Se acerca la verbena
de San Juan y hay que actualizar los menús de fiesta. En casa querían que
preparara “Salpicón de Marisco”, todo un clásico de la cocina “viejuna”. Lo del
salpicón me recordaba a las cartas de los restaurantes de playa de los años
ochenta, cuando era niño. Salpicón de marisco y cocktail de gambas (podía
escribirse también cóctel de gambas, pero no sonaba tan bien) eran lo más de lo
más, un entrante digno de reyes (también es verdad que estaba el melón con
jamón, que era más de batalla).
Pensé que los
viejovenes de la cocina habrían reformulado hasta la saciedad el salpicón de
marisco, que si ponía en google “receta del salpicón” me lloverían miles de
ideas, variaciones y teorías que convertirían al salpicón en el rey de las
barras de verano. Estaba convencido de que los exégetas del salpicón afirmarían
que allí estaban las bases del ceviche y que serían capaces de acevichar el
salpicón macerando los langostinos con zumo de lima, eliminando del vinagre y
añadiendo cilantro en vez de perejil picado.
Mi gozo en un pozo.
Poca cosa hay en la red que tenga gracia, las recetas que he revisado navegando
durante una semana son muy ramplonas, parecen redactadas por los libros de la
Sección Femenina de los años 60 del siglo pasado.
Ante la desilusión
de internet, busqué en los libros tradicionales pensando que allí aparecería la
luz, incluso revisé los especiales de cocina de la revista Hola y del lecturas,
con sus fotografías satinadas y sus introducciones finolis. No he conseguido
nada especial, nada que haga saltar la chispa al maltratado salpicón, que
parece condenado a ser un plato rancio, de esos que maceran tristemente en las
barras de marisquerías trasnochadas.
Creo que he
consultado medio centenar de recetas, por llamarlas de algún modo, algunas de
los cocinillas más afamados. Poca cosa, lo primero que sorprende es que la
combinación de pescados y mariscos no es libérrima. Algún filogallego propone
prepararlo con lomos de rape cortados a taquitos, otros se conforman con una
merlucilla de andar por casa y, la mayoría, nada dice del pescado.
Hay un consenso
universal en que el salpicón sin langostino no es salpicón, los que ponen fotografías
enseñan unos langostinos despistados del mar pacífico, de esos que duermen
semanas en cámaras frigoríficas y que cuando se pelan dejan los dedos teñidos
de una sustancia rosácea que parece cera. De nuevo los filogallegos aconsejan
combinar carne de centolla o de buey de mar con el langostino. En los
recetarios más chonis no se cortan un pelo y dicen que el las barritas de
cangrejo sintético van de maravilla. En definitiva, los gurús de la cocina
confunden la libertad genialoide del salpicón, concebido como un plato fresco
de aprovechamiento costero, con el libertinaje. Creo que a los influencers de
los fogones se la “sopla”, en términos culinarios, la resurrección del salpicón.
Un 15% de las
recetas consultadas consideran que el salpicón si quiere ser tal debe llevar
unos mejillones hervidos, sin que lleguen a dominar el plato, como nota de
color. Creo que hay una rama purista que considera que el salpicón de marisco
no puede llevar moluscos ya que corre el riesgo de convertirse en un salpicón
de moluscos.
Pensaba que
encontraría propuestas radicales que propondrían añadir agua de coco o leche de
tigre al salpicón, pero hay poco innovadores del salpiconado. Nadie sale del
vinagre de jerez y el aceite de oliva ligeramente batido con un tenedor.
Toda la parroquia
coincide al defender que el salpicón auténtico es el que macera durante
horas/días/semanas en un gran bol de cristal transparente. Parece que la secta
de los cevicheros ha renunciado a evangelizar a los salpiconeros advirtiéndoles
que una exposición muy prolongada del marisco y del pescado al ácido pueden
malograrlo y convertirlo en un trago de vinagre con tropezones insípidos.
Parece que los tiempos del zumo de lima, la gota de tabasco y demás liturgias
de los acevichamientos aquí no se aplican.
La blasfemia
salpiconera llega al punto de que los recetarios prefieren que los langostinos
y el pescado se cuezan en agua hirviendo con sal en pez de pasarlos por la
plancha y concentrar su sabor.
