lunes, 8 de noviembre de 2021

Capítulo DLXXVII.- Shephered's Pie.

Regresamos de Inglaterra hace unos días. Pasamos una semana larga divertida y distinta, recorriendo con los niños las regiones del norte británico, sin cruzar a Escocia para evitar tener que hacer pruebas complementarias de antígenos y riesgos de nuevas cuarentenas. Hicimos casi dos mil kilómetros, conduciendo casi siempre por la izquierda (hubo algún pequeño despiste, sobre todos en los aparcamientos, pero, en general, pasé la prueba con nota y con temple). Visitamos desde las playas cercanas a New Castle y Middleborough, más cercanas a la inspiración del Drácula británico que los empaladores de los Cárpatos, hasta Liverpool. Vimos el distrito de los lagos (postales de Beatrix Potters) y la campiña de Yorkside. Tuvimos bastante suerte, no llovió mucho y pudimos hacer muchas visitas incluso con sol. Paisaje sin apenas montañas, a lo sumo, pequeñas lomas verdes plagadas de ovejas gordas e inmóviles (no descarto que fueran de escayola). Pude ver por fin las abadías medievales abandonadas, hay docenas de ellas escondidas en los lugares más sorprendentes. Da cierta placidez ver conventos e iglesias en ruinas perfectamente integradas en el paisaje. Las ruinas inglesas no tienen el punto tristón de las ruinas españolas, llenas de basuras y de llanuras secas. Las ruinas inglesas tienen el punto elegante y decadente de todo lo inglés. Hubiera podido pasar horas paseando por jardines frondosos, columnas de piedra y estructuras derruidas con la precisión de un poeta romántico. También me sorprendió el Museo de escultura al aire libre de Yorkside (https://ysp.org.uk/). Una gozada poder caminar por los distintos terrenos, donde se combina la campiña más rural con los jardines de inspiración italiana. Mucho Henry Moore, algo de Plensa y también esculturas desenfadadas, como las de la exposición temporal de Joana Vasconcelos. Sólo por ver el parque de esculturas mereció la pena el viaje. Quedaron visitas por hacer (como la del Tate de Liverpool, donde había una exposición de Lucian Freud). Pudimos ir al cine, visitar mercados en busca de pescado y desesperarnos en las tiendas. Los ingleses comen bastante mal, si la pasión que dedican al arte y a la jardinería la centraran en los fogones podrían ser grandes cocineros, pero tienen a recocer y recalentar todos los alimentos, entristeciendo sus ya de por sí tristes verduras. Lo de freír pescado y patatas con grasa de vaca debería estar sancionado. Como los niños llevaban varias semanas en Inglaterra, el objetivo principal es que recuperaran por unos días la cocina casera. La cacharrería de los apartamentos alquilados no daba para muchas alegrías, aún y así, pude hacer algún caldo de pollo (no había fideos en el super y tuve que improvisar unos espaguetis cortados como pasta), tortillas de patata, merluza al horno con verdura y alguna cosilla más, pagando el aceite de oliva a precio de oro y desesperándome por encontrar algo de pescado sabroso y fresco más allá del insípido bacalao. Las visitas a restaurantes fueron de absoluta supervivencia, en medio de alguna excursión, decantándonos por los socorridos tailandeses, italianos trasnochados y alguna hamburguesa que tenía un pase. Sólo la última noche, en un hotel rural, cenamos con cierta gracia y con un buen vino italiano que no nos llevó a la ruina. Puede que entre el vino y el whisky de los Lagos (fantástico), la comida ganara en presencia, en sabor y en encanto. Pedí un Shephers Pie, un pastel de cordero. Un guiso de cordero con verduras, cubierto de puré y gratinado. El cordero inglés suele ser más recio que el hispano, entre otras cosas porque no tienen el hábito de comer cordero lechal y abusan del cordero recio y lanudo que deja un sabor a lana recién trasquilada. Todos los países y culturas tienen sus estofados de carne. En Europa el estofado de buey al borgoña, el ragú italiano o la caldetera española son variedades de una misma necesidad, la de someter a bueyes, vacas, terneros, cerdos o corderos a largas cocciones para amansarlos. Mi pastel de cordero (pastel del pastor) me supo a gloria, puede que porque la carne del cordero la habían picado, tomates, cebollas, zanahorias y demás verduras habían hervido con la paz de un pequeño pueblo en mitad de ninguna parte. El puré de patatas era casero, la salsa que ligaba los bocados de carne era melosa y espesa. La