El
día 16 empezamos vacaciones, no está mal. Lo importante de las vacaciones es
conseguir desconectar, no es sencillo dejar olvidado el móvil en la mesilla y
marchar a la playa sin mala conciencia, es cuestión de practicar. Hemos pasado
primero por las playas de la Atmella – cerca del circuito de Calafat – y hoy
hemos amanecido en Puerto Carmen, Lanzarote; hay ocasiones en las que pienso
que si no nos metemos una ensalada de kilómetros para el cuerpo no tenemos
sensación de vacaciones, de hecho estamos buscando un alquiler de coches para
recorrer la isla. Estaremos aquí 12 noches, volveremos a Barcelona y de ahí
saldremos hacia Andalucía el primero de agosto.
El
primero de los objetivos del veraneo es dejar la mente casi en blanco, no
pensar en casi nada, o por lo menos no pensar en casi nada de lo que me ha
preocupado durante el resto del año.
He
dedicado las primeras horas de las vacaciones a preparar las tareas del
diletante de cara al verano, no ha sido complicado ya que llevaba días dándole
vueltas a dedicar estas semanas a indagar sobre recetas de arroz, algo así como
“20 recetas de arroz y una canción desesperada”, homenajeando a Neruda. Leyendo
a Mc Gee descubro que hay más de 100.000 tipos de arroz y que es el alimento
básico de ¾ partes de la población del mundo. Con tanto tipo y tanta variedad
de arroces está claro que tengo mucho margen de experimentación.
No
han sido fáciles estas primera horas culinarias ya que los tratadistas se
debaten sobre los posibles tipos de arroz a utilizar, la conveniencia o no de
añadir el caldo hirviendo o frío, las virtudes de lavar primero o rehogar el
arroz. La importancia de utilizar un recipiente plano – paella –, o un caldero,
incluyo recetarios respetables reivindican el uso de una cazuela de barro.
Dudo
mucho que tras mi periplo por el recetario del arroz pueda despejar esas dudas
existenciales. Para el arranque de las vacaciones me voy a apoyar en un
recetario y en las indicaciones que ya he utilizado en otras ocasiones, textos
de Ignacio medina, diseño de Emo, editado en el año 2005 para los
coleccionables de El País.
En
lo referente a pintores también voy a dedicarlo monográficamente a un pintor
que tenía muy poco trabajado, Chaim Sautine, un artista que nació en Bielorusia
a finales del siglo XIX y que desarrolló su obra en Francia a lo largo de la
primera mitad del siglo XX; amigo de Modigliani, vecino de Montparnase,
depresivo, ulceroso y malhumorado, es uno de los representantes más destacados
del expresionismo.
Soutine
y arroz son las bases de mi periplo veraniego, también una vieja anécdota e
hace doce años, en la isla de Zanzibar, un matrimonio de médicos españoles,
catalanes para más señas, lo habían abandonado todo para montar una escuela de
buceo en una playa paradisiaca, Spanish Dancer se llamaba, ellos contaban
encantados las virtudes de su cambio de vida, mientras tanto un niño de 9 años
se descomprimía en una habitación en semipenumbra jugando a la gameboy como si
no terminara de creerse que sus padres le habían hecho la putada de
desarraigarle de Barcelona.
A
ver a donde llego.
ARROZ CON SARDINAS.-
Cándido había tomado el trasbordador más lento, el que
necesitaba casi cuarenta y cinco minutos para llegar a Ibiza, no tenía
realmente prisa en abandonar Formentera; había dejado que los transeúntes que aguardaban
en el puerto se pelearan por las últimas plazas de la barca rápida, él se había
acomodado casi solo en una barcaza más pesada que todavía tardaría unos minutos
en partir.
Formentera en abril no tiene nada que ver con la isla en verano,
en realidad Formentera en abril no tenía que ver casi con nada Cándido leía un
pequeño libro de recetas y pasaba algunas notas a una libreta de tapas
plastificadas, revisaba un guiso de raíz catalana, un arroz con sardinas que él
quería convertir en arroz de sardinas.
Necesitaría, para seis raciones, 400 gramos de arroz, dos
docenas de sardinas no muy grandes, 150 gramos de guisantes desgranados – le
irían bien los extras congelados de la
Sirena -, tres tomates maduros, dos cebollas medianas, un manojo de ajos tiernos,
un litro y medio de cado de pescado, una hoja de laurel, unas hebras de
azafrán, una ramita de perejil, aceite de oliva y sal.
