sábado, 4 de abril de 2020

Capítulo DXIX.- Diez Jornadas (3.4). Aperitivo perpetuo.

Hoy han preparado los niños la comida. Llevaban desde el jueves dándole vueltas al menú. Al final han preparado un ramen con pollo y verduras de primero y unos huevos rancheros de segundo. Segundo día soleado, hemos podido leer el periódico en el jardín y comer en el porche. Seguimos siendo unos privilegiados en toda esta crisis.
Los estudios que han aparecido estos días aseguran que lo primero que desaparece en los supermercados son los aperitivos (las aceitunas, las patatas fritas, las cervezas). Ayer por la mañana lo pude comprobar en el supermercado (compra semanal), en una esquina privilegiada una casa de conservas anunciaba sus latas de anchoas, berberechos, navajas, bocas y asimilados. En la misma esquina ofrecían patatas fritas y una salsa picante especial.
La cajera comentaba que, además, habían agotado existencias de harinas y de levadura de panadería, también desapareció la canela en rama y otros condimentos de pastelería.
Puede que una parte de la población haya decidido vivir estos días como una especie de aperitivo perpetuo. Cada mediodía abren una lata de almejas en conserva, una cerveza, una bolsa de ganchitos y brindan por el futuro. Genio y figura.
Anunciaron en las redes que había muerto Luis Eduardo Aute. Un grupo de amigos han empezado a colgar viejas canciones que guarda Youtube, Yo he mandado la Estúpida Manía Circular, pero pensándolo mejor, creo que me trae mejores recuerdos la Aleluya nº 1, puede que porque estoy sumergido en los relatos clericales de Boccaccio, lleno de aleluyas (https://www.youtube.com/watch?v=S3fbgOcjLPI).
Aute me lleva a un tiempo muy lejano, a gente de la que desconecté, más por mis errores que por desidia. A veces los busco en las redes, pero no termino de localizarlos. Éramos jóvenes, soberbios e indocumentados.
Guardo por casa La orgía perpetua, un ensayo de Vargas Llosa sobre Madame Bovary. Hubo un tiempo en el que quería ser Flaubert, aunque no lo hubiera leído, después quise ser Faulkner, a quien tampoco había estudiado. Daba lo mismo, era absolutamente soberbio e indocumentado.
Escuchar tras muchos años las canciones de Aute me causa extrañeza. He localizado un disco de 2018, Aute era más un recitador que un músico, igual que Dylan, pero menos áspero que el jodido Zimmerman.
Me gustaría pensar que alguno de aquellos viejos amigos ha localizado mi blog, aunque voy dejando alguna miga, como pulgarcito, pero o no me leen o soy ya un recuerdo completamente pasado.
La novelilla de Boccaccio de hoy es deliciosamente perversa. Un viejo muy pico que quiere alcanzar la santidad y deja desatendida a su mujer:
         «La mujer, a quien llamaban señora Isabetta, joven de sólo veintiocho o treinta años, fresca y hermosa y redondita que parecía una manzana casolana, por la santidad del marido y tal vez por la vejez estaba con mucha frecuencia a dietas mucho más largas de lo que hubiera querido; y cuando hubiera querido dormirse, o tal vez juguetear con él, él le contaba la vida de Cristo o los sermones de fray Anastasio o el llanto de la Magdalena u otras cosas semejantes.»
Llegó a la ciudad un fraile franciscano, mucho más pinturero que el simple de Puccio, así se llamaba el beato. Felice el franciscano se quedó prendado de Isabetta, a quien quería poseer. Isabetta tampoco le hacía ascos, pero no quería dar que hablar.
El crápula de Felice le explica a Puccio el modo de alcanzar la santidad, un ritual secreto que sólo conocían los papas. Consistía en ayunar y rezar a la hora de la cena y dormir al aire libre, sobre una tabla parecida a una cruz, en la que el meapilas emulara a Cristo crucificado. Puccio tenía que permanecer inmóvil, estático y silente toda la noche sobre esos tablones, sin moverse ni un milímetro de su lugar hasta llegar a un estado místico que le pusiera en conexión con dios. No tenía que atender a ningún estímulo exterior.
Cuando empezó sus rituales, la redonda Isabetta albergó en su estancia al pícaro Felice y tales eran los ruidos y golpes de la cama en la que fornicaban que el bueno de Puccio pensaba que ella estaba también en trance místico por el ayuno.
         «retozando el señor monje demasiado desbocadamente con la mujer y ella con él, le pareció al hermano Puccio sentir un temblor del suelo de la casa; por lo que, habiendo ya dicho cien de sus padrenuestros, haciendo una pausa, llamó a la mujer sin moverse, y le preguntó qué hacía. La mujer, que era ingeniosa, tal vez cabalgando entonces en la bestia de San Benito o la de San Juan Gualberto, respondió:
         —¡A fe, marido, que me meneo todo lo que puedo!
         Dijo entonces el hermano Puccio:
         —¿Cómo que te meneas? ¿Qué quiere decir eso de menearte?
         La mujer, riéndose, porque aguda y valerosa era, y porque tal vez tenía motivo de reírse, respondió:
         —¿Cómo no sabéis lo que quiero decir? Pues yo lo he oído decir mil veces: «Quien por la noche no cena, toda la noche se menea».»
Creo que Puccio no alcanzó la santidad, pero su mujer murió feliz.
Hoy sigo con los sablés de la marquesa. El sablé parisino.
Para hacerlo se necesitan 250 gramos de harina en flor (si es desflorada no pasa nada), 125 gramos de azúcar glas, 120 gramos de mantequilla, un pellizco de sal y raspaduras de limón.
En un lebrillo (bol) se casca el huevo, se espolvoera la sal y el azúcar. Hay que batirlo con brío, hasta que espume bien el huevo.
Se coloca la harina tamizada sobre una superficie de mármol, se hace una pequeña oquedad en el centro (el volcán de los panaderos), se añade el huevo batido, la mantequilla (no debería estar muy dura) y la ralladura de limón. Se amasa ligera y rápidamente, hasta que quede una masa fina.
Se extiende la masa con ayuda de un rodillo, ha de quedar fina, como una moneda (la marquesa dice que como un duro). Se corta en pequeños rectángulos, del tamaño de una cajetilla de cerillas, no mucho más.
Se colocan en un papel de horno satinado, ligeramente engrasado con mantequilla. Diez minutos, con el horno a 140º. No ha de tostarse mucho. Cuando estén cocidos se retiran rápido de la placa del horno y se sirven con el café de media tarde, ahora que hay tiempo.

Hoy Hopper nos deja un apunte, las escaleras de un callejón de París, sencillas. Poco más.
Steps in Paris, 1906 - Edward Hopper

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