lunes, 2 de septiembre de 2024

Capítulo DCIX.- Caminar por los límites del sabor en los mares del sur.

Uno de septiembre. Esta fecha normalmente ha funcionado como límite o frontera para fijar el fin del verano oficial, aunque cada vez menos. Quedan ya muy lejos los tiempos en los que las vacaciones escolares empezaban el 21/24 de junio y terminaban el 15 de septiembre, y las vacaciones oficiales abarcaban todo agosto, un mes en el que se cerraba a cal y canto el país, salvo establecimientos de hostelería. Esa vacación de un mes completo se ha ido diluyendo hasta el punto de que todos administramos nuestro tiempo de ocio por días o, en el mejor de los casos, por semanas. Veranear un mes completo es ya una excepción. Sin embargo, la fecha del 1 de septiembre, como la del 1 de agosto, tienen ese significado simbólico, esa puerta de entrada o de salida a unos días en los que la realidad se ralentiza o, por lo menos, queda matizada por el calor, las tormentas y los tópicos estivales. Mis vacaciones no empezaron, ni mucho menos, el 1 de agosto, del mismo modo que no terminan hoy. Pese a todo tuve la suerte de contar con tres semanas en las que, sin desconectar, pude cruzar varias fronteras, tanto físicas como mentales. Creo que me encuentro más cómodo cuando utilizo el término inglés, “Border”, y no el castellano, “frontera”. Porque quiero hablar de mi experiencia de caminar por el límite, por el filo, de la cocina, no de otros filos mucho más peligrosos. Para comprender mi atracción/repulsión por los límites, por los precipicios, tal vez sería útil saber que desde muy niño he tenido vértigo, un vértigo atroz, que he intentado e intento educar para que no me domine. Ese vértigo termina teniendo algo de atractivo. Entre las experiencias más estimulantes de mi vida reciente se encuentra un largo paseo alrededor del Gran Cañón, en Colorado, hace dos años, una caminata en la que no siempre había una barandilla como referencia. Caminar por el filo del Gran Cañón produce una sensación de tremenda paz, también de tremenda inquietud, ya que los límites del suelo y el cielo se desdibujan, cuando ves que a tus pies, a una distancia de cientos de metros, discurre una realidad de surcos y senderos que se corresponden con el suelo real y que, en realidad, por donde yo caminaba era una especie de antesala del cielo en el que algunas nubes quedaban por debajo de mis pasos. Este verano esa misma sensación de transitar por el precipicio la he tenido varias veces y, con sorpresa, me ha serenado seguir caminando. Al principio de mis días de descanso, en Kuala Lumpur, subimos a las Torres Petronas y durante casi una hora pudimos caminar por la pasarela que separa los dos edificios, además de detenernos en los miradores del que en su día fue el edificio más alto del mundo (ahora es el Burj Khalifa, e incluso en la propia Kuala Lumpur están a punto de inaugurar un edificio más alto que el de las Petronas). En Singapur, donde también paramos, pudimos ver anochecer desde el mirador del Marina Sands Bay. En este viaje por la parte más a sur de Asia (los soñados Mares del Sur de Montalbán), los límites son apasionantes, también los contrastes en los que de modo permanente es inevitable jugar al “tan lejos/tan cerca”. Una de los aspectos más divertidos de la globalización es el poder pasear a 13.000 kilómetros de casa para ver paisajes cotidianos, más allá de la permanente presencia de Zara en cualquier gran superficie. Los límites de diluyen y los teléfonos móviles, aparatos malditos/venditos, permiten una conexión permanente con la realidad de la que pretendía huir. Puede que haya estado más próximo a mis precipicios mientras paseaba por una playa perdida de la costa Pacífica que ahora, una vez he regresado a casa. Pero los precipicios, los límites a los que me refiero como diletante, no son los profesionales, sino los gastronómicos, ya que esa es la única finalidad de mis escritos aquí, la de explicar el tránsito por las fronteras del sabor para haber podido disfrutar de una revolución del paladar que sólo se comprende cuando se pasan muchos días fuera de casa. En estos 21 días hubo sabores absolutamente memorables, la experiencia, ya vivida hace 8 años en Tailandia, de la comida callejera. El esfuerzo de superar la prevención de los pequeños puestos callejeros en los que las reglas de higiene son, en apariencia, ajenas a las nuestras (aunque he de decir que no he tenido ninguna complicación gástrica en mis incursiones en Malasia y Singapur). Aunque la presencia de sabores orientales en el mundo occidental está por completo incorporada a la alta y a la baja gastronomía, sólo cuando se come en las calles de una de las grandes ciudades de oriente se disfruta de esas transgresiones gustativas para un simple paladar occidental como el mío. Imagino que la influencia de este viaje dará lugar a nuevos capítulos como diletante, sobre todo si soy capaz de incorporar, sin estridencias, alguna de las experiencias vividas. Tuve la oportunidad de probar platos en alguna de las estrellas Michelín malayas (menos petulantes que las nuestras), compaginar comida callejera, mercados, puestos y algún que otro local convencional. La cocina de los chinos que se establecieron en Malasia (la cocina Nyo Nya) fue una gozada, incluso compré un recetario de cocina de la isla de Penang. En ese paseo por el filo del sabor, quiero compartir hoy la experiencia de un restaurante callejero en George Town, un lugar alejado de los focos turísticos, una gran nave con decenas de puestos principalmente destinados a platos de pescado. Había llovido toda la tarde y parte de la noche, lluvia muchas veces