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jueves, 17 de enero de 2013

CAP.CCXVII.- Despistandome en el legado de la casa de Alba.


El martes me tocaba ir a Madrid, ida y vuelta en pocas horas, con el tiempo justo para comer; mientras dormitaba en el AVE recibí una llamada por la que se me habilitaba para “despistarme” y llegar un poco más tarde a una de las reuniones programadas. Tengo la ventaja de que para eso de “despistarme” soy un artista y enseguida busqué el modo de despistarme sin problemas,

Madrid ha terminado por ser una ciudad marasmo, bastante incómoda y ruidosa; recuerdo viejas palabras de un cantante en la que afirmaba que Madrid era una ciudad insufribles pero insustituible. Yo que sigo siendo un madrileño despistado soy de los que planteo cada visita a la capital como una sorpresa, como un regalo e intento programar mis horas en la ciudad, cada vez menos horas, como si fuera un guiri despistado.

Uno de los mayores placeres de Madrid es el de salir de la estación de Atocha y subir paseando por el Paseo del Prado, ver como va cambiando primero con la cuesta de Moyano, el Botánico, el Museo del Prado, el Ritz; después como unos breves Recoletos y finalmente como una inhóspita Castellana.

La primera parada fue en la Rotonda del Palace para comer con mi madre, una ensalada de bogavante, solomillo con tomates asados y un tronco de chocolate, menú del día correcto y asequible; se paga sobre todo la tranquilidad y el tempo lento que se vive bajo la cúpula luminosa, decorada con mariposas doradas, como si no se hubiera terminado la navidad.

A eso de las tres tocaba despistarse para poder llegar tarde a la reunión, es una bendición que me permitan llegar tarde a los sitios sin enfados. La primera opción fue la de despistarme en la Thysen – el museo, claro está, no la baronesa -, pero acababan de retirar la exposición de Gauguin, me contrarió  bastante haber llegado con varios días de retraso. Como alternativa segunda para el despiste teníamos el legado de la Casa de Alba, en el edificio del Ayuntamiento.

Prácticamente no había un alma en la sala, una pena relativa ya que no deja de ser un lujo poderse pasear entre Goyas, Rubens, Rembrants, Dureros, Tizianos, Riberas y Zurbaranes como quien no quiere la cosa. Asusta ver una parte de los tesoros que acumula el ducado de Alba, es extravagante que en pleno siglo XXI se conciba que una sola familia pueda disponer de un patrimonio artístico tan exquisito. Fue inevitable recordar la reciente novelilla de Manuel Vicent en la que describía las andanzas de un duque consorte bailando por palacio utilizando un uniforme como disfraz.

Como decía al principio yo soy un especialista en despistes, un virtuoso del despiste, y como la exposición era breve tocó despistarse unos minutos más en la tienda del museo donde mi despiste fue recompensado con un libro despistado, el último ejemplar de La Cocina Actual de la Casa de Alba (recetas andaluzas preferidas de Cayetana), una compilación escrita por Eva Celada y editada por Grijalbo en el año 2010. La edición está muy cuidada en sus fotos, los textos son muy cortos y apenas cuentan gran cosa sobre la intrahistoria de la casa de Alba, las fotos muy cuidadas y las recetas sencillas, con algún apunte curioso como por ejemplo que a la duquesa no le gustan los guisantes, o que el servicio no come lo mismo que la familia de Alba y sus invitados – las recetas que se preparan para el servicio, que también se reseñan, son más apetecibles que alguno de los platos de gala.

Al margen del origen y referencia de las recetas lo cierto es que alguna de ellas terminaré incorporándola a las minutas de mi casa más que nada porque son simples; no descarto preparar a algún amigo un menú inspirado en la cocina de los Alba.

Puestos a elegir una primera receta que rompa el hielo de mi relación con la nobleza creo que la del soufflé de espinacas puede ser adecuada, sólo con el uso de la palabra “soufflé” se consigue el empaque suficiente como para disfrazar un gratinado de verduras de los de toda la vida, solo es necesario poderlo presentar en una vajilla no muy recargada de estilo inglés.

