una renta vitalicia que casualmente depositaba en un banco de Laussane una vez
al año, coincidiendo con las visitas de mi madre al colegio.
Normalmente no suelo ponerme tan ñoña pero me he tomado dos
copas de amontillado y parece que los vinos olorosos me ponen evocativa. Como
contaba ayer llegué a Mallorca después de 20 años alejada de la isla. Podría
mentir y contar que vine de vacaciones, no es verdad, vine a cocinar, a cocinar
para unas familias a las que apenas conocía, a cocinar durante 15 días mientras
ellos disfrutan de las playas, del mar. Me contrataron a través de una agencia
que desde hace varios años se ocupa de encontrarme acomodo laboral, soy cara,
exigente, tengo un talento especial y, lo más curioso, es que en este país hay
gente que está dispuesta a pagar lo que pido y hacerlo sin rechistar. Si el
físico me hubiera acompañado hubiera sido una prostituta postinera, tengo pocos
escrúpulos y a quien me paga poco más le pido que puntualidad en las
transferencias y que no enrede mucho mientras trasiego entre fuegos. Como mi
físico nunca ha despertado pasiones he tenido que conformarme con salsas y
mousses para engatusar a mis señoritos y señoritas, a quienes sólo guardo
fidelidad durante unos meses; nunca he aceptado casas fijas y mucho menos
restaurantes, en los restaurantes ha dejado de haber cocineros, no se hacen
caldos cortos y los platos que sirven no huelen a nada; ahora hay niñatos de
medio mundo que creen que el glamour está en pelar cebollas, y malayos,
ecuatorianos, vietnamitas, bolivianos que en ocasiones duermen en el almacén,
entre botellas vacías y patatas medio podridas.
Podría desvelar las casas en las que he cocinado, las
manías de ricos y famosos, las pequeñas miserias de la burguesía de media
España, una burguesía que no ha dudado en robar y en engañar para mantener un
ritmo de vida que no siempre se correspondía con sus ingresos. No es difícil,
basta con mirarles a los ojos fijamente y transmitirles que a malas ellos
tienen mucho más que perder, no sería la primera vez que he escupido en un
plato de natillas antes de llevarlas a la mesa.
A finales de mayo me llamaron de la agencia para proponerme
un trabajo en Mallorca, consistía en acompañar a dos matrimonios con hijos que
habían alquilado una villa junto al mar. Necesitaban una cocinera de garantía
que les permitiera olvidarse de la cocina durante quince días; alguien que
estuviera preparada no sólo para el día a día, sino también para cubrir algunos
compromisos sociales de los matrimonios. Como no quiero quebrantar mi pacto de
confidencialidad, retribuido con mil euros adicionales a los diez mil en los
que había fijado mí caché, no puedo desvelar los apellidos de mis patrones, ni
tan siquiera en este diario clandestino. Me contento con identificarles como
los señores de Swann y los duques de Guermantes, así preservo su buen nombre y
su prestigio en Madrid, donde hacen su vida y sus negocios.
Me resultó sorprendente que fueran los maridos los que concertaran
la entrevista, el señor de Swann y el duque de Guermantes querían dar una
sorpresa a sus esposa y contrataban mis servicios de modo casi clandestino. Yo
no viajaría con ellos, me recogerían en el aeropuerto horas después de que
ellos hubieran llegado a la isla. Garantizaban que mi trabajo se reducía única
y exclusivamente a cocinar y a ocuparme de la intendencia de cocina, no tendría
obligación ni de atender a los niños, ni mucho menos de fregar o barrer, más
allá de lo que quisiera hacer en la cocina. Para todas esas tareas y
penalidades contratarían a un matrimonio filipino que ya servía en la casa de
uno de ellos. No discutieron mis honorarios y sólo me dijeron que para
comprender el tipo de cocina que pretendían que hiciera habría de leerme dos
libros de moda en el mundo de los fogones: Las técnicas básicas para cocinar en
casa de Joan Roca y el arte de la cocina francesa de Julia Child, a partir de
esos dos libros y de lo que me ordenaran las señoras habría de estructurar
todos los menús – del desayuno a la cena, más los resopones que fueran menester
de grandes y chicos -. Leer aquellas chorradas no me ayudó a tener mejor imagen
de mis futuros patrones.
