miércoles, 23 de octubre de 2024

Capítulo DCX.- Simpatia/empatía por el diablo.

Suenan unos bongos lejanos, cuatro segundos, ritmo acompasado. Enseguida entrar unas tumbaderas más cercanas que sustituyen a los bombos. Parece que se acercara un ser maligno. Tres aullidos y unos mugidos muy suaves. Sonidos guturales que en un instante te seducen. La voz de Mick Jagger es sedosa, un punto inquietante, pero atractiva, un punto burlona. «Por favor, permítanme presentarme. Soy un hombre poderoso y con buen gusto». El relato es en primera persona, parece que quisiera contar una historia inofensiva, la de un embaucador. La canción está llena de onomatopeyas, gritos agudos y un ritmo sujeto sobre bombos, piano y un riff eléctrico que se repite machaconamente. El nombre del protagonista de la canción no se pronuncia una sola vez, sin embargo, en un instante se reconoce al personaje, el Diablo, la canción Sympathy for the Devil. Creo que en más de una ocasión he comentado que hay canciones que me acompañan durante un largo período de tiempo, canciones que identifican un tiempo o un espacio concreto, que necesitas oír machaconamente, casi una adicción. Hay muchas canciones de los Stones que han tenido durante casi sesenta años esa virtud. En los últimos meses la simpatía de Jagger/Richards me da cierto confort. Sustituto simpatía por empatía, palabra de moda, y empiezo muchas jornadas. Hace años que le tengo cariño a esta canción y a su personaje. Sería fantástico poder entrar a un acto público, a un acto solemne, al ritmo de los bongos, las tumbaderas y los desgarros guitarreros que dan cobertura a la voz punzante y envolvente del anciano Mick. Creo que con el paso de los años la voz del viejo Mick ha ganado en texturas. Una canción puede servir para encarar un día difícil. También para cocinar. ¿Qué receta prepararía a Satán si aceptara que la invitara a cenar a mi casa? A mi nueva casa, una morada provisional en la que seguramente sonarán los Stones las tardes y noches que pase allí. Creo que no tendría duda en preparar una receta absolutamente desconcertante, capaz de seducir a alguien que lleva muchos años merodeando y ha robado el alma y la fe a muchas personas ('ve been around for a long, long year Stole many a man's soul and faith). Tomaría como punto de partida el recuerdo que me queda de un grandioso plato que he probado este año. Un curry llamado Captain que tomamos en un restaurante mágico de Penang, Malasia. El nombre del restaurante Aunty Gaik Lean’s, una estrella Michelin, un precio más que asequible, incluso para ir con niños. Tomaría como punto de partida la receta del curry Capitán, pero no haría un pollo al curry, el diablo merece algo más sofisticado. Mientras cocino, varias horas, sonaría en bucle la canción de la Simpatía/empatía, en sus diferentes versiones, incluida una que fusiona ritmos latinos. Una aberración deliciosa la de escuchar a los Stones cantados por un combo latino lleno de percusión. Primer paso de la receta. Busco la olla más grande de la cocina, pongo un chorro mínimo de aceite, enciendo el fuego, corto un tomate pequeño de pera en dos y cuando se atempera el aceite, cuando empieza a chisporrotear el tomate, introduzco un pollo entero, limpio de tripas y vísceras, para que no amargue. Previamente lo he salado, he añadido pimienta blanca, comino cúrcuma en polvo. Mientras se tuesta la piel del pollo pelo un par de zanahorias, una rama de apio, corto en dos una cebolla, sin pelar, y un par de puerros. Todo va a la cazuela. Utilizo un cucharón de madera para girar la pieza, quiero que se tueste toda la piel, que empiece a sudar. Quiero hacer un caldo, en vez de agua utilizo agua de coco, casi cuatro litros. Antes de añadir el líquido bajo el fuego al mínimo, no quiero que se arrebate. No hay prisa para que se haga el caldo base de mi plato. Saco una sartén grande, la más grande. Necesito un aceite neutro, no muy invasivo. Aceite de girasol irá bien. Empieza el ritual del curry. Enciendo un segundo fogón para la sartén. Muy poco aceite. He de tostar las especias: Una cucharadita de semillas de comino, otra de cúrcuma, medio tallo de canela, tres semillas de cardamomo, una estrella de anís, dos clavos, unas hojas frescas de curry (si no se consiguen las hojas, sirve un curry en polvo que no sea muy picante). Primero pico una cebolla hermosa, dos zanahorias y una rama de apio. Mezclo las verduras con las especias. Subo moderadamente el fuego. Dejo que la cebolla se atonte antes de añadir un concentrado de tomate (tres cucharadas soperas), las mezclo bien. Añado una pizca de sal parera que la mezcla rezume bien los líquidos. Rallo una raíz de jengibre, soy generoso. Rallo también la corteza de una lima pequeña (el curry que recuerdo de aquel restaurante tenía un buen balance de acidez y picante). La receta incorpora unas nueces exóticas que sustituyo por 75 gramos de nueces de macadamia picadas. Mezclo bien. Podría añadir un chile o una guindilla, pero he de andar con ojo. Exprimo a mano media lima. No quiero que la base sea muy picante, tampoco muy acida, podría aburrir a mi invitado. Cuando parece que el sofrito se empieza a pegar, incorporo 250 centímetros cúbicos de leche de coco. Rebaño el bote poniendo un poco del caldo que va cociendo, así que incorporo en total medio litro de líquido. La salsa queda bien ligada, espesa, rojiza. El pollo que está cociendo en la cazuela necesita unos 45 minutos para quedar hecho (el tiempo final dependerá del peso. Yo normalmente compro pollos de poco más de kilo y medio de peso, pollos de piel amarilla, que si se cuecen una hora se deshacen). Recupero el pollo del caldo y lo sumerjo en la pasta de curry de la sartén. Añado caldo al curry hasta el límite de la capacidad del recipiente. Dejo el fuego al mínimo posible y lo tapo para que termine la cocción, no necesitará más de 15 minutos, con pequeños toques de muñeca para que la salsa ligue y termine de espesar. Mientras se termina de cocinar preparo arroz blanco, arroz basmati, aromatizado con hojas frescas de lima, o briznas de lemongrass. Mi pollo al curry capitán con el arroz blanco servirá para que coman mis hijos. Lo que me importa es que queden sobras. Ese tupper en el que guardaré los restos del pollo, las tajadas filamentosas que se separan de los huesos del ave, los restos minúsculos de verdura. Tengo el caldo de pollo con agua de coco reservado, lo mezclo con los restos de mi curry capitán. Pongo todo en una cacerola para que hierva y reduzca. Estoy en un punto en el que la cocina es un caos de cacharros y de olores. No creo que moleste a mi invitado, que todavía no ha llegado. Busco una nueva olla, también holgada. Enciendo el fuego al mínimo, saco de la nevera una pastilla de mantequilla, 200 gramos de mantequilla serán suficientes. Suelo añadir un golpe mínimo de