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miércoles, 11 de septiembre de 2013

CAP.CCLXXV.- Veinte recetas de arroz y una canción desesperada: Basmática de frutos de mar.


El cointreau, como todos los alcoholes de paladar dulce, dejó un efecto demoledor en Cándido, llegó a Ibiza entumecido y con la cabeza como si hubiera servido de balón de rugby. Anochecía en la isla, le pidió al taxista que le dejara lo más cerca posible de la zona antigua de la capital y callejeó buscando una farmacia y un poco de aire fresco para despejarse, al final entró en una tienda de delicatesen y cambió las aspirinas por especias y condimentos extraños.

Al salir de los ultramarinos recibió un SMS: PANGLOSS IS DEATH, I’LL WAIT YOU IN WAKU GHIN, SINGAPORE, 9th SEPTEMBER AT 13 HOURS.THYAN.

Teniendo en cuenta que la vía más rápida desde España a Singapur le obligaba a invertir por lo menos 15 horas, Cándido disponía de muy poco tiempo, apenas día y medio, para decidir si acudía a la cita o dejaba pasar la ocasión, con el riesgo de perder el California para siempre.

Tomó por fin uno de los ferrys que le devolvería a Formentera, allí le aguardaban los últimos coletazos del servicio de la noche. Muriel le recibió con alivio, la terraza estaba al completo, Cándido puso un poco de orden en la cocina y ayudó a servir las últimas comandas, se ocupó del cierre y de recoger los servicios, barrió con mimo la terraza, demorando el momento de apagar las luces del california. La luna acababa de iniciar su fase creciente y la playa quedaba completamente oscura, espectral, sólo los reflejos del California permitían vislumbrar algunas sombras, parejas que reían nerviosamente, algún gemido. Al quitar la música del restaurante el ruido de los enamorados, o de los simples buscadores de amor casual convertían la playa en una jungla.

Con la cabeza llena de telas de araña Cándido pensó que un armagnac le provocaría rápidamente sueño, un sueño corto, agitado, plagado de trampas. No había amanecido todavía cuando despertó sudoroso y aterrado, instantes antes había visto morir a Carmen ante su ojos de modo atroz, degollada por un amante despechado. Dicen que soñar con la muerte alarga la vida siete años al protagonista del sueño.

Cándido salió desnudo a la terraza de su bungalow y, aprovechando los primeros claros del día, fue hacia el mar, dispuesto a sacudirse todas las angustias nocturnas. Fue un baño largo, nadó aprovechando la placidez de las corrientes a esas horas, que dejaban el agua como un espejo. No paró de nadar hasta que se sintió despejado. Luego se echó desnudo sobre la arena y se quedó mirando al cielo con la cabeza perdida entre Singapur, Barcelona y el California.

En pocos minutos Muriel se asomaría por la playa de MigJorn, Cándido ponderó si merecía la pena aguardarla desnudo en la orilla, finalmente se retiró de nuevo al bungalow, se dio una ducha y se vistió.

Para cuando la silueta de Muriel apuntaba por el filo de la playa Cándido había encendido ya la cafetera y aguardaba para tomarse el primero de los cafés de la mañana. Mientras la silueta se acercaba y terminaba de perfilar sus formas, Cándido consultó los horarios de vuelos a Singapur y reservó plaza para el día siguiente, no sabía aún si accedería a la propuesta de Thyan y compraría el California definitivamente, lo que sí que sabía es que veinticuatro horas aislado entre la cabina de un avión y las tierras de nadie de varios aeropuertos le permitiría desconectar, quien sabe si descansar e incluso tomar alguna decisión. Miró también las referencias del restaurante en el que había sido emplazado, un elegante bistró patrocinado por Tetsuya Wakuda en un centro comercial y de negocios de la ciudad.

Muriel estaba ya en la playa, no se atrevió a entregarle la ropa, vio que Cándido estaba distraído, ya desnuda alzó el brazo para saludarle y le dio la espalda para entrar en el mar. El culo esplendoroso, refulgente, breve pero sólido, Cándido lo disfrutó como si fuera su último anclaje con el mundo.

Cuando Muriel se diluyó en el mar Cándido fue a prepararle el desayuno, aprovechó también para revolver en la nevera y en la fresquera.

Didí y Clocló no tardaron en dar señales de vida, primero trasteando en su habitación, luego bajando a la terraza siguiendo el rastro del café.

Todos se habían acostumbrado a que el patrón les preparara el desayuno, sacara la mantequilla para que se atemperara mientras se hacían las tostadas; se habían acostumbrado a descubrir mermeladas con combinaciones imposibles, panecillos con fiambres que ni siquiera en navidad habían disfrutado en sus mesas, zumos recién exprimidos, tortillas que intensificaban su punto cremoso con un golpe de nata líquida…

-      Patrón – apuntó Cló – tal vez deberíamos ampliar el horario del California y empezar a dar desayunos, es usted un maestro.

Buscaron conversaciones inocuas para el arranque de la mañana. Muriel corroboró que las cajas del California durante la temporada de verano habían sido excepcionales, las mejores en años; era cierto que se habían incrementado algunas partidas de proveedores pero el resultado en todo caso seguía siendo favorable, muy favorable. Didí sugirió culminar el desayuno con una copa de champagne, Cándido bromeó y le dijo que sí, siempre y cuando fuera a costa de su parte de beneficios. Didí eligió una botella de Bollinger y dejó una nota en caja en la que ponía que Didí adeudaba 65 euros, había puesto el precio de mayorista, no el de la carta, muy superior.

Cándido entró en la cocina, Mustha preparaba las bases para los platos del día, caldos, sofritos, limpiaba los pescados que había traído Canito la tarde anterior. Cándido colocó sobre una de las mesas el libro de recetas de Ducasse, le indicó a Muriel que incluirían entre los platos del día un arroz asiático con marisco, precio 40 euros ración.

Sacó de la pecera dos bogavantes medianos, con la ayuda de un cuchillo largo los trinchó en vivo, sujetando con firmeza la cola para que no se revolvieran. Los cortó, cabeza incluida, en rodajas gruesas y los puso a sofreír en una cazuela grande con aceite de oliva y 100 gramos de mantequilla, tras el chisporroteo inicial quedaron sometidos a un hervido suave. Salpimentó los bogavantes y tapó la cazuela, no sin antes haber removido con un cucharón de madera para que todas las piezas quedaran de color rojo intenso.