Viajé a Palma en avión, a media mañana; los filipinos,
inconfundibles y ruidosos, iban acomodados en los asientos traseros después de
haberse tenido que pelear para conseguir colocar sus bolsos de equipaje. Yo
preferí pagar de mi bolsillo el suplemento de equipaje y 20 euros más por disponer
de asientos en primera fila que dieran cierto confort a mis expansivas carnes.
Ni qué decir tiene que no me acerqué a los filipinos ni antes, ni durante, ni
después del vuelo. Cuando nos agrupamos entorno al señor de Swann, que nos vino
a recoger, no me quedó más remedio que saludar a quienes serían mis compañeros
de fatigas durante la quincena. Por una cuestión de jerarquía, también de peso,
me coloqué en el asiento delantero, junto al señor, y dejé que los orientales
se colocaran atrás.
Llegamos a la villa tras cuarenta minutos de viaje, era un
palacete que imitaba el estilo renacentista italiano colocado sobre unos riscos
encima del mar, una ancha garganta que dada a un bancal de arena casi salvaje.
Se llegaba a la casa tras atravesar un jardín muy cuidado, rodeado de cipreses
que hacía infranqueable las dependencias a los mirones y que daban al entorno
un aspecto un tanto sepulcral.
En la parte trasera de la estancia había dos piscinas
estrechas y alargadas, flanqueadas por columnatas, alicatadas en negro. La
fachada de la casa es una pared con enredaderas, parras y buganvillas que sólo
dejan ver los estucados cuando se abre la puerta de entrada y las ventanas en
ordenadas en dos niveles. El techo tiene un voladizo de casi medio metro
artesonado en madera.
El señor de Swann no nos permitió ver la casa, nos condujo
directamente a las habitaciones habilitadas para el servicio, en un pabellón
anejo al edificio principal. No salieron a recibirnos el resto de la troupe,
que retozaba ruidosamente en lo que debía ser la piscina principal, en el
frontal de la finca, en la terraza sobre el mar.
Haciendo valer mis galones elegí habitación, coloqué mi
equipaje en el dormitorio más amplio, que tenía una cama de matrimonio, los
filipinos quedaron relegados a una estancia más pequeña con dos camas
separadas. Para que no tuviéramos dudas los señores había colocado sobre las
colchas los uniformes que debíamos vestir, cofia incluida, los mandiles blancos
sobre batas oscuras. No hizo falta que nos dijera el señor que hasta que no nos
colocáramos la nueva piel no podríamos entrar al palacete. Su única frase fue: «Espero
que se encuentre cómoda. Les esperamos en la terraza principal».
Fui la primera en llegar a la terraza, suelo de terracota
en el primer tramo, la piscina azul intenso,
haciendo un trampojo con la línea de mar, y dentro del agua los niños
alborotando, mientras los padres tomaban el sol en cuatro hamacas. Sólo se
levantó a saludar el señor de Swann, que hizo las presentaciones; mi indicó que
en media hora viajaríamos a Palma para hacer la compra, provisiones que debían
cubrir las necesidades esenciales de la quincena, sin perjuicio de que yo
hubiera de ocuparme de conseguir puntualmente productos frescos – pescado,
fruta y verdura – que podría comprar en Campos, un pueblo a poco más de 20
kilómetros de la zona en la que estábamos – pasado Cala D’Or y antes de llegar
a Porto Colom.
Pasado el primer trago suponía que me eximirían de bata y
cofia para ir a la compra, por lo que me retiré de nuevo al pabellón de
servicio para darme una ducha – había sudado como una puerca durante las pocas
horas que llevaba en la isla – y recuperar mi ropa de paisano.
Los filipinos parecían encantados con sus disfraces y se
movían ya con soltura para adaptarse al entorno, conocían ya por lo menos a la
familia de Swann que habían permitido que los niños Swann se acercaran a
besarlos. La filipina me miró de reojo devolviéndome el tanto del asiento del
coche y la habitación. El señor me ofreció la posibilidad de que uno de los
filipinos viniera con nosotros – dijo sus nombres pero fui incapaz de
retenerlos -, le aseguré que me bastaba y me sobraba para hacer yo la compra,
sólo necesitaba las llaves del coche y dinero. El señor me dijo que quería
acompañarme y que además el duque de Guermantes nos acompañaría, ellos se
ocuparían de comprar los vinos y los licores.
