domingo, 30 de marzo de 2025

Capítulo DCXV.- Las no/cosas y la receta de bizcocho esponjoso japonesa.

Para ordenar un poco mis cosas me estoy leyendo el ensayo de Byung-Chul Han titulado NO-COSAS (Cambios radicales en el mundo en el que vivimos). La reflexión de este filósofo y divulgador gira en torno a la sustitución en el mundo actual del placer de poseer cosas tangibles por la obsesión por la información, convertida en un fin en si mismo. Mientras leo este breve ensayo sobre el futuro, escucho un concierto de Supertramp del año 1979. Lo tenía en disco, lo compré también en CD, pero finalmente lo escucho en Spotify, alterando aleatoriamente el orden de las canciones y saltándome con un suave desliz de dedo las canciones que menos me gustan. Llevo semanas trabajando en muchas cosas muy distintas (y en muchas más no-cosas), pero la que me ha generado la mayor satisfacción/frustración ha sido mi aproximación a la tarta de queso japonesa, también conocida como pastel de algodón de queso. Pastel algodonoso de queso. Pastel esponjoso de queso. Pastel de queso japonés. Pastel soufflé de queso. Cotton cheese cake. Definitivamente, me quedo con el nombre de Esponjoso de queso japonés. Arrastrado por la obsesión por la información y las no-cosas, en vez de leer los recetarios de cocina japonesa que he coleccionado durante años, decido buscar en Google para encontrarme con un montón de blogs y de videos muchas veces contradictorios y casi siempre tramposos. Muchos videos empiezan exhibiendo el resultado final, un bizcocho esponjoso, ligeramente tostado, que emite un crujido parecido al de las pisadas por un camino de hojas secas en otoño. Ese sonido quebradizo es el que hace la cuchilla afilada al abrirse camino para conseguir una porción triangular de un pastel que parece flotar en el aire. Vivo una relación compleja con el pastel de queso, con cualquier pastel de queso. No suele ser casi nunca mi primera opción al elegir postre en un restaurante, sin embargo, si alguien de quien me fie (no cualquiera) me anuncia que ha probado una tarta de queso perfecta, acudo al lugar de peregrinación con la devoción y fervor de un converso. Todavía recuerdo y cuento con frecuencia la razón por la que Bruce Springsteen no dudaba en dar conciertos en San Sebastián, era la excusa perfecta para probar la tarta de queso de Zuberoa (ya cerrado). Yo acudí hace muchos años a Zuberoa a corroborar que aquella tarta merecía un viaje exprofeso y exclusivo a aquel caserío a las afueras de Donosti. Sentí no poder ir el año pasado a despedirme de aquella tarta que he intentado reproducir sin mucho éxito. Pensando en la tarta de queso me vi algunos documentales de cocina japonesa, programas de viajes y curiosidades que suelen ser la antesala perfecta para una siesta plácida y reparadora. Entre sueño y sueño pude ver a Dabid Muñoz (el de Diverxo), acudir a una pequeña barra japonesa en la que sólo preparaban un guiso de pollo con tortilla. Hablaban de los cocineros que se especializaban en un solo plato, lo estudiaban y analizaban hasta conseguir la perfección y, con la perfección, la conversión del tugurio más insignificante en un lugar de peregrinación. Con ese espíritu casi cartujo llevo varias semanas ensayando (prueba/error) la receta soñada de la tarta de queso esponjosa. Empeñado, como el príncipe de Salina, en cambiarlo todo para que nada cambie. Ese empeño no es menor ya que tengo una pelea histórica con el ingrediente principal de la tarta de queso, incluso con la propia tarta de queso, ya que me desagrada especialmente el sabor agrio y ayogurado de las tartas de queso, el sabor que da la marca de queso cremoso que prácticamente todos los gurús de la tarta de queso recomiendan (no quiero dar nombres de marcas y menos para decir que no me gusta su sabor). Así que mi pelea se ha centrado en utilizar un tipo de queso cremoso que mejore el resultado y percepción que suele dar el queso de referencia. Creo que lo he conseguido. Escribo mientras termina de hornearse mi nuevo intento por alcanzar la perfección de la Cotton Cheese Cake, mientras suena From Now On de Supertramp, con su teclado y su saxofón que, de puro viejuno, suenan modernos. Con esa voz aguda y forzada de Rick Davies y las melodías perfectas de Roger Hodgson, que llevan décadas peleados, un enfrentamiento que les hace irreconciliables. Cuando alguien busca la perfección en una receta consigue que cocinar no sea una rutina mecánica y se convierta en un ritual, en una ceremonia en la que cualquier detalle, por absurdo que parezca, puede ser esencial. Después de llevar muchos años cocinando, puedo afirmar que estas últimas semanas he aprendido mucho, los matices pueden llevarte a la felicidad o hundirte en la más triste de las mediocridades. Pensaba que si aplicaba la tecnología más sofisticada a la preparación del pastel sería más fácil que triunfara. Un error. Cuando intenté hacer todos y cada uno de los pasos con el Thermomix el fracaso fue rotundo. Así que he llegado a la conclusión de que el pastel sólo sale cuando se combina con sabiduría y paciencia la mañana culinaria más tradicional (la del lebrillo de cerámica en el que trabajar a golpe de muñeca las mezclas) con los auxilios puntuales de las máquinas más afinadas, pero sólo en toques muy concretos, sin perder de vista el resultado. Mis meditaciones de