jueves, 30 de mayo de 2019

Capítulo CDLXXVI.- El Dinou de Castanyer.

El Dinou de Castanyer era un restaurante de mi barrio, el nombre, en apariencia misterioso, no ocultaba secreto alguno, era el portal 19 de la calle Castañer. Era un restaurante muy pequeño, cuatro mesas y una barra, con una cocina minúscula, como una antigua cabina de teléfono.
Cuando llegamos al barrio, hace casi 13 años, el Dinou era un bar al que acudían los taxistas a primera hora de la mañana, colapsaban las pequeñas calles que rodean la plaza de Joaquín Folguera, justo al lado de la boca de salida de los ferrocarriles catalanes. En la acera de enfrente una pastelería de las de toda la vida. En la plaza hay un quiosko (Manolo), un puestecillo de flores y el mercado del barrio. Un espacio en apariencia ideal para montar un negocio.
El restaurante no tenía nombre, solo una barra exterior, algo extraño en Barcelona, en la que los taxistas tomaban café y fumaban a las 7 de la mañana. Había una parada de taxis en Balmes que tiene mucho movimiento, sobre todo muy de mañana.
Alguna vez me dejé caer por allí a mediodía, lo regentaba una señora de las de toda la vida, de las de mandil y voz de mando, que gobernaba la barra, la cocina y a todos los parroquianos. Cantaba los platos y las recomendaciones.
El restaurante tenía en una de las paredes una gran pizarra en la que apuntaban la carta y los platos del día. Todo a la vista, todo sencillo, con un punto de ingenio. La primera vez me dejé seducir por un steak tartar cortado a cuchillo, con patatas fritas. El punto de condimentos perfecto.
La regenta se manejaba con la agilidad de una prima donna milanesa. Debía llegar muy pronto a la mañana, por lo que a las cuatro de la tarde cerraban. Supongo que su línea de negocio se centraba en los desayunos, bocadillos de pan crujiente, embutidos recién cortados y oferta de bocadillos calientes, de los que gotean grasilla y empapan las servilletas. No les hacía falta cocinar los fines de semana.
Alguno de los taxistas se animaba el desayuno con una cerveza y, los más aguerridos, un copazo de coñac. Nunca me atreví a desayunar allí, me faltaban galones, aunque en mi deambular matutino iba vigilando a la parroquia.
A los pocos meses la matrona incorporó a su hija, el mismo tipo de maggiorata, rasgos comunes, a los que nos dejábamos caer por allí nos anunciaba que su hija y su novio se harían con el negocio en breve, que ella se retiraría a vivir a un pueblo de la costa.
La hija no tardó en asumir el mando, mantuvo los platos y los extras de entresemana. Seguían madrugando para atender a los taxistas, también a los mayoristas del mercado. Seguían sin necesidad de abrir por las noches y los festivos. La chica seguía al pie de la letra las indicaciones de la madre pero le faltaba el punto profesional, el que conseguía que platos comunes supieran distintos. Yo tenía cierta confianza en la chica y en el novio, en pocos meses conseguirían tener el golpe de muñeca necesario para abordar los platos. Sin embargo algo debió pasar. No llegaron a asentarse. El bar, que seguía sin nombre, cerró y nadie parecía echarlo de menos. Los taxistas buscaron nuevos refugios y durante más de un año las verjas estaban cerradas.
Hará cosa de dos años cogieron el restaurante una pareja joven, con trazas modernas. Le pusieron nombre al restaurante, el dinou, un cartel de diseño. La base de la carta era la misma, la pizarra también. El mismo sistema de platos habituales y alguna cosilla fuera de carta. La cocinera había tenido experiencia en algunos locales de éxito de Barcelona, conocía a los grandes popes de la cocina local, los que consiguen portadas en los diarios.
La vida en la hostelería es muy dura, muy pocos triunfan y el resto tiene que picar muchísima piedra, sin nada de brillo. La chica tenía una hija de 9 ó 10 años, buscaba una vida un poco más calmada, cocinar a su ritmo, trabajar el modelo de la alta gastronomía de barrio, platos de toda la vida con cierto encanto.
Yo me sentaba en la barra, pedía un plato, dos si estaba muy hambriento, una caña y una copa de vino tinto si la receta lo exigía. No era difícil pegar la hebra con la pareja, surgían enseguida temas comunes, recuerdos de sitios, comidas y platos especiales, recetas, proveedores, toques modernos para comidas de siempre. La chica hablaba de un gran proyecto de barrio, hablaba de éxito, de cenas para grupos de quince o veinte persona, de menús ajustados a los caprichos de la clientela.
Hace tres semanas vi que el Dinou había cerrado, ayer ya ponían un cartel anunciando que el local estaba en alquiler.
No resulta difícil adivinar porqué han fracasado, desde el inicio, desde que entré por primera vez me di cuenta de las razones de esa muerte anunciada, no hacía falta ser un genio, desde el arranque el restaurante no tenía menú del día. Mientras estuvo la señora de toda la vida el restaurante se mantuvo gracias a sus madrugones, a los miles de bocadillos y a los centenares de miles de cafés servidos a pie de calle. Los mediodías eran un regalo de aquella señora al barrio, un regalo relativo porque terminaban pagando 20 o 25 euros por comer a mediodía. Muy caro para un menú de diario, demasiado básico para una comida especial. En los días en los que el cuerpo te pedía darte una alegría siempre encontrabas una opción mejor, quizás un poco más cara con una carta más vistosa.