Antes de partir hice una inspección de la cocina, no faltaba
un solo accesorio, incluso los más sofisticados estaban en perfecto estado de
revista. Ollas, sartenes, hornos de alta y baja temperatura, envasadora al
vacío, thermomix, heladeras, una colección infinita de cuchillos de todos los
tamaños y formas. Mientras fisgoneaba en los cajones se acercó sigilosamente,
traía entre los brazos uno de los libros que me habían indicado para cocinar,
sonrió y me pidió que para aquella noche les preparara unos pepinos a la griega,
sobre una de las encimeras me dejó debidamente marcada la página del libro de
Julia Child en el que se describía la receta. No quise advertir a mi ama del
error de su elección ya que sus palabras fueron rotundas, supuse que habría
elegido el plato al azar y que se habría dejado encandilar por el título en francés:
Concombres à la grecque. Dudo que los hubiera probado en su vida. En todo caso
anoté los ingredientes que necesitaría comprar y algún otro que me sirviera de
inmediata alternativa y se producía el fracaso previsto.
Los señores condujeron enfrascados en conversaciones
frívolas, risotadas y planes para un veraneo que consideraban eterno, sólo así
sería posible dar cabida a todas las actividades y compromisos que diseñaron
durante media hora larga que duró el trayecto. Les costó entrar en la ciudad y
tuve que orientarles para que encontraran los grandes almacenes en los que tendríamos
que hacer la compra. El uno de agosto a media mañana medio mundo peleaba por
llenar los carros. Partiendo de los libros que me habían indicado meses antes y
de la experiencia de más de 30 años sirviendo había preparado una lista
completa de productos, incluidos los de la limpieza de la cocina. Asumiendo las
colas de carnes, pescados y fiambres, aventuraba dos horas largas de odisea y
un par de carros completos. Por correo electrónico había recibido unas
indicaciones básicas sobre los tipos de leche habituales en las casas, algunas
manías de productos bajos en calorías y los caprichos de los niños – cinco en
total, los niños, no los caprichos, que eran infinitos; la canalla tenía entre
4 y 14 años, dos chicas y tres chicos.
La tranquilidad de no tener que pagar aquellos carros me
permitió no mirar ni un solo precio, incluso hacer acopio de especias, aderezos
y productos que harían que los señores cayeran rápido a mis pies. Durante la
primera media hora me hice la encontradiza con los varones para una primera
evaluación, su carro estaba lleno de las bebidas más caras, no eran ni mucho
menos las de mayor calidad pero eran los de más renombre; necesitaban que todo
el mundo les viera meter por pares vinos por encima de los cien euros la
botella, champagnes de todo los colores y espirituosos de soleras centenarias.
No cabía la menor duda había sido contratada por unos soplapollas de gran
calibre a los que no sería complicado domeñar. Con la excusa de que eran
imprescindibles para cocinar algunos platos incorporé a sus carros unas
botellas de borgoña que pensaba esconder en las zonas más oscuras de la
alacena, unos burdeos que necesitarían abrirse dos horas antes de ser servidos
y todo tipo de vinos olorosos.
Ellos terminaron comiéndose una ensalada y un sandwich en
la cafetería del supermercado, yo comí sobre la marcha un croissant relleno de
sobrasada que amablemente me calentó una de las dependientas.
A eso de las cuatro de la tarde regresábamos a Villa
Amaranta, el capricho de un diplomático iberoamericano que había querido
reproducir un rincón toscano en las baleares; el diplomático, en horas bajas y
separado ya de la Amaranta de la villa, tenía que alquilar el predio para poder
hacer frente a los gastos cotidianos de agua y jardineros de sus dominios.
Supe que el señor de Swann había alquilado la casa, el
duque pagaba el alquiler de un yate que les esperaba en el puerto de Cala D’Or,
con un patrón malayo que nos esperaba de blanco inmaculado en Cala D’Or.
Dejamos el coche en el aparcamiento del puerto, el malayo cargó una tras otra
las cuatro cajas y dos bolsas en las que habíamos colocado los productos de
primera necesidad, otras 25 cajas llegarían a la mañana siguiente. Los señores
a proa, correteando como niños con zapatos nuevos, el malayo en el puente de
mando con un gorra incluida, y yo en popa apurando el champagne con el que nos
habían recibido.