Partió en 4 dos cebollas, piel incluida, dos dientes de ajo y un hinojo fresco que había comprado en Ibiza la tarde anterior. El fuego al mínimo, removió de nuevo durante unos minutos, añadió una cucharada de tomate frito y medio kilo de tomates partidos en cuarto. Dejó la cazuela tapada que hirviera durante media hora.

Al levantar de nuevo la tapa le llegó una bocanada de marisco, buscó la botella de champagne que se habían desayunado, quedaba un culín que añadió al guiso subiendo de nuevo el fuego. Cuando evaporó el alcohol del champagne añadió un vaso de vino blanco que dejó también evaporar.

Cubrió las piezas de bogavante con agua mineral – más o menos tres litros -, una pizca de hinojo seco en polvo y lo dejó hirviendo durante media hora larga más.

Pasado el tiempo dejó el caldo de bogavante reposando tapado 20 minutos más, añadiendo un poco de pimienta molida y un manojo de albahaca fresca.

Una vez infusionó el caldo pasó todo por un chino hasta conseguir una crema muy fluida de bogavante. Ya tenía la base del plato.

Le pidió a Mustha que lavara un paquete de dos kilos de arroz basmati, había comprado varios paquetes de arroz de importación la tarde anterior. Lavado y escurrido eligió una cazuela grande que engrasó generosamente con aceite de oliva, incorporó el arroz y a fuego muy lento fue removiendo los granos de arroz hasta que quedaron impregnados de aceite, hubo de rectificar el aceite en un par de ocasiones hasta conseguir el punto adecuado – todos los granos engrasados sin que quedara aceite en el fondo.

Cubrió el arroz con caldo de ave, tapó la cazuela y la metió en el horno durante 10 minutos, el horno estaba precalentado a 220º.

Pasados los 10 minutos sacó la cazuela del horno y distribuyó en taquitos 250 gramos de mantequilla salada, el arroz empezó a adquirir cuerpo, con ayuda de un cucharón se aseguró de distribuir bien la mantequilla.

Sacó de la nevera  dos docenas de vieiras que había encontrado también en los ultramarinos de Ibiza, partió la carne de la vieira en cuartos, sin desperdiciar el coral, los rehogó en una sartén con mantequilla, rehogando también dos docenas de gambas rojas hermosas.

En una paellera grande puso medio litro generoso del caldo grueso de bogavantes y el arroz, removió todo con mimo. Mientras tomaba temperatura el caldo picó los troncos verdes de un manojo de cebolletas, cortados en bisel.

Reservó en un plato los trocitos de vieiras y las gambas peladas y picadas, también la parte verde de la cebolleta. Regó el arroz con el zumo de dos limones, todo a fuego muy bajo.

Sobre una plancha abrió un kilo de almejas de calidad, cuatro calamares cortados en tiras y haciéndoles una trama de incisiones con el cuchillo para que al plancharlos se hincharan y formaran pequeñas peinetas.

Probó el punto de arroz y apagó el fuego.

Le pidió a Mustha que sacara de la fresquera varias piezas de gallina, eligió la parte de la pechuga. Retiró la piel amarillenta con toda su grasa y colocó la piel sobre una tabla de madera. Con un cuchillo de punta cortó tiras de piel de un centímetro de ancho y siete de largo – más o menos -, las pasó por caldo de ave y las aderezó con un poco de vinagre antes de pasarlas por una sartén con abundante aceite de girasol. Enseguida quedaron tostadas y crujientes, como si fueran lardones.

Montó el plato poniendo en la base una porción generosa de arroz, sobre el arroz una cucharada de vieiras y gambas, a los lados calamares y almejas, la cebolleta picada y unas láminas de ajo fritas, albahaca picada y tres lardones de piel de pollo por plato. Adornó con un chorrito de aceite de oliva y unas manchas de crema de bogavante alrededor del plato.

Eran las doce y media, llamó a Didí, a Clocló, a Muriel y a Mustha a la cocina para que probaran el plato, comerían antes de que empezaran los servicios de mediodía.

Antes de que probaran el arroz Cándido les anunció:

-      Es mi intención mantener abierto el California todo el invierno, cuento con vosotros.

Se produjo una burbuja de silencio que duró más allá de lo razonable. Cándido preguntó:

-      Algún problema?

La primera en contestar fue Muriel.

-      Patrón, siento desilusionarle, pero Annelore y yo estábamos pensando irnos a la Argentina austral a finales de octubre. Annelore no conoce el Perito Moreno y querríamos perdernos durante varias semanas. Luego, quién sabe si volveremos.

-      ¿Y vosotros? – se dirigió a Clocló y a Didí.

-      ¿Nosotros? Para una ocasión en la que disponíamos de algo de dinero habíamos dado la entrada para un crucero friendly que sale de Sidney el 1 de noviembre. Ha sido usted muy generoso con nosotros, lo sabemos, pero los inviernos en Formentera son fantasmales y muy frios.

Mustha, que estaba ya ordenando los platos en el fregadero, dijo:

-      En casa solemos quedarnos todo el invierno, antes salían algunas chapuzas de albañilería, ahora nos contentamos con cuidar el huerto.

-      No os preocupéis, me hago cargo de que todos tenéis vuestras vidas al margen del California.
El arroz había quedado exquisito, seguramente se agotaría rápido la oferta del día, puede que el precio fuera barato.

lunes, 9 de septiembre de 2013

CAP.CCLXXIV.- Veinte recetas de arroz y una canción desesperada: Arroz con bacalao y coliflor.


Cándido llegó a Barcelona dispuesto a contarle a Carmen su periplo galaico/monegasco. Sin embargo ella no le dio muchas opciones, los chicos se habían quedado a pasar el día con unos amigos y ellos comerían en un restaurante cerca de su casa.

De inmediato Carmen se puso en jarras, estaba harta de Cándido, de sus infelicidades y sus huidas. Estaba hasta y así se lo dijo. Para comer habían pedido un arroz con bacalao, mientras esperaban en la terraza les trajeron un poco de pan con jamón y unos caracoles preparados a la francesa, enharinados, con ajo y perejil.
 

Cándido intentó recapitular cuanto escuchó a lo largo de la comida y de la sobremesa, empezando por lo que ella llamaba añoranza de la felicidad. Carmen estaba convencida de que Cándido disfrutaba más pensando los tiempos en los que habían sido felices que no en la felicidad misma. Habían sido felices durante el tiempo que vivieron en París, incluso cuando Cándido enfermó de hepatitis y hubo de quedarse durante tres meses confinado en el apartamento viendo programas de cocina en la televisión francesa. También fueron felices cuando regresaron a Barcelona y nacieron los chicos. Los primeros años fueron divertidos, sobre todo los fines de semana, cuando Cándido se empeñaba en cumplir con todas las obligaciones pendientes durante la semana. Incluso en el arranque de la aventura de Formentera hubo momentos de felicidad y de ilusión.