violenta, imposible de dominar con un simple paraguas. Una lluvia que no mitiga el calor y mucho menos la humedad. Fuimos caminando desde nuestro apartamento, un paseo de apenas 500 metros para llegar a aquella feria de sabor con docenas de mesas dispersas entre pequeños obradores de cocina. Nos acomodamos en una mesa grande, frente a varias peceras en las que peleaban pescados para nosotros ajenos. Me acerqué a uno de esos contenedores de cristal para elegir el que sería nuestro plato principal. Elegí un red snapper de casi kilo y medio (un pargo rojo), que se peleaba con otros pares en un minúsculo espacio de agua salada. Ninguno de los camareros era capaz de superar el inglés más rudimentario y la carta era un jeroglífico indescifrable. La única tranquilidad era que el pesado sería absolutamente fresco. La esperanza de que fuera debidamente eviscerado y la incertidumbre de saber qué plato llegaría a nuestra mesa cocinado. Juraría que pedí el pesado simplemente hervido, sin salsa alguna, pero mi sorpresa fue que nuestro pargo rojo llegó tras haber sido sumergido de modo violento en aceite hirviendo, un aceite que no transmitía al pescado ningún sabor adicional, por lo que imagino que sería de girasol, de cacahuete, incluso de palma (no me he atrevido a indagar en los aceites de las frituras orientales). La cuestión es que ese bautismo violento en aceite hirviendo le da una textura especial a una pieza terciada de pescado, hace que la piel quede crujiente, como una corteza de cerdo, y la carne ligeramente gomosa y compacta. El pargo no debió estar inmerso en el aceite incandescente más allá de 5 minutos, lo justo para que se dorara y tostara la piel. Llegó a la mesa sobre un pequeño lago de salsa agridulce, la que normalmente identificamos con los platillos de cerdo de nuestros chinos de barrio, pero la sorpresa es que esa salsa agridulce teniendo todas las características de lo que ya conocía, sin embargo, contaba con todos los matices de un platillo exquisito, un ejemplo de equilibrio en ese tránsito por el abismo. Mis hijos, que normalmente huyen de salsas estridentes, se lanzaron a aquellos nuevos sabores con mayor sorpresa que la mía. Ni qué decir tiene que nadie fue capaz de explicarme los ingredientes de aquella salsa. En el recetario de comida de Penang que compré hay varias recetas de salsas que podrían aproximarse por color y textura a la salsa agridulce, pero no he tenido tiempo de ensayar ninguna de ellas. He buscado en internet, incluso en páginas reputadas, pero las recetas a las que llego son excesivamente simples, un trampantojo de sabor a base de azúcar, maicena, zumo de naranja y salsa de tomate o incluso kétchup, que justificaría junto a la naranja ese color tan llamativo de la salsa, el toque que la convierte casi en un tinte. Haciendo un ejercicio de memoria gustativa, creo que la salsa en la que descansaba mi red sinnaper llevaba salsa de soja, zumo de naranja, puede que salsa Hoisin ( allí los restaurantes no tienen problema alguno en utilizar precocinados industriales). Azúcar de caña (o puede que melaza), vinagre de arroz, jengibre rallado y algún líquido gutiminoso, que aquí sustituimos por maicena y que no deja de ser un gutamato, puede que industrial). El secreto no está en los ingredientes, sino en las proporciones. En la salsa navegaban también trozos de cebolla cruda, de col china, de rodajas de zanahoria y alguna otra verdura leñosa, de sabor agradable. El secreto es que las verduras no se rehogan en la salsa, sino que se integran crujientes. Ruego a quien me pueda leer y ayudar que me facilite la receta base de la verdadera salsa agridulce, para no tener que comprar sucedáneos en las tiendas orientales de alimentación. Cruzadas fronteras y límites físicos, también mentales, llega el día dos de septiembre, vuelta a la normalidad, a mi nueva normalidad, después de haber caminado por selvas tupidas, por ciudades de rascacielos infinitos, por manglares con cocodrilos, también con luciérnagas increíbles, de haber nadado con verdaderos tiburones, que hacen que ya no le tenga miedo a los de mentira, de haber visto como tortugas centenarias caminaban por fondos marinos muy cercanos a las playas, dejándose acariciar por los niños; he visto majestuosas mantas rayas de punzón venenoso y me he revolcado por arenales finos formados por millones de corales en descomposición secular. Toca ahora volver a caminar por el abismo, dominar los miedos, sonreír a aquel con quien me cruce y pisar seguro, para no despeñarme. Todavía me quedan muchos sabores por desentrañar y por volver a pensar en la melancólica tranquilidad de los mares del sur. Mi contacto con la pintura estas semanas han sido los murales callejeros de Ipoh, George Town y Singapur, un juego divertido el de ir persiguiendo todas y cada una de esas muestras de color. La imagen, como siempre, en el Instagram del Diletante #undiletanteenlacocina.

2 comentarios:

  1. https://www.google.com/gasearch?q=salsa%20agridulce%20de%20george%20town&source=sh/x/gs/m2/5#fpstate=ive&vld=cid:0cca4b84,vid:dnjUWfH28jQ,st:0


    Vacaciones maravillosas Diletante.
    Respira hondo.
    LSC

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  2. Conexión GalaicoMexicana2 de septiembre de 2024, 8:43

    Esta misma semana le pedimos a nuestra amiga china que nos desvele el secreto de su salsa agridulce…a ver qué cuenta y te lo trasladamos. Buenísimo post, hemos viajado con vosotros virtualmente con singular soltura, hasta parecía que veíamos las luces nocturnas! Aerosmith y su Living on the edge podrían sonar de fondo 🧐. Abrazo grande

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