Tardamos casi una hora en costear desde el Cala D’Or hasta
el amarre que había bajo los muros de la villa. Desde aquel puerto improvisado
subía una escalinata de vigas de teka que parecía infinita. Malayo y filipinos
se ocuparon de descargar las provisiones de urgencia; los señores subieron a
paso atlético reclamando una cerveza fría; yo, por obvias razones de sobrepeso,
demoré mi ascenso al palazzo y cada quince o veinte escalones hube de parar a
resoplar.
Si los señores estaban deseando una cerveza yo también me
la merecía, así que abrí la nevera y abrí una lata que dejé estratégicamente
escondida para que nadie pudiera pillarme en un renuncio.
Empecé con los rituales previos para preparar los pepinos a
la griega. Elegí cuatro pepinos tersos, los pelé y corté longitudinalmente por
la mitad. Con ayuda de la punta de un cuchillo les quité las semillas y corté
la carne de los pepinos en dados. Para que no amargaran los dejé reposando
durante casi media hora en un bol con agua fría y hielo al que le había añadido
un puñado generoso de sal.
En esta primera operación acabé la primera de las cervezas
y casi la segunda, había conseguido nivelar con ello todo el agua perdida con
la sudada de la mañana.
Mientras los pepinos perdían amargor preparé el caldo de
legumbres. Supuse que aunque el paladar de los señores no apreciaría la
diferencia lo de verme cocinar con agua mineral subiría sus pomposos egos.
Puse un litro de agua en una cacerola y puse, conforme a
los requerimientos de la Sra. Child, cuatro cucharadas soperas de aceite de
oliva, media taza de zumo de limón, una pizca de sal, dos cebolletas picadas y
preparé un bouqué envolviendo en una gasa unas ramitas de perejil, una branca
de apio, un trocito de hinojo fresco, una ramita de tomillo también fresco, un
puñadito de granos de pimienta y unas hojas de cilantro. Tenía que dejarlo
hirviendo 10 minutos a fuego suave y con la tapa puesta, se me fue la mano casi
hirvió el doble. El tiempo justo para apurar otra cerveza. Cuando tenía el
caldo preparado lo colé y lo reservé para que perdiera calor.
Aparté la mitad del caldo y la otra mitad lo volví a
colocar en una cacerola un poco más pequeña, escurrí los pepinos cortados en
daditos y los incorporé al caldo para que hirvieran durante 10 minutos en el
caldo corto de verdura.
Terminado el hervor separé los pepinos, los dejé de nuevo escurriendo,
y mantuve el caldo unos minutos más reduciendo.
Ya estaban les concombres à la grecque, no era en realidad
un plato sino una guarnición. Dispuse ordenadamente los trocitos de pepino
sobre una bandeja, los salpimenté, como vi que el plato quedaba triste, rallé
la cáscara de un limón sobre los pepinos antes de salsearlos. Allí estaba el
capricho de la duquesa de Guermantes dispuesto para ir a la mesa.
Los filipinos se ocuparon de llevar el plato a la mesa, lo
servimos como entrante – de segundo plato les había preparado unas lubinas al
horno con unas patatinas cocidas y rehogadas en mantequilla.
Como era de prever en pocos minutos se requirió mi
presencia en el salón. Yo acudí con el libro bajo el brazo para dar las
consiguientes explicaciones. « Cati. ¿Son éstos los pepinos a la griega?» .«He
seguido punto por punto la receta que me dejó». Coloqué sobre la mesa, a su
lado izquierdo, abierto el recetario por la página en cuestión. Dedicó unos
instantes a revisar el texto, yo le
había subrayado que la Sra. Child recomendaba esta técnica de cocción de
verduras para ensaladas o guarniciones. «En previsión de que el plato no fuera
del agrado de los señores les había preparado una alternativa de primero»,
dije. Pedí a los filipinos que me acompañaran a la cocina y en un segundo
estaban servidos unos cuencos con una crema de pepinos guarnecida con
langostinos.
Había preparado la crema mientras perpetraba el hervido de
pepinos, no distaban mucho los ingredientes de uno y otro plato, pero mi
alternativa tenía el punto griego que esperaba la duquesa.
Para preparar la crema de pepinos había utilizado otros
cuatro pepinos que había pelado, despepitado y remojado del mismo modo que para
el hervido.
