viernes, 5 de septiembre de 2014

CAP.CCCXLI.- Un verano en Mallorca (duodécima jornada).




Un verano en Mallorca (duodécima jornada).- Era hora de fingir, o aquella encendida fiera escocesa me hubiera dado lo mío, y escote y lote. ¿Fingir? Miento, no soy ningún falsificador: Morir es ser falsificador, porque es la falsificación de un hombre el que no tiene vida de un hombre: pero falsificar la muerte, cuando un hombre vive por eso, no es ser una falsificación, sino ciertamente la verdadera y perfecta imagen de la vida.

No soy persona ordenada, ni mucho menos, sin embargo me gusta establecer cierta armonía en los objetos con los que me relaciono, tal vez por eso me gusta la cocina porque la buena cocina es fundamentalmente armonía. Por otra parte todas mis torpezas y limitaciones desaparecen entre los fogones, cuando empiezo a cocinar me siento casi casi como una bailarina, absolutamente etérea.

Quizá la armonía sea la razón por la que quedé fascinada con los catálogos de Chardín un pintor fundamentalmente armónico; cuando tuviera la oportunidad de regresar a París me había prometido dedicarle varias horas a Chardin en el Louvre, las horas que no le había dedicado en mi juventud.

París. París quedaba muy lejos, no sólo en el espacio, también en el tiempo. Mi madre consideraba que París era un sueño al que ella nunca pudo acceder, ella soñaba con que me convirtiera en una profesora de la universidad de París, que paseara con la barbilla elegantemente apuntando al infinito. Rabió cuando se enteró de que había cancelado la matrícula y me había apuntado a una escuela de cocina que además estaba en Laussanne. Fuera de España en el año 1972 una chica mayor de edad tenía mucho más margen de maniobra que en España.

Mi madre había diseñado una vida maravillosa en París, una vida que solo tenía un problema, era la mía y no la suya; yo en cambio pensaba en regresar cuanto antes junto a ella, hacer todo lo posible por disfrutar de mayor el tiempo que me había hurtado de niña.

Es complicado identificar el momento en el que una persona no puede diseñar lo que quiere que sea su vida y ha de conformarse con lo poco o mucho que le haya correspondido.

En mi caso, como buena cabezota, me había empeñado en separarme tanto del destino que había prefijado mi madre, en los alrededores de una Sorbona inexistente, y el que me habrían deparado los fogones de haberme dejado arrastrar por las inercias de la vida de servicio. Seguramente por el camino he renunciado a muchas cosas, aunque puedo estar contenta de haber seguido paso por paso un plan que, treinta años antes, resultaba impensable.

Eran las once de la mañana, la villa llevaba ya una hora vacía; los señores había partido con la prole rumbo a Cabrera a primera hora de la mañana, atrás quedaba un día extraño con una noche extrañamente tranquila.

Desayunaron todos rápidamente, alterados por la expectativa de 30 horas en el mar, una experiencia que, por lo visto, no habían vivido nunca. Era normal que los niños estuvieran excitados, más extraña era la cándida ilusión de los padres, que deberían establecer reglas de convivencia en un espacio mucho más hermético que el de villa Amaranta.

A las diez abandonaron el palazzo cargados de cestas con comida, gafas de bucear, aletas, cámaras de fotos y crema protectora – la que todavía quedaba tras la noche anterior.

Durante un día completo no tendría que preocuparme de cocinar, ni de vigilar la intendencia; los filipinos marcharon rápidamente de la Villa, me comentaron que tenían unos familiares lejanos sirviendo en un hotel a pocos kilómetros de allí.

Mi primer impulso fue el de ponerme a cocinar, el de organizar los platos para el par de días que les quedaban de vacaciones.

Probablemente por mis ansias de glucosa me animé a preparar un postre, el que tenía pensado preparar el día que vino a cenar el ministro, un cremoso de vainilla con un coulis de albaricoque; el cremoso es un cruce entre un flan y una crema pastelera, bastante vistoso. Al final los señores me al comentar el menú me dijeron que el ministro era adicto al café, así que al final, a regañadientes, le hice un flan de café, que no quedó nada mal pero que me dejó como tarea pendiente la de preparar una crema.