Mientras la barcaza desamarraba y empezaba las maniobras para
salir del puerto dedicó unos instantes a pensar en la felicidad, en su posible
felicidad, la felicidad de la huida; hay quien encuentra la felicidad huyendo,
otros regresando. Cándido estaba inquieto, tenía dudas de cómo reaccionaría
Carmen, que poco a poco se iba acostumbrando en los últimos tiempos a sus
excentricidades, también le preocupaban los niños, si es que podía considerar
que a los 9 y 12 años seguían siendo niños.
Este arroz se prepara en cazuela de barro, Cándido pensó que
para el futuro necesitaría por lo menos una docena de cazuelas de barro, 3 para
4 raciones, 3 para 6 raciones, otras 3 para 8 raciones y tres del mayor tamaño
posible. Creía haber visto juegos de cazuelas de barro descantilladas en el
viejo Pescador.
La precisión de la receta le preocupaba poco ya que ese mismo
plato podría prepararse con caballas, con boquerones o con cualquier pescado
azul, incluido el atún.
Pensaba/soñaba con un gran perolo metálico en el que poder
preparar litros y litros de caldo de pescado aprovechando los pescados de roca
y las espinas y la cabeza de unas caballas. Rehogaría primero unas verduras,
una cabeza de ajos partida transversalmente, incluiría cuatro tomates, antes de
rehogar el pescado e incorporar una garrafa de 5 litros de agua mineral. Esa
era la base del caldo de pescado, eso y dejarlo cocer poco más de una hora,
teniendo cuidado de recoger la espumita, esperaba que Mustha – su pinche en la
cocina – no protestara mucho con los nuevos hábitos.
A Cándido le aguardaban 40 minutos hasta el puerto de Ibiza,
luego un breve recorrido en taxi hasta el aeropuerto, disponía de un margen de
tres horas antes del vuelo, por lo que podría optar bien por pasear por la
vieja Vila casi abandonada, o leer plácidamente en el aeropuerto.
Transcribió en su bloc los pasos de la receta, empezando por la
labor de engrase de la cazuela colocada sobre el fuego, incorporando el aceite
de oliva en un círculo amplio que coincidiera con la cuerda de la cazuela.
Para garantizar una correcta distribución del calor tendría que
revisar el perfecto funcionamiento de los difusores de gas, un artilugio que
pensaba olvidado en la memoria de sus padres. Puede que con el tiempo se
atreviera a prepararlo con leña de olivera.
Mientras se calentaba el aceite picaría finas las cebollas y las
rehogaría a fuego muy bajo, removiendo con parsimonia hasta que la cebolla
tomara color.
Cuando la cebolla se empiece a dorarse se pica el manojo de ajos
tiernos, la receta originaria hablaba sólo de la parte blanquecina pero Cándido
creía que no pasaría nada si picaba también los tallos de color verde intenso,
la cuestión era picarlos muy finos. Siempre se había dejado llevar por la
intuición, no sólo en la cocina.
También añadiría la hoja de laurel, dos si son pequeñas. Mustha
le tendría ya pelados los tomates, de pera, y sacadas las semillas. Cándido
terminaría de picar los tomates y añadirlos al sofrito dejando que el guiso
cociera durante cinco minutos, así se eliminaría el agua de la cebolla y el
tomate. Era el momento de añadir una cucharada sopera rasa de sal, sal de
Formentera.
Llegaba el momento del arroz, tipo bomba, los granos debían
impregnarse bien de la grasilla del sofrito y quedar translúcidos, para eso
necesitaría dos o tres minutos.
Seguiría la tradición de medir el arroz en tazas, de modo que el
caldo que añadiría al guiso sería dos tazas y media por cada una de arroz. El
caldo siempre caliente para que el guiso recuperara rápido el hervor.
En un mortero majar las hebras de azafrán unas hojas de perejil,
un puñado de avellanas y dos cabezas de sardinas frescas. Hay que majarlo con
una pizca de aceite y conseguir que se convierta en una pasta muy ligada, si es
el caso se añade un poco más de aceite. El majado se mezcla en la cazuela.
Si hemos avivado el fuego en el momento de añadir el arroz y el
caldo, ahora tocaba bajarlo y menear un
poco la cazuela para que se diluya bien el majado.
Cuando el guiso lleve quince minutos y el arroz esté chupando el
caldo se añaden los lomos de las sardinas eviscerados, desescamados y sin
espinas – debería adiestrar a Mustha en el paciente rito de quitar las últimas espinas
con unas pinzas. La piel hacia arriba.