Aproveché que tenía thermomix para preparar la crema hecha
a base de la carne de pepino (4 pepinos), cuatro cucharadas soperas de yogurt
griego sin edulcorar (el toque helénico que aguardaban los señores), un trozo
pequeño de bulbo de hinojo y una pizca de sal. Lo puse a picar primero a
velocidad 4, después lo pasé a velocidad 8 y fui jugando con las velocidades
hasta que se convirtió en una pasta fina y homogénea. Con el aparato a
velocidad 4 fui añadiendo aceite de oliva virgen en un hilo, como si se tratara
de emulsionar una salsa. La crema fue cogiendo cuerpo y densidad, calculo que
pondría 225 cc de aceite. Sin parar la máquina aproveché la parte del caldo de
verduras que había reservado y fui añadiéndole el caldo hasta conseguir la
textura deseada, una crema con cierta consistencia que quedara unos segundos
enganchada a la cuchara.
Pasé la crema a una jarra y la dejé en el refrigerador.
Sobre la tabla de madera piqué un manojo generoso de hojas de menta fresca.
Pelé con cuidado 8 langostinos, les quité la línea de intestinos y los corté
por la mitad. Tenía que pasarlos por la plancha unos segundos con una pizca de
sal y otra de aceite. Hice los langostinos presionando con una pala para que
cada pieza quedara plana. Antes de aplanarlos del todo espolvoreé un poco de
pimentón rojo, del dulce y quedaron los langostinos que parecían alas de
mariposa.
Cogí los cuencos más elegantes de entre las varias vajillas
de la casa y preparé raciones generosas de crema de pepino, espolvoreé las
hojitas de menta y coloqué sobre la cuchara los trozos del langostino para cada
comensal.
Servidas mis alternativas aguardé a que fuera requerida de
nuevo mi presencia en el comedor. Acudí sin prisas, para recrearme en el
momento. Los cuatro comensales pedían, si era posible repetir de aquella crema.
Había conseguido una pequeña victoria que esperaba que me evitara
interferencias en la cocina. Repitieron de crema, esta vez con una brunoisse de
pepino ya que no quedaban langostinos.
Hicieron la sobremesa en la terraza principal, mirando al
mar y apurando el champagne que había previsto para el segundo plato. Los
señores todavía tuvieron cuerpo para los gin tonics. Los filipinos se había
ocupado de organizar a los niños, que habían cenado antes unos pollos asados
con ensalada.
A eso de la una y media de la mañana la casa casi por
completo estaba durmiendo, yo había recogido la cocina y me dispuse a ocupar la
terraza, eso sí en penumbra para que los señores no se dieran cuenta de mi
atrevimiento. Me había preparado una copa de brandy Peinado con una solera de
100 años, un brandy que había hecho que Francoise Mitterand renegara del cognac
francés, Peinado es una destilería manchega que prepara un brandy legendario.
Antes de acostarme husmeé por la biblioteca del salón, el
dueño de la casa debía de haber vivido en Francia ya que había muchos libros en
francés. Entre los libros un catálogo preparado para la exposición de Jean
Simeon Chardín en el Petit Palais de París en 1979 y un libro que reproducía
toda la obra de Chardín, también en francés. Hojeé con cierta desgana los
libros hasta recordar las horas perdidas que había pasado en el Louvre en las
salas de Chardín. Seguramente uno de los dos catálogos pasaría a formar parte
de mi colección antes de que terminaran las vacaciones.
Me sentí identificada con el cuadro Retorno del Mercado,
podría haber sido yo la modelo con algunos kilos de más.
Que preciosidad de relato, espero la segunda (y tercera, cuarta...) parte ansioso
ResponderEliminarEs original tuyo? Gracias en cualquier caso por compartirlo. La casualidad quw este fin de semana estuve en Tomelloso y fuimos a visitar Peinado pero estaba cerrado.
Gracias por hacernos pasar un buen rato con tu novelilla veraniega, me hace recordar a esa maravillosa Isla que tanto queremos y tantos recuerdos nos traen. Me ha divertido mucho el recuerdo para las bodegas Peinado, por la parte "paterna" había emparentamiento pero eso es otra historia muy entretenida. Los pepinos me gustan un montón. Jubi
ResponderEliminarEspectacular! La historia promete y las recetas aun más. Además, entre las ganas de vacaciones, el aire playero de la historia y que el sábado por la noche preparé un Tzatziki para la familia en la playa, no podía esperar un mejor inicio.
ResponderEliminarEste relato tiene todos los ingredientes para engancharme igual que el año pasado lo hiciste con Cándido y El California. Muchas gracias por compartir tus talentos.
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