sábado, 30 de junio de 2018

Capítulo CDXLVIII.- Sísifo en la cocina.

Esta semana he terminado a la vez dos libros que, en principio, no tenían nada que ver. Han sido lecturas casuales, uno de los libros lo tenía como referencia en el cuarto de baño, el otro lo llevo en la mochila. Estas lecturas casuales llegan de modo fragmentado, leyendo sin mucha continuidad, a veces unos minutos, los que van de una a otra parada del metro.
No tenía previsto leer los dos libros a la vez, sin embargo, el azar ha querido que los termine casi a la vez.
En el cuarto de baño tenía El Mito de Sísifo, de Albert Camus. En la mochila viajaba El Coloso de Marusi, de Henry Miller. El primero es un breve ensayo complicado de leer, una reflexión sobre el absurdo del ser humano escrito desde la perspectiva existencialista. El segundo es un libro de viajes desordenado y pasional, el dietario de un viaje/estancia en Grecia.
Miller y Camus tienen, en apariencia muy poco que ver entre ellos, o por lo menos eso creía. Los leía en paralelo, sin ser consciente de las conexiones que pudieran existir entre las dos publicaciones. También mi actitud es distinta, te enfrentas al mundo de modo distinto según leas en el cuarto de baño o entre apretujones en el metro. (Por cierto, Henry Miller tiene una breve diatriba contra los lectores de cuarto de baño, pero esa es otra lectura y otro libro a reseñar).
Casi cuando agotaba mis dos lecturas en paralelo me di cuenta de que ambos libros se escribieron durante la Segunda Guerra Mundial, se escribieron en un breve lapso de tiempo (Miller en 1941, Camus en 1942). Tiempos convulsos en Europa, había muchas razones para estar preocupado, angustiado.
Miller, huyendo de los Estados Unidos, se estableció durante unos meses en una Grecia caótica, desordenada y vital, tan desastrosa que la Guerra parecía casi una anécdota. Miller cuenta a su manera la experiencia de la luz, de la alegría, de la generosidad, de la pasión, de las raíces de la cultura del hombre. Todo ocurre casi por casualidad en El Coloso de Marusi. Miller, en el fondo, habla de la felicidad, del pavor a las rutinas, de la casualidad.
Camus escribe con profundidad, también con desasosiego, parece que no haya futuro. Pese a todo, al describir el mito de Sísifo, razón de ser del libro, aunque no sea su capítulo principal, escribe sobre el hombre que se atrevió a desafiar a los dioses y fue castigado con una penuria eterna, la de arrastrar a duras penas una gran roca hasta la cumbre, para luego ver como la gran roca se despeña de nuevo hacia el valle, obligándole a deshacer sus pasos y reiniciar la escalada.
Miller también habla de los hombres que desafían a los dioses, habla de los dioses griegos y se inspira en ellos para embarcarse en un viaje buscando la felicidad, una felicidad de la que sólo se ven destellos.
Camus al describir el periplo de Sísifo también habla de la felicidad, como hija de la misma tierra que el absurdo, y considera que, a su modo, Sísifo es feliz mientras camina aliviado de peso, de nuevo hacia el valle para recoger otra vez la piedra. Y termina el capítulo afirmando que “la lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.
Camus y Miller no está, en el fondo, tan lejos. Los dos libros son reflexiones, sui generis, sobre la felicidad, sobre la búsqueda de la felicidad. Miller es un escritor luminoso, angustiado, pero luminoso, en su libro de viaje hay muchos pasajes dedicados a comidas sencillas y a sobremesas largas que pueden, incluso, acabar con bailes.
Camus no es un escritor luminoso, puede que menos angustiado, aunque sí resignado con el destino absurdo del hombre.
Miller y Camus escriben, a su modo, de la relación del hombre con dios, con los dioses o con la inexistencia de dios.
En la soledad del cuarto de baño, o sumergido en la multitud del metro en hora punta me han sorprendido las dos lecturas, no pensé que terminaría ensayando sobre ellas y mucho menos que ensayaría además escribiendo sobre cocina.
Hay en la cocina, en el hecho de cocinar (por lo menos en mi caso), la búsqueda de la luz y el caos de la cocina mediterránea, la combinación de productos frescos, el juego de sabores y sensaciones que puedan llevarte a la alegría o, por lo menos, a un fogonazo de alegría.
Hay en la cocina algo de tarea absurda y repetitiva, de trabajo pesaroso (cualquiera que se haya enfrentado a un par de kilos de judías verdes que tuviera de perfilar sabe de qué estoy hablando). La tarea del cocinero tiene una pizca de inspiración y toneladas de disciplina. El ritual de comprar los ingredientes, prepararlos para el guiso, cocinarlos y comerlos tiene el vértigo de la piedra que cuesta elevar y que, irremisiblemente, cae ladera abajo.
