viernes, 17 de abril de 2020

Capítulo DXXXII.- Diez Jornadas (4.7) Un jueves con vocación de sábado al mediodía.

Ayer di una clase en línea para la universidad, una clase de derecho procesal, probablemente un confite en el confinamiento. La di al alimón con un profesor de verdad, yo soy un simple aficionado que apostillaba de vez en cuando. El profesor llevaba el peso de la clase y yo iba apostillando.
Conectamos a eso de las cuatro y media de la tarde, el profesor y yo frente a frente, delante de la cámara del ordenador. Nos veíamos nosotros y en pantalla aparecían hasta 42 pequeños iconos que identificaban a otros tantos alumnos. Los asistentes tenían tapada la voz y la cámara, de modo que eran 42 puntos oscuros que de vez en cuando alzaban la mano para hacer alguna pregunta.
Al finalizar la clase el profesor se despidió hasta el día siguiente. Se hizo el silencio durante unos seguros y, por fin, alguien recordó que el día siguiente era un viernes y los viernes no solía haber clase.
Hasta ese momento no había tenido la consciencia de que estaba a jueves por la tarde y que al día siguiente sería viernes, completamente viernes.
Es difícil saber en qué día de la semana estamos instalados. El arranque de casi todas las mañanas se parece mucho a la madrugada de los martes, martes todavía de invierno, en los que hasta las seis y media de la mañana no empiezan a cantar los pajarillos, preámbulo del amanecer.
Cuando se levantan los niños la cocina se convierte en la mañana de un sábado, de cualquier sábado. Los niños se levantan con cuerpo y alma de fin de semana, aunque se levanten pronto. Desayunan tranquilamente, ajenos a los ordenadores que esperan en el salón. EL día vira de martes plomizo a sábado luminoso.
Los niños se terminan las crepes (desayunan siempre crepes recién hechas), apuran la leche y se dirigen a sus ordenadores. En ese momento arranca un miércoles anodino, un miércoles cualquiera, ajeno al sol que luce fuera.
Cuesta conectar aunque las tecnologías funcionen correctamente. Nos colocamos los cascos para que no molesten las voces de los profesores que empiezan con sus clases. Los niños ríen porque pueden ir a clase en pijama.
A las 11 en la televisión aparecen los altos cargos de sanidad que dan el parte diario. Veo a Fernando Simón y pienso en El Día de la Marmota, en Fred Murray atrapado en el tiempo. Me cae bien Fernando Simón, me parece una buena persona y un profesional competente, verlo cada mañana me da paz, aunque sea incapaz de distinguir en qué ha cambiado hoy la situación respecto de ayer o mañana.
Hago un sándwich a los niños a media mañana, un sándwich que me devuelve al sábado, sobre todo si los chicos salen unos minutos al jardín a estirar las piernas.
Volvemos a la rutina de un lunes legañoso para afrontar el último tramo matinal, que se hace pesado.
Yo me levanto de la mesa a eso de la una, llevo más horas que nadie trabajando porque a las 6 esto ya frente al ordenador. Entonces la mañana se convierte otra vez en domingo porque me esmero en que la comida de cada día tenga algo especial (hoy mismo, viernes calendado, les he preparado una fideuá dominguera). Sólo con disciplina consigo que no haya vino en la comida, eso me permite distinguir los días de diario de los fines de semana y, sobre todo, me evita el alcoholismo incipiente.
Comemos rápido, normalmente al aire libre, comidas parecidas a las de un almuerzo sabatino, pero sin sobremesa. Es divertido ver cómo los niños se ponen a jugar en el jardín, porque identifican ese tiempo con el de recreo, por eso les gusta jugar al baloncesto o al escondite, vuelve a ser un martes por la tarde para ellos. Para mí sigue siendo domingo, tan domingo que descabezo un sueño con el arranque del telediario.
A las cuatro el día vuelve a ser un lunes o un miércoles cualquiera, incluso un jueves, que suele ser el día en el que me toca dar clases.
Los niños, sin embargo, viven las tardes como si fueran de viernes, se liberan rápido de sus obligaciones escolares, charlan un rato en limpia con sus amigos y vuelven a jugar con la intensidad de un viernes, mientras yo aguanto el tipo de los miércoles o jueves.
A las siete, siete y media, vuelve la rutina del lunes, hay que preparar una cena que intente ser ligera, que equilibre los excesos de mediodía. La cena nos devuelve a la cocina, a los lunes, a programar  las jornadas sucesivas.
Los niños quieren que todos las noches sean de sábado, les gusta ver una película o una serie con nosotros, estirar el momento de ir a dormir hasta el límite, porque ellos siguen instalados en el sábado. Los mayores luchamos porque sientan y piensen que es un miércoles normal.
Los acostares y el acceso al sueño son todas de domingo por la noche, cuesta un poco conciliar el sueño y cualquier ruido, por leve que sea, quiebra el descanso de la noche. Noches de domingo, noches de mal dormir en los que dan vueltas por la cabeza los días sucesivos, que serán parecidos a los anteriores. Según el momento del día no sé si vivo en un martes permanente o en un sábado primaveral.
Por eso me gustó que ayer el profesor Solé recordara que al día siguiente habría clase, obligando así a todos los alumnos a hacer un reset y advertir que el viernes no hay nunca clase.   
Agradezco a Boccaccio y a su Decamerón que me recuerde a través de sus novelas que a afrontamos ya la cuarentena de verdad. Hoy es la séptima novela de la cuarta jornada, es decir, 37 días aislados (recuerdo que empecé unos días antes).
La historia de hoy sigue con la truculencia, esta vez de unos amantes desdichados que se envenenan con salvia. En los cuentos de esta jornada están los embriones de muchos Romeos y Julietas.
Con la marquesa me adentro en el mundo de las trufas. Empiezo con la básica, la trufa de nata.
Se necesita un cuarto de litro de nata sin batir, 200 gramos de chocolate avainillado, de calidad superior (advierte la marquesa)m 200 gramos más de chocolate de cobertura, granulado (puede cambiarse por cacao en polvo sin azúcar), y 75 gramos de azúcar glas.
El primer paso de la receta es el de batir la nata (la marquesa lo hace en una vasija de loza rodeada de hielo picado). Yo lo hago con la batidora, antes he guardado el brick de nata en la nevera, los 10 últimos minutos en el congelador.
Cuando la nata está en su punto (dura) se mezcla la nata con el chocolate avainillado bien rallado y con el azúcar glaseado. Se mezcla bien. Ha de quedar duro y compacto. Se forman bolitas con las manos bien limpias y se pasan las bolitas por un plato con cacao en polvo o granulado. Se conservan en la nevera, donde han de reposar un par de horas.

Hopper nos presta una nueva escena interior de una mujer sola, con vestido de bailarina. Una chica en pleno miércoles que lucha por convertirse en sábado.
File:Edward Hopper, New York Interior, c. 1921 1 15 18 ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por los comentarios, es la única manera de poder mejorar. Esta página surge por la necesidad de compartir algunas inquietudes, de ahí la importancia de tu mensaje.