El Dinou de
Castanyer era un restaurante de mi barrio, el nombre, en apariencia misterioso,
no ocultaba secreto alguno, era el portal 19 de la calle Castañer. Era un
restaurante muy pequeño, cuatro mesas y una barra, con una cocina minúscula,
como una antigua cabina de teléfono.
Cuando llegamos al
barrio, hace casi 13 años, el Dinou era un bar al que acudían los taxistas a
primera hora de la mañana, colapsaban las pequeñas calles que rodean la plaza
de Joaquín Folguera, justo al lado de la boca de salida de los ferrocarriles
catalanes. En la acera de enfrente una pastelería de las de toda la vida. En la
plaza hay un quiosko (Manolo), un puestecillo de flores y el mercado del
barrio. Un espacio en apariencia ideal para montar un negocio.
El restaurante no
tenía nombre, solo una barra exterior, algo extraño en Barcelona, en la que los
taxistas tomaban café y fumaban a las 7 de la mañana. Había una parada de taxis
en Balmes que tiene mucho movimiento, sobre todo muy de mañana.
Alguna vez me dejé
caer por allí a mediodía, lo regentaba una señora de las de toda la vida, de
las de mandil y voz de mando, que gobernaba la barra, la cocina y a todos los
parroquianos. Cantaba los platos y las recomendaciones.
El restaurante
tenía en una de las paredes una gran pizarra en la que apuntaban la carta y los
platos del día. Todo a la vista, todo sencillo, con un punto de ingenio. La
primera vez me dejé seducir por un steak tartar cortado a cuchillo, con patatas
fritas. El punto de condimentos perfecto.
La regenta se
manejaba con la agilidad de una prima donna milanesa. Debía llegar muy pronto a
la mañana, por lo que a las cuatro de la tarde cerraban. Supongo que su línea
de negocio se centraba en los desayunos, bocadillos de pan crujiente, embutidos
recién cortados y oferta de bocadillos calientes, de los que gotean grasilla y
empapan las servilletas. No les hacía falta cocinar los fines de semana.
Alguno de los
taxistas se animaba el desayuno con una cerveza y, los más aguerridos, un
copazo de coñac. Nunca me atreví a desayunar allí, me faltaban galones, aunque
en mi deambular matutino iba vigilando a la parroquia.
A los pocos meses
la matrona incorporó a su hija, el mismo tipo de maggiorata, rasgos comunes, a
los que nos dejábamos caer por allí nos anunciaba que su hija y su novio se
harían con el negocio en breve, que ella se retiraría a vivir a un pueblo de la
costa.
La hija no tardó en
asumir el mando, mantuvo los platos y los extras de entresemana. Seguían
madrugando para atender a los taxistas, también a los mayoristas del mercado.
Seguían sin necesidad de abrir por las noches y los festivos. La chica seguía
al pie de la letra las indicaciones de la madre pero le faltaba el punto
profesional, el que conseguía que platos comunes supieran distintos. Yo tenía
cierta confianza en la chica y en el novio, en pocos meses conseguirían tener
el golpe de muñeca necesario para abordar los platos. Sin embargo algo debió
pasar. No llegaron a asentarse. El bar, que seguía sin nombre, cerró y nadie
parecía echarlo de menos. Los taxistas buscaron nuevos refugios y durante más
de un año las verjas estaban cerradas.
Hará cosa de dos
años cogieron el restaurante una pareja joven, con trazas modernas. Le pusieron
nombre al restaurante, el dinou, un cartel de diseño. La base de la carta era
la misma, la pizarra también. El mismo sistema de platos habituales y alguna
cosilla fuera de carta. La cocinera había tenido experiencia en algunos locales
de éxito de Barcelona, conocía a los grandes popes de la cocina local, los que
consiguen portadas en los diarios.
La vida en la
hostelería es muy dura, muy pocos triunfan y el resto tiene que picar muchísima
piedra, sin nada de brillo. La chica tenía una hija de 9 ó 10 años, buscaba una
vida un poco más calmada, cocinar a su ritmo, trabajar el modelo de la alta
gastronomía de barrio, platos de toda la vida con cierto encanto.
Yo me sentaba en la
barra, pedía un plato, dos si estaba muy hambriento, una caña y una copa de
vino tinto si la receta lo exigía. No era difícil pegar la hebra con la pareja,
surgían enseguida temas comunes, recuerdos de sitios, comidas y platos
especiales, recetas, proveedores, toques modernos para comidas de siempre. La
chica hablaba de un gran proyecto de barrio, hablaba de éxito, de cenas para
grupos de quince o veinte persona, de menús ajustados a los caprichos de la
clientela.
Hace tres semanas
vi que el Dinou había cerrado, ayer ya ponían un cartel anunciando que el local
estaba en alquiler.
No resulta difícil
adivinar porqué han fracasado, desde el inicio, desde que entré por primera vez
me di cuenta de las razones de esa muerte anunciada, no hacía falta ser un
genio, desde el arranque el restaurante no tenía menú del día. Mientras estuvo
la señora de toda la vida el restaurante se mantuvo gracias a sus madrugones, a
los miles de bocadillos y a los centenares de miles de cafés servidos a pie de
calle. Los mediodías eran un regalo de aquella señora al barrio, un regalo
relativo porque terminaban pagando 20 o 25 euros por comer a mediodía. Muy caro
para un menú de diario, demasiado básico para una comida especial. En los días
en los que el cuerpo te pedía darte una alegría siempre encontrabas una opción
mejor, quizás un poco más cara con una carta más vistosa.