aceite de oliva. Muelo un poco de pimienta negra y una pizca de comino. Mientras se deshace la mantequilla pico con la precisión de un relojero un par de cebollas dulces (mi vida culinaria no tendría sentido sin las cebollas) y una zanahoria. Conviene un picado minucioso. Rehogo la verdura en la mantequilla hasta que los trozos de cebolla son casi transparentes. Abro uno de los armarios buscando un paquete de arroz carneroli. Seremos pocos comensales, un paquete de medio quilo será suficiente. Habrá aperitivos fríos previos, puede que algo de jamón del mejor, unos espárragos del más grueso de los calibres con una mayonesa de aires franco/japoneses y almendras tostadas. Incorporo el paquete de arroz al sofrito de cebolla y zanahoria. Remuevo pacientemente para que los granos tomen brillo. Sé que el diablo será puntual, así que quince minutos antes de la hora empiezo con el ritual del risotto. La mesa está preparada, el vino refrescando y los aperitivos en el centro. Poco a poco voy incorporando el caldo caliente con los restos de mi curry capitán al arroz. Cazo a cazo, moviendo con tranquilidad, de modo constante. Parte de la mantecosidad del risotto se consigue con ese ritmo cadencioso que hace que el arroz suelte su almidón, para que ligue con la grasa y con el caldo. Cuando el arroz queda al borde de estar seco añado un par de cazos más y así voy tranquilamente removiendo, notando que el guiso toma la textura cremosa. La cocina huele a curry, a caldo de pollo. Con la punta del cucharón pruebo el punto, descubro que el caldo va espesando y que, si me detengo un instante a pensar/soñar, conseguiría identificar todas las especias utilizadas, ninguna domina al resto. Si han de robarme el alma, si he de perder la fe, que sea con el mejor de los platos sobre la mesa, el más sorprendente. He elegido un buen vino, uva petit verdot, cultivada en una finca agreste de los montes de Toledo. Mi invitado anuncia su llegada. Apago el fuego y, mientras sube las escaleras, rallo apresuradamente 150 gramos de un queso Idiazabal muy cuidado (el resto de la pieza quedará en la mesa, por si los invitados quieren más queso rallado o si prefieren unos tacos para acompañar los últimos tragos de vino). Conviene que el queso se integre bien en el caldo, para que termine de ganar cuerpo y al recoger cada cucharada deje un filamento mínimo que ligue el alma del guiso con el alma del plato. He puesto una vajilla de color rojo, clásica, con motivos campestres. En cada bocado que damos se deslizan los matices de los ingredientes. Los invitados están desconcertados con mi risotto al curry del Capitán. Antes de que entraran en mi casa el diablo y su mínima comitiva he cambiado de música y he optado por una sonatas para piano de Schubert, volumen muy tenue, no sé si Satán disfruta con Schubert. Horas antes de la comida, cuando había decidido el guiso principal, había preparado una minuta. Acompañada, con una imagen de fondo, la de las pinturas que decoraban el comedor principal del restaurante de Aunti Kaik Lean’s en Penang. Un lugar muy recomendable.

lunes, 2 de septiembre de 2024

Capítulo DCIX.- Caminar por los límites del sabor en los mares del sur.

Uno de septiembre. Esta fecha normalmente ha funcionado como límite o frontera para fijar el fin del verano oficial, aunque cada vez menos. Quedan ya muy lejos los tiempos en los que las vacaciones escolares empezaban el 21/24 de junio y terminaban el 15 de septiembre, y las vacaciones oficiales abarcaban todo agosto, un mes en el que se cerraba a cal y canto el país, salvo establecimientos de hostelería. Esa vacación de un mes completo se ha ido diluyendo hasta el punto de que todos administramos nuestro tiempo de ocio por días o, en el mejor de los casos, por semanas. Veranear un mes completo es ya una excepción. Sin embargo, la fecha del 1 de septiembre, como la del 1 de agosto, tienen ese significado simbólico, esa puerta de entrada o de salida a unos días en los que la realidad se ralentiza o, por lo menos, queda matizada por el calor, las tormentas y los tópicos estivales. Mis vacaciones no empezaron, ni mucho menos, el 1 de agosto, del mismo modo que no terminan hoy. Pese a todo tuve la suerte de contar con tres semanas en las que, sin desconectar, pude cruzar varias fronteras, tanto físicas como mentales. Creo que me encuentro más cómodo cuando utilizo el término inglés, “Border”, y no el castellano, “frontera”. Porque quiero hablar de mi experiencia de caminar por el límite, por el filo, de la cocina, no de otros filos mucho más peligrosos. Para comprender mi atracción/repulsión por los límites, por los precipicios, tal vez sería útil saber que desde muy niño he tenido vértigo, un vértigo atroz, que he intentado e intento educar para que no me domine. Ese vértigo termina teniendo algo de atractivo. Entre las experiencias más estimulantes de mi vida reciente se encuentra un largo paseo alrededor del Gran Cañón, en Colorado, hace dos años, una caminata en la que no siempre había una barandilla como referencia. Caminar por el filo del Gran Cañón produce una sensación de tremenda paz, también de tremenda inquietud, ya que los límites del suelo y el cielo se desdibujan, cuando ves que a tus pies, a una distancia de cientos de metros, discurre una realidad de surcos y senderos que se corresponden con el suelo real y que, en realidad, por donde yo caminaba era una especie de antesala del cielo en el que algunas nubes quedaban por debajo de mis pasos. Este verano esa misma sensación de transitar por el precipicio la he tenido varias veces y, con sorpresa, me ha serenado seguir caminando. Al principio de mis días de descanso, en Kuala Lumpur, subimos a las Torres Petronas y durante casi una hora pudimos caminar por la pasarela que separa los dos edificios, además de detenernos en los miradores del que en su día fue el edificio más alto del mundo (ahora es el Burj Khalifa, e incluso en la propia Kuala Lumpur están a punto de inaugurar un edificio más alto que el de las Petronas). En Singapur, donde también paramos, pudimos ver anochecer desde el mirador del Marina Sands Bay. En este viaje por la parte más a sur de Asia (los soñados Mares del Sur de Montalbán), los límites son apasionantes, también los contrastes en los que de modo permanente es inevitable jugar al “tan lejos/tan cerca”. Una de los aspectos más divertidos de la globalización es el poder pasear a 13.000 kilómetros de casa para ver paisajes cotidianos, más allá de la permanente presencia de Zara en cualquier gran superficie. Los límites de diluyen y los teléfonos móviles, aparatos malditos/venditos, permiten una conexión permanente con la realidad de la que pretendía huir. Puede que haya estado más próximo a mis precipicios mientras paseaba por una playa perdida de la costa Pacífica que ahora, una vez he