lunes, 18 de agosto de 2014

CAP.CCCXXXVI.- Un verano en Mallorca (7ª Jornada).


Un verano en Mallorca (7ª jornada).- Morir es ser falsificador, porque es la falsificación de un hombre el que no tiene vida de un hombre: pero falsificar la muerte, cuando un hombre vive por eso, no es ser una falsificación, sino ciertamente la verdadera y perfecta imagen de la vida.

Fue una pena que la baronesa de Charlús hubiera preferido no convertirse en un cadáver, un cadáver hubiera transformado por completo el verano, habría terminado con las imposturas. Un asesinato habría llenado de policías Villa Amaranta, todos y cada uno de los señores hubieran tenido que construir su verdad y dudar de la verdad de los otros. La sospecha se habría instalado en el palazzo y quién sabe uno o incluso varios de los amos habrían pasado por los calabozos, un contrapunto a su confortable estancia en Villa Amaranta.

Si un asesinato daba una tonalidad distinta al verano, un accidente probablemente le habría dado mayor profundidad, quizás habría perdido el toque misterioso de la investigación, pero un accidente habría sin duda minado mucho más la casi inexistente moralidad de mis señores; el accidente no habría evitado la reconstrucción policial, el jaleo mediático de una muerte inexplicable en mitad del plácido veraneo mallorquín, además hubiera culpabilizado a todos ellos, puede que incluso a mí, de los últimos y fatales momentos de la baronesa.

La muerte accidental de la baronesa nos habría obligado a todos a reconstruir las últimas horas, las últimas acciones y omisiones. Quizás la duquesa se arrepintiera de haber seducido al barón; el barón se habría preguntado de la razón que le había llevado a abrir las últimas botellas de champagne, haber obligado al resto de comensales a apurar las últimas copas. Los señores de Swann tal vez se hubieran sentido culpables de haber abandonado precipitadamente la sobremesa, no haberse percatado de las consecuencias finales de una alegre cena de amigos aparentemente cordiales. El duque sin duda hubiera sentido haber invitado a la baronesa a bajar al embarcadero, proponerla un baño desnudos, nadar hasta la playa y dormitar en el suelo hasta el amanecer. El duque se hubiera convertido en la última persona que vio viva a la baronesa antes de que desapareciera en el mar.

La angustia de las horas de espera habría tenido mayor sentido de haber aparecido el cadáver de la baronesa, la espera no habría sido en vano.

Sin cadáver el episodio de la quinta jornada no hubiera quedado en un momento frívolo, casi cómico, de ver subir a media mañana a la baronesa completamente desnuda, amodorrada y molesta porque hubiera retirado sus ropas de la caseta del embarcadero.

Un cadáver seguramente habría derribado la colina inexpugnable en la que llevaban años instalados los duques de Guermantes y los señores de Swann, probablemente su imagen desencajada en los diarios estivales, ávidos de noticias sobre todo morbosas, les habría convertido en unos parias sociales, les habría alejado incluso de mi mundo, el de los súbditos y discretos servidores. Un cadáver tal vez les hubiera humanizado, de manera trágica eso sí.

Cati, la pobre Cati Alomar, no había sido premiada con un cadáver flotando a la entrada de una playa recóndita a principios de un agosto cálido; no había sido recompensada con un muerto que pesara sobre las conciencias de los señores, que les hubiera obligado a buscar complicidades entre ellos, tal vez conmigo. Un cadáver les hubiera obligado a abandonar el confort de la terraza y buscar el refugio de las habitaciones con las ventanas cerradas, fuera de los objetivos de los fotógrafos furtivos.

Si tanto añoraba un cadáver tal vez estaba al alcance de mi mano conseguir uno; las cocineras tienen a su alcance ingredientes letales que pueden fulminar a los estómagos más resistentes; un cuchillo afilado introducido correctamente entre el omoplato y las costillas superiores puede reventar de un pinchazo certero el corazón más en forma; incluso en las tardes o noches de borrachera un certero empujón puede precipitar a la muerte a un amo o ama descuidado.

