domingo, 19 de enero de 2025
Capítulo DCXII.- Chejoviana.
Suelen decir que Antón Chejov es uno de los grandes escritores de la literatura moderna, especialmente por su precisión en los relatos cortos; cada pieza, cada palabra de sus cuentos tiene un sentido. Algo parecido dicen de la obsesión de Gustave Flaubert, capaz de dedicar horas a una sola frase.
Me gusta regresar a Flaubert con cierta frecuencia, pero a Chejov lo aparqué en la adolescencia (queda apuntado como tarea pendiente).
Dicen de Chejov que, si aparece la cabeza de un clavo asomando en una pared en los primeros párrafos de una de sus historias, uno de los protagonistas terminará ahorcándose en él al final del relato. Del mismo modo, indican que lo que se reseña, aunque sea de modo leve, es una pistola guardada en un cajón, alguien terminará disparándola. Como hace muchos años que no leo a Chejov, no puedo contrastar esta información, aunque he leído algún blog de literatura que hace mención al “clavo de Chejov”.
Mi recuerdo de las minucias de don Antón tiene que ver con mis obsesiones por la gastronomía. Estas navidades descubrí con alegría que Netflix había actualizado su serie Chef Table, unos documentales de 45/50 minutos dedicados a un cocinero de éxito. La serie es un ejemplo de buen relato donde cada protagonista tiene una historia que contar, las recetas son algo accesorio.
Disfruté especialmente con el capítulo dedicado a Peppe Guida, un cocinero afincado en la Costa de Amalfi, especializado en pasta. En las primeras escenas del episodio Guida pasea por un huerto con su hija, caminan tranquilamente entre limoneros, él toma un gran limón de los de Sorrento, lo maneja durante unos segundos entre los dedos, saca una navaja y hace una pequeña incisión en la corteza, un triángulo, una cata para sacar una pequeña pirámide de pulpa y corteza. Se lo da a probar a su hija y le comenta que los limones amalfitanos son más dulces que los de batalla.
Esa escena inicial funciona como el clavo de Chejov, pues al cabo de un rato aparece uno de los platos estrella de su recetario, los bucatini con agua de limón y queso provolone del Mónaco.
Guida afirma en algún pasaje del documental que el cocinero debe aprender a hacer platos sencillos, con tres o cuatro ingredientes que definan el guiso, nada más. Propone un simple plato de pasta que lleva esencia de limón (agua de limón), el provolone, un polvo hecho a base de las hojas secas del limonero y la pasta. Nada más (la receta viene en https://www.firstonline.info/es/la-ricetta-di-peppe-guida-spaghettini-allacqua-di-limone-e-provolone-del-monaco/?usqp=mq331AQIUAKwASCAAgM%2F, pero merece la pena ver como la prepara en el documental, aunque no ofrezca las medidas).
Clavado con las artes de Guida, empecé a darle vueltas a las posibilidades de éxito de la receta, si se trasladaba a los ingredientes y opciones al alcance de una cocina doméstica, en la que tengo complicado lo de contar con limones y hojas de limonero de los huertos de la costa Amalfitana.
Quien haya seguido mínimamente este blog (no son necesarios ejercicios absolutos de fidelidad, ni mucho menos), sabrá que me gusta especialmente la comida italiana (no pretendo ser original), sin embargo hay algo de la cocina y de los divulgadores italiano que me carga, es esa defensa radical, casi absurda, de que los productos italianos son infinitamente mejores a cualquiera otros, tal vez por eso es más fácil encontrar en un supermercado una mala burrata o una mala mozzarella que un buen queso manchego. Para evitar ese fanatismo de los productos italianos, estoy empezando a buscar y a encontrar alternativas españolas a muchos de esos productos, alternativas que funcionan igual o mejor, sin que deban rasgarse las vestiduras mis amigos italianos.
Pese a todo, como tenía inseguridades y me faltaban algunos ingredientes, hice la receta de Guida con red, algo que hubiera admitido Chejov, siempre previsor.
Empecemos por los limones: Hace muchos años hice una receta italiana con base de limones (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/05/capix-domingo-por-la-tarde-y-una-receta.html), los que utilicé no eran amalfitanos, sino de Vallirana. Ahora no tengo a manos limones de Vallirana, por lo que he tenido que trabajar con limones corrientes.
Debo advertir que los limones que se venden en las fruterías normalmente van protegidos por una capa de cera natural que evita que pierdan agua rápido y se seque, por eso cuando se utiliza ralladura de limón hay que deshacerse previamente de esa capa de cera (se sumergen los limones unos segundos en agua caliente y se pasa un trapo seco para que se desprenda la película de cera).