regresado a casa. Pero los precipicios, los límites a los que me refiero como diletante, no son los profesionales, sino los gastronómicos, ya que esa es la única finalidad de mis escritos aquí, la de explicar el tránsito por las fronteras del sabor para haber podido disfrutar de una revolución del paladar que sólo se comprende cuando se pasan muchos días fuera de casa. En estos 21 días hubo sabores absolutamente memorables, la experiencia, ya vivida hace 8 años en Tailandia, de la comida callejera. El esfuerzo de superar la prevención de los pequeños puestos callejeros en los que las reglas de higiene son, en apariencia, ajenas a las nuestras (aunque he de decir que no he tenido ninguna complicación gástrica en mis incursiones en Malasia y Singapur). Aunque la presencia de sabores orientales en el mundo occidental está por completo incorporada a la alta y a la baja gastronomía, sólo cuando se come en las calles de una de las grandes ciudades de oriente se disfruta de esas transgresiones gustativas para un simple paladar occidental como el mío. Imagino que la influencia de este viaje dará lugar a nuevos capítulos como diletante, sobre todo si soy capaz de incorporar, sin estridencias, alguna de las experiencias vividas. Tuve la oportunidad de probar platos en alguna de las estrellas Michelín malayas (menos petulantes que las nuestras), compaginar comida callejera, mercados, puestos y algún que otro local convencional. La cocina de los chinos que se establecieron en Malasia (la cocina Nyo Nya) fue una gozada, incluso compré un recetario de cocina de la isla de Penang. En ese paseo por el filo del sabor, quiero compartir hoy la experiencia de un restaurante callejero en George Town, un lugar alejado de los focos turísticos, una gran nave con decenas de puestos principalmente destinados a platos de pescado. Había llovido toda la tarde y parte de la noche, lluvia muchas veces violenta, imposible de dominar con un simple paraguas. Una lluvia que no mitiga el calor y mucho menos la humedad. Fuimos caminando desde nuestro apartamento, un paseo de apenas 500 metros para llegar a aquella feria de sabor con docenas de mesas dispersas entre pequeños obradores de cocina. Nos acomodamos en una mesa grande, frente a varias peceras en las que peleaban pescados para nosotros ajenos. Me acerqué a uno de esos contenedores de cristal para elegir el que sería nuestro plato principal. Elegí un red snapper de casi kilo y medio (un pargo rojo), que se peleaba con otros pares en un minúsculo espacio de agua salada. Ninguno de los camareros era capaz de superar el inglés más rudimentario y la carta era un jeroglífico indescifrable. La única tranquilidad era que el pesado sería absolutamente fresco. La esperanza de que fuera debidamente eviscerado y la incertidumbre de saber qué plato llegaría a nuestra mesa cocinado. Juraría que pedí el pesado simplemente hervido, sin salsa alguna, pero mi sorpresa fue que nuestro pargo rojo llegó tras haber sido sumergido de modo violento en aceite hirviendo, un aceite que no transmitía al pescado ningún sabor adicional, por lo que imagino que sería de girasol, de cacahuete, incluso de palma (no me he atrevido a indagar en los aceites de las frituras orientales). La cuestión es que ese bautismo violento en aceite hirviendo le da una textura especial a una pieza terciada de pescado, hace que la piel quede crujiente, como una corteza de cerdo, y la carne ligeramente gomosa y compacta. El pargo no debió estar inmerso en el aceite incandescente más allá de 5 minutos, lo justo para que se dorara y tostara la piel. Llegó a la mesa sobre un pequeño lago de salsa agridulce, la que normalmente identificamos con los platillos de cerdo de nuestros chinos de barrio, pero la sorpresa es que esa salsa agridulce teniendo todas las características de lo que ya conocía, sin embargo, contaba con todos los matices de un platillo exquisito, un ejemplo de equilibrio en ese tránsito por el abismo. Mis hijos, que normalmente huyen de salsas estridentes, se lanzaron a aquellos nuevos sabores con mayor sorpresa que la mía. Ni qué decir tiene que nadie fue capaz de explicarme los ingredientes de aquella salsa. En el recetario de comida de Penang que compré hay varias recetas de salsas que podrían aproximarse por color y textura a la salsa agridulce, pero no he tenido tiempo de ensayar ninguna de ellas. He buscado en internet, incluso en páginas reputadas, pero las recetas a las que llego son excesivamente simples, un trampantojo de sabor a base de azúcar, maicena, zumo de naranja y salsa de tomate o incluso kétchup, que justificaría junto a la naranja ese color tan llamativo de la salsa, el toque que la convierte casi en un tinte. Haciendo un ejercicio de memoria gustativa, creo que la salsa en la que descansaba mi red sinnaper llevaba salsa de soja, zumo de naranja, puede que salsa Hoisin ( allí los restaurantes no tienen problema alguno en utilizar precocinados industriales). Azúcar de caña (o puede que melaza), vinagre de arroz, jengibre rallado y algún líquido gutiminoso, que aquí sustituimos por maicena y que no deja de ser un gutamato, puede que industrial). El secreto no está en los ingredientes, sino en las proporciones. En la salsa navegaban también trozos de cebolla cruda, de col china, de rodajas de zanahoria y alguna otra verdura leñosa, de sabor agradable. El secreto es que las verduras no se rehogan en la salsa, sino que se integran crujientes. Ruego a quien me pueda leer y ayudar que me facilite la receta base de la verdadera salsa agridulce, para no tener que comprar sucedáneos en las tiendas orientales de alimentación. Cruzadas fronteras y límites físicos, también mentales, llega el día dos de septiembre, vuelta a la normalidad, a mi nueva normalidad, después de haber caminado por selvas tupidas, por ciudades de rascacielos infinitos, por manglares con cocodrilos, también con luciérnagas increíbles, de haber nadado con verdaderos tiburones, que hacen que ya no le tenga miedo a los de mentira, de haber visto como tortugas centenarias caminaban por fondos marinos muy cercanos a las playas, dejándose acariciar por los niños; he visto majestuosas mantas rayas de punzón venenoso y me he revolcado por arenales finos formados por millones de corales en descomposición secular. Toca ahora volver a caminar por el abismo, dominar los miedos, sonreír a aquel con quien me cruce y pisar seguro, para no despeñarme. Todavía me quedan muchos sabores por desentrañar y por volver a pensar en la melancólica tranquilidad de los mares del sur. Mi contacto con la pintura estas semanas han sido los murales callejeros de Ipoh, George Town y Singapur, un juego divertido el de ir persiguiendo todas y cada una de esas muestras de color. La imagen, como siempre, en el Instagram del Diletante #undiletanteenlacocina.

