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lunes, 15 de julio de 2013

CAP.CCLV.- Con quien tanto quería.


Así empieza la Elegía a Ramón Sijé. Hace muchos años, cuando yo era joven, raro era el día en el que no se hablaba o escribía de Miguel Hernández, treinta años después la memoria de Hernández languidece y con ella casi todos nosotros, con quien tanto quisimos.

En estos más de dos años de diletante ha sido inevitable escribir sobre la muerte, un tema que en mi caso suele ser tabú. La semana pasada unos amigos me anunciaron que seguramente tendrían que viajar a Logroño a despedir a un amigo que, con 47 años, se estaba muriendo de cáncer, murió el jueves pasado y mis amigos, tras pasar por el tanatorio y el funeral, nos mandaron por el móvil varias fotografías de sus aperitivos por Logroño. Piparras, pinchos, chatos y zuritos mitigaban la tristeza de todos.

Horas después me anunciaban que otro amigo, en este caso mío, agonizaba en una Uvi en Madrid, el sábado moría. La última vez que le vi, hace unos meses en Barcelona, en el Semproniana de Ada Perellada, de modo casi inconsciente nos despedimos con un abrazo intenso, puede que premonitorio. Ayer recordaba las cenas que organizaba en Viridiana, en Madrid, en los locos años ochenta.

Le tengo mucho reparo a la muerte y a todo lo que le rodea, aunque al final la muerte, como en la alegoría de Brueghel, siempre triunfa.

Es curioso ver como uno de los elementos centrales de la alegoría Bruegheliana es una mesa de banquete.
 

Mi primer recuerdo de la muerte se remonta a principios de los años setenta del siglo pasado, una tarde de invierno, mis padres me mandaban por las tardes a catequesis – era inevitable en aquella época – y en Huesca anochecía muy rápido, de modo que a las siete de la tarde era ya la noche oscura del alma. No sé por qué razón tenía que salir antes de la clase, salía solo y tenía que cruzar el claustro casi a oscuras y atravesar la vieja catedral románica, algo que hacía corriendo con los ojos cerrados para evitar así la oscuridad. Divertido evitar el vértigo de la oscuridad cerrando los ojos.

De repente me di de bruces con una caja de muerto en lo que debía ser el velatorio de un monje al que tenían postrado y mostrado en una de las capillas de la seo. Por poco no tiré la caja al suelo, trastabillando continué corriendo sin tener claro si allí había alguien más.

No sé si aquel encontronazo fue definidor de mi relación con la muerte, pero lo cierto es que siempre que puedo eludo pésames y velatorios. Sin embargo cuando los veo en el cine me resultan curiosos, sobre todo los velorios anglosajones, en los que habitualmente tras el funeral se reúnen familia y amigos entorno a bandejas con todo tipo de platos normalmente preparados por la familia del fallecido, convierten el duelo en una especie de festín gastronómico con el que diluir la pena.

Puede que en mi condición de diletante me resultara menos doloroso acudir a los funerales en los que aguardara un banquete que nos permitiera recordar la despedida de uno u otro amigo o familiar gracias a una generosa bandeja de callos, una ensalada de pasta con mayonesa casera o un jugoso rosbeef. No se trata, ni mucho menos, de una frivolidad sino de un modo de despedida mucho menos solemne que el que tenemos por costumbre por estas tierras, puede que al final como diletante tenga en el ADN un punto anglosajón.

Con el ánimo aplastado creo que no hay mejor receta que la mezcolanza agridulce de un nuevo chuntney, un poco más elaborado que el de la entrada anterior. El chutney puede ser una buena metáfora del sentimiento de vacío y de ansia que deja la marcha temprana de buenos amigos.

Este chutney de mango podría acompañar a una estupenda pierna de cerdo asada.

Iniciamos la receta picando una cebolleta tierna que hay que rehogar con 120 gramos de mantequilla sin sal. Fuego suave.

