viernes, 8 de junio de 2018

Capítulo CDXLV.- Nunca llegarás a nada.

NUNCA LLEGARÁS A NADA.
Con el cierre de estos días de cambio y alboroto he recordado el título de este libro, un título magnífico, absolutamente magnético. Se trataba en realidad de una recopilación de cuentos, puede que el primero de los libros publicados por Juan Benet.
Recuerdo, vagamente, haberlo leído en mi adolescencia, hace ya muchos años. Debe andar un ejemplar perdido en mi biblioteca desordenada, ya bordea el caos.
Supongo que ya casi nadie se acuerda de Juan Benet, un escritor que falleció en 1993, un escritor del siglo pasado. En su momento fue uno de los grandes referentes de la narrativa española, el primero de los anglosajones de la Generación del 50.
Recuerdo haberlo visto trastear entre libros en la Librería Visor, pelo blanco y mirada socarrona. Creo que fumaba en pipa, era un tiempo en el que dejaban fumar en recintos cerrados. Tenía un tono de voz grave, mirada socarrona. Yo nunca me atreví a hablar directamente con él, con la excusa de hojear un libro me acercaba lo más posible para escuchar lo que comentaba con el dueño de la librería. Tendría yo quince o dieciséis años, cuando era feliz e indocumentado.
Benet era todo un personaje. Es una pena que ahora casi no se hable de él y sea complicado encontrar sus libros en papel.
El título de aquella colección de relatos es tan maravilloso que casi me da miedo releerlo y que se desvanezca todo lo que he ido construyendo sobre él.  
Navego por internet y veo que en Amazon ofrecen por 4 € una edición en papel de segunda mano, con la advertencia de que el ejemplar puede tener marcas y señales de su anterior propietario. Todo un reclamo.
Yo suelo marcar y señalar los libros, en ocasiones los subrayo, aunque normalmente me conformo con doblar ligeramente una esquina para indicar una página en la que algo me ha llamado la atención. Como única pista hago una doblez en la parte superior o inferior de la página para poder orientarme y saber si la frase, idea o cuestión queda entre las primeras líneas o en el bloque final.
Es todo un reto volver a esos libros tiempo después e indagar qué frase es la que me llamó la atención y porqué razones, no siempre es fácil. Ya lo dice Heráclito, uno no se baña dos veces en el mismo río; del mismo modo, uno no se lee dos veces el mismo libro, no cambia la lectura pero seguramente cambia el lector. De hecho la cita de Heráclito es: «Al mismo río entras y no entras, pues eres y no eres»
Los libros que leo los lleno de pequeñas pistas, recuerdos nimios. Normalmente son billetes de transporte público (autobuses, metros, trenes o aviones), entradas de cines o de exposiciones, papeles pautados de hoteles, propagandas repartidas en la calle, flyers con publicidad de lo más variado, recortes de periódico, críticas de cine, marcadores de libros, cuartillas de cualquier tipo. Los camuflo entre las páginas con el fin de que me orienten sobre el momento y circunstancias en el que el libro fue leído. A veces una fecha o una referencia mínima me permite extraer recuerdos perdidos.
También es verdad que cuando presto cualquiera de los libros esos rastros suelen desaparecer porque donde yo veo tesoros de valor incalculable otros solo ven mierdecillas olvidadas.
No sé todavía si releeré Nunca Llegarás a Nada otra vez, seguramente lo buscaré en las estanterías, me desesperaré por no encontrarlo y puede que en algún momento, casi por casualidad, aparezca en la segunda o tercera fila de la biblioteca. Los anaqueles, ya combados, guardan sorpresas deliciosas.
Recuerdos como el de Juan Benet me producen más alegría que nostalgia, la nostalgia puede llegar a ser una enfermedad inhabilitante. Siempre he pensado que el futuro es mucho más interesante que el pasado, que lo bueno está por venir. Que la historia en realidad se escribe hacia delante.