miércoles, 31 de julio de 2024

Capítulo DCVIII.- El mole de una noche de verano.

Afueras de Madrid, 31 de julio, cinco de la mañana. El calor no cesa, el termómetro lleva días que no baja de los 30 grados, las noches son espesas, el aire es denso y la piel queda cubierta de una ligera capa salobre después de no haber parado de sudar durante horas. Estoy en la casa de un amigo, en tránsito hacia nuevas responsabilidades. La ventana de la habitación está abierta, el jardín, en penumbra, parece un cuadro hiperrealista lleno de sombras. Llevo un rato mirando al exterior, intentando detectar un golpe de brisa, por ligero que sea, capaz de mover levemente las hojas de las plantas que domino desde la mesa en la que me he puesto a escribir. Cuando amanezca se activará el riego automático y durante unos minutos llegará una sensación de frescor, marcada por el ruido acompasado de los aspersores. No he dormido mal, a las 11 de la noche me dio un golpe de sueño, una de esas olas jugosas que ves venir, que te adormece frente al televisor, justo durante un resumen de la jornada olímpica. Voy a la cama rápido para que esa primera ola de sueño me pille en la cama, con un libro entre las manos, casi nada recuerdo de la página que he intentado leer. Sobre las cuatro de la mañana me he despertado. Cinco horas de sueño seguidas me parecen un regalo, sobre todo si comparo esta noche con las anteriores. Llevo días en tránsito hacia muchos lugares. Tránsito hacia las vacaciones, dentro de unos días partiremos más allá de los mares. Tránsito hacia nuevos trabajos, nuevas responsabilidades, nuevos entornos. La novela que estoy leyendo, la última de Richard Ford, tiene una cita que encaja perfectamente con la sensación de estos días: Si quieres hacer reír a dios a carcajadas, sólo tienes que contarle tus planes. Parte de la salsa de la vida es que los planes fracasen o se desvíen, que se imponga la incertidumbre. Mientras escribo escucho ruidos en la casa. Convivo con otros insomnes que también tienen sus rutinas para bandear los momentos de no/sueño sin perder los nervios, sin desesperarse, intentando hacer acopio de energía para afrontar la jornada sin malos humores. Yo he conseguido convivir con mi falta de sueño sin acudir a ninguna química. Me llevo bastante bien con mi yo insomne, es bastante reflexivo y empático. Durante el día he reducido al mínimo el café, a veces pasan días sin que lo pruebe. Tomo té con moderación, té negro por las mañanas, verde con hierbabuena a mediodía. Sin azúcar, aunque soy muy goloso, hace tiempo que el café y el té los tomo sin azúcar. También dejé las bebidas azucaradas y estimulantes hace más de 10 años. Estos ejercicios de “purificación” no han mejorado la calidad de mi sueño, pero sí que han conseguido que no me duela el estómago, han desaparecido los reflujos y el mal sabor de boca. Hace un par de años, más o menos por estas fechas, viajamos a Estados Unidos, una ruta por los grandes parques. Recuerdo, como si lo estuviera viviendo ahora mismo, la extraña sensación que producía caminar por el filo de los precipicios de Gran Cañón, la sensación extraña de pasear junto a un abismo rocoso durante horas, sometido a la duda de mirar/no mirar hacia la garganta a veces infinita. Si miraba hacia el cielo me mareaba y tenía la sensación de que, desorientado, me precipitaría al vacío. Llevo varios días con la sensación de caminar por el fijo de una gran grieta, de saber que mi camino será así durante varios años. Voy perfilando mis técnicas para convivir con el vértigo. Me habría venido muy bien cocinar, pero llevo días, semanas, en las que cocinar, incluso hacer una simple tortilla de patatas, es complicado. Los preveranos son siempre caóticos, se acumulan todo tipo de tareas que parecen ineludibles, que de ellas dependa el equilibrio del mundo. Todos los años parece que el mes de julio sea la antesala del fin del mundo, este año esa sensación se eleva a la enésima potencia, aunque tengo la certeza de que llegará septiembre y que esas urgencias se diluirán. He sustituido la cocina por la música, siempre que uno de mis hijos no colonice mi cuenta de Spotify. Tengo una rutina de canciones y de autores que consiguen que me relaje. Este año han sido The Jayhawks y Jamie Cullum, llevo poniéndolos en bucle durante semanas y creo que todavía tendré que acudir a ellos los próximos días. Hace unos minutos, cuando todavía estaba tumbado en la cama, ilusionado con la posibilidad de que me arrastrara un último golpe de sueño, me han entrado ganas de escuchar una canción de Cullum, Mixtape (https://www.youtube.com/watch?v=RFve8_eZ7C8). Tiene una estructura muy sencilla, un ritmo machacón que va creciendo. Cuando Cullum la interpreta en directo consigue alargarla durante más de ocho minutos. Es una canción muy energética que cuenta el placer que generaba recopilar canciones en una casete, ajenas a cualquier algoritmo, sometidas al caos. Yo también fui un adolescente que dedicaba horas a mezclar canciones que querían ser un modelo de mi alta (en inglés “blueprint of my soul” suena mucho menos pringoso). Hace tiempo que sustituí los casetes por las listas de reproducción de Spotify, es útil, pero no es lo mismo. En estos días/semanas/meses de tránsito, aunque no he podido cocinar, no he dejado de pensar en la cocina. Hace semanas un amigo preparó en mi casa, con ocasión de una “guerra” de risotos, un plato que yo pensaba que era imposible, un arroz cremoso hecho que mole mejicano. Mi amigo, que llegó a casa pertrechado con una variedad casi infinita de ingredientes, me advirtió que en México había más tipos de moles que en Francia tipos de quesos, creo que tiene razón porque todos y cada uno de los mejicanos sería capaz de preparar un mole distinto jugando