Cuando la cebolla está transparente, sin dorarse, se le añade un cuarto de taza de las de café con leche de azúcar moreno. Se remueve la mezcla durante dos minutos y se incorporan 750 gramos de mango maduro – 2/3 mangos, según el tamaño -; el mango hay que pelarlo y picarlo, claro está.

Tras añadir el mango se pelan y despepitan un par de manzanas – de las amarillas, con un punto ácido, no conviene que sean muy terrosas -, se cortan en gajos y se añaden al guiso removiendo con suavidad con un cucharón de madera.

Es el momento de añadir un cuarto de taza de vinagre de sidra, dos cucharadas de postre de semillas de mostaza – también se puede utilizar mostaza antigua de la granulada si no tenemos a mano las semillas -, una pizca de pimienta roja (la punta de una cuchara de postre), una rama de canela y una hoja de laurel y dos clavos de sabor.

Se mezcla y tapa dejándolo cocer a fuego muy suave hasta que la manzana esté casi deshecha. Es el momento de añadir media taza de sidra natural – ojo no vale la gaseada del Gaitero -, tapar de nuevo y dejar que siga cociendo 10 minutos más.

Si se han hecho las cosas bien habrá quedado la textura de una mermelada con mucho almíbar. Cuando temple un poco se puede meter en botes de cristal y acompañar a una tremenda pierna de cerdo asada y trinchada en filetes.
Seguro que en la literatura gastronómica anglosajona hay algún recetario fúnebre.

martes, 25 de junio de 2013

CAP.CCLI.- Todo es posible en Granada.


Hace poco más de un año toda la familia nos pusimos rumbo a Granada, tambores de boda justificaban el desplazamiento. Recuerdo todavía con cierto pánico el envite de preparar casi de improviso unos fideos con conejo para 20 comensales.

El viernes pasado cuando regresamos de nuevo a Granada, de nuevo tambores de boda familiar, nada más pisar tierra recibí un nuevo envite, el domingo, tras la boda, volvería a reunirse el clan; con cierta sorna me dijeron que si el diletante no se veía con ánimo podríamos solucionarlo con unos pollos al ast y unas tortillas de patata, lo importante, dice, es juntarse.

Lo que tuviera que ser sería, lo único que pedía era cierta capacidad de planificación, por lo que cerré con el primo de mi mujer, anfitrión en esta ocasión, que prepararíamos una paella para más/menos 30 personas, incluyendo cinco niños en ese +/-.

Mi plan era el sábado, mientras las damas gestionaban pelos y afeites, ir al mercado con los niños; al final lo del mercado no fue posible pero pude escapar al supermercado del Corte Inglés, con los niños, para comprar la parte principal de mi paella. Para poder comprar con cierta holgura hube de chantajear a los niños con unos Dinofroz, unos dinosaurios mutantes de plástico que por lo visto están de toda moda.

Con el margen de más menos paella para 30 personas afrontamos el operativo de compras: 2 kilos de arroz bomba, un kilo de gamba arrocera, dos kilos de mejillón mediano, tres sepias grandes, un kilo de chirlas, un paquetillo de azafrán y cuatro ñoras. Más dos bricks de caldo – no andábamos con márgenes como para preparar un caldo de pescado -, el primero de los bricks era de crema de marisco, marca Aneto, la segunda un caldo de pescado de gallina blanca. También un bote grande de sofrito de cebolla y tomate, y me olvidaba, también un paquete de medio kilo de gamba gorda pelada y congelada. Anatema para un diletante pero imprescindible en situaciones de urgencia.

Había que mantener el género en buen estado, la primera opción era la de vaciar las neveras del minibar de varias habitaciones para acomodar y refrigerar marisco, conchas y cefalópodos. Al final, como todo es posible en Granada, en la cafetería del hotel se comprometieron a dejar las pesadas bolsas de la compra en las cámaras. Primer problema superado.