Quizá por eso no
era un restaurante que frecuentara, me dejaba caer muy de vez en cuando,
siempre solo. Me acomodaba en la barra, entraba con la idea de pedir un plato
ordinario y, cuando me cantaban las especialidades del día, caía en la
tentación de unos callos, o de una pasta con un picadillo gracioso, o un
fricandó de salga gustosa, o el inevitable tartar que seguía cortándose a mano,
o los huevos estrellados. También probé las croquetas de bocados sorprendentes,
como la de sepia con su tinta. Incluso algún postre.
La cuestión era que
nunca salías de allí sin haber pagado por lo menos 25 euros, algo que no
resisten todos los bolsillos. Por eso fui buscando en el barrio otras opciones,
probando alternativas, a veces más caras, otras más baratas, sin fidelidades.
Con los últimos
gestores, con los que alcancé cierta confianza, me atreví a sugerirles que
ajustaran un poco el menú, que propusieran tres primeros y tres segundos por 12
euros, copa de vino incluida, de ese modo podrían hacerse los dueños del
barrio, porque es una zona de las llamadas altas, con gente que come fuera
todos los días, algunas oficinas, tiendas, empresas y bancos encajados en un
barrio residencial. También es verdad que cada vez se ve más tupper en la plaza,
gente que aprovecha los bancos del parque para tomarse una ensalada o unas albóndigas
frías.
El dinou empezó a
morir cuando dejó de abrir a las seis y media de la mañana para servir desayunos.
Cuando apostó por dar comidas a mediodía y las noches de los fines de semana.
El local era pequeño para grupos, tristón para parejas, caro para comedores
solitarios, incómodo para los matrimonios mayores del barrio, ruidoso para los
que buscan un instante de paz, oscuro para los que quieren un instante de
desconexión.
Caminaban por la
cuerda floja, esperando que llegara ese golpe de fortuna de llamar la atención
de un crítico gastronómico, conseguir una fotografía que les incluyera en la
ruta foodie de la ciudad, algo casi imposible si no te dedicas a la cocina
Cajum o a la sudvietnamita.
La pareja joven
dejó de servir desayunos, no renunció a su ilusión de ofrecer platillos
especiales, no caer en rutinas. La última vez que comí allí, hace tres meses,
estaba solo, llegué a las dos y media y no había ninguna mesa ocupada, tampoco
apareció nadie después. Tomé unos callos con garbanzos que tuve que domeñar con
un par de copas de vino tinto.
Hubiera podido
hacer más por aquel restaurante y aquellos chicos, podría haber organizado allí
alguna comida con amigos, o haber encargado un menú especial para la familia. A
toro pasado todo son reproches. Puede que no se tratara sino de un bar más, un restaurante
de los del montón, de los que se sustituyen con facilidad. Puede ser.
Lo cierto es que en
12 años superaron la prueba de la tortilla de patatas, también la de las
croquetas al borde de lo increíble, los huevos rotos quizás en exceso cuajados,
el fricadó que pedía a voces una barra de pan, el tartar alegre y los callos
con garbanzos que sellaban los labios con su caldo gelatinoso.
El cierre del dinou
ha coincidido con un viaje relámpago a Bilbao, día de lluvia, vuelo de mañana,
paseo por el museo de Bellas Artes, txirimiri, txangurro, txuletón y flan, a
eso de las cuatro y media cumplir con mis obligaciones, entre ellas la de
comprar dos txuletones para cenarlos en casa al día siguiente. A las nueve de la
noche vuelo de regreso con la mochila cargada con algún libro más de arte, algún
detalle comprado en la tienda del museo, las chuletas envasadas al vacío y
cierta ingravidez.
En mi última visita
al museo de Bellas Artes de Bilbao, fantástico y sorprendente, como siempre, he
descubierto, mejor redescubierto, a una pintor olvidado, José Mª de Ucelay, un
arquitecto e intelectual republicano, conservador, obligado a exiliarse en
Londres, un hombre que en los años 20 y 30 del siglo pasado vivió el glamour de
los salones de París, que alternó con Picasso y con Proust, que participó en
tertulias, también los oropeles de pintar murales en edificios de diseño en
Londres. Regresó del exilio a una España triste y grisácea, se tuvo que reinventar
como retratista, regresar y vivir el ostracismo, bordear la ruina, correr el
riesgo a quedar relegado a los sótanos de museos de provincias.

Hay en De Ucelay
destellos de arte pop, rasgos de Hockney, composiciones postimpresionistas,
juegos de colores y de gestos que luego hemos visto en Cesseppe y en Pérez
Villalta. Lo único es que de Ucelay había aplicado estas técnicas, recursos y
guiños veinte o treinta años antes de que lo hicieran los pintores reseñados.
Poco a poco se van recuperando estos pintores que vivieron y trabajaron fuera
de los grandes focos, artistas como mis cocineros de barrio. Deberíamos tener la
paciencia de recuperarlos y de disfrutarlos, no por su memoria, sino por
nuestro gozo. Es fácil embelesarse con Matisse, como lo era comer en el Bulli,
pero esos bocados exquisitos pierden sentido si no puedes comer de vez en
cuando en el Dinou, en cualquiera de los que se asemeje, o quedarse unos
minutos frente a un gran cuadro de Ucelay.
Hubiera querido
escribir una receta, en concreto una recreación de la ensaladilla rusa (una de
mis obsesiones y frustraciones) pero están a punto de dar las diez de la noche,
el cansancio aprieta y el recuerdo del Dinou de Castanyer corre el riesgo de
diluirse.