con los matices de los ingredientes, también de las proporciones. Creo que los franceses no serían capaces de crear cada uno un tipo singular de queso. Después de días investigando, mi primera sorpresa es que la mayoría de los recetarios que he consultado (tanto en papel como en internet) son tremendamente vagos, despachan la receta del mole con una referencia muy general a la combinación de especias y de chiles. Me ha costado mucho encontrar una receta que detalle las especias y chiles que en concreto necesitaré para preparar el mole, asumiendo que mi guiso no será, ni mucho menos, el mole referencial, sino un mole singular, tan singular como el de cualquier otros. Me enfrento al mole con la serenidad de quien sabe que está llamado a fracasar, porque hacer un mole ortodoxo fuera de México es imposible, como seguramente será imposible hacer un gazpacho fuera de Andalucía. Los ingredientes que requiere un buen mole no están en las estanterías de los supermercados, incluso de los que alardean de tener los productos más sofisticados. Queda, eso sí, el consuelo de medio pelo de comprar el mole ya hecho, ir a una tienda de productos mejicanos y encontrar un bote o una pastilla densa y oscura que pueda diluirse en caldo hasta formar esa salsa sabrosa y espesa. Asumir que hagas lo que hagas vas a fracasar reduce la angustia al mínimo. Sé que sólo podré hacer un mole decente cuando viaje a México. Mientras tanto los ensayos pueden ser divertidos. Mi receta de mole parte del trabajo hecho en el blog Bon Vivieur (https://www.bonviveur.es/recetas/mole-poblano). Quien visite la página comprobará mi “latrocinio”. Ingredientes: 1) Como base para el mole se necesita preparar un buen caldo de pollo, cuanto más sabroso mejor. Las carnes del hervido servirán como contrapunto de la salsa. 2) Chiles necesarios: 1 chile ancho, 3 chiles mulatos, 2 chiles pasilla y 1 chile chipotle. Sólo la selección de chiles permite dimensionar el fracaso, ya que casi ninguno de ellos se encuentra con facilidad en Barcelona. 3) La combinación de especias y productos básicos: 1 trozo de rama de canela 2 clavos de olor ½ cucharadita de anís o 1 anís estrellado ½ cucharadita de granos de pimienta negra ½ cucharadita de semillas de cilantro (opcional) 35 g de semillas de sésamo (y un poco más para servir) 4 cucharadas de aceite 35 g de almendras 35 g de cacahuetes 25 g de pasas sultanas 5 o 6 ciruelas pasas sin hueso ½ plátano maduro 2 tomates medianos 1 cebolla. 3 o 4 dientes de ajo 1 tortilla de maíz pequeña 25 g de pan del día anterior (sólo la mezcla es una declaración de intenciones sobre la grandeza del caos). 4) La receta culmina, en su tramo final, con una cucharada de manteca de cerdo, 45 gramos de chocolate de metate (un chocolate terroso con más de un 60% de cacao), y dos cucharadas de azúcar. La ejecución de la receta obliga a disponer de cierto margen de tiempo, es trabajosa ya que cada bloque de ingredientes exige su ritual. Lo primero que hay que hacer es poner a cocer el caldo. Mientras se cuece el caldo se preparan los chiles (quitar los pedúnculos, raspar y reservar las semillas, eliminar las nervosidades interiores). Los chiles se tuestan en una sartén caliente, cuanto más se tuesten más amargarán. Por lo que la receta recomienda un minuto por lado (quizá un poco más). Una vez tostados, se cubren con agua muy caliente y se dejan reposando fuera del fuego (son fantásticos los juegos de deshidratación, rehidratación). Así se ablandarán y luego podrán pasarse por una batidora para crear una base cremosa y oscura. El tercer paso, con otra sartén, es el de tostar las especias. En una tercera sartén se tostarán las semillas de sésamo y en una cuarta sartén las semillas de los chiles. Una vez tostadas las especias, se pasan a un mortero o a un molinillo para hacerlas polvo. Aprovechamos una de las sartenes (por lo que llevo trabajado, convertiremos la cocina en una cacharrería), para sofreír en aceite las almendras, los cacahuetes, las pasas y las ciruelas (sin hueso), más el plátano maduro partido en dos o tres trozos. También recuperamos otra sartén para soasar dos tomates medianos, partidos por la mitad. La piel ha de quedar bien tostada y la pulpa jugosa y densa. Recuperamos una última sartén para sofreír la cebolla en juliana y el ajo. En ese mismo sofrito, al final, añadimos la rodaja de pan seco y la tortita de maíz (que harán de espesantes). Toca el momento de preparar las dos pastas de chile: - Una pasta lleva todas las especias molidas, más frutos secos y adheridos, más los tomates.- Esta pasta se traba con el caldo de pollo. Se añade en función de lo espesa o ligera que se quiera la salsa. - Otra pasta es la de los chiles. Que se muele y se cuela para terminar de eliminar impurezas. Para mezclar las dos pastas de mole necesitamos una cacerola grande, ha de recibir todos los ingredientes, allí se deshace la manteca de cerdo, después se añade la pasta de chile, que ha de removerse y espesar, después la onza de chocolate, que también se deshará, así como el resto de pastas. Que se remueven poco a poco hasta que todo quede bien trabado, cremoso y uniforme. Se rectifica de sal y se le añade, al gusto, una pizca de azúcar. Dejamos que se aposente antes de mezclarla con las carnes. Hay que tener en cuenta que el mole es una salsa base que puede utilizarse en infinidad de platos y guisos. Se puede jugar con ella diluyéndola en agua o caldo. Esta receta va con la banda sonora ya recomendada (Mixtape de Jamie Cullum), y un cuadro. Aunque el calor y la incertidumbre de estas jornadas seguramente está muy cerca del desasosiego de Jackson Pollock, al final he optado por la armonía caótica de Kandisky, quizás porque en Kandisky casi todos los callejones tienen salida. Buen verano.