estos días, las pruebas hechas, confirman mis sospechas: no basta con conseguir el sabor buscado, es necesario llegar a la textura que hace que este postre sea especial. Mi familia probó todas y cada una de las pruebas hechas, aseguraron que el sabor era incluso mejor que el del pastel original, pero la ilusión infantil del bocado redondo sólo la conseguían con la textura. Contaba con un referente casi imbatible, la tarta de queso esponjosa de Kakigori Barcelona (#kakigori.bcn). A partir de ese punto de partida (y con la posibilidad de ir a comprar allí si fracasaba en mis intentos), empecé a hacer variaciones y ajustes hasta llegar a un punto creo que optimo (a resultas del bizcocho que tengo en el horno). Aquí van algunas indicaciones precisas sobre mi ceremonia para llegar al esponjoso japones: 1) Elección del queso. Lo fácil es utilizar 250 gramos del queso cremoso que se anuncia en la TV y se vende en los supermercados. Yo decidí apartarme del dogma y utilizar ricota (hoy he utilizado mascarpone). La cantidad no varía, pero he añadido 50 gramos de un queso azul (roquefort ha sido el que he encontrado hoy) y otros 50 gramos de queso de oveja curado y trufado. Así me aparto del punto agrio de otros pasteles. 2) La combinación de quesos debe batirse en un bol. Conviene tener a mano cuchara, espátula de caucho y varillas. En función de lo compactos que estén los quesos. El objetivo es que quede un fluido muy cremoso que se vaya aireando poco a poco. 3) Cuando los quesos están bien batidos, se añaden 40 gramos de mantequilla a temperatura ambiente. La mantequilla hay que ir integrándola poco a poco en el queso (en algún vídeo el cocinero coloca el bol sobre una cazuela con agua caliente para elevar facilitar que las grasas se desagan). 4) Yo decidí poner por mi cuenta la ralladura de la piel de medio limón y un toque muy leve de nuez moscada recién rallada. 5) Sigo mezclando ya con las varillas manuales (en uno de mis intentos anteriores utilicé para esta fase un robot de cocina y fue un desastre). 6) Toca añadir ahora un punto lácteo adicional. Los recetarios recomiendan 50 gramos de leche descremada. Yo he conseguido buenos resultados con nata para cocinar. La misma cantidad. 7) Hay que seguir batiendo. 8) Un Blogger obsesionado con esta receta asegura que añadir una cucharada de zumo de limón a la mezcla en ese momento ayuda a que la masa sea más esponjosa (yo lo hice y una de las veces se cortó la parte láctea). También hay quien recomienda utilizar un golpe de levadura química (lo hice una de las veces y no sirvió para nada). 9) Aunque el bizcocho es muy ligero, necesita algo de harina. Tras varias pruebas, la mezcla ideal es de 30 gramos de harina de maíz con otros 30 gramos de harina de trigo (he probado con fécula de patata o sólo con harina de fuerza, el resultado no ha sido bueno). 10) No debe olvidarse tamizar las harinas para que la masa no quede muy apelmazada. 11) Incorporada la harina toca seguir batiendo, primero con la lengüeta, después con las varillas. El objetivo es que vaya entrando el aire a la masa. 12) Llega el momento de las yemas de huevo. Yo evito usar huevos recién sacados de la nevera, pero algunos recetarios aseguran que es mejor que el huevo esté frio, sobre toco para montar las claras (ya llegará). 13) De momento voy añadiendo yemas de huevo a la mezcla, de una en una, hasta llegar a 8 en total. 14) Conviene dejar el bol con la mezcla en la nevera mientras se pasa a la fase de montaje de las claras. 15) Antes de montar las claras glaseé 60 gramos de azúcar (en todos los recetarios se utiliza un poco más de azúcar, pero yo suelo reducir las propuestas a un 50% o 60% de lo indicado). 16) Las claras las monté con el Thermomix, en dos fases de 10 minutos cada una. 8 claras, una pizca de sal y dos gotas de limón animan al batido. En la primera tanda doy un poco de calor a la batidora (37 grados). La segunda batida es para estabilizar el merengue. Voy añadiendo cucharada a cucharada el azúcar glas. 17) Toca unir la mezcla láctea con el merengue. Conviene añadir poco a poco el merengue, a cucharadas, con movimientos envolventes, a mano, con suavidad y con máxima lentitud (una de las veces utilicé un robot y el desastre fue tremendo). 18) El objetivo es integrar la espuma con la masa, sin que pierda esponjosidad. 19) Utilicé un molde redondo, puse papel de horno en la base y en las paredes. Deposité el molde en una bandeja con agua, de modo que el bizcocho se cuece al baño maría. Los primeros 20 minutos a 160º (incluso un poco más). Tras ese primer golpe de calor se abre unos segundos el horno, para que se atempere un poco, y se programa una hora más a 110º. Transcurrida esa hora, no es bueno sacar de golpe el bizcocho, ya que puede deshincharse. 20) Hay que dejar que enfríe del todo antes de llevarlo a la mesa para servirlo. 21) Si los dioses me son propicios, a la hora de comer, cuando lo parta, las pequeñas burbujas que conforman la retícula del bizcocho estallarán ligeramente, produciendo un crujido similar al de las pequeñas ramas secas que pueden pisarse en una caminata por el bosque en otoño. Un buen referente gráfico de mi obsesión por esta receta podría ser la imagen de la Ola de Kanawaka, con las gotas de agua suspendidas momentáneamente en el aire. La imagen, como siempre, en Instagram (#undiletanteenlacocina).