Durante la boda comenté con los primos de mi mujer algunos aspectos logísticos y mi sorpresa – principal – era que la paella tenía que hacerse en fuego de leña en un sótano acondicionado como comedor. Lo de hacer la paella sobre brasas no debería tener ningún problema si no fuera porque la temperatura a la sombra el domingo de marras estaba prevista sobre los 35º y porque nunca en la vida había hecho una paella sobre fuego de leña. Todo un reto para dar de comer más o menos a 30º.

Tenía sin embargo un tanto a mi favor, el anfitrión me aseguraba un servicio permanente de cerveza helada; puede que no facilitara para nada el proceso de cocción de la paella, pero si el número de cervezas que tomábamos mientras cocinábamos era el adecuado el arroz podría llegar a darnos completamente lo mismo.

A las 13 horas del domingo estaba ya en posición de revista en casa de la familia, con mis bolsas bien fresquitas y el objetivo, antes de empezar a manipular los alimentos, tomarme la primera cerveza.

El anfitrión y su hermano andaban obsesionados por encender cuanto antes la lumbre, yo, esperando una bombona de butano reparadora, fui alargando los preparativos limpiando primero los mejillones, picando hasta cuatro cebollas, abriendo dos cabezas de ajo, terminando de limpiar las sepias y esperando un milagro que no terminaba de llegar.

A las dos menos cuarto no quedó otro remedio que encender el fuego – la boda por suerte se prolongó hasta muy entrada la madrugada, al pie de la Alhambra – y la mayoría de los comensales llegaban con tranquilidad y con más ansia de cerveza que de arroz.

Con unas llamas infernales y con un perol metálico con capacidad para unos 30 comensales me arranqué con el sofrito: cuarto de litro de aceite y 20 dientes de ajo partidos por la mitad. En segundos el aceite humeaba y con ayuda de la brigadilla retiramos del perol del fuego para salvar los ajos.

Volcamos la bandeja de gambas y dejamos que chisporrotearan durante tres o cuatro minutos; con ayuda de una gran pala – a falta de un remo – retiré las gambas del perol antes de que se arrebataran.

Sobre el aceite, que ya había tomado color y sabor, lancé la cebolla picada, fue un lanzamiento en toda regla ya que al acercarme al perol las llamas socarrimaban los pelillos del brazo. Era el momento de la segunda cerveza.

Armados de atizadores mis brigadistas, que mantenían un ritmo de cerveza similar al mío, fueron dispersando los troncos bajando de ese modo la intensidad de las llamas, no era tan sencillo con la llama del gas butano pero lo cierto es que era eficaz.

Sudor intenso, hasta el punto de ofrecerme unas bermudas para que el sofoco fuera menor. Por suerte me había rapado el pelo una semana antes y por lo menos mi cabeza no era una fregona despeluchada, sino un cepillo canoso y brillante, muy higiénico.

A medida que se fueron incorporando los mayores a la sala de máquinas para buscar cervezas y los primeros aperitivos, llegaron las primera observaciones, todas ellas correctas pero contundentes.

-      Niño, vosotros no hacéis la paella mixta.

-      Niño, que lo que estás haciendo no es paella. Hay que ver con lo que me gusta a mi mezclar conejo, pollo y gambas.

-      Niño, lo de la cebolla de donde lo has sacado, dónde se ha visto una paella con un sofrito de cebolla.

-      Niño, no tocaría calentar un poco el agua.

Niño para arriba, niño para abajo; andaba yo pelando las gambas arroceras sin atreverme a mirar a mis apuntadores a los ojos. La gamba arrocera tiene la virtud de ser sabrosa, el defecto de ser muy menuda, por lo que pelar un kilo de gamba arrocera exige cierta paciencia y habilidad.

Frente a un fuego propio del averno es muy difícil calcular tiempos de cocción, además el calor frente a las llamas tampoco permite muchas contemplaciones.