Nada de aquello parecía haber hecho mella en Cándido, empeñado en proyectar una felicidad que en realidad añoraba del pasado. Todas aquellas preocupaciones no eran sino patrañas – Carmen intensificó cada una de las sílabas de patrañas -. Ella estaba harta de esperar a que reaccionara, primero pendiente de que se consolidara en el trabajo, luego de ascender en la empresa, de consolidarse y empezar a ganar dinero, mucho dinero. Cuando parecía que llegaba el tiempo de disfrutar se inició la crisis y, con ella, la extraña solución que propuso Cándido, dispuesto a asumir responsabilidades que no le correspondían a cambio de mucho más dinero. Vinieron las tensiones, las reuniones, los juicios, los abogados… Ellos sabían que todo aquello no era sino de nuevo una patraña – de nuevo se intensificaron las sílabas – y el escarnio público fue paliado con mucho más dinero. Cándido siempre pedía tiempo, más tiempo, primero para trabajar y consolidarse, luego para salir de los laberintos, después para descomprimirse y Carmen, comprendedora universal, había llegado al límite, no le quedaban muchas más razones para seguir creyendo en él y en sus proyectos.

Los chicos se habían acostumbrado a crecer entre las ausencias de su padre pero una cosa eran las ausencias, justificadas, como las de la mayoría de los padres de su entorno, y otra las extravagancias de vivir en la playa y espiar descaradamente a una camarera lesbiana bañándose desnuda al amanecer.

Carmen fue descargando uno a uno los agravios pendientes, sin dejar a Cándido hilar palabras, ni siquiera de disculpa, ni buenos propósitos.

Carmen mientras monologaba desplegaba un apetito atroz que le hacía atropellarse mientras hablaba con la boca llena, apurando el plato y con él las copas de vino que le iba sirviendo Cándido.

El relato de casi 30 años juntos desde una perspectiva que Cándido siempre había evitado plantearse, la de quien espera, sonríe y gestiona dulcemente las oquedades que iban dejando sus vidas, dando sensación de normalidad a todas y cada una de las extravagancias.

A Carmen le daba ya lo mismo que Cándido pudiera contarle que un mercenario moribundo le hubiera presentado a Ducasse, o que hubiera de viajar a Singapour en unos días; también le daba lo mismo lo que pudiera haber visto en Fisterra esperando a que anocheciera, o que el California estuviera a punto de generar doscientos mil euros de beneficio. Le daba lo mismo que hubiera sido ya incluida en algunas guías de viaje prestigiosas y que llegaran muchas reservas por internet. Le daba lo mismo que la bodega hubiera sido catalogada como la más completa Formentera. Había llegado a un punto en el que todo le daba igual.

A Cándido le quedaba sólo el margen de una semana, lo que tardaran los colegios en empezar, a mediados de septiembre necesitaba saber si podía contar realmente con él más allá de los wasaps al anochecer, los revolcones locos entre las dunas o los desayunos en la terraza del California escuchando a Neil Young. Necesitaba que alguien se interesaba por los tiempos muertos que discurrían entre destello y destello de emoción. Aquello dejaba de ser suficiente y había descartado ya de modo absoluto forzar a los chicos a vivir en la playa, era una aventura descabellada que terminaría de desquiciar a los chicos.

Sin dejar de hablar devoró el postre, un carpaccio de piña con cointreau, dos cafés solos y una copa más de cointreau que pidió para arrancar el último impulso. Le rogó que nada dijera, que se tomara todo el tiempo del mundo que quedaba en esa semana y que la respuesta fuera en todo caso definitiva. Las últimas palabras las dijo saliendo por la puerta y dejándole sentado con el plato de arroz medio lleno, el postre derretido, la copa de vino apenas probada y la pesadumbre de años de ausencia.

El cocinero, viejo conocido del barrio, se acercó a preguntarle si le había gustado el arroz. Cándido, impertérrito, le pidió la receta del arroz con bacalao. Si se iba acababa de derrumbar lo que hasta entonces había sido su vida, por lo menos que le quedaran los apuntes de un excelente arroz con bacalao. Antes de empezar a desvelarle los secretos del plato pidió que le prepararan un carpaccio de piña con cointreau y una copa larga de cointreau con hielo picado. El restaurante estaba ya vacío, los camareros recogían los servicios y el cocinero pidió un carajillo de ron negrita para dictarle la receta sin recelos ni secretos.

El plato empezaba escaldando una coliflor hecha pequeños cogollitos. Para escaldarla había que sumergirlos de golpe en agua con abundante sal. Dejar que rompiera de nuevo a hervir y calcular tres minutos. Luego se escurría bien con agua fría y se reservaba.

En una paellera amplia se pone un poco de aceite y se sofríe un manojo pequeño de ajos tiernos muy picados. Tras incorporar los ajos se pica una cebolla pequeña y se añade también, 350 gramos de espinacas tiernas muy frescas, limpias y escurridas, no es necesario picarlas. Dos tomates de pera después. Se salpimenta y se deja que evapore bien el agua de vegetación.

Cuando se haya eliminado el agua se añade una cucharadita de pimentón rojo dulce y se remueve bien, cuatro hebras de azafrán y una penca – un lomo de 200 gramos – de bacalao desalado y desmigado, también se puede utilizar bacalao desmigado de origen.

En función del punto de sal del bacalao habrá que tener cuidado con la cantidad de sal que se le ponga al guiso.

Después del bacalao llega el turno del arroz, bomba, 350 gramos, se mezcla bien con el sofrito y se añaden los cogollos más pequeños de coliflor, no conviene pasarse con la coliflor.

Se extiende arroz y verduras por toda la paella formando una capa muy fina y se añade caldo de verdura, el doble de tazas de caldo de las que se hubieran puesto de arroz.

Se sube el fuego hasta que el caldo vuelva a hervir ya en la paella y después se baja el fuego al mínimo. Conviene que se distribuya bien el fuego por toda la paella. Los tres últimos minutos de cocción pueden culminarse al horno a 200º, así quedará un pelo más seco. En vez de condimentarlo con alioli es preferible hacerlo con una muselina de ajos, que se prepara igual que el alioli pero con un poco de nata al final.

Cándido terminó de apuntar ingredientes y pasos a dar, cerró la libreta y pidió la cuenta. En los últimos días le resultaba habitual pagar cuentas tras abandonos sorpresivos de la mesa. Apuró la copa de cointreau y le pidió al cocinero que le pidiera un taxi para ir al aeropuerto. Si Carmen le ponía de tope una semana no había muchas razones para no apurarlas.