He de decir que lo limones amalfitanos son de una calidad excepcional, aunque a nadie debería volverle loco la calidad de un limón, hay recetas que pueden sobrevivir sin Sorrento.
Elegí tres limones normales, pero relucientes, les quité la capa de cera con delicadeza, y, ayudándome de un pelador de zanahorias, fui sacando largas tiras de cáscara de limón. Puse las cáscaras en remojo en un bol con agua fresca. Un litro de agua, las cáscaras sin albedo, para que no amarguen. La mezcla debe reposar entre 18 y 24 horas al fresco.
Era escéptico con ese primer paso. El jueves por la tarde dejé el agua infusionando con las cortezas. Mi sorpresa fue que el viernes a mediodía el agua no sólo desprendía un sabroso aroma a limón, sino que además estaba de un amarillo brillante.
Quité las cáscaras y pasé el litro de agua a un cazo para que empezara a hervir, con una pizca de sal.
Respecto de las hojas de limón tenía que enfrentarme a un problema. Como no contaba con limoneros a mano, no podía buscar 20 hojas lustrosas de limonero. Me acordé del excelente postre murciano, el paparajote, y el buen gusto que suelen dar las hojas de limón en los guisos, como alternativa al laurel. Guida ponía las hojas de limonero en un horno a 60º grados durante 24 horas y, cuando quedaban secas, las molía hasta conseguir un polvillo verde intenso y luminoso.
No estaba en mi mano ese recurso. Pensé en lemon gras seco (lo venden en la tienda de especias del barrio) y lo pasé por el thermomix hasta conseguir un polvillo menos lustroso que el de Guida. No hay que preocuparse, es para adornar.
Marcado por mis inseguridades y apremiado porque debía dar de comer a mis hijos, no me la jugué a los 4 ingredientes puros, corría el riesgo de que mis hijos regaran con tomate frito industrial el plato de pasta. Así que bajé a comprar unas pechuguitas de codorniz (las venden en el super de al lado de casa). Docena y media de pechuguitas de codorniz deshuesadas. Las salpimenté, espolvoreé un poco de comino y las adobé en un bol con el zumo de un limón. No hay que dejar que maceren mucho tiempo, no quería que el zumo de limón apagara los delicados aceites cítricos de las cortezas.
Puse una sartén grande a fuego muy bajo, añadí un chorrito de aceite, una cucharada de mantequilla y, cuando empezó a chisporrotear la mantequilla, doré las pechugas de codorniz por la parte de la piel, hasta que quedó dorada.
Tostada la piel de las pechugas, como son muy pequeñas quedaron casi hechas, las devolví a su bol para que reposaran y se asentaran.
En la grasilla que quedó en la sartén doré también media cebolla y una zanahoria (cortadas en juliana fina). De nuevo el anatema de incorporar más ingredientes para ganar en seguridad.
El agua alimonada rompió a hervir. Puse los rigattonis 12 minutos, para que quedaran al dente (estoy acostumbrándome a hervir la pasta en poca agua para concentrar el gluten, sobre todo cuando parte del agua del hervor la uso para espesar las salsas).
Antes de escurrir la pasta, añadí dos cazos del agua al sofrito, removí con cariño para conseguir que ligara la base, que espesara un poco.
Incorporé los rigattonis al sofrito, volví a menearlo todo para que la pasta se quedara brillante y mínimamente cremosa. Apagué el fuego y, a continuación, incorporé 200 gramos de queso rallado. No tenía provolone del Mónaco, pero la dependienta del super me dijo que tenían en oferta un queso de oveja trufado, español, que no tenía nada que envidiar al pecorino, al contrario, era tres veces más barato.
El queso rallado terminó de ligar la salsa, hacerla más espesa. Me entró el pánico de que el toque de la trufa apagara el cítrico, pero no tenía remedio. Coloqué sobre la pasta las pechuguitas de codorniz (el plato podría hacerse con conejo, incluso con pollo troceado). Volví a darle un meneo a la sartén, espolvoreé con absoluta prudencia un poco de polvo del lemon gras (pensando después, podría haber rallado un poco de corteza de limón, sin mayor problema) y llevé la cazuela a la mesa, sin revelar a los comensales los ingredientes del plato.
Viernes, a las tres de la tarde, mis hijos devoraban sin mucho criterio, la pasta les encantó y les exigí que fueran sacando los ingredientes a partir de los sabores. Costó que descubrieran el limón. Yo sí que podía apreciar el toque aceitoso y cítrico de las cáscaras infusionadas. El plato gustó, todos repitieron, incluso quedó un resto que he puesto de tapa de entrada a la comida de hoy.