lunes, 3 de marzo de 2025

Capítulo DCXIV.- Una sopa casi/casi de verdura en homenaje a Ludwig Wittgestein

Tractatus de iure vegetabile/ Tractatus de pulmentum vegetabile 1. El caldo lo es todo, todo puede convertirse en caldo. 1.1. Definir lo que es un caldo es sencillo. Cualquier cosa sumergida durante un tiempo razonable en agua hirviendo puede convertirse en caldo. 1.2. Cuestión distinta es que ese caldo sea de sabor agradable. 2. Todo lo que puede convertirse en caldo, termina convirtiéndose en caldo. 2.1. Hay momentos del día en los que apetece preparar un caldo. 2.2. Los días propicios suelen ser los días fríos, sobre todo si son grises. 2.3. Los atardeceres también invitan a preparar un caldo. 2.4. Muchas veces no es necesario preparar un caldo, basta con pensar en que apetece tomarse un caldo. 2.4.1. Partiendo de esa apetencia, el siguiente paso es pensar en qué ingredientes pululan por la cocina susceptibles de preparar un caldo. 2.4.2. También se puede bajar al mercado a buscar los ingredientes que requiere un caldo, pero en ese caso el caldo es un caldo distinto. 2.4.2.1. Porque hay un caldo, existe un caldo, que nace de la pereza de no querer salir a la calle a comprar los ingredientes que requiere el caldo. 2.4.2.1.1. Ese caldo sería un caldo ontológico. 2.4.2.1.2. El caldo preparado a partir de la decisión de salir a la calle a comprar los ingredientes necesarios sería un caldo epistemológico. 2.4.2.2. Los caldos ontológicos llevan a la introspección, reconfortan es espíritu de cada uno. 2.4.2.3. Los caldos epistemológicos llevan a la socialización, reconfortan el espíritu de aquellos con los que se comparte el caldo. 2.4.2.4. Cuando se prepara un caldo ontológico puedes jugar a intentar que todos y cada uno de los elementos que lo integran puedan ser identificados por el paladar de quien los ha cocinado. 2.4.2.5. Cuando se prepara un caldo epistemológico todos y cada uno de los ingredientes deben conformar un todo distinto a cada uno de los ingredientes que lo integran. 2.4.2.5.1. Cuando ves que puede fracasar un caldo ontológico, pueden intentar convertirlo en un caldo epistemológico. 3. Pensar en los ingredientes que lleva un caldo es el paso previo para preparar una sopa. 3.1. Una sopa es un caldo con voluntad de trascender. 3.2. La trascendencia de la sopa va marcada por ingredientes o elementos que pueden ser ajenos al caldo. Que no tienen porque conformar el ser o la esencia del caldo. 3.2.1. El fideo es un ejemplo claro de elemento trascendente que convierte el caldo en sola. 3.2.1.1. Otras pastas también pueden jugar a la trascendencia, pero se corre el riesgo de que la pasta absorba el caldo, convirtiéndose en algo distinto, ajeno al caldo. 3.2.2. El pan, más modesto, también tiene esa capacidad de trascendencia. 3.2.3. La patata o el arroz también contribuyen a ese salto cualitativo. 3.3. Pero puede suceder, y de hecho sucede, que los pasos previos a una sopa lleven a un caldo. 4. Proponer una sopa significa preparar un caldo. 5. El caldo es un paso cierto y previo a preparar una sopa. 5.1. Aunque puede suceder que los pasos previos para una sopa lleven, de modo lógico a preparar un caldo. 6. La fórmula general de un verdadero caldo es[p,§,N(§)]. Esta es la fórmula general de un verdadero caldo. 6.1. “p” serviría para identificar el elemento sólido que se incorpora al medio líquido. 6.1.1. Un caldo no debe quedar reducido a una sola “p.” Tampoco conviene que un caldo lo compongan infinitas pes. 6.1.1.1. Sentado lo anterior, lo cierto es que hay caldos construidos con una sola “p” que son el paso previo para otros caldos, o para distintas sopas. 6.1.1.2. “p” puede corresponden con un elemento sólido animal. 6.1.1.2.1. Animal que viva sobre la tierra. 6.1.1.2.2. Animal que viva permanentemente en el mar. 6.1.1.2.3. Animal anfibio. 6.1.1.3. “p” también puede corresponden con un elemento vegetal. 6.1.2. La grandeza o sutileza de un caldo dependerá normalmente de la habilidad de combinar pes de distinto origen. 6.1.2.1. La medida en la que se emplean las “pes” puede ser mucho más importante que la propia “p” en sí misma. 6.1.2.1.1. Algunas “pes” son casi imperceptibles a la vista. 6.1.2.1.1.1. Sin embargo, esas “pes” pueden ser esenciales para dimensionar la grandeza de un caldo. 6.1.2.1.1.1.1. Las especias son un ejemplo claro de esas “pes” casi imperceptibles a la vista. 6.1.2.1.1.1.1.1. Un cajón de cocina que atesore muchas “pes” imperceptibles puede ser la antesala de un caldo excepcional. 6.2. “§” serviría para identificar el medio líquido que ayuda a extraer la sustancia del elemento o elementos sólidos. 6.2.1. Ese medio líquido será habitualmente agua. 6.2.1.1. No se deben descartar otros líquidos. 6.2.1.1.1. Puede incluso prepararse un caldo a partir de un caldo previo. 6.3. “N” serviría para identificar la fuente de calor. 6.3.1. La fuente de calor debe ser lo suficientemente intensa como para favorecer la ebullición. 6.3.1.1. Puede suceder que N no sea suficientemente intensa como para favorecer la ebullición, pero, pese a ello, pueda alcanzar una temperatura suficiente como para infusionar las “p”. 6.3.1.1.1. El caldo por infusionado puede conseguir matices que no se consiguen con la ebullición, pero todo dependerá de la naturaleza de la “p” o “pes” que se incorporen. 7. De lo que no se puede convertir en caldo es mejor callarse. 7.1. El caldo lo es todo, sin caldo no hay nada que hacer. 7.1.1. Un gran caldo puede convertirse en el centro del universo. 7.1.2. La sopa es un caldo que ha conseguido convertirse en el centro del universo en un momento concreto. 7.1.3. Una salsa puede ser un paso previo o una consecuencia de un caldo. 7.1.4. Lo que no lleva caldo lleva salsa. 7.1.4.1. Incluso aquellos alimentos que no llevan caldo o salsa se construyen o configuran con la referencia al caldo o a la salsa que la que quieren huir. 8. Quien haya llegado a la premisa anterior, podrá dar el salto cualitativo y adentrarse en la estructura lógica de una sopa de verdura resultante de un inhóspito domingo de invierno. 8.1. En su concepción, la sopa de verdura que quería preparar era una sopa ontológica, pero al poco de ser concebida comprendí que sería una sopa epistemológica. 8.2. La ontología de la sopa de verdura que preparé tiene su origen en restos que quedaban en la cocina. 8.2.1. El primer resto ontológico era un vaso con aceite de oliva en el que la jornada anterior había rehogado unas patatas con cebolla, que sirvieron para preparar una tortilla de patatas. 