miércoles, 23 de octubre de 2024

Capítulo DCX.- Simpatia/empatía por el diablo.

Suenan unos bongos lejanos, cuatro segundos, ritmo acompasado. Enseguida entrar unas tumbaderas más cercanas que sustituyen a los bombos. Parece que se acercara un ser maligno. Tres aullidos y unos mugidos muy suaves. Sonidos guturales que en un instante te seducen. La voz de Mick Jagger es sedosa, un punto inquietante, pero atractiva, un punto burlona. «Por favor, permítanme presentarme. Soy un hombre poderoso y con buen gusto». El relato es en primera persona, parece que quisiera contar una historia inofensiva, la de un embaucador. La canción está llena de onomatopeyas, gritos agudos y un ritmo sujeto sobre bombos, piano y un riff eléctrico que se repite machaconamente. El nombre del protagonista de la canción no se pronuncia una sola vez, sin embargo, en un instante se reconoce al personaje, el Diablo, la canción Sympathy for the Devil. Creo que en más de una ocasión he comentado que hay canciones que me acompañan durante un largo período de tiempo, canciones que identifican un tiempo o un espacio concreto, que necesitas oír machaconamente, casi una adicción. Hay muchas canciones de los Stones que han tenido durante casi sesenta años esa virtud. En los últimos meses la simpatía de Jagger/Richards me da cierto confort. Sustituto simpatía por empatía, palabra de moda, y empiezo muchas jornadas. Hace años que le tengo cariño a esta canción y a su personaje. Sería fantástico poder entrar a un acto público, a un acto solemne, al ritmo de los bongos, las tumbaderas y los desgarros guitarreros que dan cobertura a la voz punzante y envolvente del anciano Mick. Creo que con el paso de los años la voz del viejo Mick ha ganado en texturas. Una canción puede servir para encarar un día difícil. También para cocinar. ¿Qué receta prepararía a Satán si aceptara que la invitara a cenar a mi casa? A mi nueva casa, una morada provisional en la que seguramente sonarán los Stones las tardes y noches que pase allí. Creo que no tendría duda en preparar una receta absolutamente desconcertante, capaz de seducir a alguien que lleva muchos años merodeando y ha robado el alma y la fe a muchas personas ('ve been around for a long, long year Stole many a man's soul and faith). Tomaría como punto de partida el recuerdo que me queda de un grandioso plato que he probado este año. Un curry llamado Captain que tomamos en un restaurante mágico de Penang, Malasia. El nombre del restaurante Aunty Gaik Lean’s, una estrella Michelin, un precio más que asequible, incluso para ir con niños. Tomaría como punto de partida la receta del curry Capitán, pero no haría un pollo al curry, el diablo merece algo más sofisticado. Mientras cocino, varias horas, sonaría en bucle la canción de la Simpatía/empatía, en sus diferentes versiones, incluida una que fusiona ritmos latinos. Una aberración deliciosa la de escuchar a los Stones cantados por un combo latino lleno de percusión. Primer paso de la receta. Busco la olla más grande de la cocina, pongo un chorro mínimo de aceite, enciendo el fuego, corto un tomate pequeño de pera en dos y cuando se atempera el aceite, cuando empieza a chisporrotear el tomate, introduzco un pollo entero, limpio de tripas y vísceras, para que no amargue. Previamente lo he salado, he añadido pimienta blanca, comino cúrcuma en polvo. Mientras se tuesta la piel del pollo pelo un par de zanahorias, una rama de apio, corto en dos una cebolla, sin pelar, y un par de puerros. Todo va a la cazuela. Utilizo un cucharón de madera para girar la pieza, quiero que se tueste toda la piel, que empiece a sudar. Quiero hacer un caldo, en vez de agua utilizo agua de coco, casi cuatro litros. Antes de añadir el líquido bajo el fuego al mínimo, no quiero que se arrebate. No hay prisa para que se haga el caldo base de mi plato. Saco una sartén grande, la más grande. Necesito un aceite neutro, no muy invasivo. Aceite de girasol irá bien. Empieza el ritual del curry. Enciendo un segundo fogón para la sartén. Muy poco aceite. He de tostar las especias: Una cucharadita de semillas de comino, otra de cúrcuma, medio tallo de canela, tres semillas de cardamomo, una estrella de anís, dos clavos, unas hojas frescas de curry (si no se consiguen las hojas, sirve un curry en polvo que no sea muy picante). Primero pico una cebolla hermosa, dos zanahorias y una rama de apio. Mezclo las verduras con las especias. Subo moderadamente el fuego. Dejo que la cebolla se atonte antes de añadir un concentrado de tomate (tres cucharadas soperas), las mezclo bien. Añado una pizca de sal parera que la mezcla rezume bien los líquidos. Rallo una raíz de jengibre, soy generoso. Rallo también la corteza de una lima pequeña (el curry que recuerdo de aquel restaurante tenía un buen balance de acidez y picante). La receta incorpora unas nueces exóticas que sustituyo por 75 gramos de nueces de macadamia picadas. Mezclo bien. Podría añadir un chile o una guindilla, pero he de