He recordado también otro libro de título inquietante: Nunca cometemos errores, de Aleksandr Solzhenitsyn. También lo leí en la adolescencia, tampoco me acuerdo de casi nada de su trama. Anda andar perdido en la estantería, seguro que no muy lejos de los relatos de Benet. El caos suele producir curiosas coincidencias.
Está claro que los libros que incluyen la palabra Nunca me subyugan.
He dudado sobre la receta que mejor le vendría a la cita del libro de Benet. Creo que, inevitablemente, debería ser una cita viejuna, aceptémoslo, no creo que esta entrada consiga colocar de nuevo a Juan Benet en la modernidad. Benet era un escritor culto, enrevesado, de largos párrafos. Merece una receta de aquellas olvidadas, una receta que con apariencia simple, sin embargo, hubiera de pasar por un filtro faulkneriano (es curioso, hace unos meses acudí al colegio de mis hijos a dar una charla a los alumnos de bachillerato sobre el futuro profesional, se me ocurrió hablarles de Faulkner y de Flaubert. Los chicos/y las chicas/ me miraron extrañados. El profesor me dijo que probablemente no conocían a esos autores. El profesor tenía pinta de que tampoco sabía mucho más que ellos, y eso que eran alumnos de humanidades).
He elegido una receta rancia entre las rancias, el escalope a la milanesa, un viaje directo al mundo de las televisiones en blanco y negro, a un mundo que solo tenía dos canales (por cierto, ayer mi hijo pequeño me preguntó que si yo estaba vivo cuando el hombre llegó a la luna – 1969 -, le he dicho que sí. Luego me ha preguntado si seguiría vivo cuando el hombre/seguramente la mujer/, llegue a Marte. Le he dicho que esperaba estar vivo ya que la previsión es que el primer viaje tripulado se intente en 2025, aunque puede que se retrase porque Trump – que puede acabar con casi todo rastro inteligente en la política – ha suspendido los programas espaciales relanzados por Obama).
La primera crisis que uno tiene con la receta del escalope a la milanesa es la de su nombre. Suena mucho más retro la palabra escalopa, que es mucho más Vintage. Aquí en Barcelona la gente que ronda los setenta años habla de escalopa, no de escalope.
El escalope es un filete normalmente de ternera, de mínimo grosor, rebozado. Tendría que ser muy blando, aunque la mayoría de los escalopes que recuerdo eran verdaderas zapatillas de esparto.
El escalope a la milanesa no deja de ser lo que aquí los castizos llamaban filete empanado (no muy lejos de los sanjacobos y los cachopos ahora de toda moda), aunque hay que reconocer que los italianos han sido capaces de vender carbón al diablo y que en italiano la cotoletta alla milanesa suena tan sofisticada como unos zapatos de Ferragamo (aunque creo que Salvatore Ferragamo era florentino).
El secreto de la buena escalopa es que la carne sea muy tierna, un punto melosa (la pieza más codiciada sería la nalga, con todas sus connotaciones). La carne hay que maltratarla a martillazos o con un rodillo para que quede de grosor milimétrico.
EL escalope milanesa es extremadamente sencillo, un filete pasado por huevo y pan rallado que se sirve con patatas fritas. Yo recuerdo que en el bar Wikiki nos lo servían con una salsa de tomate cebolla y pimiento, un denso sofrito que empapaba las patatas y las convertía en una maravilla.
Sobre la base del escalope se han introducido infinidad de variedades tanto en los rellenos, como en las guarniciones, hasta el punto de que en las redes circula una receta que es, sólo por su nombre, un verdadero anatema: Escalope Milanesa a la Napolitana (filete empanado con salsa de tomate). El nombre de ese plato sería tan imposible como intentar ahora promocionar unos callos madrileños a la catalana (aunque todo es intentarlo, los nuevos tiempos exigen nuevas transversalidades. Sorprendería saber los puntos en común de las tripas guisadas tanto en Cataluña como en Madrid).
