sábado, 2 de agosto de 2014

CAP.CCCXXXII.- Un verano en Mallorca (3ª Jornada)


UN VERANO EN MALLORCA (3ª Jornada).- Que sea vieja, tanto más digna es de compasión, sus canas dan fe de ello, pero que sea una putañera, lo niego perentoriamente. Si el vino de Canarias con azúcar es una falta, ¡Dios ayude a la malvada! Si ser vieja y alegre es un pecado, entonces más de un viejo compadre que conozco está condenado: Si ser gordo es ser odiado, entonces hay que amar a las vacas flacas del faraón.

«Invitados. Invitados. Llegan los primeros invitados». La duquesa de Guermantes correteaba por la casa como una gallina descabezada; eran las ocho de la mañana, me pilló en la cocina haciendo café, mi café; el café de los señores pensaba prepararlo más tarde. La duquesa se había olvidado de decirme que sobre las once llegarían unos amigos, a los que decidí identificarles como los barones de Charlus – debía mantener mi pacto de confidencialidad.

Tenía que estar previsto algún «refrigerio» para cuando llegaran, el almuerzo lo harían en el barco, más bien «picoteo»; eso sí, por la noche tenían que «epatar». Por lo visto el barón era un afamado gourmet. Refrigerio, picoteo, epatar. Cuando la duquesa pronunciaba estas palabras fruncía los labios con las e, no sé si porque quería afrancesar las frases o porque el botox de los morros le impedía controlar el juego de los labios, aunque a lo mejor no era botox sino los nuevos tratamientos con microhilos de oro.

Había tenido la prevención de tomar el teléfono de una de las pescaderías del pueblo, llamé de inmediato para realizar un pedido extra, la ventaja de no tener que pagar de mi bolsillo es que me permite ser generosa y no preguntar por los precios. Sabía que si empezaba la cena con un plato de gambas a la plancha el éxito estaba garantizado, no es barato conseguir gamba fresca en Mallorca en el mes de agosto, garantizar la compra de casi tres kilos de gambas ya a las nueve de la mañana le daba a la pescadera cierta paz de espíritu. Hasta tal punto llegó su amabilidad que se comprometió a traer el pesado a mediodía, conocían la casa a la perfección, supongo que así se aseguraban de que, por un olvido, les dejara colgado con un pedido de más de 300 euros en pescado.

El plato de fuerza sería una bullabesa - «bouillabaisse» en palabra de la duquesa -; a lo largo de mi vida habría hecho cerca de un millar de sopas de pescado, todas iguales, todas distintas; le di un vistazo al libro de Julia Child, por sí tenía algo que aportarme. El toque de la presentación se lo daría preparando un pastel de pescado en vez de los pescados hervidos y desmadejados de la presentación habitual.

La base  es la habitual de una sopa de pescado: Una cebolla picada fina y un puerro también picado; se rehogan en una gran olla con un chorro generoso de aceite de oliva.

Cuando la cebolla lleva 5 minutos pochando se le añaden 4 dientes de ajo pelados y majados con una pizca de sal un  poco de perejil, también se añaden 4 tomates de pera maduros pelados, despepitados y troceados.

Se baja un poquito el fuego y se deja sofriendo 5 minutos más.

Llega el momento de rehogar un pelín el pescado, aquí la Sra. Child, que sin duda no se preocupaba tampoco de las facturas, recomienda utilizar al menos 6 tipos distintos de pescados de la zona. Yo encargué una lubina fresca de 350 gramos, un pedazo de congrio, un cabracho de 350 gramos, tres salmonetes pequeños, una lluerna, media cabeza de rape y un lomo también de rape. Todo el pescado que recibí llegaba limpio y desescamado. A las dos de la tarde estaba la furgoneta entrando en la finca, a las tres de la tarde empezaba a cocer el fumet, pero antes habían sucedido muchas cosas.

Mientras los señores terminaban de desayunar planifiqué la jornada y me dirigí a la terraza para intentar apaciguar los ánimos; la Sra. de Swann me dirigió una sonrisa y me dijo «es usted el sol»; la duquesa seguía tan azorada que pareció no entender que todo estaba controlado y fue la Señora de Swann la que le tuvo que decir: «No te has enterado de que Cati lo tiene todo controlado». Los señores, ajenos al conflicto, comentaban las noticias que leían en el Ipad, el duque de Guermantes puso en antecedentes a su amigo sobre quienes les visitarían en unos minutos, cuatro referencias laborales, tres amigos comunes, unos estudios similares, madridista acérrimo… en definitiva «uno de los nuestros».

