martes, 2 de septiembre de 2014

CAP.CCCXL.- Un verano en Mallorca (jornada undécima)


Un verano en Mallorca (Undécima jornada).- Si ser viejo y alegre es un pecado, entonces más de un viejo compadre que conozco está condenado: si ser gordo es ser odiado, entonces hay que amar a las vacas flacas del Faraón.

Al final si hubiera de elegir qué fue lo que más me llamó la atención durante el tiempo en el que viví en París probablemente elegiría los trampantojos, las fachadas pintadas y que generan la ilusión de representar algo que no es – «trompe l’òeil», engañar el ojo, dicen los franceses -. Recuerdo en el Boulevard Malesherbes, casi al final, cerca del Boulevard de Berthier, el lateral de un edificio destartalado en el que habían pintado unos balcones con macetas y gente mirando la calle; desde lejos parecía que aquel edificio era una fiesta en la que todo el vecindario se hubiera asomado a las ventanas.

La vida no deja de ser un gran trampantojo, un efecto óptico. Solo entendido como un trompe l’òeil podría entenderse lo sucedido durante la jornada oncena, llamada, en principio a ser anodina.

A primera hora de la mañana llegó Mateu, Mateuet; pantalón vaquero, zapatillas de deporte muy desgastadas y una camiseta sin mangas que apenas le cubría el torso musculado. Poco tenía que ver su ademán con el del primer día, ya no era el muchacho apocado que se ocupaba del jardín. Entró en la cocina, me plantó dos besos y me dijo «Cati, guapa, me harás un cafetito».

«Ya sabes que aquí mandan los señores y todavía no se han levantado, así que empieza tus faenas, no se te vaya a hacer tarde», le contesté.

Me guiñó un ojo y salió de nuevo hacia el jardín. Seguramente ni las plantas ni las arboledas de la villa necesitaban gran atención; Matuet debía estar pensando en otro tipo de servicios.

La duquesa de Guermantes, a quien normalmente se le pegaban las sábanas, fue la primera en levantarse, salió en un corto camisón hacia el jardín para saludar cariñosamente a Mateu, cariño pero distancia ya que evitó cualquier contacto físico.

«El chico me ha pedido un café», informé.

«Que se lo gane. Dile que no nos moleste en la terraza mientras desayunamos».

Trasladé a Meteuet las órdenes recibidas. Nada de café y nada de molestar a los señores durante el desayuno.

Todos y cada uno de los rituales matutinos de los de Guermantes y su prole se prolongaron más allá de lo habitual, parecían no tener prisa por iniciar la habitual excursión matutina, incluso la duquesa permitió que los niños se dieran un chapuzón en la piscina. Mateu asomaba la cabeza por la  cocina e intentaba escudriñar desde la galería central si seguía el bullicio en la terraza.

Los señores me requirieron en varias ocasiones para hacer más café, reponer fruta y bollería. El día había amanecido caluroso y luminoso por lo que Mateuet, deslumbrado y sudoroso, revisaba con impaciencia el perfil del paseo de cipreses que conducía la ruta de salida de la finca. Caía un sol de justicia y la duquesa no parecía muy interesada en su galán,  compartió algunas confidencias con la señora de Swann, confidencias y carcajadas que ni una ni otra pudieron disimular. Discretamente acudió la señora de Swann a la cocina con la excusa de buscar unas ciruelas en el refrigerador y asomarse por la ventana para ver así el torso semidesnudo del jardinero, encaramado en una escalera de pinza con una podadora con la que perfilaba la copa de los cipreses.

A los pocos minutos fue la duquesa la que vino a la cocina y, tras detenerse unos segundos frente a la ventana, me informó que tanto ella con la señora de Swann se quedarían en la villa a reposar, al día siguiente tenían programada la larga excursión a la isla de Cabrera y habían decidido reposar de playa y mar. «Por nosotras no te preocupes, Cati, con una ensalada verde y un pescado a la plancha pasaremos el día. Prepara las bolsas para los que tienen que partir. Por cierto prepáranos una jarra con té frio y un buen chorro de limón».

Desde la lejanía Mateu pudo ver cómo se marchaban los señores, rodeados de niños; cómo se despedían cariñosamente de sus esposas y como el palazzo iba quedando paulatinamente tranquilo. Le vi acercarse de nuevo a la puerta trasera.

« ¿Se quedan las dos solas?», preguntó. «Se quedan conmigo», contesté. «¿Y mi café?», siguió interrogando. «No tengo instrucciones al respecto. La duquesa me ha dicho que sobre todo nadie las moleste en la terraza. Imagino que ese nadie va fundamentalmente por ti».«En una hora tendré que marcharme y antes hay que darle un vistazo a los filtros y al ph de la piscina», contestó contrariado. «No creo que sea el único ph que haya que revisar», intenté que mis palabras fueran las últimas, me di media vuelta y abrí al máximo el grifo para limpiar unas hojas de lechuga.