8.2.1.1. Dado que frio las patatas con un chorro generoso de aceite, parte de ese aceite se conserva para guisos posteriores. 8.2.1.1.1. La ontología de ese precursor de la sopa de verdura me permite identificar los primeros elementos fundacionales: 8.2.1.1.1.1. Las aceitunas que dan lugar al aceite. 8.2.1.1.1.2. Las patatas Quenebec que se rehogaron en el aceite. 8.2.1.1.1.3. La media cebolla dulce cortada en juliana, para dar jugosidad a la tortilla (aunque sobre la presencia de la cebolla en la tortilla de patatas hay querellas históricas). 8.2.1.1.1.4. Comino en polvo. Una cucharada de café. 8.2.1.1.1.5. Pimienta negra en polvo. En la misma proporción que el comino. 8.2.1.1.1.6. Tres pizcas de sal (elemento mineral, muchas veces ignorado, pese a su trascendencia). 8.2.2. El segundo resto ontológico es un agua que en su vida anterior había servido para preparar unas judías verdes al vapor. 8.2.2.1. El agua, llevada previamente a ebullición, retenía las esencias vegetales de las judías verdes. 8.2.2.2. También retenía el sabor de una hoja de laurel. 8.2.2.3. Inevitablemente también llevaba disueltos unos gramos, mínimos de sal. 8.2.3. El carácter ontológico de esta sopa vino marcado por mi decisión de poner tres o cuatro cucharadas soperas de los restos del aceite de la tortilla en una cacerola grande. 8.2.3.1. Es importante advertir que la aplicación de calor a esa base grasa debe ser mínima, un golpe de calor excesivo puede frustrar cualquier sopa si los elementos se carbonizan. 8.2.3.2. Sin solución de continuidad, es decir, sin necesidad de esperar a que el aceite caliente demasiado, empecé incorporando elementos ontológicos que reposaban en el cajón, algunos viven allí desde tiempo inmemorial. 8.2.3.2.1. El primero de esos elementos los componían varias hebras secas de azafrán. El mío era manchego. Las hebras son las que quedan prendidas de modo natural en la pizca que forman el dedo índice y el pulgar de mi mano derecha. 8.2.3.2.2. El segundo de esos elementos fue varios granos de comino. 8.2.3.2.3. Como tercer componente pasé por el rallador cuatro granos de pimienta de Jamaica. 8.2.3.2.4. Completé esta estación ontológica espolvoreando algunas hojas secas de orégano. 8.2.3.2.5. También cayó en la cazuela una hoja de laurel. 8.2.3.2.6. No pude evitar la tentación y añadí una pizca de sal. 8.2.3.2.7. Arrastrado por las dudas de un posible fracaso, me vi obligado a añadir unos taquitos, ínfimos, de jamón. 8.2.3.2.7.1. Cuando probé el guiso me di cuenta que esa debilidad jamoníl era absolutamente innecesaria. 8.2.3.2.7.2. Pese a ello, esa misma debilidad convirtió mi sopa en un referente mestizo. 8.2.3.2.7.2.1. Los restos animales en mi sopa no llegaban a ser ni siquiera el 1% de los ingredientes que llegarían a continuación. 8.2.4. Mientras se tostaban suavemente las especias fui consciente de que no se daban las condiciones para una sopa ontológica, así que apagué el fuego, salí a la calle a comprar el periódico y a desayunar. 8.2.4.1. Un caldo o una sopa epistemológico obliga a un desayuno en consonancia con la epistemología. 8.2.4.1.1. Un milhojas de crema pastelera con un café solo en una nueva panadería abierta en el barrio. 8.2.5. Tras el desayuno, un meando de la mañana del domingo, fui a una de las fruterías del barrio, abierta en domingo. 8.2.5.1. Lo que allí compré pasó a integrar, cortado en pizcas de tamaño ínfimo, los elementos estructurales de la sopa. 8.2.6. De nuevo en casa, volví a encender el fuego y, sin dejar que tomara temperatura la grasa, empecé con el ritual de la sopa. Incorporando cada uno de los elementos que describo a continuación, a medida que fueron picados. 8.2.6.1. Un cuarto de cebolla dulce, a poder ser de Figueras. 8.2.6.2. Un cuarto de un largo puerro, también picado. 8.2.6.3. Las ramas más tiernas de un apio. 8.2.6.4. Tres arandelas de un gran pimiento rojo. 8.2.6.5. Media zanahoria. 8.2.6.6. Unos trozos de calabaza. 8.2.6.7. Medio bulbo de remolacha. 8.2.6.8. Un cuarto de calabacín de piel verde clara. 8.2.6.9. Las ramas más tiernas de un bulbo de hinojo. 8.2.6.10. Unas briznas secas de cebollino. 8.2.6.11. Un diente de ajo descorazonado. 8.2.6.12. Medio tomate. 8.2.6.13. Las hojas de un manojo de acelgas frescas 8.2.6.14. La ralladura de la piel de una naranja sanguina. 8.2.7. Ni qué decir tiene que cada vez que añadía una de esas verduras debía remover el sofrito para que cada elemento se integrara con los anteriores. 8.2.7.1. Conviene recordar que el fuego debe quedar lo más bajo posible, evitando que la verdura quede excesivamente tostada. Un golpe grande de calor puede frustrar los matices de las especias. 8.2.8. Añadí el caldo de cocción de las judías verdes del día anterior. 8.2.9. Aunque la sopa tenía cuerpo más que suficiente como para defenderse, creí oportuno añadir: 8.2.9.1. Un puñado de judías verdes cortadas. 8.2.9.2. Otro puñado de guisantes. 8.2.10. Ahora sí que subí la llama del fuego para provocar la ebullición rápida. 8.3. Dejé que la cazuela se mantuviera hirviendo, no de modo violento, durante 18 minutos. 8.3.1. Pensé que más tiempo podría frustrar los matices que daban a la sopa algunos ingredientes. Sobre todo las especias. 8.4. Dejé la cazuela reposando, con la tapa puesta, durante el resto de mañana. Tiempo suficiente para leer el periódico. 8.5. Como se trataba de una sopa epistemológica que compartía con el resto de la familia, llegó el momento de individualizar la experiencia: 8.5.1. Cuando se acercaba la hora de comer, tosté unas rebanadas de pan de aceitunas y nueces, que fueron a mi plato. 8.5.2. El plato que preparé a mi mujer no llevaba pan, sino unos tacos de queso feta (podría haber sustituido el queso feta por parmesano rallado, o por un pecorino trufado que hubiera dado otra dimensión al guiso). 8.5.3. Para mi hijo, en edad de crecer, la combinación fue con esos fideos llamados “cabello de ángel”, que necesitan un hervor mínimo. 8.5.3.1. Sumido en mis reflexiones, pensé que tal vez la sopa también podría haber ganado si hubiera batido un huevo y lo hubiera acompasado con el guiso hirviente, formando así unas hebras amarillentas que hubieran enriquecido los colores y texturas del plato. 9. Ni qué decir tiene que la sopa fue un éxito wittgensteniano. Aunque durante la siesta me asaltó la duda de saber si para Wittgenstein el éxito era un fin en si mismo. 10. Esa misma falta de fundamento y reflexión me lleva a vincular a Wittgenstein con Paul Klee. 10.1. La sopa de verdura sería la de uno de los funambulistas imposibles de Paul Klee (Visitable en el Instagram de #undiletanteenlacocina).