domingo, 24 de marzo de 2024

Capítulo DCVII.- En honor a Marta D. Riezu y su forma de contar.

«Lista de cosas tristísimas: un famoso casado con una fan, morir cerca de un enemigo, llevar zapatos de invierno en verano, imponer una vida adulta a un niño, el malhumor como hábito, una mesa de ejecutivos gritones de medio pelo, las cadenas de hoteles, los anuncios de radio supuestamente graciosos, las salas de espera con revistas descoloridas, los souvenirs.» Esta larga frase no es mía, es de Marta D. Riezu, una escritora y periodista a la que sigo con cierta pasión, aunque no siempre coincida con lo que dice. Me gusta el modo en el que cuenta/no cuenta pequeñas anécdotas o trances cotidianos. Escribió el libro Agua y Jabón, una miscelánea que parece un dietario personal con aire añejo, aunque la autora tenga poco más de 45 años. Tiene también una sección en la revista Elle llamada Radicales Libres, que intento leer cuando se publica, a veces pierdo los avisos de Instagram. La frase que he elegido para iniciar esta entrada la he tomado de uno de los últimos números de la revista. No estoy del todo conforme con el listado de cosas tristísimas, pero me hace cierta gracia inventariar pequeñas circunstancias cotidianas que pueden hacer mucho más triste la vida. Seguramente yo incluiría cualquier comida que no tuviera alma. Casi prefiero no comer que sentarme en la mesa para tomar un plano sin alma, incluso el bocadillo más simple puede esconder un discurso sencillo sobre quien lo hace y para quien lo prepara. Pero no trato de aprovechar esta entrada para actualizar mi listado de circunstancias “tristísimas”, sino para reivindicar un modo de escribir que a mí me ha seducido. Puede que tenga ecos de Josep Pla, incluso de algunas microreflexiones del Montaigne más frívolo. En ocasiones el grado de contestación o el estado de ánimo de quien escribe no da para grandes relatos ligados (no siempre uno puede estar en modo Tolstoi o Flaubert) y debe conformarse con pequeños destellos de poco más de un párrafo. Llevo más de 6 semanas sin culminar una entrada del Diletante. Me reprocha algún amigo que ya no escribo con la frecuencia con la que lo hacía al principio. Llevo casi 15 años de diletancia en la red y tengo que asumir que la intensidad no siempre es la misma. Intento que las recetas sean originales, no repetirme, porque intento que, a pesar de los pesares, este sea un blog de cocina o, por lo menos, sujeto a la excusa de la cocina. En estas semanas he intentado empezar algún capítulo nuevo. Estuve a punto de hacerlo en Madrid, durante la semana que estuve de “colonias”. Tenía que ir a un curso en el Mercado de Valores, con las tardes libres y mucho tiempo para vagar por la ciudad. Madrid sigue teniendo en mi la fuerza magnética de la añoranza, dentro de unos límites. Puede que no me gustara vivir de continuo en la ciudad, pero si me gusta echar de menos la ciudad y fascinar con la idea de que algún día podría volver a vivir allí, aunque sólo fuera para quejarme de la ciudad. La añoranza de la ciudad puede que sea más productiva que la propia ciudad. Vi en el museo Thyssen la exposición de Isabel Quintanilla y recopilé un número de fotos suficiente como para escribir no una sino una docena de entradas apoyándome en sus cuadros. Tiene mucho cuadro con motivos gastronómicos, bodegones cotidianos de un tiempo que fue bastante casposo, pero que, sometido al prisma de la pintora tiene el encanto de la idealización. A la salida de la exposición compré un libro de cocina, escrito por Fernando Villaverde Landa, una historia de la cocina española, con sus fuentes y protagonistas. Juntando los cuadros con las recetas y anécdotas que recopila Villaverde, a quien no había tenido el gusto de leer, hubiera podido alimentar un semestre completo del diletante (no descarto hacerlo en un futuro). Aproveché mi estancia en Madrid para ver a la familia, cenar con amigos muy queridos y ocupar mi tiempo libre en conversaciones iniciadas hace décadas y continuadas con toda normalidad cuando ya hemos dejado de tener 20 años y nos acercamos, a velocidad de crucero, a la sesentena. Regresé a Barcelona con muchos deberes a medias y, como suele suceder cuando alguien se ausenta unos días de su casa y de su trabajo, se agolparon las tareas pendientes y las prisas, por lo que tuve que aparcar durante unos días al diletante. Este fin de semana he recobrado el equilibrio, los equilibrios, sobre todo porque he contado con tiempo libre; además, las vacaciones de Semana Santa están a las puertas, lo que permite prolongar el tiempo libre y, con el tiempo libre, los placeres de la diletancia. Ayer, que hizo un día casi de verano, pude pasear durante gran parte de la mañana. Fui caminando a un restaurante que acaban de abrir, un lugar elegante, algo apartado. Un asador moderno, con tres parrillas a la vista. Un comedor burgués de mesas separadas y servicio esmerado. Todavía les queda algo de rodaje, pero disfruté de la comida, sobre todo del momento. A favor, el servicio impecable, los comedores amplios (un lujo asiático en la Barcelona postmoderna), las raciones generosas. Puede que la ensaladilla rusa la sirvieran un punto más fría de lo que toca, que tuviera exceso de patata aplastada (no le vendrían mal un par de langostinos pelados y un par de anchoas), los minibrioches de fricandó y de txangurro exquisitos, la carne excelente de punto, pero el solomillo un poco insípido, las torrijas con helado de café espectaculares. Mi nota, entre un 7 y un 8. Teniendo en cuenta que durante mi vida de estudiante siempre me moví entre el 7 y el 8, creo que la puntuación, cuando el restaurante lleva tres semanas de vida en la ciudad es más que favorable. Yo he conseguido sobrevivir con dignidad aferrado a mi casi/sobresaliente. Ayer, fruto de mis paseos al sol, absorbiendo la vitamina D que el médico dice que me falta, me puse a pensar en la comida del domingo. Una comida que debía oler a comino, también a vinos de jerez. Y, además, tener de postre un helado con trozos de chocolate. Con estas ideas sueltas, hoy domingo, que ha amanecido un día triste y nublado, propio de un invierno que casi no hemos tenido, he empezado a preparar un pollo en pepitoria que ha tomado algunos ingredientes de un pollo al curri que pudo ser y no fue. He escrito tantas recetas de pollo en este blog, tantos curris y pepitorias que no querría cansar. Mi menú de