Mateu marchó rezongando hacia la caseta de aperos, lanzó de mala gana sobre una carretilla las grandes tijeras de podar y cogió un largo rastrillo con el que terminaría de limpiar la gravilla de la entrada. Hacía tanto ruido que resultaba imposible que las señoras no se dieran cuenta del ajetreo del jardín y de su jardinero.

Tardó poco en venir la duquesa a la cocina, envuelta en un gran pareo blanco estampado con letras y motivos japoneses, quedó en el quicio, chistó para fijar mí atención. «Nos hemos cansado del té. Puede la mañana sea más apropiada para ese champagne que nos escatimas».« ¿El Taittinger señora?», pregunté con tono casi ofendido.«No, el Bilecart Rosé, el que no quisiste que se tomara el ministro la otra noche. Por cierto, dile a los filipinos que tienen libre hasta las seis de la tarde, que se vayan a Palma a visitar la catedral». Menos mal que todavía quedaban algunas botellas en los refrigeradores; ciertamente guardaba ese champagne pensando que tal vez se olvidaran de él y pudiera agenciarme media caja para consumo propio.

Preparé una gran cubitera con hielo, unas copas, un paño limpio y la botella cerrada. La duquesa, por descontado, que no se había quedado esperando en la cocina, estaba de nuevo en la tumbona, tomando el sol. El protocolo exigía que la botella se abriera en presencia de quien debía consumirla, así que me encaminé con la bandeja de las copas, un poco de queso parmesano en lascas con unos grisini de pan, unos boquerones en vinagre, ajo y perejil, patatas fritas y unos encurtidos. Llegaba la hora del aperitivo.

En el momento de abrir la botella me di cuenta de cual podía ser mi contribución a la representación, hice algunas pruebas y fingí que me resultaba imposible descorchar el champagne. «Puede que tenga algo de grasa en las manos», me excusé. «No te preocupes, tal vez el jardinero sea tan amable de abrirla. Cati, por favor, puedes llamar al jardinero; seguro que además le quedará por revisar alguna cosilla en la terraza». La duquesa ordenaba, la señora de Swann sonreía como una chiquilla.

Nada más darme la vuelta hacia la cocina las señoras empezaron a cuchichear. Mateuet esperaba impaciente en la entrada trasera de la casa.

«Mateuet, tu turno. Parece que no hay fuerza suficiente para descorchar una botella de champagne, necesitan un hombre». Le cambió el gesto, recuperó la seguridad con la que había amanecido por la villa, se atusó un poco el pelo y atravesando el corredor principal y el salón llegó a la terraza, donde la esperaban las señoras.

Escuché la pequeña explosión del corcho y un chorreón de risas. Mateuet quedó empapado de champagne, no descartaba que la duquesa hubiera agitado la botella en mi ausencia. La circunstancia y los requerimientos de la duquesa le obligaron a quitarse la camiseta y quedar, finalmente, con el torso desnudo. El crio se había depilado esa mañana el pecho, tenía oportunidad de lucirlo, eso sí las marcas de las hombreras y el pecho blanquecino delataban que era la primera vez en todo el verano que tomaba el sol sin camiseta.

A voces fui requerida en la terraza. «Por favor Cati, tráenos una botella más de Bilecart, accidentalmente se ha derramado gran parte sobre la camiseta del jardinero y, por favor, trae una copa para este chico tan amable». La señora de Swann sólo tenía recursos para sonreír con picardía, dejando a la duquesa la gestión de tiempos y palabras.

De regreso a la cocina consideré que mi pequeña contribución a la molicie debía ser recompensada con algo de champagne, llevaba toda la mañana seca, pendiente de las señoras. Saqué dos cubiteras, las llené de hielo y enterré una botella de champagne en cada una, abrí la mía y me serví una copa que apuré de un trago antes de presentar mi servicio en la terraza. Tal y como evolucionaba la mañana lo razonable es que no fuera molestada en la cocina durante algunas horas.

Me equivocaba, en pocos minutos requirieron una nueva botella de champagne y alguna que otra fruslería para comer, parecía claro que renunciaban a la jornada frugal. A medida que se achispaban yo pude ir aproximándome a la terraza para seguir las evoluciones del encuentro. Las señoras, que por edad podrían ser casi las madres de Mateuet, estaban ya chapoteando dentro de la piscina. Él se mantenía estoicamente sentado en la tumbona, no había sido invitado a nadar, pero les seguía las bromas abrumado por el calor. Amenazó varias veces con desnudarse y lanzarse al agua pero cuando parecía que su amenaza era cierta ellas salieron del agua y corrieron hacia las tumbonas.

