El jueves a mediodía me escapé a ver la
exposición de Pissarro en Caixaforum, principalmente paisajes. Disponía de más
de una hora entre las tres y las cuatro y media. La sala transitada únicamente
por jubilados y algún turista despistado. Lo más sorprendente descubrir a una mujer
ciega en el centro de una de las estancias aferrada a su bastón y al audífono
en el que le describían los cuadros principales.
Algunos cuadros pueden traspasar la barrera
de los sentidos y ser capaces de ser descritos con más intensidad que cuando
son vistos.
Puede que aquella señora no fuera ciega de
nacimiento y puede que hubiera disfrutado de los cuadros de Pissarro en un
tiempo anterior, quien sabe si su último recuerdo visual no hubiera sido un
cuadro impresionista.
Es necesario disponer de algo de tiempo y
de cierta actitud para pararse en cada uno de los paisajes, algunos de ellos
difieren de otros sólo por la luz del día con la que fueron pintados.
Me hubiera gustado robar alguno de los
paisajes urbanos, sobre todo los que se dicen pintados bajo el efecto de la
lluvia o del agua. Me falta talento, hube de conformarme con rastrearlos en la
red y compartirlos en el blog.
La señora ciega escuchaba un cuadro titulado
Campo de Coles, Pissarro pintó centenares de huertos y jardines mientras vivió
en Pontoise.
El sábado por la tarde viajamos a Olot,
cenábamos en Les Cols, el restaurante de Fina Puigdevall. Llegamos a eso de las
seis y media, ya noche cerrada. Nos alojábamos en los pabellones.
Fuimos recibidos en penumbra, por unas
mujeres solemnes, vestidas de negro y abrigadas con chaquetones de lana largos
y obscuros. En el centro de la zona de recepción – apenas un cobertizo – había unas
ascuas de carbón metidas en un cubo metálico. “No pretendemos que se sientan
como en casa”, fueron las primeras palabras que recibimos. Solo la dulce
sonrisa de la recepcionista permitió que diluyéramos un poco el miedo al que
nos inducía el frio y la obscuridad.
Caminando por una senda de piedras
volcánicas llegamos a nuestra habitación, una urna de cristal suspendida sobre
suelo de cemento surcado por canales con agua.
En el centro de la estancia un futón con un
edredón de color azul oscuro – por lo menos no pasaríamos frío -. Nos advirtió
que la luz de la habitación apenas nos permitiría ver sombras en la penumbra,
no había televisión, ni muebles, por descontado no había sillas y los armarios,
integrados en la pared, sólo se descubrían si se presionaba con acierto el
panel correspondiente.
El baño mínimo, al fondo una pila metálica
con agua caliente en permanente renovación. La bañera y la ducha no tenían
suelo convencional, sino una capa generosa de piedras volcánicas.
Imposible leer, poco recomendable pasear –
los pabellones están junto a una masía en la zona industrial del pueblo. Una noche
fría que llamaba poco al paseo. Las opciones reducidas ya que hasta las ocho y
media no abrían el restaurante. Solo quedaba disfrutar del silencio, deshacer a
tientas la maleta y decidir si era preferible sumergirse en el agua – una pica
de dos metros por uno de ancho – o adormilarse sobre el edredón.
Pisar descalzo el suelo de cristal
congelaba cuerpo y alma. Nos acoplamos al espacio entre risas nerviosas, sin
dejar de contemplar el techo y las paredes de cristal, que nos dejaban en una
confortable intemperie. Ciertamente no estaríamos como en casa.
Nos desnudamos para tomar un baño, la
opción de recostarse en la cama nos hubiera conducido al sueño y a no
levantarnos hasta el día siguiente.
Cuesta acostumbrarse al silencio y a la
oscuridad. Consultamos varias veces las pantallas del teléfono, recuperando
mensajes e intentando sacar fotografías. Poco a poco nos fuimos integrando en
el espacio y al final nos rendimos a la experiencia.
Después de cenar llegamos a tientas a la
habitación y dormimos hasta el amanecer. De nuevo una mañana soleada de
noviembre. Si la llegada había sido un estallido de oscuridad, la mañana fue un
estallido de luz.
A las nueve nos trajeron el desayuno al cubículo.
Sin mesas en las que poderlo tomar. Embutidos, quesos, yogures, zumos,
mermeladas caseras y café, con unas tostadas de pan de payés crujientes.
La experiencia de Les Cols muy especial,
incatalogable tanto los pabellones como la cena, un ritual solemne, discreto,
muy apegado a la tierra. He de recuperar una vieja cita de una novela de
Faulkner para expresar lo que se siente cuando uno se tumba directamente sobre
la tierra.