Se necesitan 375 gramos de nata para cocinar, 125 gramos de leche entera , 150 gramos de azúcar, un huevo y 5 yemas, dos vainas de vainilla, una hojas de menta, 100 gramos de agua, 100 gramos adicionales de azúcar y un albaricoque.

Se calienta la leche y la nata con una vaina de vainilla abierta longitudinalmente. Se calienta a fuego muy suave, como para infusionar, cuidando de que no hierva – si hierve se corta la nata -. Cuando esté a punto de hervir se retira del fuego y se raspan la otra vaina  para que se desprendan las semillas de la vainilla. Se deja reposar.

Se bate el huevo con las yemas y el azúcar hasta que queden cremosas y espumosas. Se incorpora poco a poco la leche templada – hay que colar la leche para que no caigan las semillas -. Se mezcla todo bien y se pasa la crema a unas flaneras pequeñas.

Se enciende el horno y se precalienta a 120º, se pone una bandeja de cristal alta para que se pueda poner agua caliente. Se colocan las flaneras, con cuidado de que no les entre el agua y se dejan al baño maría durante 45 minutos. Pinchando una de las flaneras con la punta de un cuchillo se puede comprobar el punto del cremoso, estará hecho cuando la punta salga limpia.

Se dejan las flaneras en la nevera para que se terminen de cuajar.

Se pone en un cacillo el agua a hervir con los 100 gramos de azúcar y el albaricoque pelado y cortado en pequeños dados. Hay que dejarlo cocer durante 10 minutos, quedara un jarabe de albaricoque.

Se presenta el plato desmoldando las flaneras, cada una en un plato, se moja cada cremoso con una cucharada del jarabe de albaricoque.

Se espolvorea un poco de azúcar sobre la superficie del cremoso de vainilla, con ayuda de un soplete se tuesta el azúcar hasta que quede caramelizada. Se adorna el plato con unas hojitas de menta – en la receta de los Roca lo adornan con unas hojas de marialuisa.

Las flaneras quedaron en la nevera, reposando a la espera de que, al día siguiente, regresaran los pequeñajos. En todo caso reservaba alguno de ellos para consumo propio.

Hice la receta rápido y, de repente, desaparecía la tensión de los días anteriores; dejaba de tener sentido lo de tumbarme a la bartola en la terraza, nadar desnuda en la piscina, vigilar de reojo a pin y pon, a las señoras con sus golferías, a los señores con sus niñerías y a los niños con ese dejarse llevar sin molestar mucho.

Perdía sentido mi estancia en Villa Amaranta, había revisado ya a fondo los cajones, armarios y maletas de los señores, hasta los rincones más pequeños. El calor era insoportable dentro y fuera de la casa, incluso echada en la cama me sentía incómoda. Hubiera podido buscar la mejor de las botellas y hacerla mi cómplice durante todas esas horas pero, eliminada la presión de que me descubrieran borracha, me daba cierto miedo llevar al límite mis aficiones sin el contrapeso de los señores.

Me levanté de la cama bañada en sudor, salí de mi pabellón y entré en la villa, busqué en el mueble bar el whisky más añejo, puse apenas un dedo de licor en un vaso y me lo clavé de golpe. El duque había dejado las llaves de su coche sobre la mesa principal del salón, una invitación a huir.

Pasé por mi habitación, debajo de la cama había hecho acopio de algunas botellas a lo largo de esos días, un par de pareos de las señoras que pensaba que no iban a echar de menos, algo de bisutería, unas piezas de la cristalería de la casa. Excepción hecha de las botellas – elegí las más caras – el resto de objetos que fui coleccionando durante esos días no tenían gran valor, sobre todo desde la perspectiva de sus dueños, siempre había considerado que esos bienes eran prescindibles, por lo menos para sus dueños. Puede que a los calificativos de gorda, vieja y borracha hubiera de incluir también el de cleptómana, Cati la ladrona; aunque a decir verdad me sentía mucho más cercana a la figura de la urraca, fatalmente atraída por los objetos que brillan.