domingo, 16 de febrero de 2025

Capítulo DCXIII.- La importancia de saberse tragar un sapo a la importancia.

En el lenguaje coloquial se dice que uno se ve obligado a comerse o tragarse un sapo cuando tiene que aceptar o soportar un hecho que le genera fastidio o rechazo. Imagino que su origen debe encontrarse en la fealdad, incluso repugnancia, de alguno de los tipos de sapos que pueden encontrarse en un manglar. Tragarse o comerse un sapo es una frase que suelo escuchar con frecuencia, sobre todo en los últimos meses. Creo que si la ingesta es inevitable, conviene acostumbrarse a este tipo de manjares y asumir la importancia que tiene saber tragarse un sapo. Aunque tal vez sería una solución alternativa de acostumbrarse a besar a los sapos, para probar si es posible su transformación en príncipes o princesas de cuentos. Es inevitable para un cocinilla asociar con rapidez la posible dieta del sapo con algunas recetas que me llevan a pensar en los rapes, pixtines, pichines, pejesapo o pez sapo, como se llama a estos animales en algunas zonas del norte de España. Un bicho al que los científicos llaman Lophius piscatorius o Lophius americanus. Conviene recordar que Lophius o Luphius viene de lobo, en latín. Sapo sería bufonem emittunt. Puestos a comerse un sapo, mejor elegir el más grande y más feo de los que haya en la pescadería. Todo se aprovecha, incluso su tremebunda cabeza, llena de piezas gelatinosas que pueden engrandecer cualquier caldo de pescado. Incluso la piel viscosa del rape la cocinaba Arzak para hacer un aperitivo increíble. Con las partes en principio desechables (cabeza, piel, barbas, espinas) se prepara un caldo corto, con un poco de verdura (cebolla, puerro, zanahoria, laurel, apio, medio tomate), no conviene que cueza más de 40 minutos, en dos litros de agua. Hay que espumar, pues el caldo de este pescado suelta mucha inmundicia. Los lomos del rape son piezas radiantes, absolutamente ajenas a la armadura que las conforma. Se parte cada lomo en medallones de un dedo de grosor (4 o 5 centímetros). El rape a la plancha o a la brasa pierde mucho líquido y, si no se tiene buen temple al cocinar, puede quedar muy gomoso. Para evitar riesgos, busco y tomo prestada una receta de patatas que aparece en muchos recetarios tradicionales. La de las patatas a la importancia. Yo prepararé un sapito a la importancia. Pongo las rodajas de rape sobre una superficie de madera o de mármol, bien secas. Las salpimento y añado sobre cada una de ellas unas hebras de azafrán, del mejor, del manchego. En un plato llano pongo abundante harina. En un plato hondo bato un par de huevos. Paso las rodajas de rape por la harina, después las sumerjo en el huevo y, casi sin escurrir, vuelvo a enharinarnas antes de pasarlas por una cacerola con aceite abundante y caliente. Las rodajas, gracias a la harina y al huevo, quedan selladas. El sellado se confirma, reteniendo todos los sabores y dejando que el azafrán obre su magia, si se fríen durante un par de minutos, de una en una, si es necesario, para que el aceite no pierda mucha temperatura. Si queremos que el plato sea más sofisticado, en vez del rebozo tradicional podría hacerse un rebozo a partir de harina y agua muy fría, para conseguir el efecto tempura, o rebozarlo en panko o en harina de garbanzos. La cuestión es que quede sellado y con un tostado vistoso por fuera, sin llegarse a hacer por dentro. Una vez rebozadas y fritas las piezas de pescado, en otra cazuela, con aceite nuevo, se sofríen dos dientes de ajo laminados, unas hebras de azafrán, una cebolla picada muy fina y un poco de perejil. No conviene que la temperatura sea muy elevada. Tampoco que el aceite sea abundante. Lo suficiente como para que quede un sofrito mortecino, en el que ni la cebolla ni el ajo deben tomar mucho color. Cuando la cebolla esté atontada, se colocan las rodajas rebozadas del sapito, por eso conviene que la sartén o cazuela sea amplia, ya que las rodajas no deben quedar apelmazadas, al contrario, sin perder un mínimo contacto, deben moverse con cierta alegría. Una vez colocadas las rodajas, se añade el caldo de pescado hasta cubrir las rodajas del rape. A fuego muy suave se deja cocer todo unos quince o veinte minutos (dependerá del grosor de las rodajas). Meneando la sartén de vez en cuando, para que la salsa vaya engordando con el efecto de la harina del rebozado. Se deja reposar el guiso tapado unos minutos y se lleva a la mesa, dispuesto a ser tragado. Si uno se levanta más rumboso la mañana en la que debe comerse un sapo, puede incluirse en el sofrito inicial un cuarto de quilo de langostinos pelados (la cabeza y las cáscaras ayudarán a darle más sabor al caldo). Si el bolsillo anda complicado o si la tarea de comerse el sapo obliga a convocar a muchas personas, pueden alternarse las rodajas de rape con rodajas de patatas sometidas a la misma ceremonia previa de rebozo y fritura. La fealdad del rape y su modo de vida rastrero (es de los pescados que pululan por fondos marinos arenosos, a modo de basureros de las profundidades) hizo que no fuera un bocado cotizado, se incorporó a las cestas de la compra hace relativamente poco tiempo. Me ha parecido ver algún rape en bodegones de Snijders, también en algunas composiciones de Miquel Barceló, pero la imagen que más me ha impactado es la de un ilustrador y científico italiano del Siglo XVI, Ippolito Salviani (imagen en Instagram, #undiletanteenlacocina). Si sapos he de tragar, que sean bien cocinados.

