miércoles, 24 de julio de 2013

CAP.CCLVII.- Veinte recetas de arroz y una canción desesperada: El arrós del senyoret.


Incluso en las épocas de mayor estrés laboral Cándido había mantenido cierta fidelidad con el gimnasio; al caer en paro lejos de abandonarse Cándido intensificó su actividad física y, sin llegar a ser un vigoréxico, lo cierto es que había conseguido adelgazar unos kilos y afinar la musculatura. Los primeros paseos por la playa de Migjorn, el pelo un poco más largo, igual que las patillas, le habían quitado varios años de encima y le había instalado en una edad ambigua de maduro resultón y pinturero. Carmen estaba encantada de que pese a todos los pesares no se hubiera abandonado.

Cándido llegó a Barcelona al filo de la medianoche del viernes, Carmen salió a recogerle al aeropuerto. El día siguiente pensaba comunicar a la familia la compra del “viejo pescador”, ahora Hotel California, así como su intención de ir a vivir a la isla. El restaurante tenía anexado un bungalow que terminaría de acondicionar, una estancia con tres dormitorios, un amplio salón y un minúsculo baño construido con paneles de cristal translúcidos en el jardín.

Cándido tenía pensado cocinar la noticia cocinando un exquisito arrós del senyoret, una receta que había aprendido en Denia y que requería cierta paciencia, mucho mimo.

Nada adelantó a Carmen, aunque ella barruntaba que las visitas a Formentera le depararían alguna sorpresa, aunque pensaba que su marido, de natural cauto, se lo pensaría con mucho cuidado.

Para el arroz del señorito Cándido compró un paquete de un kilo de arroz senia, directamente traído de la albufera, para el guiso del sábado le bastaban 400 gramos. Amaneció en el mercado del ninot e hizo guardia para asegurarse de que compraba los primeros mariscos: 600 gramos de gambas de Palamós, 600 gramos de cigalas de la Rápita, 600 gramos de Benicarló, 3 tomates de pera, dos cebollas pequeñas, 4 dientes de ajo, azafrán en hebra, 4 ñoras y casi dos litros de caldo de pescado. Con esos ingredientes prepararía el arroz, sin embargo se animó a cumplir hasta el kilo de cada uno de los mariscos ya que de primero quería preparar un pastel de marisco a base de colas de gamba, de langostino y de cigala, cuatro huevos hermosos, una lata de leche ideal, sal, pimienta y perejil fresco, picado, batido y cuajado al baño maría nada más llegar a casa para que estuviera a punto para la comida.

Hecho el pastel y dado que a las nueve y media de la mañana todavía no había nadie despierto en la casa, bajó a comprar unas botellas de vino blanco, Belondrade, que sabía que era el preferido de Carmen.

En un tupperware de capacidad de un litro lo llenó casi por completo de agua caliente y dejó las ñoras en remojo abiertas por la mitad.

Para este arroz se necesitaba una paellera muy amplia, de modo que quedara una capa muy fina, casi de un gramo de grosor. Cándido engrasó la paella para sofreír ligeramente el marisco, con un par de dientes de ajo.

Mientras realizaba estas tareas mecánicas Cándido recordó las circunstancias en las que adquirió el restaurante, su dueño, Monsieur Pangloss, era un marsellés que superaba los setenta años, seco como un sarmiento, requemado por el sol y una mata de pelo blanco, hirsuto, desordenado, que le daba un toque bohemio aunque algo trasnochado.

Para firmar los papeles Pangloss convocó a Cándido en una terraza cerca de la playa de la tramuntana, el txiringuito se llamaba El Aeródromo y, en función de las rutas aéreas, se podían ver llegar los aviones que aterrizaban en el aeropuerto de Ibiza, volaban tan bajo que era sencillo distinguir las compañías.

Monsieur Pangloss le citó sobre las 12 de la mañana, cuando Cándido llegó aquel caballero apuraba ya el primer whisky con hielo.

-      Es relajante ver llegar los aviones casi en fila – le recibió el francés -, llevo años haciéndolo. En primavera la frecuencia es cada 20 minutos, a finales de julio y durante la primera semana de agosto desfilan cada cinco minutos. A medida que se acerca septiembre el rito se apacigua.

-      Sí que es entretenido, cuando abrieron el aeropuerto de Barcelona mi padre nos llevaba al bar de la terminal a que viéramos entrar y salir aviones. Veo, señor Pangloss, que no sólo habré de agradecerle la venta del restaurante, sino también el descubrimiento de esta terraza.

-      Además la bebida no es de garrafa. Me permitirá que le pida un Johnny Walker doble negro con mucho hielo, creo que es el único local de la costa en la que tienen esta categoría de alcoholes.

-      No acostumbro a beber por la mañana.

-      Ya se acostumbrará. Además le conviene estar un poco bebido antes de firmar. Es consciente de que no me está comprando nada?

-      No sé crea, estoy comprando parte de su felicidad.

-      Visto así, puede que me haya quedado corto en el precio.

-      Todavía está a tiempo de echarse para atrás. El dinero regresa rápido al banco; en ese caso quedará disculpado sólo si paga las copas.

-      Estoy cansado y me irá bien el dinero para escapar de la isla, no soportaría a un italiano más.

Cándido en realidad no compraba nada, sólo arrendaba el local – propiedad de Monsieur Pangloss -, así como los bungalows anexos con el compromiso de no despedir al servicio – Didí, CloClo, Mustha y su hermano Ibrahim, que ayudaba los fines de semana -; el traspaso del arriendo le costaba a Cándido 150.000 euros que debía pagar en efectivo y un canon de 30.000 euros al año pagados en cuotas cuatrimestrales ingresados en una cuenta domiciliada en Marsella; el arriendo por 15 años, prorrogables, con una opción de compra transcurridos 20 años, a precio de mercado a esa con un descuento del 50%.