hoy, menú de domingo de ramos, empieza con unos minibrioches de sapitos al azafrán, el tránsito de la pepitoria al curri con arroz basmati aromatizado y, de postre, unas fresas con nata montada al segundo y helado. Queda alguna torrija en la nevera que atemperaré y también asomará sus beldades en el postre. Cuando termine esta entrada me serviré una copa de manzanilla y abriré uno de los vinos más sabrosos de la bodega, un vino propio de días felices. De todas las recetas, proyectos de recetas, que he barajado estos días, me quedo con una que encontré hojeando el libro de Villaverde, compilada del libro “La Nueva Cocina Elegante Española, 1915” del cocinero Ignacio Doménech. Se trata de las conchas de pescado a la Marineta, una receta que un gran amigo hace todas las navidades, recordando la receta que hacía su madre. Dice Doménech que «Esta receta debe hacerse, por lo regular, siempre que haya sobrantes de algún pescado del día anterior y que no se tenga lo suficiente para construir un plato al volverse a servir solo. De modo que estos sobrantes, desprovistos de espinas y pieles, se cortan en pedacitos. En una cacerola, con aceite fino, se rehoga un pedazo de cebolla picada; cuando quede rehogada, se le echa una buena cucharada de harina, muévase con una espátula de madera, y se moja con iguales cantidades de leche y caldo de pescado, déjese cocer y sazónese de sal, pimienta, nuez moscada y perejil picado; al quedar bien espeso, se le agrega una o dos yemas de huevo con zumo de limón; en este punto se mezcla el pescado picado y llénense conchas grandes. Encima de cada concha se colocan unos filetitos de anchoas puestos en forma de enrejado. Luego se adorna todo el borde de cada una con un cordón de puré de patatas, bien trabado y sazonado; espolvoréense con miga de pan blanco y queso rallado; rocíanse con aceite fino o manteca, zumo de limón y gratínanse ligeramente en el horno. Sírvanse en fuente con servilleta y adorno de rodajas de limón. Constituye un plato de primer orden.» La receta es literal, incluido el aceite fino. Sobre esta idea en cada casa se introducen los ajustes y modificaciones que sean precisas, pero el concepto es el concepto. Habría podido elegir cualquiera de los cuadros de Isabel Quintanilla para acompañar esta entrada, pero al ir a la Thyssen volví a pararme durante un largo rato frente al Matamua de Gauguín, el cuadro preferido de mi madre. Sólo en aquella sala de la Thyssen, frente al Matamua y el resto de postimpresionistas de aquella galería me emocioné, puede que me emocioné incluso más de lo que pude emocionarme los días que fui a visitar a mi madre a la residencia durante mis días de Madrid. El Mata Mua en #undiletanteenlacocina de Instagram. Toca ahora dar cuenta de una copita de manzanilla fría y terminar de organizar la comida del domingo.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Capítulo DCVI.- Caldo corto de leche para guisar un rodaballo.

Hace varias semanas fui al cine a ver La Passion de Dodin Bauffant, en España cambiaron el título por “A Fuego Lento”, una opción más fácil y supongo que más comercial. Lo prefiero mantener el título en francés por cuanto la historia que cuenta es la de una pasión un tanto equívoca ya que Dodin en realidad no está enamorado de Eugenia (una fantástica Juliet Binoche), sino de la capacidad de encanto y de seducción que Eugenia tiene en la cocina. Dodin recupera la pasión en cuanto descubre a una nueva cocinera capaz de interpretar las recetas que él construye, porque Dodin no cocina, él conoce los ingredientes, da órdenes, remueve, condimenta y prueba, pero quien ejecuta es Eugenia. La película empieza con una larga escena sin apenas diálogos en la que se ve a los protagonistas moverse por la cocina, preparando un almuerzo que debe servirse en el restaurante. Eugenia y Dodin se manejan como si fueran bailarines, cuecen, saltean, hornean y presentan el menú con absoluta precisión. No tienen que cruzarse casi ninguna palabra. La cámara termina de dar armonía esos primeros minutos de película, para dejar claro que la historia que quiere contar apenas es un hilo que sirve como excusa para que disfrutemos del placer de cocinar. El asesor gastronómico ha sido Pierre Gagnaire, un cocinero de más de 70 años, con el aspecto de un viejo filósofo revolucionario. La última escena de la película es un espectacular plano circular hecho en la cocina, una escena en la que resume y descubre la verdadera Pasión de Dodin, el poderoso gastrónomo que protagoniza y tiraniza todo el relato. De todos los platos que se preparan en la película, dos me llamaron la atención, el primero un rodaballo guisado en leche (por lo que he comentado con amigos y familiares, esa receta ha llamado la atención a mucha gente), el segundo una tortilla noruega, nombre correcto del soufflé con el corazón helado. Llevo muchos días dándole vueltas al guiso de rodaballo. A muchos sorprende la cocción en leche de esta pieza de pescado. He revisado libros de mi biblioteca tanto viejos como modernos, he acudido a los referentes franceses, empezando por Kournosky, Bocusse, Ducasse… Pero, al final, encontré las indicaciones en el Libro de la Marquesa de Parabere, que no era marquesa. La receta en sí no es complicada, pero sí que exige cierta reflexión sobre la cocina y su conexión con la cultura. Creo que en más de una ocasión he defendido que los primates dejaron de ser primates y empezaron a convertirse en hombres (también en mujeres) cuando empezaron a cocinar, cuando empezaron a manipular los alimentos. No se contentaban con arrancar un fruto o una vaya de un matojo, o de darle una dentellada a un animal. Justo en el instante en el que empezaron a maniobrar con los frutos de la tierra o con los animales que querían comerse empezó la cultura. Seguramente habrá muchas razones que justifiquen que unos homínidos peludos empezaran a manipular aquello que querían llevarse a la boca: la necesidad de ablandar los productos, de hacerlos menos ásperos, de facilitar su deglución; también debió haber alguna razón biológica o médica, para evitar dolores de estómago o estragos mayores. La necesidad de conseguir alimento agudizó el ingenio y obligó a trabajar productos que inicialmente no resultaban agradables. Sería divertido poder ver a la primera persona que tuvo la curiosidad de cascar un huevo para sorber la clara y la yema. El calor fue sin duda el primer método