La brigada se despistó unos momentos cargando las cámaras con más cervezas e intentando que los niños no se desmadraran más allá de lo razonable, por lo que me tocó a mí retirar el perol con el sofrito de cebolla.

Abrí los dos paquetes de arroz y lo mezclé concienzudamente con el sofrito. Mi afición al atizador y a la pala me permitió modular de nuevo las llamas, hasta reducirlas a un tamaño e intensidad razonable. Habían empezado a crepitar el grano de arroz, momento adecuado para echar subrepticiamente el bote de tomate frito industrial. Quienes me habían reprimido severamente por el uso de la cebolla podrían llegar a expulsarme de la casa si veían cómo manejaba el tomate.

Volví a tener nueva tanda de “niño”:

-      Niño no has hecho caldo de pescado.

-      Niño, no convendría poner a hervir unos litros de agua.

-      Niño, con los buenos ingredientes que habéis comprado no hace falta caldo. El agua del grifo de aquí es estupenda.

Abrí el brick de crema de marisco y diluí el arroz en el primer litro de líquido. De inmediato el brick de caldo de pescado y un litro y medio más de agua. Crucé los dedos para que la cantidad de líquido fuera la correcta, un poco menos del doble del volumen del arroz usado. La razón de escatimar el líquido fue por una parte la de calcular que las cebollas y el tomate habían generado un caldo adicional que ya estaba mojando al arroz, por otro lado si añadía mejillones, almejas y sepia incorporarían sus líquidos adicionales.

El caldo de pescado cubría cumplidamente los dos kilos de arroz, agrupé de nuevo los troncos para que se avivara la llama en el arranque de la cocción.

En apenas unos minutos para ver los primeros borbotones, momento preciso para esparcir de nuevo las brasas y reducir el fuego. Con un cucharón de madera removí el arroz para asegurarme de que el hervor era uniforme en la amplia superficie del perol.

Estabilizada la llama y con los comensales ya impacientes, apagué las primas con una nueva cerveza – perdida ya mi cuenta – y puse en el mortero las hebras de azafrán, los ajos tostados, un pellizco de sal y las ñoras – 3 – picadas. Conseguí hacer una pasta uniforme de color tostado.

-      Niño, cuando quiera te paso el colorante.

El niño aseguraba que el arroz que estaba preparando podría necesitar muchas cosas pero no color y menos naranja, el arroz tendría un elegante color borgoña.

Añadí los mejillones y las almejas, removí un poco para que se integraran con el arroz; después tocó el turno a la sepia troceada y después a la gamba pelada del sofrito y a la gamba fulera que había comprado pelada y congelada.

Por último añadí unas cucharadas de caldo hirviendo del guiso para disolver lo que había picado en el mortero.

Con la ayuda de un cucharón de madera y los brazos insensibles ya al calor gracias a la cerveza distribuí equitativamente el ajo, el azafrán y los tropezones. Esparcí todavía más las llamas y empecé a probar el punto de cocción del grano.

Los comensales – sobre los 30 seguían siendo sin que nadie se atreviera a concretar – estaban ya a la mesa dando cuenta a los aperitivos, entre abrazos y parabienes a medida que se incorporaban nuevos comensales.

A eso de las tres y media, cuando yo creía que a mi arroz le quedaban todavía unos minutos, el comité de expertos que se había reunido entorno al “niño” aseguró que el arroz debía salir del fuego y reposar cinco minutos cubierto por un gran paño para que el grano no se pasara.

Ante la orden del comité de expertos no me quedó más remedio que retirar el perol – a mi juicio un pelín duro – sin embargo durante el tiempo en el que pude tomarme una nueva cerveza y dos croquetillas el milagro se produjo y el grano quedó en toda su extensión – dos kilos de arroz bomba – en su punto.

Dado que no habíamos concretado el número de comensales – no dejaba de ir llegando gente – fui llenando platos dado que, a juicio de la anfitriona quien mejor que yo para saber exactamente cuántos comerían arroz esa tarde.

