No recuerdo haber
escrito una receta específicamente picante, de hecho, no suelo utilizar
ingredientes picantes en mi cocina. Sin embargo, siempre he tenido una extraña
atracción por el picante, no sabía muy bien a qué se debía.
En casa no son muy
del picante, así que evito o enmascaro los guisos en los que el picante es un
elemento esencial; incluso niego haber utilizado picantes en los platos por
mucho que a algún comensal se le salten las lágrimas.
El picante te
invita al juego, te coloca al borde del abismo. Es adictivo. Como comenta algún
amigo, te coloca en el reverso tenebroso que todos llevamos dentro.
Tengo un amigo
mexicano con el que comparto muchas aficiones, entre ellas la del buen comer.
Hace una semana nos invitó a cenar a su casa, cocinaba él, quería prepararnos
una comida típicamente mexicana y eso obligaba a coquetear con el picante,
aunque fuera en dosis mínimas. Todos los amantes del picante cuando invitan a
comer a un neófito aseguran haber echado el mínimo posible, sin embargo para el
comensal esa cantidad ínfima de picante puede convertirse en insufrible.
Como decía, siempre
he sentido una perversa afición por el picante, una atracción que iba más allá
de lo meramente gastronómico, una especie de atracción fatal que puede llegar a
tener un componente masoquista, también erótico. Un plato con picante se
convierte en un reto, el reto de saber hasta dónde llega mi límite. Tuve alguna
experiencia en Tailandia que, contada en la distancia, resulta graciosa, pero
allí fue casi insoportable.
La cena en casa de
este amigo mexicano me ha llevado a estudiar un poco más el mundo de los
picantes, puede que incluso en los próximos días, aprovechando algún
compromiso, me atreva a volver a jugar con las intensidades.
Lo primero que debe
aclararse es que el picante no es un sabor, por lo menos no debe incluirse
entre los sabores. El picante en realidad es un “dolor”, las sustancias que llevan los productos que pican engañan
al cerebro, que activa sus mecanismos de defensa para protegerse de una
situación que se percibe como dolorosa, extremadamente dolorosa. Al tomar un
plato con picante nuestro celebro piensa que nos estamos abrasando, quemando
por el fuego, y activa los mecanismos de defensa ante un calor extremo, por eso
sudamos, nos lloran los ojos, se nos altera incluso el ritmo cardiaco,
resoplamos. La capsaicina estimula los receptores térmicos de la piel,
especialmente las mucosas.
La sustancia que
activa estos mecanismos de defensa cerebral se llama capsaicina, un compuesto
orgánico, un alcaloide, que normalmente se encuentra en las semillas de los
pimientos y los chiles.
El grado de picor
se mide en unidades scoville, un sistema de medida ideado por un científico
inglés a principios del siglo XX. La intensidad del picor se establece a partir
de la dilución en agua azucarada de una solución de extracto de chile (https://www.elespanol.com/cocinillas/actualidad-gastronomica/20141201/mide-picante-escala-scoville/8749129_0.html).
EL sistema de medidas es inverso, es decir, se trata de que quien pruebe la
mezcla no perciba el picante, por lo tanto, cuanto más picante es el producto,
más cantidad de agua azucarada debe ponerse para diluirlo.
Un pimiento verde
de los que usamos en España en la cocina no pica. EL peperoncino italiano tiene
entre 100 y 500 unidades en la escala Scoville. El pimiento del piquillo entre
500 y 1000 unidades. El pimiento de padrón entre 1000 y 5000, la salsa de tabasco entre 2.500 y 5000. Nos
ponemos serios, un pimiento jalapeño o chipolte puede llegar a 10.000; el chile
serrano hasta 23.000, la pimienta cayena hasta 50.000, el chile tailandés hasta
100.000. Los distintos tipos de chiles habaneros alcanzan los 577.000 (palabras
mayores). Hay chiles orientales que alcanzan los 2.000.000 y la capsaicina pura
los 16.000.000 de unidades.
El abanico es
amplísimo, aunque hay quien se queda en un pimiento de piquillo y ya le ve los
ojos a la muerte.
La capsaicina
estimula los receptores del calor que tenemos en la piel, por eso la pimienta
pica no sólo cuando la probamos en la boca, donde tenemos las papilas
gustativas, sino también cuando entra en contacto directo o indirecto con zonas
mucosas (los ojos, la nariz) o con zonas especialmente sensibles, muy alejadas
de la boca. Por eso el consumo de picante puede activar no sólo el gusto, sino
también el juego de placer y de dolor.