Los cadáveres que estaban a mi alcance no tendrían la elegancia de un muerto flotando a la deriva en un mar calmo y azul; el rictus de un envenenamiento, por sofisticado que fuera, queda lejos del fantasmal rostro hinchado de un ahogado marino; y la sangre, la sangre, es tan escandalosamente roja que desconfigura a cualquier muerto.

Aunque pudiera llegar a considerar el asesinato como una de las bellas artes, me faltaba talento para el crimen; debía conformarme con el talento mediocre de ser una matarife de gallinas y de conejos, verdugo de langostas y bogavantes. Por mucho que pudiera especular me faltaba talento para el crimen y tampoco había tenido nunca el arrojo para un homicidio pasional, me había acostumbrado a una vida sin pasión.

Una vida carente de pasión, ni la había tenido ni la había generado, a lo sumo me había conformado con las migajas de algún encuentro casual, de algún amante lerdo y timorato. No había despertado pasiones, tampoco recuerdo haberlas tenido; eso si había conseguido despertar algún interés trabando un buen pil pil o consiguiendo un punto correcto en el almíbar que podía endulzar un bizcocho.

Poco a poco me había recluido en mi cocina, en los secretos de los fogones y sólo allí conseguía un gesto de admiración o de respeto. Cati la cocinera, Cati la gorda, Cati la vieja, Cati Tafal.

Mentiría si dijera que tuve una infancia dura, mi madre me protegió y puso a mi alcance todo aquello de lo que ella carecía; tuve una adolescencia cargada de cumplidos y de oportunidades aunque mi físico y mi personalidad, por entonces apagada y huidiza, me alejaron de los focos pasionales, ni como receptora ni como generadora de pasión. Con suerte el paso de los años habían conseguido sintonizar mi físico con mi vida, escondida bajo un mandil o con una bata ancha de color gris perla o azul pálido me convertía en un cacharro más de la cocina.

Llegados a este punto en mis reflexiones comprendí que me había pasado en mi dosis de coñac de la noche anterior, incluso los licores más nobles pueden terminar por causar estragos en el cuerpo y en el alma de mayor fortaleza.

Amanecí con la boca pastosa, la garganta seca, la espalda dolorida y la cabeza invadida por densas telas de araña. De haber tenido un impulso de pasión me habría levantado presta y habría acuchillado a los señores de Swann y a los duques de Guermantes con tajos certeros, sin darles tiempo a despertar. Pero como me faltaba talento para el asesinato opté por darme una ducha de agua fría, tomarme un café bien cargado y bajar a comprar ensaimadas y croissans a los señores.

Tuve que tomarme otro café en el pueblo, un café eso sí alegrado con un chorrito de ron; cargué la cesta con la bollería más selecta y marché hacia la pescadería, dispuesta a gastar lo que fuera necesario para dar satisfacción a mis señores.

Cuando entré en la pescadería estaban descargando unos mejillones con una pinta estupenda. Las aguas mallorquinas probablemente no sean buen criadero de mejillones, aunque ahora instalan bateas en los sitios más extraños. Lo cierto es que aquellos mejillones tenían un aspecto magnífico, no eran muy grandes, la concha limpia de un intenso y brillante color negro, cerrados herméticamente. Compré tres kilos, menos no merece la pena. Además compré cigalas, dos serviolas grandes y un san pedro que aseguraban que había sido pescado pocas horas antes.

De regreso en Villa Amaranta, cuando todavía no habían despertado ni tan siquiera los filipinos, empecé mis tareas de cocina.

Puse los mejillones en la pila y abrí el chorro de agua para que se limpiaran bien; lo más desagradable es quitarles los filamentos estropajosos que les crecen entre las valvas, si el mejillón tiene el aspecto del sexo de una mujer está claro que esos pelos sólo podrían ser pelos de coño.

Lavados y depilados, dejé los moluscos en un barreño en un lugar fresco de la cocina, un balde con agua y dos puñados generosos de sal gorda; tendrían que reposar un par de horas para eliminar del todo la arena. Conviene esmerarse en el preparado de los mejillones para evitar sorpresas.

