martes, 12 de octubre de 2021

Capítulo DLXXXVI. - Efectos colaterales del síndrome del nido vacío.

Uno de los efectos colaterales del “síndrome del nido vacío” está siendo el cambio en todo lo que afecta al tiempo, al paso de las horas. A principio pensaba que dispondría de más tiempo, sin embargo, he comprobado que lo que ha cambio es la distribución. No es verdad o, por lo menos en mi caso, no está siendo cierto, que disfrutaría de más tiempo libre al no tener que preparar desayunos, llevar niños al colegio u organizar la agenda para llegar a los partidos. Esos espacios desocupados han quedado cubiertos con otras tareas que, a la postre, no resultan tan gratificantes. Al tener que cocinar diariamente solo para dos he abandonado momentáneamente la vorágine de las grandes cazuelas de albóndigas, de los platos colmados de pasta y la necesidad de asar al menos dos pollos para que la tropa se quede saciada. Ahora la cocina es, en realidad, no cocina, a base de ensaladas, verdura rehogada y pescado a la plancha. He reducido sensiblemente la ingesta de hidratos. Sigo pensando en comer y en cocinar, pero el tiempo discurre a otro ritmo y, sorprendido, compruebo que hace más de un mes que no alimento tampoco al Diletante. Estas semanas las he pasado con la sensación paradójica de que me falta tiempo, resulta curioso porque los niños están fuera y debería ser al contrario. Puede que esté trabajando más, puede también que esté un poco más cansado, puede que de pronto la actividad en la cocina sea más rutinaria, puede que se agoten las ideas… Tantos “puedes” que puede que ninguno sea del todo cierto. Han sido días de sorpresas culinarias, descubrimos en Málaga un restaurante fabuloso, Kaleja, maestros en el manejo de fondos profundos para darle la vuelta completa a recetas tradicionales (probé una reinterpretación de las sopas de ajo que quitaba el sentido). En estos días extraños he preparado algún guiso destacable en casa. Hace un par de días preparé una carne en fricandó, incluso hice un falso tartar de tomates de los de chuparse los dedos. Pero creo que fue un estofado de conejo el que se llevó la palma del arranque de este otoño incierto. Un estofado con aceitunas. Compré un conejo entero, aunque sólo éramos dos para comer, me animé con la pieza entera porque el estofado por definición exige olla grande y mejora si pasa un par de días reposando. Trocearon el animal en la carnicería. Porciones no muy grandes para que se empaparan bien con la salsa. El día antes de guisarlo lo salpimenté generosamente, le puse un poco de tomillo, orégano, dos dientes de ajo y laurel. Lo sumergí en vino blanco (uva palomino) para que pasara la noche entera marinándose. La uva palomino combina bien con las aceitunas. A la mañana siguiente escurrí el conejo, reservé el vino para la cocción, y lo sofreí en una olla grande, con tres cucharadas de aceite. No me importó que se tostara un poco y que quedaran algunas briznas refritas en el fondo del cacharro. Mientras el conejo se atemperaba, piqué y rehogué dos cebollas hermosas, un par de zanahorias y una rama de apio. Dudé si añadirle algún tomate, pero al final pensé que era mejor utilizar verduras más neutras para que destacara el regusto al vino y las aceitunas. Retiré la carne y puse las verduras a fuego suave, con una pizca de sal y un golpe de pimienta. Mi primera intención fue hacer el guiso con aceituna gordal, pero al final me contenté con unas aceitunas sevillanas sin hueso que no quedaron mal. En el primer golpe de cocción añadí ocho o diez aceitunas para que fueran dándose sabor al sofrito. Cuando la cebolla estaba casi atontada añadí una cucharada mínima de harina que diluí en la grasa hasta que quedó tostada. Después fui incorporando poco a poco el vino en el que había macerado el conejo, removiendo lentamente para que espesara el asunto, quería que quedara una salsa con cuerpo que cobijara bien el conejo en su segunda cocción. Utilicé el equivalente a un vaso grande de vino (300 cc), antes había colado el líquido para que quedaran fuera los restos vegetales de la maceración. Incorporé otra vez a la cazuela las piezas de conejo a medio hacer, también el agüilla que había destilado durante el reposo. La cocina empezaba a oler bien. Fuego suave, rascando el fondo con un cucharón de madera para que nada quedara pegado. Dudé si ponerle una cucharada grande de mostaza, al final no me animé, quería que las aceitunas tomaran el mando del sabor, que no tuvieran que pelear con otros ingredientes más intensos. La mezcla no tardó en hervir de nuevo. Añadí agua poco a poco hasta que quedaron cubiertas las piezas de carne, sin dejar de mover para que la salsa no perdiera ligazón. Añadí un puñado generoso de aceitunas sin hueso (puede que 250 gramos cumplidos). Seguí dándole al cucharón con cuidado. Las primeras aceitunas, las que entraron en el baile junto a la cebolla, estaban casi deshechas, las nuevas tenían que aguantar enteras y dar al plato sus tonos verdes. Tapé la cazuela y dejé que durante media hora aquello hirviera tranquilamente. Quería que la carne quedara muy melosa. Meneaba de vez en cuando para que la salsa siguiera trabándose hasta convertirse en una crema muy suave. Apagué el fuego sin levantar la tapa y quedó reposando hasta la hora de comer. Un plato rico, de los que piden pan. El resto de la botella de vino cayó durante la comida y todavía sobraron un par de raciones para la semana. A la espera de poder solucionar mis peleas con el servidor, acompaño el plato con un bodegón de Joan Miró con conejo, arenque, botijo y gallo. The Table (Still Life with Rabbit), 1920 - Joan Miro https://www.wikiart.org/en/joan-miro/the-table-still-life-with-rabbit

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