El buen sabor de boca de la receta de Guida, la maestría de la serie Chef Table en su narración y la evocación del Chejov hicieron el resto.
Dado que mi cultura de diletante me lleva a utilizar referencias no siempre contrastadas, caigo en la tentación de acudir a una última referencia cruzada, la de Fernán Gómez que, socarrón él, al hablar de Chejov, decía que la aparición de un clavo en una de las primeras escenas no obliga a nada o, a lo sumo, a que uno de los personajes aparezca con un martillo para terminar de clavarlo y evitar que alguien se haga daño.
Ésta, como otras anécdotas de mi entrada, no las he comprobado directamente, sino a través de fuentes de fuentes, como mi receta de Peppe Guida.
Creo que la niña a la mesa del cuadro de Valentín Serov está esperando ansiosa mi plato de pasta. La imagen en mi cuenta de Instagram (#undiletanteenlacocina).
sábado, 4 de enero de 2025
Capítulo DCXI.- Entropía, navidades y salsa hoisin.
En la ciencia física entropía es la palabra que define el orden o desorden de un sistema, el modo en el que se organizan las moléculas. Es una magnitud que permite medir la transferencia de energía no utilizable para realizar un trabajo. La entropía es la parte de la física térmica que permite “explicar o no explicar” el caos.
Trasladados esos conceptos tan complejos a la vida cotidiana, la entropía sirve para definir la cantidad de incertidumbre que hay en la vida de las personas, provocando sensaciones y situaciones que pueden llegar a ser desagradables. Cuantas más opciones haya en ese sistema, más aumentará la incertidumbre.
Las vacaciones, los períodos de ocio, si no se programan adecuadamente pueden generar esas sensación de incertidumbre frente al caos, haciendo que el tiempo se convierta en una materia elástica, permeable, que pueda llegar a sublimarse (vuelvo a la física ya que la sublimación es el paso del estado sólido al gaseoso, sin pasar por el estado líquido).
La cocina es una forma de entropía, una forma de gestionar el orden o el desorden de ingredientes que, en función de cómo se combinen, pueden dar uno u otro resultado.
Reviso algunas recetas y algunas entradas de mi vida como diletante durante estos largos años. En navidad es inevitable visitar esos tiempos y espacios pasados, aunque sólo sea para recuperar la receta de aquel roscón de reyes que salió casi perfecto (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/12/capccxcviii-indolencia-rosconiana.html ). Tan perfecto como los relatos que acompañaban a esa y a otras recetas. La indolencia rosconiana, una sensación no muy lejana a la que ahora reviso con la excusa de la entropía.
Mis hijos han visto estas navidades la película Interestellar, la de Christopher Nolan sobre viajes en el tiempo y las reglas de la física gravitatoria. Yo he revisado el documental de Netflix sobre David Muñoz, el cocinero de Diverxo, estrella fulgurante de la cocina y tipo atormentado. En el documental se aprende muy poco sobre cocina, pero mucho sobre la angustia vital que puede conllevar el triunfo mal gestionado. Muñoz ha dejado de cocinar en sentido tradicional y se ha convertido en un gestor en constante movimiento, ajusta y revisa las propuestas de su equipo de asesores de todo tipo, lo hace a la velocidad de la luz, con una memoria gustativa infinita.
Fui hace muchos años a Diverxo, cuando no era un fenómeno mediático, sino un pequeño restaurante muy original, gestionado por un chico con talento para combinar sabores imposibles. Recuerdo sus picantes, increíbles, poco más. La combinación de ingredientes de aquí y allá eran un ejemplo de entropía en los fogones: era capaz de generar luz a partir de briznas traídas del más extremo de los orientes posibles. Puede que el oriente más extremo termine estando a la vuelta de la esquina y que se descubran en Cuenca sabores tan apasionantes como en un mercado perdido de Malasia.
Podría aprovechar este rato de sosiego para recrear mi vieja receta de roscón, que este año cumple doce años (doce roscones caseros). También podría repetir, sin darme cuenta, platos cocinados y descritos hace muchos años (hoy he aprovechado sobras de distintos guisos de carne para hacer una versión sofisticada del pastel del pastor).
Los “podrías” son infinititos. Cuando se toma una opción se descartan decenas de alternativas que podrían ser mejores o peores (todo es relativo).
Escucho las sinfonías de Bruckner (poco navideñas), mientras la primera fermentación de mi roscón sigue su curso. La he puesto en marcha a mediodía, utilizando una cucharada de la masa madre que conservo y alimento en la nevera desde hace más de 4 años. Abrir ese bote durante unos minutos es desencadenar una caja de Pandora, al abrirla parece que se esparzan todos los males del mundo, quedan en el fondo de la caja (en realidad una tinaja) la esperanza.