Pasado ese tiempo los escurrí de nuevo bajo el chorro de agua. Ya estaban preparados. Los envolví en paños humedecidos y los acomodé en la nevera para que resistieran bien hasta la hora en la que fueran cocinados.

A última hora de la tarde desembarcaron los señores, con sus ruidosos hijos, fueron directamente a la piscina y allí estuvieron un buen rato con bromas, chanzas y jaleos. Me arrepentí de no haberles acuchillado, troceado y almacenado en las cámaras frigoríficas de la casa, eso me hubiera permitido disfrutar de una verano plácido en Mallorca, aunque para que el plan fuera perfecto tendría que haber liquidado también a los filipinos. Mucho muerto para mi frágil iniciativa.

Volví a mis quehaceres y después de sacar algunas frutas y sándwiches para aplacar los apetitos desmedidos del anochecer, busqué la cazuela más grande de la casa – tres kilos de mejillones son aparatosos de manejar -; puse un chorro generoso de aceite de oliva y 75 gramos de mantequilla, el fuego no muy fuerte. Piqué una cebolla, abundante perejil, una hoja de laurel, una pizca de tomillo, una cucharadita de curry, una pizca de hinojo, un diente de ajo picado, sal, pimienta y una cucharada de harina, que sirve para blanquear un poco la carne del mejillón y engordarla, la harina hace que la carne de los mejillones casi doblen su volumen.

Removí la cazuela bien durante 5 minutos con una cuchara de madera, pasados los cinco minutos le añadí un vaso colmado de vermut blanco seco, podría haberle puesto una copa de vino blanco o un chorreón de champagne; subí un poco el fuego para que salieran bien los vapores del alcohol y vertí el cuenco con los mejillones, le di un meneo con las asas a la cazuela para que se colocaran bien, avivé un poco más el fuego y esperé a que se fueran abriendo.

En 8/10 minutos, quizás un poco más, se han abierto la mayoría de los bivalvos, los que no se abran en ese tiempo conviene desecharlos. Los franceses suelen servir los mejillones sólo con la concha en la que queda enganchada la carne, por eso me entretuve en quitarles una de las conchas a cada mejillón mientras los depositaba cuidadosamente en una bandeja. Los belgas acompañan los mejillones con patatas fritas – moules avec frites.

Colé el caldo de la cocción y lo pasé a una cazuela un poco más pequeña, bajé al mínimo el fuego para que fuera reduciendo. En una sartén puse 50 gramos más de mantequilla y cuatro cucharadas de harina, hice una especie de roux cremosa a la que fui incorporando el caldo reducido de haber abierto los mejillones, fui removiendo con unas varillas hasta que quedó una salsa espesa.

En un bol de cristal mezclé dos yemas de huevo con media taza de nata líquida, con ayuda de dos tenedores batí bien la mezcla y luego le fui incorporando la salsa que había preparado, la salsa estaba templada. Recuperé la cazuela grande y pasé allí la salsa ya trabada, puse el fuego al máximo para que rompiera a hervir, no debía parar de remover para evitar que la salsa se pegara al fondo. Corregí de sal y de pimienta, exprimí medio limón sobre la salsa y le di un nuevo meneo antes de pasar de nuevo los mejillones a la cazuela para que se impregnaran bien de la salsa y recuperaran temperatura. Bajé el fuego y dejé que cociera todo tres minutillos más.

Preparé una buena cantidad de arroz pilaf, busqué una bandeja grande y formé con el arroz una gran corona, en el centro irían los mejillones calientes, adornados con abundante perejil picado.

En el bodegón de Chardín titulado La Raya el gato en realidad se aleja espantado de la concha de unos bivalvos.

1 comentario:

  1. Solo faltaba Hércules Poirot en la historia, Cati tiene buena imaginación, que suerte poder poner una Cati en nuestra vida tan imaginativa a la hora de cocinar. Que espectacular bandeja de mejillones y que ricos que son, aunque subo de cenar con gusto me comería un buen platito de ellos. Jubi

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