No habían dado las once cuando los barones de Charlús, dos niños incluidos, entraban a la finca en su gran ranchera, bajaron impolutos y sonrientes – aquella mañana todo el mundo estaba obligado a sonreír -; los filipinos, sabiamente dirigidos por la duquesa, realizaban labores de jardinería podando los setos que daban a las piscinas traseras, no tenían ni la más remota idea de los tiempos y hábitos de poda de las vides pero la duquesa consideraba que quedaba elegante que el servicio estuviera preocupado por las plantas.

Yo había terminado de organizar una mesa buffet con el desayuno, decidí servirlo personalmente para así terminarme de ubicar. Observé cómo la duquesa presentaba a sus amigos mientras animaba a los niños a coger algo de bollería y darse un chapuzón. En una forzada coreografía y previo mensaje del duque, el marinero malayo subió a la terraza para anunciar que a las doce el barco estaría preparado.

Aplicando el oído mientras fingía reponer las bandejas de fiambre desentrañé alguno de los misterios de mi trabajo de verano. Los duques de Guermantes y los Señores de Swann apenas se conocías, de hecho las esposas se conocieron quince días antes de iniciarse las vacaciones. El duque de Guermantes y el señor de Swann habían sido compañeros de colegio mayor durante los años que estudiaron en Madrid, jugaron juntos al rugby, trasnocharon y se emborracharon en alguna ocasión. Perdieron el contacto, pero no la pista, durante años. El duque terminó sus estudios de economía, luego marchó a Estados Unidos donde se terminó de formar; el señor había optado por el derecho y casi de inmediato había entrado en una firma internacional de la que ya era socio director en Madrid. La empresa en la que el duque hacía las veces de director financiero había contratado los servicios del despacho que gestionaba el de Swann, estaban enfrascados en una compleja refinanciación por la que Swann pensaba facturar a su amigo más de tres millones de euros, para sellar el reencuentro y seguramente para garantizar que no sería protestada la minuta que en octubre pensaba facturar, el de Swann había invitado a los Guermantes a compartir vacaciones en un palazzo alquilado en la costa oeste de Mallorca. Técnicamente el anfitrión era el de Swann pero estaba claro que cualquier capricho de los Guermanentes se asumiría como una prioridad.

El barón de Charlús pertenecía a la misma camada, hombre de influencias y contactos, probablemente habría jugado algún partido de Rugby con Swann, no en vano había estudiado en un colegio mayor cercano. No era difícil que en pocos minutos se forjaran un pasado común y cientos de miles de coincidencias. Las señoras se refugiaron en el socorrido tema de la educación de los niños y en la evaluación de los campamentos de verano más prestigiosos, un aperitivo que les aseguraba la admisión de los niños en cualquier de las Universidades de la Ivy League, los campamentos estaban organizados por fundaciones afines a esas universidades lo que permitía que niños de apenas 8/10 años, previo pago de una sustanciosa fortuna, tendrían asegurada su admisión en Yale, Columbia, Brown, Cornell, Harvard, Princeton, Pensilvania o Dartmouth. Los niños, ajenos a los planes de sus padres, jugaban en una esquina con sus maquinitas, forjándose un futuro común que les permitiera quizás diez años después, cuando tuvieran el culo helado soportando el noviembre gélido de Massachusetts, poder recordar la mañana que pasaron en Mallorca.

Poco después de las 12 la terraza se despejó, advertí a Pin y a Pon que si querían comer sería mejor que se ocuparan ellos de recoger los restos del desayuno. Las tensiones de la mañana justificaban que me obsequiara con un Negroni relajante en la terraza, un Negroni, unas almendras fritas expresamente para la ocasión y unas lascas de jamón de pato; incluso me di un remojón en la piscina, tan gustoso que me oriné a la salud de mis patrones, era un modo sencillo de compartir con ellos mi alegría por servirles.