Cargué en una bolsa mis pequeñas fruslerías, cuidé que las botellas fueran bien protegidas, puse en marcha el gran coche del duque, olía al perfume de la duquesa y, en cierta medida, a sus amoríos o encontronazos sentimentales.

Estaba en Mallorca, la isla en la que había nacido y madre, donde había nacido yo, una isla a la que no siempre podía escaparme. Desde primera hora de la mañana el recuerdo de mi madre era como una mosca, una mosca cojonera, que me obligaba a actuar. A lo largo de la mañana me había convencido de que si no era capaz de dar el paso que tenía que dar tal vez no sería capaz de regresar a la isla.

Mi madre estaba enterrada en Mallorca, en un cementerio cerca del mar, a poco menos de dos horas de Villa Amaranta. Cuando enterré a mi madre, diez años atrás, juré no volver; la verdad es que no se lo juré a nadie porque enterré a mi madre estábamos ella y yo solas, pensaba que así sacudía una parte complicada de mi vida.

Como las promesas están, en el fondo para quebrantarlas, cogí la carretera hacia el cementerio, busqué una emisora que sólo pusiera música clásica, sin interrupciones, sería incapaz de recordar lo que escuché durante el trayecto. Era reconfortante conducir un coche de importación, con todo tipo de confores; parecía que sobrevolara la carretera, que los vehículos que venía de frente debían apartarse.

En verano los cementerios suelen estar vacíos, especialmente por las mañanas. El cementerio en el que estaba enterrado mi madre es muy pequeñito, está a la salida de una curva, sobre una loma, mirando al mar. Quien pase por aquella carreterilla secundaria probablemente no se dé cuenta de que allí hay un camposanto, la curva pronunciada y el mar de fondo hacen que los pocos cipreses que lo circundan pasen desapercibidos.

Aparqué en la puerta del cementerio, no creía que nadie pudiera protestar aquellas horas y en aquellas circunstancias. Bajé con cierta parsimonia, inicialmente pensé dejar el coche en marcha, por si me entraba un ataque de pánico; no llevaba flores, las sustituí por una botella de Don Perignom, no me costó encontrar el camino hacia su lápida, la mejor orientada al mar, me senté sobre la losa, descorché la botella, le di breve trago a gollete, el champagne caliente sabe fatal, y regué con el resto el mármol y la tierra que lo rodeaba. La espuma se diluye rápidamente y crepita unos segundos hasta de desaparecer y quedar como si me realidad me hubiera hecho pis sobre la lápida. Me entró cierto agobio de ser sorprendida por alguien. En otra circunstancia hubiera quebrado la botella sobre el mármol. Alrededor algunas flores de plástico en tristes macetas acompañaban al resto de vecinos de mi madre.

Regresé al coche satisfecha de haber roto una vieja promesa, arranqué el coche y seguí la carreterilla pocos kilómetros más hasta entrar en una urbanización de lujo construida en las laderas de unas montañas que caían sobre el mar, chalets escondidos entre pinares, no muy altos, no muy ostentosos; las construcciones de la parte alta de la ladera eran más llamativas, debían encaramarse sobre los peñascos para que se pudiera ver el mar; las que daban directamente sobre el mar eran más discretas, sólo eran visibles los garajes, enterrados entre buganvillas, las terrazas de esas casas caían directamente sobre el mar, apenas dos o tres metros por encima del nivel del mar, alguna de ellas permitían zambullirse desde la terraza.

Al final de una de las calles estaba Raven Corner, la casa que compré cuando murió mi madre, había sido el refugio de una modelo californiana anegada en alcohol que había pasado los últimos años de su vida dando tumbos por las playas de la zona enseñando unas viejas portadas del Vogue en las que, haciendo un ejercicio de abstracción, podrían distinguirse sus rasgos en las fotos de portada. Compré Raven Corner con la herencia de mi madre y con lo que había ahorrado durante aquellos años. Una casa de tres plantas, hecha por un arquitecto norteamericano que se había inspirado en las casas construidas en la carretera que unía Los Ángeles con Sausalito, líneas rectas, escaleras exteriores y grandes cristaleras frente al mar.