Carmen tenía todas las razones del mundo para estar harta pero la cuestión era saber si eso era suficiente. Cándido había sido muy feliz con Carmen, ahora empezaba a ser consciente de su suerte.

jueves, 5 de septiembre de 2013

CAP.CCLXXII.- Veinte recetas de arroz y una canción desesperada: Arroz al caldero.


Cándido llegó a Ibiza en plena tormenta. A finales de agosto las borrascas auguran el final del verano. Para enlazar con Formentera Cándido, como de costumbre, eligió el ferry más lento.

El mar estaba bastante revuelto, unos turistas nórdicos no paraban de vomitar. Cándido aprovechó el trayecto para intercambiar algunos mensajes con Carmen, los chicos seguían bien, aprovechaban los días nublados para hacer excursiones.

El temporal se había llevado una parte importante de la playa de MigJorn a la altura del California. El atardecer y el cielo nublado dejaban una luz metálica sobre la terraza, que estaba encharcada, las mesas recogidas y apiladas en una esquina.

No se preveían reservas para aquella noche, salvo que dejara de llover.

Muriel, asumiendo el mando durante aquellos días, le había dado libre la tarde a Mustha. Clocló y Didí ponían orden en la cámara, Muriel revisaba pedidos y facturas. Un taxi dejó Cándido en la puerta de atrás del California, la cocina olía a caldo de pescado.

-      Hola, patrón – saludó Muriel – Cándido se acercó a darla un beso, después besó en la mejilla al resto de su esquipo.

-      Estábamos preocupados – comentó Cló -, tanto días sin el patrón se hacen raros … aunque no creas, Muriel lo ha hecho estupendamente.

-      Fueron días complicados – explicó Cándido -, los chicos no se adaptaron bien al California y yo no contaba con tanto trabajo durante aquellos días.

-      Es lo malo de que el negocio vaya bien – sonrió Muriel.

-      Pensábamos que no regresarías. Que se acababa el sueño del California – Cló parecía sinceramente preocupado, incluso hizo un mohín.

-      Además la llamada del viejo Pangloss nos ha puesto nerviosos a todos, sonaba como un espectro, quería localizarte a toda costa. ¿Algo grave?

-      No lo sé, creía que vosotros me podríais adelantar algo. Llevabais toda la vida con Pangloss.

-      Era un tipo bastante reservado, buen patrón pero poco comunicativo.

-      En todo caso podrá esperar hasta mañana – Cándido cerró la conversación.

-      Bueno, patrón – continuó Muriel – habíamos pensado prepararle nosotros la cena, ayer canito nos trajo un mújol muy hermoso en la cesta de pescado, me he animado a preparar un arroz al caldero. En mis otras vidas estuve una temporada en Murcia y todavía recuerdo algunas recetas.

-      Un plato fuerte para cenar, mejor que cenemos pronto. ¿En Murcia? – preguntó Cándido.

-      En la Manga, un par de años, un amor juvenil.

          Cándido marchó hacia la sala para intentar localizar a Pangloss, disponía de un número de teléfono fijo con muchas cifras. Intentó la comunicación y regresó contrariado a la cocina.

-      Por favor Clo, llama tú, porque no tengo manera de aclararme con la señora que coge el teléfono.

Cló le cogió el móvil y marchó hacia la sala para hablar tranquilo. Mientras tanto Muriel escurría una gran pieza de mújol bajo el grifo. Muriel había encontrado una cazuela oscura, de hierro colado, puso un chorro generoso de aceite y frio tres ñoras grandes, se tostaron las retiró en un plato y peló dos dientes de ajo partidos por la mitad, una ramita de perejil, sal, un tomate de pera muy maduro, casi pasado. Añadió un vaso de grande de caldo de pescado y dejó que empezara a hervir.

El mújol estaba eviscerado, le separó la cabeza y cortó el tronco en cuatro porciones hermosas. Añadió un vaso más del caldo de pescado y dejó cociendo el pescado.

-      Patrón, contróleme quince minutos, seguro que usted tiene más ojo que yo para los tiempos.

Entró Clocló con el móvil en la mano.

-      Cándido, le espera Monsieur Pangloss en el restaurante Le Grill, en Monte-Carlo, pasado mañana a la una; no me han dado muchas más opciones, ruegan, eso sí, que vista adecuadamente, imagino que quieren decir que necesitará llevarse una chaqueta.

-      Misterios de Pangloss – sentenció Cándido.

Cuando pasó el cuarto de hora Cándido avisó a Muriel que retiró el pescado, de carnes blancas, muy prietas. Lo dejó escurriendo en una bandeja. Bajó el fuego al mínimo dejando cocer todavía la cabeza del pescado.

Muriel sacó un mortero de uno de los armarios, el más grande que encontró, un mortero de mármol marcado por los picotazos de un almirez metálico.

En el mortero puso dos dientes de ajo, una pizca de sal, varias hojitas de perejil, un currusco de pan duro y la carne de las ñoras abiertas por la mitad y rascadas a conciencia con la punta de un cuchillo. Añadió un chorrito de aceite y un tomate de pera también maduro, batió hasta conseguir que el majado fuera una crema.

Vació la cacerola del caldo, que tenía un color rojo intenso, como oxidado. Limpia la cazuela puso ocho tazas de desayuno colmadas con el caldo de pescado – completó el de hervir el mújol con el que había estado cociendo durante toda la tarde -. Cuando volvió a hervir el caldo añadió cuatro tazas de arroz bomba. Mezcló con un cucharón el arroz con el caldo y el contenido del majado con media taza más de caldo para que el mortero quedara muy limpio.

Durante 15 minutos fue removiendo el arroz de vez en cuando. En los tiempos muertos fue desmigando el mújol quitando con cuidado las espinas.

Probó el arroz y llamó a todos a la mesa. El arroz estaba en su punto. Un arroz de color rojo intenso, ligeramente metalizado, sobre el arroz distribuyó el arroz en pizcas y tres hojas de menta. Tapó el caldero con un paño limpio mientras los comensales ponían la mesa.

Cándido eligió una botella de borgoña de un color tan potente como el del arroz.

-      Muriel, eres un pozo de sorpresas. Haznos los honores.

-      Un momento – interrumpió Didí -, antes un brindis por el patrón. Durante algunos días pensamos nos abandonaba a la suerte del California. Lo hemos pasado muy mal – cogió de la mano a Cándido bajo la mirada cómplice de Clocló.