La capsaicina
engaña al celebro, lo pone en guardia frente a una hipotética agresión que no
llega a producirse. Jugar con el picante es jugar con los engaños, trasladar a
la mesa el juego del placer, pero también del dolor. La capsaicina tiene, así,
un efecto adictivo que hace que quien consume picante quiera seguir
consumiéndolo, incluso en mayores dosis, por eso los amantes del picante
aseguran que sus platos no pican, que han cocinado con la menor cantidad
posible y, sin embargo, quien entra en contacto por primera vez con el picante
piensa que va a morir.
Ni qué decir tiene
que con el picante no se puede jugar, que hay que medirlo con extremado cuidado
ya que hay personas alérgicas a la capsaicina, personas a las que se les
inflama la epiglotis al entrar en contacto con ese alcaloide y puede llegar a
morir ahogados. También se han descrito cuadros médicos de taquicardias y
arritmias por la ingesta de picante. Eso por no contar los efectos que tiene el
picante en quien padece hemorroides, así que el coqueteo con el picante no sólo
puede dar disgustos al paladar, que quede arrasado. Yo todavía recuerdo las
risas de mis hijos en Tailandia con el efecto “ring on fire” que producía la digestión
de las comidas picantes y la sensación de que nos “ardía el culo” cada vez que
íbamos al baño.
Una advertencia
final, el peor remedio contra el picante es beber agua. La naturaleza alcaloide
de la capsaicina entra en reacción al entrar en contacto con el agua, es
hidrófobo, y un trago de agua hace que se extiendan los efectos.
El remedio menos
malo es el de consumir algún tipo de lácteo, un vaso de leche o una cucharada
de yogur, incluso un poco de helado. También ayuda la miga de pan.
Nuestro amigo
mexicano fue piadoso y nos preparó una cena juguetona, pero no extremadamente
picante ya que mitigó los efectos de los distintos chiles diluyendo los platos en zumo de limón, en
pasta de aguacate o en chocolate.
Ni qué decir tiene
que me encantaron todos los platos, aunque si tengo que elegir uno elegiría el
aguachile de camarones, un plato muy veraniego que tomamos con aguacate.
En realidad el
aguachile no es un plato, sino una técnica o proceso para cocinar, no muy
alejado del ceviche.
Para preparar el
aguachile hay que picar uno o dos chiles serranos rojo sin pepitas. Picarlos
muy finos. Mezclar el chile picado con el zumo de una lima, una pizca de ajo
(un cuarto de diente) también picado, una cebolla morada también picada y un
pimiento verde (de los que no pican) muy picadito. A la mezcla se le añade una
cucharada de salsa Worcestershire (la que se pone al blody Mary), otra cucharada
de concentrado de caldo de carne, medio vaso de zumo de tomate y se cubre con
agua, dejando enfriar la mezcla bien. Esta es la base del aguachile, un
combinado de ácidos y de picantes.
En la receta que he
consultado (https://elcomidista.elpais.com/elcomidista/2018/09/04/receta/1536062736_239114.html)
el aguachile se cuela, de modo que las gambas se maceran en y se presentan como
si fuera una sopa fría. En esta receta al aguachile no se le ponía agua, sino
que se le añadía un caldo corto hecho con las cabezas y cáscaras de las gambas.
EL aguachile que
probamos no estaba colado, no era muy caldoso. Las gambas se marinaban durante
2 ó 3 minutos (no más) en el aguachile y luego se servían picadas con cebolleta
tierna, pimiento verde, cilantro fresco (en una cantidad muy moderada para no
desequilibrar el plato) y aguacate, todo picado, como si fuera un salpicón
fresco y picoso. Creo que no llevaba zumo de tomate.
El aguachile de
camarones y aguacate quedó delicioso, me dio un millón de ideas para futuros
platillos de verano, porque el sistema de macerado abre muchas posibilidades de
juego con muchos pescados y mariscos.
Este plato intenso,
ácido y fresco encaja muy bien con alguno de los cuadros de Anish Kapoor,
cuadros muy carnales, de rojos intensos, pinceladas orgánicas. El rojo de
Kapoor tiene una alta cantidad de capsaicina, coloca al borde de un precipicio
en el que apetece caer porque seguramente abajo nos espera una superficie
mullida y confortable. El vértigo de los rojos de Kapoor no es muy lejano del
vértigo de los picantes bien administrados.

Es complicado
elegir un vino que sea capaz de mantener el pulso a un aguachile, podría
encajar bien con una manzanilla o un palo cortado de Jerez bien frio y bien
seco. También resistiría bien una cerveza que no fuera muy amarga, o un vino
blanco gallego.
Picante, en fin,
toda una experiencia.
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