La señora de Swann le guiñó un ojo a su compañera y al unísono se quitaron los sujetadores, durante un segundo le mostraron los pechos a Mateu y luego quedaron tumbados bocabajo, escondiendo púdicamente sus desnudeces.

Mateuet, que había aprendido de estas lides, se ofreció a cubrirles la espalda con crema solar pero ellas rechazaron la invitación, todavía estaban mojadas y tenían que aprovechar el sol, les quedaban pocos días de  vacaciones. La conversación discurría entre sorbos de champagne, Mateu tenía un hambre feroz y rebañaba los platillos del aperitivo, probablemente hubiera preferido una hogaza de pan en vez de un revolcón.

Me retiré a la cocina para recuperar mi copa. Parecía que olían mis ausencias porque la duquesa requirió de nuevo mi presencia en la piscina. «Más champagne por favor, y localiza un bañador del duque para el jardinero, al pobre le va a dar un síncope con tanto calor».  Intuyendo las prioridades de su requerimiento primero repuse una nueva botella y luego fue al tendedero a buscar un bañador para Mateuet.

De entre todos los calzones ridículos que utilizaba el duque de Guermantes le elegí el más ridículo, un estampado de mariposas y mariquitas sobre un intenso fondo verde; el calzón llegaba más debajo de la rodilla lo que dejaría a Mateuet más aprisionado de lo que estaba dentro de sus pantalones vaqueros.

Como yo también dominaba las distancias me quedé en el umbral de la terraza y lancé sobre una de las tumbonas el calzón. En momentos como ese se descubre el verdadero talante de las personas, seguramente si se hubiera quitado allí mismo el pantalón y se hubiera calzado el bañador la jornada hubiera discurrido de modo distinto, pero Mateuet se acochinó y entró en la casa para buscar un rincón en el que mudarse.

Cuando regresó con el nuevo atuendo se encontró a la de Guermantes poniéndole crema solar en la espalda a la señora de Swann; la duquesa lucía sus pechos desnudos y retocados a golpe de bisturí en todo su esplendor, la de Swann dormitaba plácidamente notando como las manos firmes de la duquesa le extendían un líquido lechoso y viscoso que, extendido debidamente, dejaba la piel de la señora resplandeciente como el día.

Mateu se aproximó a la pareja y cogió el bote de protector, la duquesa displicente le rechazó dándole un ligero golpe en el antebrazo, no sería él quien le pusiera crema.

La duquesa dio un azote cariñoso en la nalga de la señora de Swann, le tocaba a ella ser protegida por el sol. Le quitó de la mano el bote de protector a Mateuet y se lo pasó a la de Swann. Mateu, derrotado, se tiró de cabeza a la piscina y empezó a nadar mientras la de Swann empezaba a frotar la espalda de su amiga.

En cada uno de los largos que dio a la piscina Mateu intentó diseñar una estrategia, pensaba que le estaban provocando, saldría decidido, tomaría la muñeca de la de Swann, le quitaría el protector y culminaría él la tarea de cubrir a la duquesa.

Justo cuando salía del agua y mostraba su cuerpo a la luz del sol la de Guermantes, que le vigilaba de reojo, se dio media vuelta y le ofreció los pechos a su compañera, que aceptó el envite y recorrió con sus manos escurridizas hasta atreverse a juguetear con los pezones. La duquesa puso boca de querer ser besada y la de Swann la besó. Llegados a este punto yo había apurado por entero la primera de mis botellas de champagne, Mateu el pobre acababa de aterrizar a una realidad ajena a la que pensaba que se enfrentaría horas antes. A pie firme, junto al borde de una piscina infinita, con unos calzones de baño de un ridículo supino, ignorado por sus captoras.

La duquesa se incorporó lentamente, tomó de la mano a la de Swann, atravesaron juntas el salón, camino de una de las alcobas, les dio lo mismo que yo las hubiera estado espiando durante el largo ritual de apareamiento; sin mirarme la duquesa requirió «una cubitera con otra botella de champagne; a mi habitación, por supuesto».

Cuando desaparecieron las dos mujeres Mateu se quitó el calzón, desnudo se acercó a la ducha que había en una de las esquinas de la terraza, apuró los restos de comida que quedaban en los platos, me buscó, con cierta resignación, y se toqueteó los genitales; en otras circunstancias hubiera aceptado casi cualquier envite pero en esta ocasión, con una botella de Bilecart en el cuerpo y el estómago casi vacío, mi único deseo era una siesta larga y solitaria. Le hice una mueca acompañada de un leve giro de cuello para trasladarle mi negativa y yo misma me retiré a mi pabellón, dejando a Mateu, al pobre Mateuet, sumido en un vacío absoluto.