Quizá por eso no era un restaurante que frecuentara, me dejaba caer muy de vez en cuando, siempre solo. Me acomodaba en la barra, entraba con la idea de pedir un plato ordinario y, cuando me cantaban las especialidades del día, caía en la tentación de unos callos, o de una pasta con un picadillo gracioso, o un fricandó de salga gustosa, o el inevitable tartar que seguía cortándose a mano, o los huevos estrellados. También probé las croquetas de bocados sorprendentes, como la de sepia con su tinta. Incluso algún postre.
La cuestión era que nunca salías de allí sin haber pagado por lo menos 25 euros, algo que no resisten todos los bolsillos. Por eso fui buscando en el barrio otras opciones, probando alternativas, a veces más caras, otras más baratas, sin fidelidades.
Con los últimos gestores, con los que alcancé cierta confianza, me atreví a sugerirles que ajustaran un poco el menú, que propusieran tres primeros y tres segundos por 12 euros, copa de vino incluida, de ese modo podrían hacerse los dueños del barrio, porque es una zona de las llamadas altas, con gente que come fuera todos los días, algunas oficinas, tiendas, empresas y bancos encajados en un barrio residencial. También es verdad que cada vez se ve más tupper en la plaza, gente que aprovecha los bancos del parque para tomarse una ensalada o unas albóndigas frías.
El dinou empezó a morir cuando dejó de abrir a las seis y media de la mañana para servir desayunos. Cuando apostó por dar comidas a mediodía y las noches de los fines de semana. El local era pequeño para grupos, tristón para parejas, caro para comedores solitarios, incómodo para los matrimonios mayores del barrio, ruidoso para los que buscan un instante de paz, oscuro para los que quieren un instante de desconexión.
Caminaban por la cuerda floja, esperando que llegara ese golpe de fortuna de llamar la atención de un crítico gastronómico, conseguir una fotografía que les incluyera en la ruta foodie de la ciudad, algo casi imposible si no te dedicas a la cocina Cajum o a la sudvietnamita.
La pareja joven dejó de servir desayunos, no renunció a su ilusión de ofrecer platillos especiales, no caer en rutinas. La última vez que comí allí, hace tres meses, estaba solo, llegué a las dos y media y no había ninguna mesa ocupada, tampoco apareció nadie después. Tomé unos callos con garbanzos que tuve que domeñar con un par de copas de vino tinto.
Hubiera podido hacer más por aquel restaurante y aquellos chicos, podría haber organizado allí alguna comida con amigos, o haber encargado un menú especial para la familia. A toro pasado todo son reproches. Puede que no se tratara sino de un bar más, un restaurante de los del montón, de los que se sustituyen con facilidad. Puede ser.
Lo cierto es que en 12 años superaron la prueba de la tortilla de patatas, también la de las croquetas al borde de lo increíble, los huevos rotos quizás en exceso cuajados, el fricadó que pedía a voces una barra de pan, el tartar alegre y los callos con garbanzos que sellaban los labios con su caldo gelatinoso.
El cierre del dinou ha coincidido con un viaje relámpago a Bilbao, día de lluvia, vuelo de mañana, paseo por el museo de Bellas Artes, txirimiri, txangurro, txuletón y flan, a eso de las cuatro y media cumplir con mis obligaciones, entre ellas la de comprar dos txuletones para cenarlos en casa al día siguiente. A las nueve de la noche vuelo de regreso con la mochila cargada con algún libro más de arte, algún detalle comprado en la tienda del museo, las chuletas envasadas al vacío y cierta ingravidez.
En mi última visita al museo de Bellas Artes de Bilbao, fantástico y sorprendente, como siempre, he descubierto, mejor redescubierto, a una pintor olvidado, José Mª de Ucelay, un arquitecto e intelectual republicano, conservador, obligado a exiliarse en Londres, un hombre que en los años 20 y 30 del siglo pasado vivió el glamour de los salones de París, que alternó con Picasso y con Proust, que participó en tertulias, también los oropeles de pintar murales en edificios de diseño en Londres. Regresó del exilio a una España triste y grisácea, se tuvo que reinventar como retratista, regresar y vivir el ostracismo, bordear la ruina, correr el riesgo a quedar relegado a los sótanos de museos de provincias.
Ucelay, José María de
Hay en De Ucelay destellos de arte pop, rasgos de Hockney, composiciones postimpresionistas, juegos de colores y de gestos que luego hemos visto en Cesseppe y en Pérez Villalta. Lo único es que de Ucelay había aplicado estas técnicas, recursos y guiños veinte o treinta años antes de que lo hicieran los pintores reseñados. Poco a poco se van recuperando estos pintores que vivieron y trabajaron fuera de los grandes focos, artistas como mis cocineros de barrio. Deberíamos tener la paciencia de recuperarlos y de disfrutarlos, no por su memoria, sino por nuestro gozo. Es fácil embelesarse con Matisse, como lo era comer en el Bulli, pero esos bocados exquisitos pierden sentido si no puedes comer de vez en cuando en el Dinou, en cualquiera de los que se asemeje, o quedarse unos minutos frente a un gran cuadro de Ucelay.

Hubiera querido escribir una receta, en concreto una recreación de la ensaladilla rusa (una de mis obsesiones y frustraciones) pero están a punto de dar las diez de la noche, el cansancio aprieta y el recuerdo del Dinou de Castanyer corre el riesgo de diluirse. 

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