Brindaron primero por Cándido, luego Cándido por ellos, agradeciéndoles el esfuerzo de esa semana y asegurándoles que se estaban cumpliendo las mejores expectativas. No habían probado el arroz cuando ya habían vaciado la primera de las botellas de vino.

-      El arroz excelente, Muriel.

-      He tenido y tengo buenos maestros.

-      Querido – dijo Cándido – me gustaría saber cuál es vuestra idea de la felicidad.

Callaron todos sorprendidos.

-      No sé definir la felicidad – dijo Cándido.

-      No me sea pendejo, patrón – le espetó Muriel -, nadie sabe qué carajo es la felicidad. Y aunque lo supiera no se lo diría.

-      Puede que otra botella de borgoña ayude a que nos soltemos la lengua… Yo mismo pensaba que mi felicidad estaría en el California y ahora tengo dudas.

-      No es difícil ser feliz en Formentera, sólo es necesario que salga el sol.

-      De momento que salga el sol –cortó Muriel – porque como llueva un día más se marchan todos los turistas y tenemos que cerrar el California, necesitamos un mes más a buen ritmo.

-      Formentera con tormentas es desoladora – comentó Didí -, aquí en invierno no queda un alma, si acaso cuatro pringados.. Recuerdo un año que nos quedamos a pintar y casi nos sacamos los ojos, verdad Cló?; fue desolador.

Cándido le preguntó a Cló algún detalle sobre la misteriosa convocatoria de Pangloss, Cloude aseguró no saber nada, no habían mantenido contacto alguno tras la marcha del viejo Pescador.

Cándido recordó un viejo retrato de Soutine llamado desolación. Antes de acostarse mandó un mensaje a Carmen, la echaba mucho de menos, así se lo dijo.
 

Terminada la cena dio el resto de noche libre a  su equipo y se ocupó de recoger la cocina y dejarla impoluta para el día siguiente. El arroz estaba de muerte pero era de digestión muy pesada. Apuró la copa de vino y salió a la terraza aprovechando un momento de calma.

La playa no era sino una cantera de rocas y algas, las olas bajaban intensidad y entre las nubes se vislumbraba la luna.

Ciertamente la playa del MigJorn quedaba desoladora y fantasmal las veladas de borrasca.

domingo, 1 de septiembre de 2013

CAP.CCLXX.- Veinte recetas de arroz y una canción desesperada: Ensalada de arroz salvaje con salsa bearnesa.


Cándido hubiera querido quedar postrado en un sofá asumiendo poco a poco las derrotas, sin embargo decidió llegar a la Costa Brava con la mejor de sus sonrisas, tanto más duro que aceptar el fracaso hubiera sido tener que dar más explicaciones de la cuenta.
 

La llegada a Tamariu tenía todos los elementos de una reconciliación, aunque esa palabra no la utilizaron ni Carmen ni Cándido en ningún momento, se reencontraron cordiales en el hall del Hotel, los chicos le dedicaron unos segundos a sus padres, más que nada para constatar que se habían diluido las tensiones. Ellos estaban encantados con el hotel, con la playa pero, sobre todo, con la presencia de la mayoría de los amigos del colegio, por lo que apenas paraban en las piscinas del hotel, dejando a Carmen y a Cándido todo el tiempo del mundo, con casi todos sus riesgos.

Las reconciliaciones, incluso las reconciliaciones tácitas, no son sino una mezcolanza de ingredientes parecida a los de una ensalada, a Cándido le hubiera ido muy bien disponer de una cocina en la que proyectar sus agobios, sin embargo en el hotel de Tamariu el acceso a la cocina estaba completamente vedado. Durante cinco días Carmen y él estarían mano a mano en el hotel con las esporádicas visitas de los chicos que en ocasiones ni siquiera pasaban a dormir ya que habitualmente les acogían familias amigas. Cándido y Carmen sólo se socializaban al anochecer para dar un paseo por la ciudad y que las familias del colegio vieran que los chicos no estaban abandonados.

Probablemente desde la época de París Cándido y Carmen no pasaban tanto tiempo solos y juntos, toda una prueba.

Las bases de la reconciliación eran sencillas, hablar lo menos posible de California y de Formentera, Cándido debía de demostrar que era capaz de vivir en familia sin buscar subterfugios. Cándido comprendió que en esa convivencia forzada debía buscar una base sólida por lo que decidió ir construyendo una ensalada parecida a la que solían servir en el buffet del Hotel.

Carmen había preparado la maleta con la colección de pareos que ya había desplegado en Formentera, chanclas, telas de colores, ropa interior de marca y pelo recogido. Sabía que esa indumentaria le gustaba a Cándido y conquistando la parte física tenían mucho avanzado.

La base de la ensalada de la reconciliación sería una combinación de arroz salvaje y arroz basmati, se tenían que hervir por separado con mucha agua y sal. Había de estar pendientes de la cocción, sobre los 20 minutos, conseguido el punto de hervor adecuado había que escurrirlo bien y engrasarlo con un poco de aceite para que quedara suelto. Se separaban los granos con un tenedor para que no quedara apelmazado.

Aunque durante los días que estuvieron en el hotel hablaron mucho fue lo suficientemente insustancial como para que no se diluyera el poso amargo de la semana negra en el California. El rastro de esos días amargos lo conseguiría Cándido picando una endivia en juliana fina, si se escaldaba previamente la endivia se acentuaría más el punto amargo.

Como contrapunto a las endivias y a la amargura de las palabras no dichas, Cándido pensaba que necesitarían unas pasas de corintio remojadas durante doce horas en ron. Las pasas borrachas estallaban en la boca produciendo una alegría sorpresiva, como lo era que Carmen y Cándido mantuvieran la electricidad durante las noches en las que los niños abandonaban el hotel. Cuando ella se quitaba el pareo a Cándido le atravesaba un relámpago y a ella le gustaba.

Pasear por la playa no era sencillo, estaba atestada de turistas y de veraneantes, Carmen solía detenerse a saludar, eran muchos años veraneando en la zona. Aquellas conversaciones ocasionales tenía un punto ácido ya que esos encuentros casuales solían ir acompañados de interrogatorios mal intencionados para indagar sobre las razones por las que Carmen y su familia habían abandonado la placidez de Tamariu. Carmen era una maestra de las ambigüedades, Cándido lo era de los silencios.

El toque ácido de esos paseos lo conseguiría la ensalada a partir de dos manzanas starsky peladas, despepitadas y cortadas en daditos. Habría que regarlas con un poco de limón para que no se oxidaran.