A eso de las cuatro de la tarde, con la boca pastosa y algo confusa por todo lo sucedido, me desperté de la siesta. Ni un ruido en la casa, Pin y Pon todavía en Palma, la motocicleta de Mateu fuera del aparcamiento, las señoras durmiendo plácidamente en el dormitorio de la duquesa, desnudas y enredadas entre sí, eran una amalgama de sábanas, piernas y pechos, las ingles, por descontado, con depilado brasileño. En estas circunstancias no había riesgo de que pudiera tomar un baño en la piscina, me desnudé completamente y me introduje lentamente en el agua. Tal era la sensación de placidez y de gusto que no dudé en orinarme con el caudal de una elefanta. Salí con una agilidad inusual en mí, me di una ducha, recuperé mi bata azul clarito que componía mi uniforme y marché a la cocina, con cuidado de no despertar a las señoras, a quien cerré la puerta. Los filipinos estaban a punto de llegar.

Ya en la cocina pensé que mis señoras se merecían una mousse de chocolate. Hasta ese día había compensado mi mala mano con los niños a base tenerles más o menos sobornados a base de mousses de chocolate que iba preparando casi todos los días, los solía sacar para el desayuno.

Mis chicas se merecían una receta especial. La receta del mousse de chocolate permite muchas variantes, la de Julia Child no estaba nada mal y tenía un toque canalla gracias al Grand Marnier, un licor de naranja que en España no era sencillo de localizar, una combinación ideal para recibir a las señoras cuando superaran las tinieblas de la siesta.

Puse en un bol grande de cristal cuatro yemas de huevo y ¾ una taza de las de café con leche de azúcar glass. Había que batir con firmeza las yemas con el azúcar hasta que quedara una pasta color amarillo pálido. Se le añade ¼ de la taza con el licor Grand Marnier, se volví a batir. Esta segunda vez hay que batirlo colocando el bol sobre un recipiente con agua hirviendo (baño maría).

Retiré el cuenco del baño maría y remojé el culo del bol con agua fría – hay que tener cuidado de que no se vierta la masa -; seguí batiendo hasta que la crema tuvo la consistencia de una mayonesa.

Deshice en el microondas media pastilla de chocolate de cobertura, 100 gramos, mezclado con una tacita de café express y 175 gramos de mantequilla. Cuando estuvo bien mezclado lo pasé al bol con las yemas y se seguí batiendo hasta que quedó una pasta homogénea, en esta fase se pueden añadir unas tiras de piel de naranja cortadas muy finas.

En otro bol puse a punto de nieve 6 claras – la receta de la americana dice que bastan 4, pero a mí me gustaba más esponjoso -; sube mejor con una pizca de sal y tres gotas de limón o de vinagre.

Cuando las claras estuvieron levantadas del todo – yo las subía con el thermomix -, las mezclé con el chocolate manteniendo un movimiento envolvente para que no pierda volumen.

Pasé la mezcla a unos vasos de cristal pequeños, los cubrí con papel film y los dejé reposar unas horas en la nevera para que la mezcla terminaran de cuajar.

Cuando regresaron los filipinos les pedí que pusieran un poco de orden en la terraza y luego que organizaran algunas coladas, eso les tendría entretenidos durante algún tiempo, sin husmear por la casa.

Sobre las siete se levantó, inundada de dignidad, la duquesa de Guermantes, que me pidió que le llevara un café con hielo a la piscina. Acompañé el café con hielo de uno de los vasos de mousse, seguro que necesitaría recuperar energías.

A los pocos minutos se levantó la señoras de Swann, todavía más digna y estirada, ella había demorado su aparición y se había dado una ducha para recomponer la figura. También acudió a la terraza, saludó cordial y distantemente a su amiga y me pidió otro café. Tomó una revista de moda mientras esperaba la llegada del servicio, también con el correspondiente vasito de mousse.

Momentos como ese justificaban el compromiso de confidencialidad y la retribución del mismo.

A eso de las ocho de la noche llegaron los maridos con los niños, habían aprovechado el día para bucear. Me sorprendió lo cariñosas y solícitas que la duquesa y la señora estuvieron con sus amigos, no habría perdido ninguna apuesta si aseguraba que aquella noche, de regreso al orden, ambas copularían solícitamente con sus maridos.

Yo dediqué el resto de la tarde a preparar las viandas de la larga excursión del día siguiente. La cena sí que fue frugal y antes de las diez de la noche estábamos todos acostados, ellos con sus ínfulas de grandes señores agostándose, ellas como diosas del placer y yo como una resacosa y confundida cocinera que acababa de ser enredada de nuevo por un trampantojo. Puede que la vida quepa en una pompa de jabón.

1 comentario:

  1. Muy entretenido capítulo, comprendo que Cati se tome sus copazos con el "fandango" que tienen montado y encima la quedan ganas de hacer esa mousse tan apetecible. Gracias por el rato tan bueno que nos haces pasar leyendo tu entrada y por los bonitos cuadros que lo ilustran. Jubi

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