domingo, 19 de enero de 2025

Capítulo DCXII.- Chejoviana.

Suelen decir que Antón Chejov es uno de los grandes escritores de la literatura moderna, especialmente por su precisión en los relatos cortos; cada pieza, cada palabra de sus cuentos tiene un sentido. Algo parecido dicen de la obsesión de Gustave Flaubert, capaz de dedicar horas a una sola frase. Me gusta regresar a Flaubert con cierta frecuencia, pero a Chejov lo aparqué en la adolescencia (queda apuntado como tarea pendiente). Dicen de Chejov que, si aparece la cabeza de un clavo asomando en una pared en los primeros párrafos de una de sus historias, uno de los protagonistas terminará ahorcándose en él al final del relato. Del mismo modo, indican que lo que se reseña, aunque sea de modo leve, es una pistola guardada en un cajón, alguien terminará disparándola. Como hace muchos años que no leo a Chejov, no puedo contrastar esta información, aunque he leído algún blog de literatura que hace mención al “clavo de Chejov”. Mi recuerdo de las minucias de don Antón tiene que ver con mis obsesiones por la gastronomía. Estas navidades descubrí con alegría que Netflix había actualizado su serie Chef Table, unos documentales de 45/50 minutos dedicados a un cocinero de éxito. La serie es un ejemplo de buen relato donde cada protagonista tiene una historia que contar, las recetas son algo accesorio. Disfruté especialmente con el capítulo dedicado a Peppe Guida, un cocinero afincado en la Costa de Amalfi, especializado en pasta. En las primeras escenas del episodio Guida pasea por un huerto con su hija, caminan tranquilamente entre limoneros, él toma un gran limón de los de Sorrento, lo maneja durante unos segundos entre los dedos, saca una navaja y hace una pequeña incisión en la corteza, un triángulo, una cata para sacar una pequeña pirámide de pulpa y corteza. Se lo da a probar a su hija y le comenta que los limones amalfitanos son más dulces que los de batalla. Esa escena inicial funciona como el clavo de Chejov, pues al cabo de un rato aparece uno de los platos estrella de su recetario, los bucatini con agua de limón y queso provolone del Mónaco. Guida afirma en algún pasaje del documental que el cocinero debe aprender a hacer platos sencillos, con tres o cuatro ingredientes que definan el guiso, nada más. Propone un simple plato de pasta que lleva esencia de limón (agua de limón), el provolone, un polvo hecho a base de las hojas secas del limonero y la pasta. Nada más (la receta viene en https://www.firstonline.info/es/la-ricetta-di-peppe-guida-spaghettini-allacqua-di-limone-e-provolone-del-monaco/?usqp=mq331AQIUAKwASCAAgM%2F, pero merece la pena ver como la prepara en el documental, aunque no ofrezca las medidas). Clavado con las artes de Guida, empecé a darle vueltas a las posibilidades de éxito de la receta, si se trasladaba a los ingredientes y opciones al alcance de una cocina doméstica, en la que tengo complicado lo de contar con limones y hojas de limonero de los huertos de la costa Amalfitana. Quien haya seguido mínimamente este blog (no son necesarios ejercicios absolutos de fidelidad, ni mucho menos), sabrá que me gusta especialmente la comida italiana (no pretendo ser original), sin embargo hay algo de la cocina y de los divulgadores italiano que me carga, es esa defensa radical, casi absurda, de que los productos italianos son infinitamente mejores a cualquiera otros, tal vez por eso es más fácil encontrar en un supermercado una mala burrata o una mala mozzarella que un buen queso manchego. Para evitar ese fanatismo de los productos italianos, estoy empezando a buscar y a encontrar alternativas españolas a muchos de esos productos, alternativas que funcionan igual o mejor, sin que deban rasgarse las vestiduras mis amigos italianos. Pese a todo, como tenía inseguridades y me faltaban algunos ingredientes, hice la receta de Guida con red, algo que hubiera admitido Chejov, siempre previsor. Empecemos por los limones: Hace muchos años hice una receta italiana con base de limones (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/05/capix-domingo-por-la-tarde-y-una-receta.html), los que utilicé no eran amalfitanos, sino de Vallirana. Ahora no tengo a manos limones de Vallirana, por lo que he tenido que trabajar con limones corrientes. Debo advertir que los limones que se venden en las fruterías normalmente van protegidos por una capa de cera natural que evita que pierdan agua rápido y se seque, por eso cuando se utiliza ralladura de limón hay que deshacerse previamente de esa capa de cera (se sumergen los limones unos segundos en agua caliente y se pasa un trapo seco para que se desprenda la película de cera). He de decir que lo limones amalfitanos son de una calidad excepcional, aunque a nadie debería volverle loco la calidad de un limón, hay recetas que pueden sobrevivir sin Sorrento. Elegí tres limones normales, pero relucientes, les quité la capa de cera con delicadeza, y, ayudándome de un pelador de zanahorias, fui sacando largas tiras de cáscara de limón. Puse las cáscaras en remojo en un bol con agua fresca. Un litro de agua, las cáscaras sin albedo, para que no amarguen. La mezcla debe reposar entre 18 y 24 horas al fresco. Era escéptico con ese primer paso. El jueves por la tarde dejé el agua infusionando con las cortezas. Mi sorpresa fue que el viernes a mediodía el agua no sólo desprendía un sabroso aroma a limón, sino que además estaba de un amarillo brillante. Quité las cáscaras y pasé el litro de agua a un cazo para que empezara a hervir, con una pizca de sal. Respecto de las hojas de limón tenía que enfrentarme a un problema. Como no contaba con limoneros a mano, no podía buscar 20 hojas lustrosas de limonero. Me acordé del excelente postre murciano, el paparajote, y el buen gusto que suelen dar las hojas de limón en los guisos, como alternativa al laurel. Guida ponía las hojas de limonero en un horno a 60º grados durante 24 horas y, cuando quedaban secas, las molía hasta conseguir un polvillo verde intenso y luminoso. No estaba en mi mano ese recurso. Pensé en lemon gras seco (lo venden en la tienda de