Pese a todos los anatemas y dudas lo cierto es que fue un éxito de crítica y público. Incluso la familia de la novia, que llegaba únicamente al café, se animó a tomar un platillo de paella – arroz de gambas según las expertas – antes de tomar la sandía y el melón.

Solo Brueghel, el superlativo en todo, era capaz de pintar un cuadro con un fuego de leña y un perol similar al que yo utilicé. Domingo divertido, intenso, ahumado y acervezado. Mis anfitriones me permitieron descabezar un sueño en una mecedora mientras tomaban café y brindaban con champagne a la salud de los novios.

martes, 6 de diciembre de 2011

CAP.XC.-Unplugged//Frutti di Mare.

Festejos familiares varios. He dormido como un perro inquieto y a las cinco de la mañana estaba ya trajinando por la cocina. Ayer por la tarde un cúmulo de circunstancias adversas hicieron que perdiera el móvil con toda mi agenda y contactos, el capullo que se encontró el teléfono aprovechó para entrar a internet nada más pillarlo y no ha tenido a bien ni contestar mis mensajes ni mucho menos devolverlo, asi que he tenido que darlo de baja. Estoy incomunicado pero sorprendentemente contento, no estoy dispuesto a que nadie me amargue el día de San Nicolás.
Mientras con una oreja gestionaba la suspensión temporal de la línea con la otra intentaba escuchar una receta de la web la receta de la felicidad, un bizcocho de chocolate y vainilla a rayas, una pasada. La chica que gestiona la web es una artista, mañana voy a tunearle otra receta.
Para comer mi mujer tenía capricho de una pasta fruti di mare y me he puesto manos a la obra. Unos amigos nos trajeron hace muchos meses unos espaguetis negros, de los que se hacen con tinta de sepia. Con la mejor de mis sonrisas he fileteado un par de ajos, tres cebollas en juliana, tres zanahorias y lbahaca fresca, lo he rehogado a fuego muy bajo con una punta de sal, un poco de pimienta negra y una pizca de azucar.
Cuando la cebolla estaba confitada he añadido seis tomates de pera partidos en cuartos y he dejado se fuera fundiendo con el sofrito, la cocina estaba a toda marcha ya que entre medias iba haciendo el bizcocho y adelantando algunos platos para la cena de mañana.
He puesto una olla grande colmada de agua para hervir la pasta y una plancha para pasar unas gambas.
En la sartén en la que tenía el sofrito he añadido medio kilo largo de berberechos frescos y otro medio de mejillones. Se han abierto enseguida y han sudado bien sobre el tomate frito.
Teníamos en casa ya a todos los invitados cuando he montado el plato del modo siguiente:
Un trozo grande de papel de plata con unas hojas de albahaca fresca, cuatro o cinco berberechos recien abiertos, tres mejillones y dos gambas a la plancha, sobre ellos una ración generosa de la pasta fresca hervida y dos o tres cucharones colmados de la salsa de tomate sofrita y humeante. Cerramos el papillote y lo dejamos el el horno a toda pastilla para que le de un buen golpe de calor que amalgame los sabores.
El paquetito va a la mesa cerrado y al abrirlo le añadimos un chorrito de aceite de oliva virgen. Sólo el juego de colores entre el negro de la pasta, los coralinos naranjas de los berberechos y el mejillón, el verde de la albahaca, el rojo de la salsa de tomate, todo abrillantado por el caldillo y el aceite, con los reflejos plateados del envoltorio. Además me ha salido francamente buena, o puede que los comensales estuvieran hambrientos.
Para el capullo que ha decidido apropiarse de mi movil y de mi memoria y que me ha dejado deliciosamente desconectado durante los próximos días le ofrezco este grabado de Brueghel el viejo, ´no será difícil con cual de los pescados identifico a mi captor.  La fatalidad no conseguirá amargarme este mes de diciembre.