andar con ojo. Exprimo a mano media lima. No quiero que la base sea muy picante, tampoco muy acida, podría aburrir a mi invitado. Cuando parece que el sofrito se empieza a pegar, incorporo 250 centímetros cúbicos de leche de coco. Rebaño el bote poniendo un poco del caldo que va cociendo, así que incorporo en total medio litro de líquido. La salsa queda bien ligada, espesa, rojiza. El pollo que está cociendo en la cazuela necesita unos 45 minutos para quedar hecho (el tiempo final dependerá del peso. Yo normalmente compro pollos de poco más de kilo y medio de peso, pollos de piel amarilla, que si se cuecen una hora se deshacen). Recupero el pollo del caldo y lo sumerjo en la pasta de curry de la sartén. Añado caldo al curry hasta el límite de la capacidad del recipiente. Dejo el fuego al mínimo posible y lo tapo para que termine la cocción, no necesitará más de 15 minutos, con pequeños toques de muñeca para que la salsa ligue y termine de espesar. Mientras se termina de cocinar preparo arroz blanco, arroz basmati, aromatizado con hojas frescas de lima, o briznas de lemongrass. Mi pollo al curry capitán con el arroz blanco servirá para que coman mis hijos. Lo que me importa es que queden sobras. Ese tupper en el que guardaré los restos del pollo, las tajadas filamentosas que se separan de los huesos del ave, los restos minúsculos de verdura. Tengo el caldo de pollo con agua de coco reservado, lo mezclo con los restos de mi curry capitán. Pongo todo en una cacerola para que hierva y reduzca. Estoy en un punto en el que la cocina es un caos de cacharros y de olores. No creo que moleste a mi invitado, que todavía no ha llegado. Busco una nueva olla, también holgada. Enciendo el fuego al mínimo, saco de la nevera una pastilla de mantequilla, 200 gramos de mantequilla serán suficientes. Suelo añadir un golpe mínimo de aceite de oliva. Muelo un poco de pimienta negra y una pizca de comino. Mientras se deshace la mantequilla pico con la precisión de un relojero un par de cebollas dulces (mi vida culinaria no tendría sentido sin las cebollas) y una zanahoria. Conviene un picado minucioso. Rehogo la verdura en la mantequilla hasta que los trozos de cebolla son casi transparentes. Abro uno de los armarios buscando un paquete de arroz carneroli. Seremos pocos comensales, un paquete de medio quilo será suficiente. Habrá aperitivos fríos previos, puede que algo de jamón del mejor, unos espárragos del más grueso de los calibres con una mayonesa de aires franco/japoneses y almendras tostadas. Incorporo el paquete de arroz al sofrito de cebolla y zanahoria. Remuevo pacientemente para que los granos tomen brillo. Sé que el diablo será puntual, así que quince minutos antes de la hora empiezo con el ritual del risotto. La mesa está preparada, el vino refrescando y los aperitivos en el centro. Poco a poco voy incorporando el caldo caliente con los restos de mi curry capitán al arroz. Cazo a cazo, moviendo con tranquilidad, de modo constante. Parte de la mantecosidad del risotto se consigue con ese ritmo cadencioso que hace que el arroz suelte su almidón, para que ligue con la grasa y con el caldo. Cuando el arroz queda al borde de estar seco añado un par de cazos más y así voy tranquilamente removiendo, notando que el guiso toma la textura cremosa. La cocina huele a curry, a caldo de pollo. Con la punta del cucharón pruebo el punto, descubro que el caldo va espesando y que, si me detengo un instante a pensar/soñar, conseguiría identificar todas las especias utilizadas, ninguna domina al resto. Si han de robarme el alma, si he de perder la fe, que sea con el mejor de los platos sobre la mesa, el más sorprendente. He elegido un buen vino, uva petit verdot, cultivada en una finca agreste de los montes de Toledo. Mi invitado anuncia su llegada. Apago el fuego y, mientras sube las escaleras, rallo apresuradamente 150 gramos de un queso Idiazabal muy cuidado (el resto de la pieza quedará en la mesa, por si los invitados quieren más queso rallado o si prefieren unos tacos para acompañar los últimos tragos de vino). Conviene que el queso se integre bien en el caldo, para que termine de ganar cuerpo y al recoger cada cucharada deje un filamento mínimo que ligue el alma del guiso con el alma del plato. He puesto una vajilla de color rojo, clásica, con motivos campestres. En cada bocado que damos se deslizan los matices de los ingredientes. Los invitados están desconcertados con mi risotto al curry del Capitán. Antes de que entraran en mi casa el diablo y su mínima comitiva he cambiado de música y he optado por una sonatas para piano de Schubert, volumen muy tenue, no sé si Satán disfruta con Schubert. Horas antes de la comida, cuando había decidido el guiso principal, había preparado una minuta. Acompañada, con una imagen de fondo, la de las pinturas que decoraban el comedor principal del restaurante de Aunti Kaik Lean’s en Penang. Un lugar muy recomendable.

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