especias del barrio) y lo pasé por el thermomix hasta conseguir un polvillo menos lustroso que el de Guida. No hay que preocuparse, es para adornar. Marcado por mis inseguridades y apremiado porque debía dar de comer a mis hijos, no me la jugué a los 4 ingredientes puros, corría el riesgo de que mis hijos regaran con tomate frito industrial el plato de pasta. Así que bajé a comprar unas pechuguitas de codorniz (las venden en el super de al lado de casa). Docena y media de pechuguitas de codorniz deshuesadas. Las salpimenté, espolvoreé un poco de comino y las adobé en un bol con el zumo de un limón. No hay que dejar que maceren mucho tiempo, no quería que el zumo de limón apagara los delicados aceites cítricos de las cortezas. Puse una sartén grande a fuego muy bajo, añadí un chorrito de aceite, una cucharada de mantequilla y, cuando empezó a chisporrotear la mantequilla, doré las pechugas de codorniz por la parte de la piel, hasta que quedó dorada. Tostada la piel de las pechugas, como son muy pequeñas quedaron casi hechas, las devolví a su bol para que reposaran y se asentaran. En la grasilla que quedó en la sartén doré también media cebolla y una zanahoria (cortadas en juliana fina). De nuevo el anatema de incorporar más ingredientes para ganar en seguridad. El agua alimonada rompió a hervir. Puse los rigattonis 12 minutos, para que quedaran al dente (estoy acostumbrándome a hervir la pasta en poca agua para concentrar el gluten, sobre todo cuando parte del agua del hervor la uso para espesar las salsas). Antes de escurrir la pasta, añadí dos cazos del agua al sofrito, removí con cariño para conseguir que ligara la base, que espesara un poco. Incorporé los rigattonis al sofrito, volví a menearlo todo para que la pasta se quedara brillante y mínimamente cremosa. Apagué el fuego y, a continuación, incorporé 200 gramos de queso rallado. No tenía provolone del Mónaco, pero la dependienta del super me dijo que tenían en oferta un queso de oveja trufado, español, que no tenía nada que envidiar al pecorino, al contrario, era tres veces más barato. El queso rallado terminó de ligar la salsa, hacerla más espesa. Me entró el pánico de que el toque de la trufa apagara el cítrico, pero no tenía remedio. Coloqué sobre la pasta las pechuguitas de codorniz (el plato podría hacerse con conejo, incluso con pollo troceado). Volví a darle un meneo a la sartén, espolvoreé con absoluta prudencia un poco de polvo del lemon gras (pensando después, podría haber rallado un poco de corteza de limón, sin mayor problema) y llevé la cazuela a la mesa, sin revelar a los comensales los ingredientes del plato. Viernes, a las tres de la tarde, mis hijos devoraban sin mucho criterio, la pasta les encantó y les exigí que fueran sacando los ingredientes a partir de los sabores. Costó que descubrieran el limón. Yo sí que podía apreciar el toque aceitoso y cítrico de las cáscaras infusionadas. El plato gustó, todos repitieron, incluso quedó un resto que he puesto de tapa de entrada a la comida de hoy. El buen sabor de boca de la receta de Guida, la maestría de la serie Chef Table en su narración y la evocación del Chejov hicieron el resto. Dado que mi cultura de diletante me lleva a utilizar referencias no siempre contrastadas, caigo en la tentación de acudir a una última referencia cruzada, la de Fernán Gómez que, socarrón él, al hablar de Chejov, decía que la aparición de un clavo en una de las primeras escenas no obliga a nada o, a lo sumo, a que uno de los personajes aparezca con un martillo para terminar de clavarlo y evitar que alguien se haga daño. Ésta, como otras anécdotas de mi entrada, no las he comprobado directamente, sino a través de fuentes de fuentes, como mi receta de Peppe Guida. Creo que la niña a la mesa del cuadro de Valentín Serov está esperando ansiosa mi plato de pasta. La imagen en mi cuenta de Instagram (#undiletanteenlacocina).

sábado, 4 de enero de 2025

Capítulo DCXI.- Entropía, navidades y salsa hoisin.

En la ciencia física entropía es la palabra que define el orden o desorden de un sistema, el modo en el que se organizan las moléculas. Es una magnitud que permite medir la transferencia de energía no utilizable para realizar un trabajo. La entropía es la parte de la física térmica que permite “explicar o no explicar” el caos. Trasladados esos conceptos tan complejos a la vida cotidiana, la entropía sirve para definir la cantidad de incertidumbre que hay en la vida de las personas, provocando sensaciones y situaciones que pueden llegar a ser desagradables. Cuantas más opciones haya en ese sistema, más aumentará la incertidumbre. Las vacaciones, los períodos de ocio, si no se programan adecuadamente pueden generar esas sensación de incertidumbre frente al caos, haciendo que el tiempo se convierta en una materia elástica, permeable, que pueda llegar a sublimarse (vuelvo a la física ya que la sublimación es el paso del estado sólido al gaseoso, sin pasar por el estado líquido). La cocina es una forma de entropía, una forma de gestionar el orden o el desorden de ingredientes que, en función de cómo se combinen, pueden dar uno u otro resultado. Reviso algunas recetas y algunas entradas de mi vida como diletante durante estos largos años. En navidad es inevitable visitar esos tiempos y espacios pasados, aunque sólo sea para recuperar la receta de aquel roscón de reyes que salió casi perfecto (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/12/capccxcviii-indolencia-rosconiana.html ). Tan perfecto como los relatos que acompañaban a esa y a otras recetas. La indolencia rosconiana, una sensación no muy lejana a la que ahora reviso con la excusa de la entropía. Mis hijos han visto estas navidades la película Interestellar, la de Christopher Nolan sobre viajes en el tiempo y las reglas de la física gravitatoria. Yo he revisado el documental de Netflix sobre David Muñoz, el cocinero de Diverxo, estrella fulgurante de la cocina y tipo atormentado. En el documental se aprende muy poco sobre cocina, pero mucho sobre la angustia vital que puede conllevar el triunfo mal gestionado. Muñoz ha dejado de