La aparente tranquilidad de los padres apaciguaba a los chicos, por lo que en los paseos de anochecer se mostraban simpáticos, incluso zalameros, para conseguir prolongar hasta el final del verano la estancia en aquella playa, la que había sido su playa durante toda la infancia.

Los chicos eran como un coctel de huevos duros picados, granos de maíz dulce y langostinos pelados. Una combinación infalible para cualquier ensalada.

Cándido sabía que a Carmen le gustaban los piñones tostados por lo que la ensalada quedaba perfectamente equilibrada con los piñones pasados por la sartén con un chorrito de aceite de oliva.

Era imprescindible que la reconciliación terminara de trabar, no bastaban los silencios durante el día, los paseos familiares y neutros a media tarde y las noches apasionadas. Era cierto que Carmen y Cándido caían rendidos tras cada embate.

Los dos últimos días Carmen aceptó que se quedaran en la terraza del hotel, tumbados junto a una piscina, rodeados de revistas y de libros ligeros de los que picoteaban páginas sueltas sin llegarse a enganchar.

-      Creo Cándido que deberíamos descartar lo de marcharnos a vivir a Formentera, ya has visto que para los chicos sería un infierno, además en negocio te absorbe casi todas las horas del día. Es entretenido, a mí me gusta ayudarte, pero creo que para los niños sería una tragedia, sin contar con el tema de los estudios, no les veo trasladándose todas las mañanas a Ibiza para ir al Colegio.

La conversación, aplazada durante días, era inevitable y la respuesta, si Cándido había de ser honrado, no podía ser otra que la de:

-      Carmen, tienes razón.

-      Además está por ver cómo podrá ser la vida en invierno – Apuntilló.

La verdad es que Carmen no quería frustrar el sueño de Cándido, pero le tocaba a ella ser la cabeza de familia.

La felicidad no era sino una salsa complicada de emulsionar. Cándido sabía que si cortaba amarras con su hijos en aquel momento sería muy complicado recuperarlas. Cándido debía evaluar si su felicidad estaba ligada a la de sus hijos, era evidente que sí la vinculaba a Carmen, a su piel, a su discreción y a sus silencios, en ocasiones severos.

Al fin y a la postre era como si Carmen le hubiera tutelado jugando con las distancias durante todas aquellas semanas.

De momento sólo acertó a proponer:

-      Seguro que encontramos una fórmula que nos permita dar satisfacción a todos, a lo mejor hay que cerrar el California de noviembre a marzo, eso me permitiría estar con los chicos durante una parte importante del curso.

-      Es una opción… Se van haciendo mayores y a lo mejor yo puedo escaparme de abril a octubre alguna temporada al California. Es cuestión de ensayar fórmulas. Además tenemos a Muriel, que seguro que cubre a la perfección tus ausencias, es un cielo.

-      Fuiste tú la que me aconsejaste que la contratara.

Esa breve conversación les permitió trabar la salsa con la que ligar la ensalada, no muy estable, pero suficiente hasta dar con una fórmula mejor.

Cándido trabó su ensalada con una salsa bearnesa, necesitaba dos cucharadas soperas de vinagre de estragón, tres de vinagre de jerez; los vinagres se mezclan en una cazuela con una chalota picada muy fina, una pizca de estragón, otra de perifollo, pimienta negra y sal. Se enciende el fuego para que cueza lentamente y se reduzcan los vinagres.

En un bol se baten cinco yemas de huevo crudas con dos cucharadas de agua y como si fuera un hilo se añaden a los vinagres batiendo lentamente con unas varillas, así se monta la salsa. El cazo no ha de estar en el fuego, pero debe estar cerca del fuego para que se mantenga templado.

En otro bol se funde una pastilla de mantequilla – 250 gramos -, se le elimina la espuma hasta que quede una crema dorada que se añade poco a poco a la salsa, sin dejar de batir.

Ya está hecha la salsa bearnesa, se rectifica de sal y en el momento de servir se añade un poco más de estragón fresco, cebollino y perejil.

La salsa ha de cubrir la ensalada de arroz, dejar que impregne los granos de arroz y los trozos de fruta, de gambas, los piñones, el maíz y el huevo picado. La ensalada se ha de consumir en el acto, no abusando de la bearnesa ya que es una salsa fuerte.

Pasado el quinto día los chicos por fin vinieron a comer al restaurante del hotel, les aguardaban Carmen y Cándido cogidos de la mano. Había pasado casi una semana lejos del California.

Carmen se quedaría con los chicos una semana más, intentando terminar de leer alguna de las novelas.

A finales de agosto regresaría durante unos días al California.

viernes, 30 de agosto de 2013

CAP.CCLXIX.- veinte recetas de arroz y una canción desesperada: Risotto de pato con espinacas y foie.


Lunes por la mañana, Cándido tomaba café de nuevo solo por la mañana. En la playa una mixtura extraña entre parejas que apuraban los últimos disfrutes de la noche, paseantes y corredores solitarios. Al fondo de la playa Muriel llegaba con trote firme, fiel a su ritual matutino.

Cándido ignoraba qué sinuosos caminos se abrirían a partir de aquella mañana, con Carmen y los niños lejos del California.

Dudó si salir a correr por la playa al encuentro de Muriel, la verdad es que habían aprendido a observarse pero tenía dudas sobre si ese aprendizaje podría ir más lejos. Finalmente refrenó el impulso inicial y quedó pendiente de su llegada, de verla de nuevo desnudarse y de disfrutar de cada milímetro de su piel tostada.

Ella nadó, se tendió sobre la roca, se colocó su minúscula braguita y un pareo translúcido que le marcaba hasta el extremo los pezones y subió hacia la terraza.

-      Buenos días patrón, veo que regresa usted a los viejos hábitos matutinos.

-      Después de una intensa semana en familia vuelvo a mis rutinas, Muriel.

Los lunes de agosto el California abría unas horas por la mañana, el tiempo justo para recibir a proveedores y organizar la semana. El pescado fresco no llegaba hasta el martes por lo que los lunes, salvo que se hubieran hecho reservas de antemano, eran días calmos en los que casi todos intentaban descansar.

-      ¿Café y tostadas? – preguntó Cándido con la mirada clavada en los pezones.

-      Café y tostadas patrón, yo no cambio tampoco de costumbres, como puede comprobar.

A lo largo de las semanas Cándido había ido encontrando su espacio natural en la cocina; Muriel, por el contrario, era ya una dominadora absoluta de la terraza, sus ritmos y caprichos, aunque en la cocina también se desenvolvía con comodidad.