Para el soufflé se necesita un kilo de espinacas, medio litro de leche, una cucharada de mantequilla, una cucharada de harina, un huevo, un poco de queso rallado, una pizca de nuez moscada, sal y pimienta. Tiempo de preparación 40 minutos.

Para cocinarlo hay que arrancar limpiando y troceando las espinacas – es obvio que en palacio están mal vistos los productos congelados, no en vano advierten que la duquesa nunca toma gulas, solo angulas -. Limpias y troceadas se echan las espinacas en una olla con agua fría y un poco de sal, se aviva el fuego y se dejan hirviendo durante 15 minutos (mucho tiempo para mi gusto, yo creo con tres minutos desde que el agua rompa a hervir es más que suficiente si queremos que las espinacas sepan a algo).

Mientras hierven las espinacas se prepara una bechamel – clarita, indica el recetario – con la mantequilla, la harina tostada, la sal, la pimienta, la nuez moscada y la leche.

En la misma sartén en la que se ha preparado la bechamel se añaden las espinacas hervidas y bien escurridas. Con el preparado templado – hay que apagar el fuego al terminar la bechamel y hacer las operaciones a medida que se enfría la sartén -, se incorpora la yema del huevo batida y la clara al punto de nieve. La receta habla de un solo huevo, he de suponer que deberá ser un hermoso huevo de gallina ducal, criada en cualquiera de las haciendas de la familia ya que si se utilizan huevos de los del super creo que con un solo huevo no se va a ninguna parte de ahí que recomiende por lo menos dos huevos para que yemas y claras, por separado, le den un poco de vigor al plato.

Hay que tener cuidado al mezclar las claras al punto de nieve con la bechamel y la verdura, se trata de que la masa no pierda cierta consistencia, de ahí que se recomiende cierto cuidado utilizando un cucharón de madera para incorporar las claras como si envolvieran la masa batiendo con suavidad de arriba abajo.

Se distribuye la mezcla en las correspondientes cocots de loza resistente al horno – quedan bien los recipientes individuales –. El horno ha de estar precalentado a 200 grados, con el gratinador al rojo. Se espolvorea un poco de queso rallado – la receta nada dice pero recomendaría utilizar o enmental o gruyere – y cuando suba un poco el soufflé se retira del horno sirviéndolo inmediatamente.
Manteniendo la costumbre de incluir un cuadro en la receta aunque lo obvio sería colocar algún retrato de Goya lo cierto es que me quedo con un Chagall que cerraba la colección.

martes, 23 de octubre de 2012

Cap. CXCV.- Aproximación al bodrio.


Hace algunos meses hice una entrada dedicada al caldo de vegetales, lo titulé brodo vegetal. Brodo es caldo en italiano y, a su vez, proviene del alemán brod. No es la primera vez que me preocupo por la etimología, suele llevar a sitios curiosos.

El pasado fin de semana leyendo la columna de Manuel Vicent en El País hacía una reflexión sobre la brecha social que está abriendo la crisis, una brecha en la que cada vez habrá menos ricos, eso sí sería mucho más ricos; las clases medias pasarán a ser pobre y los pobres se convertirán en mendigos. Vicent, gráficamente, explicaba que las clases medias terminarían acudiendo a la parte trasera de los conventos a recibir el caldo aguachinado que repartían los frailes durante las hambrunas medievales, repartían en “bodrio”, puesto que así se llamaba ese caldo.

No hay más que ver como ha evolucionado esa palabra hasta su significado actual para poder imaginar cual era la calidad de ese caldo, ese brodo, que terminó por convertirse en el bodrio al que nos referimos coloquialmente.

Bodrio también se utilizaba para identificar la mezcla de sangre y cebolla que servía como farsa para rellenar las morcillas.