cocinar en sentido tradicional y se ha convertido en un gestor en constante movimiento, ajusta y revisa las propuestas de su equipo de asesores de todo tipo, lo hace a la velocidad de la luz, con una memoria gustativa infinita. Fui hace muchos años a Diverxo, cuando no era un fenómeno mediático, sino un pequeño restaurante muy original, gestionado por un chico con talento para combinar sabores imposibles. Recuerdo sus picantes, increíbles, poco más. La combinación de ingredientes de aquí y allá eran un ejemplo de entropía en los fogones: era capaz de generar luz a partir de briznas traídas del más extremo de los orientes posibles. Puede que el oriente más extremo termine estando a la vuelta de la esquina y que se descubran en Cuenca sabores tan apasionantes como en un mercado perdido de Malasia. Podría aprovechar este rato de sosiego para recrear mi vieja receta de roscón, que este año cumple doce años (doce roscones caseros). También podría repetir, sin darme cuenta, platos cocinados y descritos hace muchos años (hoy he aprovechado sobras de distintos guisos de carne para hacer una versión sofisticada del pastel del pastor). Los “podrías” son infinititos. Cuando se toma una opción se descartan decenas de alternativas que podrían ser mejores o peores (todo es relativo). Escucho las sinfonías de Bruckner (poco navideñas), mientras la primera fermentación de mi roscón sigue su curso. La he puesto en marcha a mediodía, utilizando una cucharada de la masa madre que conservo y alimento en la nevera desde hace más de 4 años. Abrir ese bote durante unos minutos es desencadenar una caja de Pandora, al abrirla parece que se esparzan todos los males del mundo, quedan en el fondo de la caja (en realidad una tinaja) la esperanza. Me asomo a ver la lenta fermentación de la primera etapa de mi roscón, la que reposa en una esquina fría, junto al tendedero. En 24 horas las levaduras habrán obrado su magia y podré empezar a incorporar nuevos ingredientes y fermentaciones. Pero no quiero volver a mi receta del roscón. Llevo días, semanas, buscando una receta aquí imposible, aunque muy habitual en China y en Vietnam, la de la Salsa Hoisin, un fluido parduzco y brillante, de sabor profundo, que en oriente se utiliza para aderezar pescado, pero que nosotros servimos para el pato Pekín (las lonchas de pato asado, mezcladas con verduras y apresadas en una masa flexible de harina). Me ha costado encontrar una receta de salsa Hoisin con apariencia de fiable, creo que la he encontrado en https://omnivorescookbook.com/homemade-hoisin-sauce. He revisado muchos libros, sin éxito (aunque mi biblioteca es amplia y exótica, pero no lo suficiente). También he visitado muchas páginas web, descartando más por intuición que por deducción. Lo primero que debo advertir es que la salsa Hoisin es una salsa de salsa, es decir, es un combinado de ingredientes y especias básicos, pero también de otras salsas elaboradas. Esta es la primera aproximación en lo que afecta a los ingredientes: Para hacer un bote de unos 300 decilitros de salsa hoisin se necesitan los siguientes ingredientes: 1/4 taza de salsa de soja ligera 2 cucharadas de mantequilla de cacahuete natural 1 cucharada de miel 2 cucharaditas de vinagre de arroz 2 cucharaditas de aceite de sésamo 1 diente de ajo rallado 1/8 cucharadita de pimienta negra 1 cucharadita de pasta de miso (O 1/2 cucharadita de pasta de frijoles fermentados picantes, O 1/2 cucharadita de gochujang + 1/4 cucharadita de cinco especias en polvo, O 1 cucharadita de salsa de chile tailandesa + 1/4 cucharadita de cinco especias en polvo). Revisando esta receta la primera advertencia es que muchos de los ingredientes son preparados previos (no conozco a nadie que fermente soja en su casa para preparar la más común de las salsas orientales). La salsa de soja se hace lavando varias veces granos de soja, que se hierven, se mezclan con trigo, agua y sal, incorporando un hongo, conocido como Koji, que permite la fermentación parda y sabrosa. La mantequilla de cacahuete es fácil de hacer, es el ingrediente que da espesura a la salsa. En algún recetario sustituyen la miel por melaza (miel de caña, más oscura y espesa que la miel de abeja que consumimos aquí). La pasta de miso es un fermentado de granos de soja y de arroz, con agua y sal. También acelerado con el hongo Koji, para formar una pasta que se diluye en el clado. En alguno de los blogs consultados aseguran que en vez de miso (opción fácil) la salsa Hoisin utiliza pasta de frijoles fermentados, más sabrosa todavía. El gochujang es un fermentado de soja con chiles picantes, fermentado muy laborioso que fermenta en recipientes de barro. La mezcla de cinco especias chinas es más sencilla, se elabora triturando mezcla igual en peso de canela, clavo, semillas de hinojo, anís estrellado y granos de pimienta, que pueden ser blancas o de Sichuan. Todos estos ingredientes se introducen en el vaso de una batidora o de un procesador de alimentos hasta que conforman un fluido pardo, oscuro, brillante, ligeramente gelatinoso y viscoso que se puede conservar en un bote de cristal durante semanas, incluso meses. Una cantidad mínima en cualquier guiso, en una pieza de carne o de pescado le da un sabor y una profundidad increíble a cualquier plato (conviene no pasarse). Este largo viaje para elaborar la salsa hoisin tiene un hatajo muy poco romántico ya que puede comprarse un bote de esta salsa, de una calidad más que razonable, en cualquier tienda de productos orientales, por poco más de 3 euros. Así que preparar esta salsa no es sino un ejercicio de estilo, propio de un diletante. Las reglas sobre la entropía pueden llevar a que la combinación de los ingredientes descritos lejos de conseguir el sabor soñado por aquella pieza de pato aderezado probada en un puesto ambulante de Bangkok. En definitiva, no conviene abrir cajas de Pandora en tiempos de ocio. Reviso la evolución de la fermentación de mi masa madre para el roscón y cuelgo en el Instagram de #undiletanteenlacocina una reproducción del mito de Pandora de un prerrafaelita insigne: John William Waterhouse.