Un servicio amable pero distante nos fue
trayendo cerca de una veintena de platillos, casi cuatro horas recuperando
sabores intensos. Lo mejor, para mi gusto, unas lechugas de cultivo hidropónico
ligeramente cocinadas a la plancha, con un chorrito de aceite, ajos y unas
gotas de vinagre. Ni qué decir tiene que a la mañana siguiente compré semillas
de lechuga para intentar cultivar en casa las lechugas de ensueño.
Sin embargo mi receta de hoy no serán esas
lechugas – ya contaré como se desarrolla mi experiencia de cultivo -, tampoco
un huevo majestuoso de gallina de las que paseaban por el jardín, aderezado con
una mayonesa de atún; no escribiré de las judías de Santa Pau, o de las judías
verdes sobre crema de espinaca al ajillo, ni del caldo ahumado. Ni del carro
con más de 20 quesos catalanes.
Dedicaré este espacio a escribir sobre unas
cebollas rellenas de queso de Can Farró, un cremoso queso de oveja hecho a
pocos kilómetros del restaurante.
Aquel platillo me ha animado a escribir
sobre cebollas rellenas. Hay que elegir cebollas dulces, de cierto tamaño para
que no se frustre el relleno.
En función de hacer del plato un entrante o
un principal se habrán de contar con una o dos cebollas por comensal.
Se les quita la primera capa – la dorada –,
se les quita la parte del “culo”, la de las raices y se sumergen durante 5
minutos en agua hirviendo con sal. Es la técnica del “blanqueo”.
Se escurren bien y con un cuchillo bien
afilado se les corta la parte superior, hay que calcular hacer el corte para
que quede disponible cuando menos 2/3 de la cebolla para el relleno, la mitad
si la cebolla es grande.
Con ayuda de una cucharilla de postre o de
uno de esos cubiertos para sacar las bolas del melón, se vacía el centro de
cada cebolla con cuidado de no dañar el fondo sobre el que se asentará la
cebolla. No conviene dejar las paredes muy gordas, bastará reservar las dos
capas exteriores – tres si son muy finas – el grosor imprescindible para que no
se desmorone la cebolla.
Se reservan las cebollas huecas.
Se termina de picar la pulpa sacada y se
pocha en una sartén con 60 gramos de mantequilla, un chorrito de aceite de
oliva y un poco de sal.
Tradicionalmente las cebollas se rellenan o
bien de atún o bien de carne picada y rehogada. En mi caso, influido por las
cols, las voy a rellenar de queso, si no tengo el de Can Farró servirá cualquiera
de oveja un poco cremoso y, en último término, incluso una mozzarella. Cuanto
más insípido sea el queso más especias habrá que añadir, por lo que si optamos
por la mozzarella conviene tener a mano orégano o albahaca.
Dejamos que la sartén con la cebolla rehogada
pierda un poco de calor. Cuando esté templada deshacemos unas porciones de
queso – 50 gramos por cebolla a rellenar -, la mezclamos con la pulpa rehogada.
Buscamos un pan de payes duro y con ayuda de la punta afilada de un cuchillo
incorporamos algunas migas de pan, no muy gruesas. Si la pasta queda muy seca
se le puede añadir un poco de agua en la que se cocieron las cebollas. Ha de
quedar una pasta irregular, cuidando que el queso no se funda. Se rectifica de
sal, se le añade un poco de pimienta y se rellenan las cebollas, colmando cada
una de ellas pero sin apretar.
Se cubre la parte superior de las cebollas
con pan rallado y se colocan en una tartera o en una bandeja alta de pirex que
resista bien el horno.
El horno ha de estar a 180 gramos,
precalentado. Se dejan las cebollas durante 15/20 minutos, los dos minutos finales
se enciende el grill para que quede tostada la parte de arriba.
Se sirven directamente desde el horno,
acompañadas de la salsilla que habrá desprendido la propia cocción al horno.
Habrá que buscar otra excusa para regresar
cuanto antes a Les Cols. Una experiencia distinta.
Curioso sitio el que describes como habitación, puede que tenga su encanto pero yo no me sentiría bien durmiendo en un ambiente tan extraño. Las cebollas rellenas sí que me las comería y el cuadro de Pissarro me lo traería bajo el brazo. Jubi
ResponderEliminarImpresionante las recetas en mi opinión son de chef.
ResponderEliminarPero para mi lo + indicativo es la frase de introducción: y todo lo que le rodea....
Ese envoltorio es la esencia de la cuisinne...
En hora buena chef
Saludos cordiales CL