Como se trate de darle un aire nuevo a la escalopa milanesa, conseguir que llegue a algún sitio, he pensado en modernizar la receta. Elegiré, como no podría ser de otro modo, carne de ternera, acudir al pollo o al cerdo me llevaría por derroteros inhóspitos. La pieza elegida la culata.
Antes de liarme a martillazos pondré la carne a macerar con un chorrito de salsa de soja, ralladura de lima y unas gotitas de zumo de lima. Puede que también una cucharada de mostaza antigua. Dejaré que la carne repose en un tupper durante una hora. Es importante que las cantidades de soja y de zumo sean mínimas (tres cucharadas soperas) para que la carne no se haga en crudo.
No conviene meter la carne en la nevera. Pasado el tiempo de maceración, se coloca sobre la tabla y se pasa un rodillo de madera, pasadas firmes, constantes, para que quede lo más fina posible cada pieza (los mazazos son arriesgados porque pueden romper los filetes).
Aplanados los filetes, se salpimentan ligeramente y se pasan por huevo batido, tienen que empapar bien (hay que le pone unas gotitas de tabasco al huevo batido, es una opción).
Sin solución de continuidad el filete empapado ha de pasar al rebozado en pan rallado. Como se trata de una receta modernizada he rallado restos de pan secos que tenía por casa (panes de nueces y pasas, panes con semillas de todo tipo, harinas exóticas… Voy acumulando chuscos de pan que han de estar bien secos antes de someterlos a los rigores del rallador).
En una sartén amplia, con abundante aceite, se tienen que freír los filetes (los alemanes utilizan mantequilla en abundancia en sus sabrosos Schnitzet). Aceite de oliva.
La carne no debe estar fría.
La temperatura del aceite sobre los 180º (para no andar con termómetros se puede usar el truco abuelil de lanzar un trocito de pan y esperar a que empiece a dorarse).
Conviene no ser impaciente y esperar a que el aceite tome la temperatura adecuada. La fritura es un arte que exige precisión y decisión. No hay que dejar que fría mucho, basta con comprobar que se ha dorado la cobertura.
Se retira el filete y se pasa unos segundos sobre papel absorbente. De allí al plato para consumir de inmediato. Por eso es importante hacer simultáneamente las patatas fritas (todo un arte).
Como se trata de modernizar la receta, acompaño mi escalopa con una salsa cítrica, no muy complicada, nunca sobre el filete, sino en una salsera para que cada comensal la administre al gusto/o no gusto/. Puede que sea suficiente con el aroma del limón flotando sobre la mesa, sin necesidad de tocar la carne.
Para la salsa hemos de picar una cebolla en tiras finas (brunoise), dejar que se sofría suevamente en aceite de oliva (no se tiene que dorar la cebolla). Cuando esté atontada se añade un poco de sal, así termina de sudar, una pizca de pimienta y una cucharada de harina para que la salsa engorde. Hay que remover con una cuchara de madera, dejar que la harina se tueste un poquito.
Cuando la harina haya absorbido casi todo el aceite y empiece a apelmazarse el sofrito, se añade una copa de vino de jerez y un chorro de lima o de limón (lo que de media pieza). Se remueve bien para que la salsa vuelva a esponjarse. Se completa con el agua que pida la salsa (normalmente poco más de una copa de la usada para el vino).
Yo le espolvoreo unos cuantos anacardos picados, remuevo con cariño hasta que la salsa se convierte en terciopelo y la llevo a la mesa.
Como la receta ha quedado un poco intelectual, cierro la entrada con un cuadro de Durero: Four Holly Men. Adustos, taciturnos y enfrascados en sus lecturas.
Resultado de imagen de Durero four holy men

Ya decía Heráclito que los dioses están en las cocinas.

1 comentario:

  1. El dicho de que "tu mesa estaba siempre "de viaje" ha sido de las verdades más grandes que se han dicho, esa frase ya ha quedado para la historia. Jubi

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