Si las cosas se han hecho bien es el momento de apagar el fuego,
añadir los guisantes congelados y tapar la cazuela y dejar que los últimos
vapores cocinen ligeramente las sardinas.
Dos indicaciones finales, para que el arroz no se apelmace el
guiso para 6 raciones debería hacerse en una cacerola para 8; la segunda
indicación, servir con un alioli oscurecido con cuatro sardinillas en aceite,
de las de conserva de toda la vida.
De primero podría ir bien una crema de guisantes con hierbabuena
y virutas de jamón de jabugo.
A Cándido le entretenía ver los borreguillos de las olas, la
barcaza se bamboleaba de un lado para otro, obligando a algunos transeúntes a
salir al exterior para respirar profundamente y no marearse.
Aquél viaje tenía poco que ver con el primer encuentro con Formentera
un par de años antes, justo cuando despidieron a Cándido del banco, banca de
negocios para ser más exactos; Cándido consideró el despido un golpe de suerte
ya que la situación dentro cada vez era más insoportable. Cándido pensaba que
cada acontecimiento de los que habían sucedido en su vida era una oportunidad.
Él, pese a superar la cincuentena, se tomó la carta de despido
como una liberación, sin embargo Carmen, su mujer, se empeñó en que se tomaran
unos días libres para reorganizar la vida familiar, sobre todo las finanzas
domésticas, y aceptó la invitación de unos amigos que tenían una casita en
Formentera. Volaron en preferente desde Barcelona, les recogió un conductor
particular que les llevó directamente al puerto, donde les esperaba una fuera borda
de los señores de la casa. La casa resultó ser un amplio precio escondido entre
pinos y cañaverales, una construcción lujosa de dos plantas con una piscina
desde la que se entreveía el mar.
Escondidos durante un largo fin de semana de finales de mayo en
Villa Cunegunda decidieron aplicar una parte de la indemnización a cancelar la
hipoteca sobre el piso de Barcelona – les quedaban apenas cinco años -, así
como poner en venta la casa de Tamaríu, Cándido ya no tenía necesidad de tener
una casa en Tamaríu y conocía a quien todavía andaba loco por poder pasear por
el pueblo. Los niños hacía ya algunos años que pasaban los veranos en Inglaterra,
por lo que tampoco añorarían aquel ambiente. Con esas dos decisiones y un par
de inversiones meditadas el futuro económico aparecía bastante despejado;
Cándido no en vano había sido durante veinte años el responsable de derivados
financieros en banca de negocio y lo de invertir, incluso en medio de la crisis,
no era un problema si se actuaba con cautela y se vigilaban los mercados
asiáticos, era cuestión de madrugar un poco para ver con se comportaba la bolsa
en Singapur y en Hong Kong, cuestión de hábitos.
En aquel viaje tuvo su primer contacto con el “viejo pescador”,
así se llamaba el txiringuito de la playa de MigJorn, en primera línea de
playa, regentado por un argentino avinagrado y tutelado por dos camareros
cincuentones, de los que nunca habían conocido un armario, llamados Claude y
Didier – Clocló y Didí -. Un cartel en la entrada anunciaba que el local se
traspasaba. Cándido, acostumbrado a memorizar cifras, no le costó quedarse con
el número de teléfono; Carmen había disfrutado con las ensaladas afrancesadas,
los pescados de la zona al horno y una extensa carta de champagnes que Clocló y
Didí recitaban de memoria.
De regreso a Barcelona y cuando Cándido estaba dispuesto a iniciar
un estéril periplo de remisión de currículos y de entrevistas de trabajo en las
que inevitablemente cotizaría a la baja, recibió una llamada desde Londres,
donde estaba la sede de sus antiguos patrones. La verdad es que Cándido
consideraba que la indemnización recibida era suficientemente razonable como
para no discutir ni litigar, no tenía tampoco mucho interés en que le
reengancharan a la empresa y mucho menos a algún destino internacional, le daba
mucha fatiga dejar a Carmen con los niños en Barcelona y pensaba que los chicos
no aceptarían cambios.
Llegó a Londres a primera hora de la mañana, con margen
suficiente como para poder pasear por la ciudad, le había convocado a un almuerzo
en la oficina central, el gran jefe en persona quería comer con él.
Aprovechó la mañana para pasear por la City hasta llegar a la
Modern Tate, en la que habían programado una exposición sobre Expresionismo.