La satisfacción de un platillo redondo suele venir acompañada de un ¿mañana qué prepararé para comer?
Yo, que cocino prácticamente todos los días, que lo hago muchas veces por el placer de ver diluirse el tiempo mientras mondo unas patatas o trabo una besamel, he sentido la fatalidad de pensar que mi tarea se reiterará uno y otro día.
A la vez, llevar el plato a la mesa, sobre todo cuando cocinas para gente que aprecias, es una fiesta. El anhelo de una sobremesa plácida, ligera y divertida hace que valga la pena la rutina de los fogones horas antes de comer.
Puede que la proximidad de mi regreso a Grecia (en unas semanas volveremos a estar todos en las islas) ha hecho posible las conexiones de esta entrada. Julio está ya encima, el calor aprieta y el anhelo de vacaciones es más que una necesidad física.
Cocino con la cabeza puesta ya en las vacaciones, busco sabores y texturas que anticipen lo que reencontraré el mes de agosto.
Voy a preparar una ensalada que probé hace unos días y que recreé para la noche de San Juan. Volveré a prepararla la semana que viene, que vendrá una amiga a cenar a casa.
Es una ensalada de calabacín, cangrejo y aguacate, son los ingredientes básicos. La ensalada puede y debe tunearse al gusto del comensal, en función también de lo que ofrezca el mercado.
Para preparar la ensalada hay que picar un calabacín verde. Yo utilizo una especie de mandolina que convierte el calabacín en pequeñas virutas verdiblancas, en pequeñas lágrimas.
Se deja el calabacín reposando en un bol grande. Si se le añade una pizca de sal a la verdura conseguiremos que empiece a perder agua. Calabacín, sal, pimienta y un bol para que la verdura se deshidrate.
Mientras el calabacín descansa, picamos muy fina una cebolleta. La dejamos también en un bol, o en un plato sopero, porque sale menos cantidad. También va bien salarla para que empiece a sudar.
El tercer ingrediente que hay que picar es el cangrejo (si se quiere una ensalada más de batalla, la lata de chatka puede sustituirse por barritas de surimi. No es lo mismo, pero no todos los días son iguales). Cangrejo picado en hebras y también en reposo.
Ni qué decir tiene que, con el calor, la cocina está en penumbra, la música suave y cierta parsimonia en el proceso de elaboración.
Pelo un aguacate, lo parto por la mitad. Rocío las dos partes del aguacate con un chorrito de lima (ni qué decir tiene que también es posible hacerlo con limón). Con la lima consigo que el aguacate no se oxide.
Una de las mitades del aguacate la pico muy fina, en briznas parecidas a las de la cebolla. La otra mitad la reservo para luego laminarla con ayuda de un pelador de zanahorias. Las láminas de aguacate servirán para la presentación de la ensalada.
Escurro bien los boles y platos con los distintos ingredientes, cuanto menos agua tenga el plato más vistoso quedará.
Busco un bol grande para mezclar los ingredientes escurridos. La base principal, las virutas de calabacín verde. Añado la cebolleta picada y mezclo, después los datitos de aguacate, finalmente las hebras de cangrejo.
Compraré eneldo fresco y pondré unas briznas de eneldo para aderezar la ensalada.
Salpimento los ingredientes, riego con un hilo de aceite de oliva, una cucharada de mostaza cremosa de Dijon (también encajaría un poco de mayonesa casera), media cucharadita de café con wasabi en polvo, otra cucharada de semillas de sésamo tostado. Mezclo ayudándome de dos cucharones (podría mezclar con las manos limpias para impregnarme de la grasilla del aguacate y el aceite).
Para montar el plato uso unos aros metálicos y una bandeja negra, de pizarra. Pongo unas cucharadas de la mezcla dentro del aro metálico. Aprieto bien para que el bloque no se desmorone cuando quite el aro.
Forro el bloque de ensalada con las láminas de aguacate y llevo el plato a la mesa.
El plato soportaría unas huevas de trucha, de las anaranjadas, unas láminas de ventresca de atún en conserva, unas lascas de bacalao en salazón, puede que un par de anchoas de buena calidad. También encajarían unos anacardos picados, o unos pistachos también picados, incluso unas pipas peladas.
El éxito de la ensalada está en no exagerar ningún ingrediente, dejar que se integren elegantemente.
Sísifo desafió a los dioses, fue castigado. Hoy puede que se refugie entre fogones.

El esfuerzo de Sísifo queda plasmado en el cuadro de Tiziano. Ya queda poco para las vacaciones.
Punishment sisyph.jpg

1 comentario:

  1. Que delicia de ensalada has preparado, todavía no he desayunado y se me hacía la boca agua mientras leía, admiro tu capacidad para todo y espero que disfrutéis de las vacaciones, las mías son perpetuas y en "Costa Princesa" no estoy nada mal. Jubi

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