Costó tres o cuatro whiskys la firma, cuatro  whiskys y casi un centenar de aviones de distinto origen. Cándido y Pangloss competían intentando ser el primero en identificar la compañía, el francés ganó de goleada.

Cándido echó por tandas el marisco en la paella, retirándolo tan pronto como tomaba una brizna de color. No convenía que quedara muy hecho.

Bajó el fuego al mínimo, incorporó un poco más de aceite y picó los dientes de ajo y las cebollas.

Carmen y los niños se fueron levantando. Estaban acostumbrados a las intermitencias de Cándido y a sus regresos fulgurantes, cargado de productos exquisitos, sin dar grandes explicaciones. Desayunaron en la cocina, pendientes de las maniobras de Cándido, que les espetó:

-      Necesito que cada uno de vosotros me deis vuestra definición de felicidad.

Se hizo un silencio sepulcral, roto solo por Carmen que, como quien no hubiera escuchado nada, preguntó:

-      ¿ Quién me pasa los croissans ?

-      No es ninguna coña – reiteró Cándido – necesito saber cuál es para cada uno de vosotros la idea, el concepto de felicidad. Empieza tú, Biel – era el pequeño.

-      No sé, papi, supongo que uno es feliz cuando tiene todo lo que quiere.

-      Y tú, Miquel.

-      Seré feliz cuando consiga los objetivos que me he marcado – era mayor y ya pensaba en el futuro.

-      Quedas tú Carmen.

-      No me digas tonterías, Cándido, pasas cuatro días fuera y vienes con tonterías.

-      No son tonterías, hablamos poco de la felicidad.

-      Bueno, si te empeñas, para mí la felicidad es ver felices a todas las personas que quiero.

Se hizo de nuevo el silencio, hasta que Carmen lo quebró.

-      Bueno, campeón, quedas tú por desvelarnos tu concepto de felicidad.

-      La felicidad termina siendo una combinación de vuestros tres conceptos.

-      Eres un tramposo.

Cándido sacó las ñoras del tapper y con ayuda de una cucharilla desprendió la carne rojiza para que se mezclara con el sofrito. El líquido en el que se habían esponjado las ñoras se incorporó a una cazuela en la que había caldo de pescado. Cándido peló los tomates, quitó las pepitas y los ralló sobre la cebolla, el ajo y las ñoras. Añadió un poco de sal, una cucharadita de postre de azúcar y mientras su familia terminaba de desayunar terminó de vigilar el sofrito removiendo de vez en cuando. Aprovechó el tiempo pelando el marisco y dejando cáscaras y cabezas en el caldo.

Pasado un cuarto de hora apago el fuego y cubrió la paella con un paño. A las dos reanudaría el guiso. Propuso un paseo familiar, sólo Carmen le secundó, los chicos tenían que estudiar.

A las dos de la tarde regresaron, abrieron una de las botellas de vino y Cándido encendió de nuevo el fuego tanto de la paella como del caldo de pescado con los restos de marisco.

Cuando el aceite de la paella empezó a chisporrotear incorporó el arroz, medido en tazas, poco más de 400 gramos, lo dejó unos minutos distribuyéndolo con una gran cuchara de madera, mezcló bien con el sofrito y no le importó que algunos granos se doraran ligeramente. Distribuyó unas hebras de azafrán y cubrió con el caldo, a razón de dos tazas de caldo caliente por cada taza de arroz. Pasados 15 minutos a fuego vivo añadió los cuerpos del marisco completamente pelados y limpios. Metió los tres últimos minutos la paella en el horno, previamente calentado a 200 grados. Cuando el arroz del señorito estaba en el horno llamó a la familia a la mesa, en la que le esperaba cuajado y desmoldado el pastel de pescado y marisco con unos cuencos de mayonesa que ligó en un instante.

Todos dieron cuenta rápida del pastel de pescado, los niños repitieron, Carmen y él apuraron un par de copas de vino. El arros del senyoret reposaba humeante sobre una tabla de madera.

Antes de servir el arroz Cándido anunció:

-      Familia, he comprado un pequeño txiringuito en Formentera, con un restaurante que pienso llamar Hotel California; me gustaría que todos nos fuéramos a vivir a la isla en cuanto terminéis los colegios.

-      Estás loco – dijo Carmen sin levantar los ojos del plato -, más loco de lo que pensábamos.

Los chicos hicieron como si no hubieran oído nada y mantuvieron su conversación anodina a cerca de los estudios y las perspectivas de veraneo, la verdad es que no era mala perspectiva la de veranear en Formentera.

De postre tomaron helado de limón. Carmen y Cándido se quedaron haciendo la sobremesa mientras apuraban el vino. Cándido le enseñó el catálogo expresionista que había comprado meses antes en Londres, le preguntó si conocía que hubiera algún cuadro de Soutine expuesto en Barcelona.

3 comentarios:

  1. Emotivo blog y bonito cuadro. Para mí la felicidad radica en ver felices a quien me rodea y en estos momentos soy la más feliz del mundo, una sonrisa que me dediquen es muy importante y poder sentirte útil, enormemente gratificante y acostarte sin remordimientos es "lo más de lo más". Jubi

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  2. Que bonito Jubi........

    LSC

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    1. Subo de cenar en este momento y te doy las gracias. Jubi

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