-      ¿Carmen regresará? – interrogó Muriel.

-      Tardará unos días, los chicos no se han adaptado al California. Puede que ninguno de nosotros se haya adaptado al California.

-      ¿Melancolías matutinas, patrón? En el fondo esta isla con su apariencia plácida y libertina, sin embargo esconde monstruos en su interior. Quien lleva más de una semana aquí puede acabar desquiciado. No serían los primeros que renuncian al paraíso.

Muriel le tomaba ventaja y colocaba a Cándido en la confrontación entre el “ellos” y el “nosotros”, entre los que llegan a la isla convencidos de que será su paraíso y los que viven en la isla con la resignación que genera el determinismo geográfico.

-      Al fin y a la postre cada uno se crea los infiernos a su medida – sentenció Muriel.

-      Pudiera ser – Cándido se levantó a preparar el café.

A media mañana Cándido recibió un escueto mensaje de Carmen: Todos bien, familia instalada en Tamaríu. Te esperamos.

El lunes discurrió calmo, sin sobresaltos ni clientes ruidosos. La tarde/noche también se presentaba tranquila, apenas tres reservas. Muriel le pidió a Cándido la noche libre, él tendría que ocuparse de llevar la terraza.

Cerraron al filo de la medianoche, sentados en la terraza Didí, Clocló y Cándido descorcharon una botella de Bilecart rosado mientras cenaban una ensalada nizarda, con anchoas, huevo duro y judía verde.

-      ¿Qué sabéis de Muriel? – interrogó Cándido.

-      Poca cosa patrón – respondió Didí -; sabemos que tiene alquilada desde hace años una casita pequeña a tres o cuatro quilómetros de aquí, que durante un par de años trabajó en el Edén, pero las noches terminaron por agotarla. Poco más. Es persona reservada, no como nosotros –soltó una carcajada -, que no tenemos secretos.

Cándido compartió la sonrisa y empezó a recoger los platos antes incluso de que Didí y Clocló terminaran de cenar.

-      Recoged vosotros por favor. Me marco a dar un paseo.

El Edén era una discoteca al aire libre instalada en el claro de un pinar no muy lejano al California; el Edén en realidad no era nada, prácticamente nada, empezó siendo un espacio casi clandestino, unas barras en las que servían copas mientras la gente bailaba sobre la arena, a pocos metros de la playa. Poco a poco hicieron una caseta, unos aseos, iluminaron la pista de baile, instalaron altavoces sobre las ramas más firmes de los pinos y, casi sin quererlo en un par de años se convirtió en un espacio de baile entre dunas, arbustos y muros de piedra, con una vereda sinuosa que llegaba hasta la playa de MigJorn.

Cándido entró en el Edén desde la playa, varios metros antes en la orilla pudo ver a algunos grupos instalados en la arena, sobre amplias esteras de coco. Los camareros del Edén iban y venían trayendo y llevando copas, ocupándose de que las alfombras no quedaran enterradas por la arena. Lo más duro del Edén era el montaje y desmontaje que cada día había que hacer ya que parte del encanto del Edén se encontraba en la orilla y en las dunas, donde cada día se instalaban y desinstalaban minúsculos espacios flotantes sobre alfombras de colores y focos semiescondidos.

Probablemente el Edén no existiera como tal, del mismo modo que nada existía alrededor del Edén, aunque la leyenda contaba que la finca que daba cobijo al Edén pertenecía a un millonario mallorquín que paseaba de incógnito entre la gente, un ermitaño que había prometido preservar el Edén y su entorno sin urbanizar ya que entre sus dunas y matojos había disfrutado del único amor de su vida veinte años atrás. No cabe duda de que todo territorio dispone de su Gatsby.

No le costó descubrir a Muriel bailando sobre la arena con una copa en la mano. Bailaba con los ojos cerrados, más influenciada por las ráfagas de aire que por el son de la música. Pareo, chancletas y el pelo recogido con una goma. Era fácil contemplarla.

Cándido fue bordeando la improvisada pista de baile, aprovechó las zonas de penumbra para no ser descubierto en su avanzadilla, paró un instante en una de las barras para armarse con una copa, no tanto por el deseo de tomar alcohol como por  la necesidad de tener las manos ocupadas.

Próximo ya a Muriel la llamó.

-      ¿Muriel?¡ Muriel!; qué sorpresa.

Ella salió del trance.

-      Hombre, patrón, no sabía que frecuentara estos tugurios.

-      Ya ves, quien no anhela estar en el Edén.

Se aproximaron sin llegar a rozarse, ella volvió a cerrar los ojos y él empezó a seguir el ritmo de la música sin dejar de mirarla. Decenas de personas bailaban junto a ellas, cada una parecía seguir un ritmo diferente, como si en cada cabeza sonara una música distinta.

Pasados unos minutos ella interrumpió su danza y le cogió de la mano.

-      Venga conmigo, patrón.

Le alejó de la pista de baile, de las orilla del mar y le condujo hacia las dunas, donde copetineaban grupos indefinidos de personas recostadas sobre las alfombras.

Se detuvieron frente a una de las dunas, a resguardo del mar se sentía el charloteo animado de un grupo de gente que poco a poco Cándido fue definiendo, dejaron de ser sombras y se convirtieron en un conglomerado ruidoso de hombres y mujeres tan resplandecientes como Muriel, pieles morenas, cuerpos fibrosos, ropas ligeras.

-      Acérquese patrón, quiero presentarle a alguien.

Cándido obedientemente se acercó al grupo.

-      AnneLore, este es mi patrón, Cándido – Cándido cruzó un beso en la mejilla de aquella chica rubia, de pelo corto, risueña aunque con un gesto algo marcial.

-      Ella es la razón de que yo viva me quedara a vivir en Formentera, trabaja como auxiliar de vuelo de una línea aérea noruega. Llevamos 5 años juntas aquí en Formentera.

-      Encantada – dijo AnneLore con un intenso acento escandinavo -. Muriel no para de hablar de usted, del California, de Carmen y de todos los sueños. Ella y yo estamos muy contentas con el nuevo trabajo – AnneLore buscó la mano de Muriel en la oscuridad.

A Cándido se le escapó una sonrisa, dio un largo trago a su copa, ahora sí necesitaba el alcohol. Sacó el móvil del bolsillo y con la pericia de un adolescente escribió un wasap a Carmen, sencillo y escueto: Te quiero Carmen. Pasado mañana me tendréis en Tamariu.

Cándido, que en modo alguno quería ser descortés, estuvo casi una hora departiendo con el grupo, le resultaba complicado saber cómo emparejar a cada quien.