Me asomo a ver la lenta fermentación de la primera etapa de mi roscón, la que reposa en una esquina fría, junto al tendedero. En 24 horas las levaduras habrán obrado su magia y podré empezar a incorporar nuevos ingredientes y fermentaciones.
Pero no quiero volver a mi receta del roscón. Llevo días, semanas, buscando una receta aquí imposible, aunque muy habitual en China y en Vietnam, la de la Salsa Hoisin, un fluido parduzco y brillante, de sabor profundo, que en oriente se utiliza para aderezar pescado, pero que nosotros servimos para el pato Pekín (las lonchas de pato asado, mezcladas con verduras y apresadas en una masa flexible de harina).
Me ha costado encontrar una receta de salsa Hoisin con apariencia de fiable, creo que la he encontrado en https://omnivorescookbook.com/homemade-hoisin-sauce.
He revisado muchos libros, sin éxito (aunque mi biblioteca es amplia y exótica, pero no lo suficiente). También he visitado muchas páginas web, descartando más por intuición que por deducción.
Lo primero que debo advertir es que la salsa Hoisin es una salsa de salsa, es decir, es un combinado de ingredientes y especias básicos, pero también de otras salsas elaboradas.
Esta es la primera aproximación en lo que afecta a los ingredientes:
Para hacer un bote de unos 300 decilitros de salsa hoisin se necesitan los siguientes ingredientes:
1/4 taza de salsa de soja ligera
2 cucharadas de mantequilla de cacahuete natural
1 cucharada de miel
2 cucharaditas de vinagre de arroz
2 cucharaditas de aceite de sésamo
1 diente de ajo rallado
1/8 cucharadita de pimienta negra
1 cucharadita de pasta de miso (O 1/2 cucharadita de pasta de frijoles fermentados picantes, O 1/2 cucharadita de gochujang + 1/4 cucharadita de cinco especias en polvo, O 1 cucharadita de salsa de chile tailandesa + 1/4 cucharadita de cinco especias en polvo).
Revisando esta receta la primera advertencia es que muchos de los ingredientes son preparados previos (no conozco a nadie que fermente soja en su casa para preparar la más común de las salsas orientales). La salsa de soja se hace lavando varias veces granos de soja, que se hierven, se mezclan con trigo, agua y sal, incorporando un hongo, conocido como Koji, que permite la fermentación parda y sabrosa.
La mantequilla de cacahuete es fácil de hacer, es el ingrediente que da espesura a la salsa. En algún recetario sustituyen la miel por melaza (miel de caña, más oscura y espesa que la miel de abeja que consumimos aquí).
La pasta de miso es un fermentado de granos de soja y de arroz, con agua y sal. También acelerado con el hongo Koji, para formar una pasta que se diluye en el clado.
En alguno de los blogs consultados aseguran que en vez de miso (opción fácil) la salsa Hoisin utiliza pasta de frijoles fermentados, más sabrosa todavía.
El gochujang es un fermentado de soja con chiles picantes, fermentado muy laborioso que fermenta en recipientes de barro.
La mezcla de cinco especias chinas es más sencilla, se elabora triturando mezcla igual en peso de canela, clavo, semillas de hinojo, anís estrellado y granos de pimienta, que pueden ser blancas o de Sichuan.
Todos estos ingredientes se introducen en el vaso de una batidora o de un procesador de alimentos hasta que conforman un fluido pardo, oscuro, brillante, ligeramente gelatinoso y viscoso que se puede conservar en un bote de cristal durante semanas, incluso meses. Una cantidad mínima en cualquier guiso, en una pieza de carne o de pescado le da un sabor y una profundidad increíble a cualquier plato (conviene no pasarse).
Este largo viaje para elaborar la salsa hoisin tiene un hatajo muy poco romántico ya que puede comprarse un bote de esta salsa, de una calidad más que razonable, en cualquier tienda de productos orientales, por poco más de 3 euros. Así que preparar esta salsa no es sino un ejercicio de estilo, propio de un diletante. Las reglas sobre la entropía pueden llevar a que la combinación de los ingredientes descritos lejos de conseguir el sabor soñado por aquella pieza de pato aderezado probada en un puesto ambulante de Bangkok.
En definitiva, no conviene abrir cajas de Pandora en tiempos de ocio. Reviso la evolución de la fermentación de mi masa madre para el roscón y cuelgo en el Instagram de #undiletanteenlacocina una reproducción del mito de Pandora de un prerrafaelita insigne: John William Waterhouse.
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