viernes, 24 de abril de 2020

Capítulo DXXXIX.- Diez Jornadas (5.4) Un ruiseñor entre los dedos.

Uno de mis hijos tiene que escribir un cuento para su “amiga lectora”, una niña de su escuela, de siete años, que durante todo este curso ha estado bajo la “tutela literaria” de mi hijo, que le va recomendando libros que le gustaron cuando tenía su edad, ha hecho lecturas conjuntas y ahora, para Sant Jordi, tenía que escribirle un cuento.
Por lo que me cuentan otros padres, estos días hay niños que se están refugiando en la imaginación para gestionar la crisis, crean mundos paralelos en los que están más seguros. Hay otros niños a los que, por el contrario, les cuesta la ficción, son incapaces, supongo que la situación que están viviendo es tan extraña que no necesitan refugiarse en mundos paralelos, hay tantos factores distorsionantes que no necesitan construir ninguno por encima de ellos.
Mis hijos están en esta segunda categoría, se les hace muy cuesta arriba lo de fabular, ya les agobiaba antes y ahora ni se lo plantean. Prefieren que les pongan unos problemas de matemáticas, la más complicadas ecuaciones antes que tener que escribir una poesía.
He tenido que echarle una mano para que arrancara su historia. Después de tres días dándole vueltas a su cuento, al final esta tarde nos hemos sentado y le he dado el primer empujón.
Le propuse que escribiera sobre una niña que, en esta situación de confinamiento, viaja a través del tiempo escondiéndose en un armario de su casa (como la película inglesa que reseñé hace unos días). A mi hijo no ha terminado de gustarle, decía que si escribía sobre el confinamiento la niña se iba a poner triste. Ha optado por un día de lluvia, una niña a la que no le gustan los días de lluvia y juega al escondite por su casa, con su hermana pequeña.
Se esconde en un armario que estaba en la habitación de su abuela, donde hay un viejo armario, muy señorial, que su abuela había comprado en uno de sus viajes por el mundo. Mi hijo, con el arranque inicial, ha preferido que la niña no viaje en el tiempo (no quiere disrupciones), sino en el espacio, por eso amanece en Tailandia, donde, por lo visto, habían vivido sus abuelos. Allí se ha quedado, mañana tiene que darle salida a la historia, espero que no tenga que darle un empujón final.
Boccaccio retoma el tono juguetón, vuelve con sus amoríos lúbricos. En este ocasión es una pareja, ella hija de un viejo abogado, él un vecino secretamente enamorado de la chica. Los padres sobreprotegen a la chica, por lo que la protagonista finge tener mucho calor, no soportar los sofocos de la noche en la Romaña. Tras mucho insistir, le dejaron dormir en una galería al aire libre, le montan una cama con un doselete al final del jardín, donde acude su amante a retozar. La chica le había dicho a sus padres que lo que más le apetecía en el mundo era despertar escuchando los ruiseñores y así despierta, con un ruiseñor entre las manos.
         «Luego de muchos besos se acostaron juntos y durante toda la noche tomaron uno del otro deleite y placer, haciendo muchas veces cantar al ruiseñor. Y siendo las noches cortas y el placer grande, y ya cercano el día (lo que no pensaban), caldeados tanto por el tiempo como por el jugueteo, sin tener nada encima se quedaron dormidos, teniendo Caterina con el brazo derecho abrazado a
Ricciardo bajo el cuello y cogiéndole con la mano izquierda por esa cosa que vosotras mucho os avergonzáis de nombrar cuando estáis entre hombres.»
Y con el ruiseñor entre las manos, fueron los amantes sorprendidos a la mañana siguiente por los padres de la chica, que saldan el entuerto casándoles allá mismo, sin opción siquiera de vestirse para la ocasión.
El cuento de Boccaccio, que abandona la capa y espada para volver a sus escenas más divertidas, me anima a una receta de la Marquesa que se llama Delicias, unos bombones de pistachos y almendra que son una delicia.
         Se necesitan 100 gramos de almendra, 100 gramos de pistachos molidos, 200 gramos de azúcar glas y una cucharada más de azúcar avainillado (opcional), 2 cucharadas de licor, claras de huevo para batir (las necesarias según la divina Maquesa), más unas gotas de colorante natural verde.
Se ponen los pistachos, las almendras, todo el azúcar y dos cucharadas de licor (kirsch para la Marquesa). Se machacan bien hasta que quede una pasta muy fina.
Se pasa la mezcla a un bol, se agregan las claras batidas previamente a punto de nieve y se sigue batiendo hasta que quede una masa consistente. Se le añaden las gotitas de colorante para que las delicias luzcan verdes.
Se forman bolitas redondas y alargadas, no muy grandes, y se cuecen con el horno a 130º, colocadas sobre papel de horno satinado. Cuando queden duras y ligerísimamente tostadas se sacan y se espolvorea azúcar glas.
Hay que despegar las delicias con la punta de un cuchillo y dejarlas sobre papel de seda o rizado, en una cajita abierta.

Le robo a Hopper un dibujo de sus inicios, un niño frente al mar. No sé cuantos días tardaremos en volver a ver el mar con los niños.
A Review of 'Edward Hopper: Early Nautical Scenes' - The New York ...

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