AnneLore y Muriel fueron hacia la pista para bailar de nuevo, Cándido aprovechó la ocasión para retirarse.

No durmió mucho, como siempre, y al amanecer estaba ya corriendo por la playa, esta vez en dirección hacia el Edén, esperaba sorprender a Muriel y a su compañera acurrucadas sobre un pareo tras las dunas. Sin embargo el espacio del Edén había prácticamente desaparecido, el único rastro era el de algún bañista resacoso y los cubos de basura repletos de vasos de plástico y servilletas de papel.

Regresó al California, a la terraza y al café. Muriel no tardó en llegar y repetir su ritual matutino. Cándido siguió escrutando su cuerpo y sus gestos, pensó en Carmen y pensó que Carmen sin duda sabría de los gustos y amoríos de Muriel, sólo así podía terminar de encajar algunas piezas.

Muriel llegó hasta la terraza, radiante como siempre.

-      ¿Café, tostadas?

-      Sí, por favor. Me hizo mucha ilusión que nos encontráramos en el Edén. AnneLore tenía mucha curiosidad por conocerle pero no se atrevía a venir por aquí, dice que no estará a la altura del California. Es vegana.

Rubia, delgada, marcial… Aquello de vegana sonaba como si fuera una extraterrestre.

-      Ella se levanta a las siete de la mañana para llegar al aeropuerto de Ibiza con tiempo, suele cubrir el vuelo de las nueve a Oslo.

-      Yo también me alegré, lleva tiempo rondándome por la cabeza una idea que te querría comentar.

Por un instante Muriel temió que Cándido le declarara su amor.

-      No sé si sabes Muriel que Didí y Clocló son accionistas del California, no tienen muchas participaciones pero desde el inicio quise implicarles en el negocio.

-      No lo sabía.

-      Me gustaría regalarte a ti también un 5% de las acciones, creo que te lo has ganado.

-      Hay patrón, vos lo que quiere es atarme al California. Y yo soy un espíritu libre…

Rieron.

-      … Aunque por ser usted, me lo pensaré. A final de temporada le diré algo.

Aquella mañana recibieron en el California una sorpresa agradable, mister Arkadín, cumpliendo con su palabra les servía por primera vez sus productos, llegaron así unas cajas de polispán que conservaban, protegidos por unas bolsas de gel helado, varias piezas de foie fresco cortados en escalopes individuales, cerrados al vacío, también sirvieron patés de distintos tipos, cofits enlatados, incluso unas mollejas de pato conservadas en grasa que hicieron que a Cló le brillaran los ojos pensando en los aderezos de nuevas ensaladas.

No les dio tiempo a modificar la carta, pero Cándido se comprometió a preparar algo especial para la comida. Fue a su bungalow a revisar notas y recetas hasta dar con la que les permitiría homenajear a mister Arkadín, un risotto de pato con espinacas.

Revisó que en la despensa estuvieran todos los ingredientes. Sacó de la cámara un pato despiezado, deshuesado y dispuesto a ser guisado. Normalmente guardaba el pato para preparar paellas tradicionales pero esta vez le serviría para un risotto.

Puso a hervir los huesos y la carcasa del pato con unas verduras para preparar un caldo de ave. En una hora y media tenía ya un caldo oscuro y burbujeante.

Cogió las dos pechugas del pato, le retiró la piel ayudándose con la punta de un cuchillo, picó la piel del pato con la grasa en juliana, y la echó sobre una cazuela metálica con el fuego medio. Rápidamente el recipiente se engrasó y la piel fue tostándose, bajó el fuego. En diez minutos toda la grasa se había licuado. Ayudándose de una espumadera retiró los elementos sólidos y dejó templar unos segundos la grasa.

Tenía ya preparada una cebolla picada y dos dientes de ajo también picados. Los puso a sofreír en la grasa, con cuidado de que no se arrebataran. Rápidamente fue transparentándose la cebolla y confitándose el ajo.

Mientras se atontaba la cebolla picó las dos pechugas de pago en pequeñas tiras, completó el picadillo con 100 gramos de panceta, una cucharada de postre de salvia, la ralladura de un limón y cuatro anchoas, que sacó de un bote de conservas.

Fue removiendo la mezcla con una cuchara de madera para que la carne se fuera cocinando. Pasados 3 minutos añadió al guiso un vaso colmado de vino blanco seco y un chorrito de vinagre balsámico. Subió el fuego para que se evaporara el alcohol, luego lo bajó al mínimo y añadió un primer cazo de caldo caliente. El pato necesitaba un cuarto de hora para estar tierno.

En la despensa guardaba un paquete cerrado al vacío con arroz, un vialone nano que había comprado para cuando se animara a incorporar los risottos en la carta – no en vano Formentera había ocasiones que parecía territorio italiano.

Calculó casi medio quilo de arroz, lo incorporó al guiso y fue mezclándolo ayudado de la cuchara.

El ritual del risotto le obligaba a ir añadiendo caldo caliente en pequeñas cantidades, moviendo constantemente, sin dejar que el arroz quedara seco.

En 15 minutos el arroz estaba en su punto, cremoso. Añadió 125 gramos de mantequilla cortada en daditos, el zumo de un limón, sal y pimienta, así como 200 gramos de hojas de espinaca fresca, cortadas en juliana.

Tapó la cacerola para que las espinacas se cocieran durante dos minutos con el vapor. Pasados los dos minutos destapó la cazuela para añadir 150 gramos de queso parmesano rallado que integró rápidamente en el arroz removiendo con el cucharón. Volvió a tapar la cazuela y llamó a todos a la mesa. Ordenó que se abriera una botella de tinto del Veneto.

Encendió la plancha y puso el fuego al máximo para pasar por la plancha cuatro escalopes de hígado de pato fresco, cortesía del Mr. Arkadín, los tuvo en la plancha un minuto por cada lado y los sirvió sazonados con unas escamas de sal maldon, con una espátula, en la orilla un plato llano grande, junto al escalope de pato sirvió un par de cucharones del risotto, la crema del arroz fue cruzándose con la grasilla del hígado del pato y la orilla que formaban ambas grasas se convirtió durante unos instantes en la orilla del edén. Cortó una punta del foie con el tenedor lo deslizó por la conjunción de grasas hasta dar con unos granos de arroz. Muriel, Didí y Clo observaron al patrón y le imitaron en sus gestos.

Tras el primer bocado brindaron por el California.

A los postres Cándido anunció que pasaría unos días fuera con Carmen y los chicos para intentar restañar las heridas del primer embate del California en su familia.