En la evolución del uso de la palabra bodrio se pueden compaginar por una parte la popularidad que llegó a tomar este tipo de sopa y, por otro, la sorna con la que la gente se refería ese caldo de ínfima calidad, que terminó por identificar cualquier cosa de ínfima calidad y que sin embargo puede llegar a ser imprescindible. Todos tenemos en la cabeza ese programa de televisión bodrio que, sin embargo, no podemos evitar ver; o un bodrio de novela que termina siendo la más vendida; o el bodrio de película que termina reventando la taquilla.

El bodrio vuelve a estar de en boca de mucha gente, en boca ya que muchas de esas casi extintas clases medias acuden de tapadillo a las puertas traseras de Caritas para recibir una bolsa con comida; en algunos supermercados la melé de personas que se agolpa minutos antes del cierre, frente a los cubos de basuras no sólo la componen emigrantes africanos.

Puede que al final el bodrio no sea la sopa, el bodrio sea el propio sistema, hemos conseguido que un sistema que hace poco tiempo – hasta el 2006 – nos hacía ser un país orgulloso, convencido de ser la séptima potencia mundial, ahora se haya quedado en un caldo triste, clandestino, de ínfima calidad y, sin embargo, imprescindible para sobrevivir. Nos tendremos que acostumbrar a ser un bodrio de país, con un bodrio de diligentes y con un bodrio de moral. También nos tendremos que acostumbrar a guisar con sobras, a recuperar la receta del bodrio.

He buscado recetas de sopas de bodrio y, con sorpresa, esas sopas de supervivencia, las sopas de ajo, de harina, de vainas, se han convertido en platos de postín, como la sopa de trigo de la semana pasada.

He buscado inspiración en algunos libros que tengo de cocina eclesiástica – monjas, frailes, cocinas renacentistas – y al final he elegido, como contraste, una sopa ostentosa, la sopa preferida de un Papa, Juan Pablo II, testigo y responsable de alguno de los acontecimientos más sonados de la historia de la humanidad durante el siglo pasado, tal vez por eso se encuentre en puertas de la santidad, santo pero no de mi devoción.

Su sopa preferida era una sopa de remolacha – barszcz rura – que arranca con un caldo hecho tostando un hueso de caña de ternera que mantenga girones de carne, también un kilo de magro de cerdo que también conviene pasar por la sartén, tres zanahorias, tres puerros y una cebolla limpias y troceadas las verduras, con un clavito de especia.

Una vez tostados en la sartén se pasan a una cacerola profunda con agua fresca. Por separado se asan en el horno 5 remolachas grandes, al igual que las patatas se sabe que están hechas si pueden pincharse bien con la punta de un cuchillo.

Una vez asadas se pelan y se cortan en rodajas finas, echándolas al caldo que está cociendo cuatro de las remolachas, la quinta remolacha se reserva cortada en juliana para ayudar a la presentación.

Pasados 50 minutos de cocción del caldo se retira el hueso de caña, se saca el magro de cerdo y se deja templar unos minutos antes de cortarlo en dados.

En la misma sartén en la que se tostaron el hueso y la carne se pone un poco de grasa de cerdo y cuando se deshaga se añade harina, sal y agua, haciendo una especie de crepe (puede sustituirse por rodajas de pan).

En el tramo final de la cocción, cuando se haya de calentar la sopa para servir, se añade medio quilo de chorizos pequeños.

El caldo una vez hecho se cuela o se filtra con un paño para eliminar impurezas; se sirve sobre una crepe rellena  con unos daditos de carne de cerdo, perejil y cebollino picado. En el plato cada comensal  un huevo crudo que se revuelve sobre el caldo muy caliente para que se formen hebras, un par de choricillos y un poco de la juliana de remolacha.

Con el tuétano del hueso de caña se prepara una tostada de pan espolvoreando un poco de pimienta.

Un plato de rojos, bermellones y naranjas. Un plato de purpurado. La receta sacada del repertorio de Eva Celada, los Secretos de la Cocina del Vaticano, editorial Planeta.

El cuadro del bodrio debería ser de Zurbarán, si hemos de comer todos bodrio mejor que sea servido por los serenos frailes de Zurbarán.