A veces estereotipar a aquellos con los que tienes que convivir o trabajar es una manera muy sencilla y un tanto cobarde de alejarse de la gente. La proximidad, el acercamiento a las personas suele abrir un abanico de matices que pueden conducirte irremediablemente al cariño, incluso al respeto a los demás. Los estereotipos habían sido siempre mi escudo protector, escudo que justificada presumiendo que los demás también me estereotipaban a mí, así lo habían hecho toda la vida, la Gorda Cati, Cati Tafal, la solterona de los fogones … todos estos apelativos, no muy amables, los había tenido que escuchar, a veces a bocajarro. Tal vez había sido muy severa con ellos, sobre todo con los de Swann; él era claramente un estafador que perpetraba su plan para minutarle tres millones de euros a su compañeros del alma a base de paseos en barca y chapuzones viendo anochecer. Ella era una superviviente, no muy distinta de lo que, a mi modo lo era yo.

Relajada, recién orinada y apurando las heces de mi negroni llegó la pescatera con el pedido presentado en unos cajones de polispan cubiertos de hielo. Abrí el cajón de los billetes, aquel que me había enseñado el señor, y saqué tres billetes de cien euros. Momento de retomar mi receta.

El pescado limpio, desescamado y eviscerado. Corté las piezas grandes con un gran cuchillo, cada pescado en 2 ó 3 piezas; la ocasión obligaba a flambear el sofrito con un chorro generoso de coñac francés – no utilicé el brandy que tenía escondido en el armario de mi cuarto, seguro que Francoise Mitterant lo hubieran considerado un sacrilegio. La receta de la Child no dice nada de flambear el pescado.

Una vez se apagó la llama azulada del flambeado añadí dos litros y medio de agua, una hoja de laurel, unas ramitas de perejil, unas hojas de albahaca, un trozo de hinojo de apenas un par de dedos de ancho, unas hebras de azafrán, una tira de piel de naraja – cuidando que no arranque nada de la parte blanca que hay entre la piel y la carne -, una pizca de pimienta y otra de sal.

Hay que dejar hervir el pesado durante minutos a fuego vivo y después colarlo, apretando un poco los restos del pescado para que suelte su jugo. Ya tenía preparada la base de la bullabesa.

Antes de servir la sopa le daría un nuevo hervor – 5 minutos -, rectificaría de sal, prepararía unas rebanadas muy finas de pan blanco que tostaría unos minutos en el horno. Además prepararía un alioli denso y una mayonesa coloreada al final con una cucharada de pimentón rojo; untando las salsas en las rebanadas de pan terminarían de darle profundidad al plato.

En vez de servir en bandeja a parte los restos del pescado hervido preferí hacer un pastel con la carne de los distintos pescados, mezclados con tres chalotas picadas y sofritas, cuatro huevos y un vasito de leche ideal, salpimentado todo antes de dejarlo cuajar durante 25 minutos al baño maría dentro del horno.

Para abrir boca preparé sobre una cama de sal gorda endurecida en una gran sartén varias tandas de gambas rojas mallorquinas, que se sirvieron como aperitivo.

No necesité indicación de los señores para dejar refrescando en grandes cubiteras de hielo tres botellas de vino blanco de Borgoña – cremoso siempre el cabernet sauvignon – y tres botellas de champagne – Billecart -, una de ellas rosada.

Antes de retirarme a descansar me dejé ver por la terraza para recibir el agasajo de propios y extraños. El señor de Swann al verme levantó su copa y gritó: «Cati. Es usted el cielo», habían bebido lo suficiente como para que no se lo tuviera en cuenta: todos brindaron.

Yo me retiré ufana a mi dormitorio. Cati “Tafal”, la niña que en el colegio paseaba como perdida por el patio gritando: «Fatal, fatal, fatal», cada vez que se equivocaba en cualquiera de los deberes, volvía a seducir en los fogones.

Como un gato, siempre en tensión, estaba convencida de haber convencido a mis patrones del acierto en su elección del servicio de cocina.

3 comentarios:

  1. Deliciosa la receta y el relato como siempre. Cada día me gusta mas la Duquesa de Guermantes.

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  2. Que buen rato nos haces pasar con los capítulos de la novelilla y saboreando en la distancia esa bullabesa. Que pena no poder tener una "Cati" en nuestras vidas, aquí tenemos a una "Alma" que cuando la toca cocina comemos un poco mejor, pero se turna con otra que ni me he molestado en saber el nombre. El cuadro muy aparente y la mirada del gato a la pieza de pescado de lo más elocuente. Jubi

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  3. La presentación de la bullabesa la imagino en un plato hondo con un trozo del pastel de pescado en el fondo, la sopa por encima y las rebanadas de pan tostado untadas con allioli y con mayonesa coloreada flotando por encima, correcto? Me parece simplemente espectacular!!!!!
    Mari Carmen

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