Algún marmitón
zalamero recomienda añadirle patata hervida en daditos para aumentar el volumen
en el caso de que aparezca la familia extensa a comer o a cenar. Otros dicen
que un par de huevos duros picados también encajan bien para aumentar volumen
sin pudor.
Solo hay un mínimo
común a todo salpicón: debe llevar cebolla picada (sin matices) y pimiento
verde y rojo, también picado.
Con los anteriores
mimbres los razonable hubiera sido renunciar a hacer el salpicón y buscar, por
las simas de las modernidades, un plato mucho más cool, pero como soy un
diletante que asume su cuota de ridículo, he decidido enfrentarme al salpicón,
pero sin la tentación de convertirlo en un plato marciano.
Primera decisión,
los langostinos tendrán que ser mediterráneos, huir de langostinos congelados
(anatema), pasarlos por la plancha con un chorrito de aceite y un puñado de
sal. Dejar que chisporroteen hasta que les mude “la color” y pasen del rosa
desaliñado al rojizo apetecible. 200 gramos de langostinos son más que
suficiente.
El langostino solo
no convierte el salpicón en salpicón de marisco, sino en salpicón de
langostino. Para el uso del plural necesitaré otro marisco que aguante bien los
embates, me gustaría un buey de mar, pero me conformaré con un bogavante que
todavía castañee, no muy grande. Partido transversalmente y a la plancha.
No creo que sea
conveniente usar cigalas, son muy suyas y ese encanto dulzón de la buena cigala
se perdería con el golpe de vinagre.
Me quedaba la duda
del pescado. Si los rapes siguen bien de precio le pico un lomo (150 gramos, no
más), pasado por la plancha primero.
Pico en daditos el
marisco y el pescado. Lo pongo en el bol.
Me animo a poner un
puñado de mejillones, éstos sí los escaldaré, le pondré una cucharada de harina
para que engorde la carne y queden apetitosos y brillantes.
Una docena de
mejillones serán más que suficientes.
Mezclaré los frutos
de mar bien, sin apelmazarlos (conviene que las carnes no queden muy hechas
para que no se deshagan).
Dos huevos duros
picados también irán al bol.
Sal, pimienta y una
pizca de ralladura de limón para que empiecen a macerar. Un chorro generoso de
aceite de oliva, que ayudará a conservarlo mejor. Bien tapado con papel film y
a la nevera.
Toca el turno de la
verdura, primero la inefable cebolla. Picaré una cebolleta del tamaño del puño
de un niño, también picaré media cebolla morada (por aquello del contraste),
medio pimiento verde (de los largos y estrechos), medio pimiento rojo (de los
largos y estrechos también). El pimiento termina siendo muy invasivo, así que conviene
no pasarse.
Por cuestión de
gustos familiares creo que picaré también medio pepino y un cuarto de bulbo de
hinojo. Mezclo la verdura bien en otro bol, la salo y le pongo un golpe mínimo
de tabasco (dije que no quería hacer un salpicón peruano, pero nada dije de que
pudiera ser un poco pendejo). Si he sido capaz de salvar algo del caldillo que
destilaron los langostinos y el buey de mar, con ese caldillo haré la vinagreta
de la verdura, con vinagre de manzana (pequeña licencia).
Verdura por un
lado, con un ritmo de maderación, pescado y marisco por otra, también a su
ritmo. La mezcla le haré una hora antes de servirlo, con la indicación de que
quien se quiera tomar el pescado y el marisco con mayonesa, sin rastro de la
vinagreta de verdura, podrán hacerlo, siempre que asuman que aquello no es un salpicón,
sino un salpiquín.
Los que quieran
solo verdura, como una pipirrana murciana, también podrán tomarlo, como
guarnición.
Solo los más
aguerridos se atreverán a mezclar los dos boles y lo harán en la proporción que
consideren oportuna, a gusto del consumidor.
No sé si con eso
rescato al salpicón de la noche de los tiempos.
Me gustaría que los
que probaran mi salpicón pensaran en los colores y en los juegos de Kandisky.
Por pedir que no quede.

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