que pone en marcha la historia de la cocina. Dejar una fruta, una pieza de carne o de pescado al sol para que se seque podía hacerla más sabrosa, también generaba algunos riesgos, como que la invadieran los insectos o que se pudriera, pero algunos frutos o algunas carnes o pescados curtidos al sol potencian su sabor. Menor riesgo generaba una fuente de calor tan directa como el fuego. El dominio del fuego permitió que los chamanes y los brujos de los primeros clanes se convirtieran en cocineros. Las frutas y las verduras reaccionaban peor al fuego vivo y directo, pero una pierna de vaca o de cordero podía dar mayores satisfacciones. Dominar el fuego hasta convertirlo en brasa y colocar sobre los rescoldos trozos de alimentos no sólo mejoraba la posibilidad de masticarlos, sino también su sabor, además, la ceniza podía ser, en pequeñas dosis, un buen condimento. No tardarían en perfeccionarse otras superficies calientes con las que jugar hasta llegar a las actuales sartenes o cazos. El fuego ablanda muchas carnes, hace que los pescados sean menos mórbidos y las verduras menos leñosas. Además, el fuego terminaba con muchas bacterias y facilitaba la conservación de alimentos que, si no se tostaban o asaban, resultaban incomibles en pocas horas. Aplicar calor a un alimento hace que arranque la deshidratación y con la deshidratación las primeras salsas, las primeras grasas deshechas. Rápidamente llegaría la cocción como complemento a la aplicación directa del fuego. Los alimentos no sólo se ponen en contacto con el calor directo, sino también con otros elementos líquidos o semilíquidos que permiten dar matices a cada bocado. Llegan las primeras recetas, los caldos, las bases más o menos oleaginosas… Todo ayuda a la complicada tarea de dominar los alimentos, adaptarlas primero a las necesidades, pero finalmente a los gustos de cada comensal. Alimentarse deja de ser una cuestión de simple supervivencia y se convierte en un placer. Las cocciones abren la comunicación de sabores, los elementos sólidos trasladan parte de su gusto y de sus propiedades a los medios líquidos. El líquido es capaz de mezclar distintos sabores, por lo que se utiliza para que algunos sabores vegetales puedan trasladarse a la carne o al pescado y, a su vez, carnes y pescados prestan sus virtudes a piezas de fruta o verdura menos sabrosas. Cocinar es mezclar con más o menos mesura, mezclar productos, también técnicas. Hombres y mujeres se fueron haciendo más sabios a medida que cocinaban mejor. Por eso no concibo otra forma de cultura que la que va de uno u otro modo ligada a la comida. Sirva lo anterior como introducción pedante para hablar de la cocción en leche de un pescado. Esa técnica puede resultar extraña en un país como España, donde el aceite de oliva ha colonizado, con absoluto merecimiento, los fogones, pero para otras culturas, como la francesa o las orientales, resulta menos extraño. Los franceses, enamorados de la mantequilla, pueden encontrar más sentido a la cocción previa en leche si luego acaban el plato con una salsa trabada con mantequilla. Siguiendo a la Marquesa de Parabere, la cocción en leche o con leche es una de las técnicas o variantes del caldo corto, un caldo corto es el que mezcla agua o leche con otros ingredientes y que debe cocer durante poco tiempo (15 minutos o media hora a lo sumo). El caldo corto de leche sirve para la cocción de pescados grasos (lenguado, rodaballo, lubina …). Por cada dos litros de agua se pone medio litro de leche, 45 gramos de sal, unas bolas de pimienta y medio limón cortado en rodajas. A esa mezcla se le puede añadir zanahoria, cebolla, puerro, laurel, hinojo… Debe tenerse en cuenta que el caldo en el que se cueza el pescado normalmente no se podrá utilizar en el guiso posterior. Al aplicarle limón y algún que otro ingrediente acido, la leche termina cortándose y, aunque haya algunas salsas agrias, utilizar el caldo de cocción con la leche puede dar cierto repelús. Sin duda la leche transmite parte de sus propiedades al pescado, y el regusto lácteo puede resaltarse si luego se acaba el guiso con un golpe de plancha con mantequilla. Por lo tanto, para cocer un rodaballo en este caldo corto de leche debe tenerse en cuenta que el pescado no ha de cocinarse más de 20 minutos, a fuego no muy vivo. Una vez cocida la pieza de pescado (preferiblemente entero) se escurre bien. Debe tenerse en cuenta que si se prolonga mucho la cocción los elementos gelatinosos de las espinas del rodaballo terminan disolviéndose en la leche, perdiendo el pescado parte de su encanto. Una vez escurrido el rodaballo toca aplicar de nuevo calor para terminar la preparación. En una sartén amplia, donde se acomode bien el rodaballo, hay que deshacer al menos 200 gramos de mantequilla, esta vez a fuego vivo, porque hay que conseguir que la piel del rodaballo quede crujiente y sabrosa. Si el rodaballo se coció bien en el caldo corto, no es necesario pasarlo por la sartén por la cara más pálida, puede ponerse directamente sobre la más oscura, que es la que gusta que quede churruscada y sabrosa. Salamos el rodaballo, hemos de ser generosos con la pimienta (preferiblemente negra, aunque la jamaicana también liga bien). Alcanzado el punto crepitante deseado, se retira la pieza de pescado. Si la mantequilla no se ha requemado (para que no se requeme puede añadirse en el momento en el que se deshace un chorrito de aceite de oliva), se aprovecha para ligar una salsa que llevará una cucharada de harina de trigo (puede sustituirse por harina de maíz – maicena – o incluso por almendra triturada), se liga hasta que se disuelva la harina. Se pone una copa de champagne o un vino blanco (no hay que ser rácano, cuando peor sea el vino peor será la salsa), un chablís encaja bien. Se remueve bien hasta que la salsa ligue del todo. Se baja el fuego al mínimo y se coloca de nuevo la pieza de rodaballo, esta vez sobre la parte de piel más clara. Bastarán 5 minutos a fuego muy bajo, 10 a lo sumo. SI el cocinero tiene la paciencia de dar un ligero meneo a la sartén mientras se termina de guisar, el colágeno del rodaballo hará su magia con la salsa, que quedará mucho más sedosa. Si la salsa se engorda con yemas de huevo cocidas o con pan rallado en vez de con harina, la salsa también queda sabrosa. En Instagram acompañaré esta entrada con una reproducción de alguno de los pescados que pinta o moldea Miquel Barceló. ()