Cándido no se consideraba un hombre culto, sin embargo se había acostumbrado a
matar los tiempos muertos visitando exposiciones.
A eso de la una del mediodía estaba en la puerta de la oficina
central, dispuesto a subir a las plantas superiores de la sede central. Traje
impecable, corbata alegre y un afeitado reciente gracias a la indicación de un
viejo compañero que le indicó la dirección de un barbero cerca de la central.
Nadie diría que un mes antes había sido despedido.
En la antesala le aguardaba el director de operaciones en
España, el mismo que se había ocupado de comunicarle el despido, le recibió con
una sonrisa forzada y le dio la mano con seguridad. Cruzaron unas palabras en
castellano, cortesías habituales sobre el estado de ánimo y la familia. Resultó
que Cándido estaba más animoso que sus anfitriones.
Enseguida apareció el gran jefe, que le abrazó con una
cordialidad inusitada. Pasaron al comedor privado, planta 42 de un edificio
impresionante, todo acristalado. El despacho del gran jefe lo presidía un autorretrato de Chaim Soutine, muy parecido a los que
Cándido había podido ver en la Modern Tate. Soutine era un pintor ruso judío que
había vivido en el París de la primera mitad del siglo XX, depresivo, déspota y
propenso a la úlcera de estómago, poco más o menos como los antiguos jefes de
Cándido.
Tras las frases de rigor sobre familia y ánimo el gran jefe le
informó de la razón de la comida, la comisión del mercado de valores española
iniciaba una investigación sobre el banco en el que había trabajado Cándido, el
motivo era sencillo, consideraban que habían comercializado algunos derivados
de altísimo riesgo a clientes no capacitados para asumirlos; la propuesta del
banco era sencilla, si Cándido cargaba con la responsabilidad de esos productos
– no le correspondía – la banca le colocaría en una cuenta en Singapur 15
millones de dólares para endulzarle la muerte civil que suponía pechar con esa
carga. El comité de evaluación aseguraba que tras la investigación Cándido, en
el peor de los casos, sería inhabilitado durante 15 años y se le impondría una
multa que gustosamente pagaría el banco. En realidad Cándido ni podía, ni
quería, ni sabría seguir trabajando en la banca de inversión por lo que la
oferta, aún amarga por lo que suponía tener que pasar por la CNMV y aguantar la
presión mediática durante unos días, en realidad era un cheque que le aseguraba
el futuro no sólo propio, también el de sus hijos. En el fondo Cándido sabía
que si no aceptaba por las buenas la oferta, el banco disponía de mecanismos
para que al final la responsabilidad en todo caso recayera sobre él, o sobre
alguien parecido a él, por lo tanto lo de los 15 millones en una cuenta opaca
en Singapur no era sino un regalo caído del cielo.
De regreso a Barcelona, en un vuelo la misma noche, revisó el
catálogo de la Modern Tate con todas las reproducciones y explicaciones de la
exposición, de regreso a casa decidió que negociaría los derechos de traspaso
del viejo pescador y que uno de los cuadros de Soutine se convertiría en la
marca de la casa del restaurante, que pasaría a llamarse Hotel California, como
la canción de los Eagles.
Desde aquel viaje a Londres y su travesía Formentera Ibiza habían
pasado 18 meses, un mundo.
De regreso a Barcelona le propondría a Carmen irse todos a vivir
e Formentera, adecentar al viejo pescador, ahora Hotel California, y permitir
que Cándido ejerciera de director y de cocinero principal del txiringuito. Su
decisión no tenía retorno, si Carmen y los niños flaqueaban, por lo menos el
piso de Barcelona estaba completamente pagado y planificados los gastos hasta
que los chicos terminaran los estudios.
La huida como felicidad y el arroz con sardinas como llave para
conseguirla.
He llegado a un punto de mi vida que no noto la falta de los veraneos, al contrario, solo de pensar en hacer una maleta me pone atacada, bien es verdad que estoy de vacaciones perpetuas y eso he comprobado que es una gozada, no tengo tiempo para aburrirme y disfruto de las cosas más inverosímiles. Hoy precisamente he comido un arroz caldoso buenísimo, había leído tu blog y mira por donde me han invitado a uno casero con gambas que hasta he repetido. Feliz verano. Jubi
ResponderEliminarEsto pinta bien, muy bien diría yo, vamos a ver como acaba. Buen verano!
ResponderEliminarMari Carmen