capa superior del plato había gratinado hasta disponer de todos los tonos tostados de una cazuela dejada en el horno. Nada más regresar a casa, después de casi dos semanas circulando por la izquierda, no tardé en reproducir el pastel del pastor, introduciendo algunos ajustes propios de la cocina española y francesa. El cordero lo compré en la carnicería de confianza de debajo de mi casa. No quisieron picarme la pierna que conseguí, pero al menos me la deshuesaron. El sofrito de verduras lo hice con aceite de oliva. Entre el cordero lechal ibérico y el aceite de oliva, el primer golpe del sofrito ganó en suavidad. Corté las piezas en trozos no muy grandes, del tamaño de un dedo, salpimenté con generosidad y les di un primer golpe de calor antes de rehogar las verduras. La pierna de cordero pesaba 1.300 gramos, creo que era poco más de 700 gramos aprovechables de carne. Mi sofrito lo construí sobre una docena de chalotas, una cebolla roja y una veintena de pequeñas cebollitas del tamaño de un huevo de codorniz. Piqué dos zanahorias, una rama de apio resplandeciente y 250 gramos de tomates de pera de los pequeños, una bandeja de tomatitos alargados de distintas tonalidades. Pimienta de Jamaica molida, romero y tomillo, un diente de ajo y una hoja de laurel para el sofrito fuera tomando cuerpo con la grasa que había dejado el cordero y el lento bullir de las verduras. Cuando llevaba media hora cumplida de cocción, incorporé otra vez el cordero y la salsa que había supurado. Dejé que el cordero tomara temperatura, que empezara a entenderse con las verduras durante 15 minutos largos. No hacía falta agua, el fuego contenido hacía que todo sudara sin líquidos añadidos. Subí el fuego, abrí una botella de vino con cuerpo de León, un tinto de uva Mencía que tiñó todo de bermellón. Aproveché la circunstancia para ponerme una copa de compañía. Casi puse media botella (350 cc), dejé el fuego alegre hasta que volvieron las burbujitas, luego volví a bajar la llama para que no se precipitaran las cosas. De vez en cuando le daba un meneo a la cazuela. La carne del cordero empezaba a formar hebras, a deshacerse. Cubrí con un caldo ligero de pollo ya desgrasado y dejé que se mantuviera el guiso a las puertas del hervor, evaporando poco a poco el exceso de líquido y formando una salsilla espesa y rojiza. Seguí tomando mi copa de vino y me dispuse a preparar un puré de patatas a la francesa, con mucha mantequilla y un litro de leche que infusioné con las peladuras de dos kilos de patatas rojas que dieron una pulpa muy arenosa, capaz de absorber 200 gramos de mantequilla italiana. Como herví las patatas sin la piel (que fue infusionando en leche templada durante 20 minutos), tuve que ponerla a secar 10 minutos en el horno a 100 grados, para reducir al máximo la presencia del agua. Puse en un gran bol la pastilla de mantequilla cortada en daditos, una pizca mínima de aceite de oliva, las patatas, sal, pimienta de Jamaica y un golpe de nuez moscada. Con la ayuda de un chafapatatas fui haciendo el puré, añadiendo poco a poco la leche templada y dejando que la patata fuera pidiendo la leche y conformando un puré espeso y cremoso (al final no añadí las dos yemas de huevo que recomendaban los recetarios ingleses). Tengo puré de patatas para varios días. Engrasé un recipiente de paredes altas, resistente al horno, puse una capa generosa del estofado de cordero, sin abusar de la salsa, quería que el pastel tuviera algo de cuerpo, que no se desparramara. Cubrí el molde con abundante puré de patatas, extendido hasta formar una capa de un dedo recio de grosor y metí el cacharro en el horno durante 20 minutos, el tiempo necesario para que se tostara ligeramente el puré, sobre todo en las orillas. El Sheperd’s pie fue directamente a la mesa, donde los invitados habían superado ya el reto de una sopa de cebolla y una pizca de paté de campaña. Tengo pastel y puré para comer durante la semana. Hubiera acompañado el plato de hoy con cualquiera de las esculturas del Yorside Park, pero en el último momento he descubierto el cuadro de un mercado de Palermo pintado por Renato Gattuso, un pintor modernista italiano carnal y desmesurado, como mi guiso de hoy (https://es.wikipedia.org/wiki/Renato_Guttuso). El cuadro, como últimamente, en el Instagram del Diletante en la cocina (#undiletanteenlacocina).

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