Al llegar en el coche del duque mi presencia no era motivo de extrañeza de los vecinos que organizaban sus barcas, entraban y salían de las casas, descargaban toallas y sombrillas. Pocos niños en la zona. Algunas furgonetas de servicio, calor y el color verde intenso de los pinos, malva de las flores que aguantaban a duras penas el calor.

Paré frente a la cancela de entrada, hurgué en el bolso hasta dar con las llaves y aparqué el coche en el jardín, junto al garaje. Si se habían cumplido mis instrucciones la casa debía estar en perfecto estado de revista, durante 10 años había pagado religiosamente a una señora de un pueblo cercano para que cada 15 días se diera una vuelta, quitara el polvo, ventilara y ordenara los paquetes que sistemáticamente mandaba a aquella dirección.

Podía haber entrado por la puerta de servicio, la que daba a la cocina, pero preferí dar la vuelta y entrar por la puerta principal, a la que se llegaba por un camino de piedras en el que poco a poco se iba descubriendo el mar y la terraza.

Descargué las bolsas con botellas, las dejé a la puerta y me dispuse a abrir. Raven Corner apenas tenía muebles, sólo una gran librería de madera, una cocina de inspiración italiana, una alcoba con una cama grande, la que daba a la terraza. Abrí todas y cada una de las persianas para que la casa se ahogara de luz, hacía un par de años que no caía por el Raven Corner y cuando llegaba era inevitable que se me saltaran las lágrimas de ilusión, de la ilusión que había tenido desde siempre por aquella urbanización y, finalmente, por aquella casa.

En el sótano había reducido en gran parte la zona destinada a garaje, a mí me bastaba un  huequecillo para un utilitario, el resto estaba habilitado como una bodega que mantenía una temperatura entre 17 y 9 grados, en función de la zona en la que estaban los botelleros. Había reunido cerca de 2000 botellas de todo tipo, allí iría la media docena larga de botellas que me habían facilitado los señores. Busqué un Don Perignom realmente frio en una de las neveras y subí por la escalera interior que daba a la cocina, donde localicé una copa, y de allí al salón que daba a la terraza, a mi terraza.

Descorché la segunda botella del día y me tomé una copa con la parsimonia que sólo dan los bienes propios. No necesitaba beber mucho más.

Pasé al salón para colocar los catálogos de Chardín entre la colección de catálogos que había atesorado casi desde la adolescencia. La bisutería muy a los joyeros correspondientes y así pude ordenar mis pequeñas rapiñas estivales. Allí mandaba sistemáticamente cajas con libros, con algunos objetos que consideraba de valor y que la señora ordenaba con cierto criterio o, por lo menos, con cierta armonía.

Busqué en el mueble de la entrada de la casa la tarjeta de un restaurante no muy lejano, de los pocos que merecen la pena en la isla, allí cenaría y pasaría la noche en Raven Corner, en mi casa, probablemente me echaría en la tumbona que había en la terraza, apuraría la botella de champagne y me quedaría adormecida hasta el amanecer. Si mis cálculos no fallaban seis o siete años más trabajando a mi ritmo me permitirían retirarme definitivamente al Raven Corner y quien sabe si emular a quien fuera su dueña originaria, aunque yo en vez de portadas del Vogue de los años cincuenta tal vez tendría que pasear libros de cocina.

2 comentarios:

  1. El capítulo de hoy, muy sentimental, el paisaje que describes, incluido el cementerio, me ha recordado mucho al del querido pueblo de la preciosa isla que tanto queremos todos. La copa de Don Perignom y el cremoso de vainilla "espectaculares". Jubi

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  2. No puede ser el fin.. aún no se ha acabado el verano.
    Gracias por estos buenos momentos y mejores recetas. Carmen

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