domingo, 9 de septiembre de 2012

CAP. CLXXXII.- Risotto Mahagony//Arroz caoba.


Apuro las últimas horas del domingo, recuperándome todavía de un asado uruguayo espectacular, gozoso, rodeados de amigos, frente al mar. Creo que nos dieron/me dieron las 6 de la tarde comiendo carne, al final yo solo mientras el resto de comensales aguardaban ávidos el postre/los postres – yo traje unas natillas casera con docena larga de huevos y un cremoso de chocolate.

Terminando de inventariar el verano compruebo que no he hecho ni un solo arroz, seguramente habrá muchas razones para este olvido, todas ellas justificadas. La semana pasada viendo un programa de cocina de Jamie Oliver sentí no haber tenido el valor de haber cocinado un risotto en muchos meses. No escribiré una diatriba contra la paella – me gusta – pero ante un buen risotto con todos sus matices la paella termina siendo excesivamente previsible a la vista, al olfato y al paladar. Creo que con el risotto el arroz termina siendo más versátil, capaz de adaptarse a cualquier sabor, algo que no han concedido los arroces hispanos, excesivamente obsesionados porque prevalezca el sabor intenso del marisco, del pescado, del conejo, de lo que fuera.

Leyendo el Diccionario del Amante de la Cocina de Ducasse – me lo he bajado de internet – robo una cita que puede que tenga que ver con mi pasión, la capacidad de que el arroz vaya jugando con olor de sus ingredientes – el verde del risotto al pesto, el negro del risotto de calamares, el rojo del risotto con tomates. Ducasse apunta a un risotto Caoba – Risotto Mahagony -, que tiene la particularidad de que se liga con vino tinto, Barolo del Piamonte; de ahí su nombre – hoy he aprendido que mahagony en inglés es caoba en castellano; la palabra inglesa es preciosa aunque tiene un inevitable toque brechtiano, aunque la tragedia de Brecht tenga una n de más (ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny).

Me ha costado mucho encontrar la receta del risotto mahagony, de hecho la he localizado finalmente en un blog norteamericano http://ei.isnooth.com/multimedia/b/5/d/recipe_667.pdf, a partir de una receta de Mario Bartali –.

Recogiendo los ingredientes de la receta italiana he intentado hacerla con la técnica de Oliver.

Ingredientes:

200 gramos de mantequilla.

Litro y medio o dos litros de caldo de pollo o de cualquier otro ave – no le iría mal uno de pato si se desglasa en condiciones.

Dos tazas cumplidas de arroz Cannaroli o Arborio.

Media cebolla roja picada.

Dos copas de Barolo.

150 gramos de queso parmesano rallano.

Perejil picado.

Sal y pimienta.

( No creo que sea un pecado deshilachar un muslo de pato confitado para entreverar con el arroz).

Partiendo de estos ingredientes la técnica es la de Oliver.

Se pone a calentar el caldo de ave; en otra cacerola se echa la mantequilla a fuego suave, con un chorrito de aceite de oliva. Cuando empiece a calentar se pone la cebolla roja bien picada, fuego bajo para que no se dore la cebolla.

Cuando la cebolla esté transparente se añade el arroz y se remueve bien con una cuchara de palo para que se sofría bien con la mantequilla. Sin dejar de remover se incorpora el vino – en plan rompedor se podría sustituir por un vaso colmado de vermut rojo.

Cuando el vino se haya integrado en el guiso y haya evaporado el alcohol se añade un primer cucharón del caldo de ave caliente, se remueve poco a poco dejando que el arroz absorba bien el caldo, sin que se quede seco. El arroz va pidiendo caldo a medida que se remueve – normalmente el risotto obliga a una cocción del arroz de 15/18 minutos, a fuego muy suave, absorbe un litro cumplido de caldo, hasta conseguir el punto cremoso del arroz, antes de añadir el último cazo se recuperan las hebras del confit de pato para que se haga uno con el arroz.

Conseguido ese punto cremoso por fuera y un pelo duro en el corazón cada grano se apaga el fuego y se espolvorea el queso parmesano, se remueve un poco y se tapa un par de minutos.

Por descontado que este arroz habrá que acompañarlo con un buen Barolo – me animaré a hacer este plato a algún amigo italiano.

Arroces caobas, adjetivos de reminiscencia brechtiana, invitación a la gula y, con todos estos aditamentos, una caricatura del germano George Groz.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

CAP. CLXXXI: Introducción a la Cocina: 3ª receta.


Luz Sánchez llegó a la tercera clase con casi treinta minutos de retraso, entró al aula descompuesta, Germán pensó que habría pasado algo grave porque mantuvo el semblante serio mientras vaciaba el capado de mimbre con los ingredientes a manejar en la sesión. Desde la primera fila rompieron el silencio:

-      ¿ Algún problema profesora ? – se atrevió a preguntar la señora que había hecho de pinche el primer día.

-      Nada. Estoy harta de esta ciudad, han caído cuatro gotas de nada y el tráfico se ha vuelto imposible. Nada en el mundo me molesta más que la impuntualidad, sobre todo un día como hoy, en el que salido diez minutos antes de casa en previsión. – Volvió momentáneamente el silencio -. Bueno, vamos por faena, hoy rellenaremos unos volovanes con un revoltillo de verduras y gambas que podemos trabar bien con huevo, bien con una besamel. Con este entrante terminamos el primer bloque de recetas.

Germán anduvo despistado casi toda la sesión, el retraso, la lluvia y los mensajes de su hijo distrajeron su atención y apenas tomó tres o cuatro notas sobre el folio que le facilitó la Srta. Sánchez con los pasos a seguir.

Al finalizar la clase Luz quedó recogiendo y ordenando la encimera, Germán salió el último y ralentizó sus pasos para que su salida coincidiera con la de la profesora, con la que apenas cruzó un “hasta la semana que viene”, sin embargo a cierta distancia fue siguiendo sus pasos hasta verla salir de un aparcamiento cercano. Luz conducía un coche viejo, un Peugot 205 de color azul metalizado. Germán, medioagazapado tras un buzón, tomó nota de la matrícula.

A primera hora del día siguiente en el trabajo Germán tecleó en la pantalla de su ordenador los datos identificativos de la matrícula y de inmediato descubrió que la profesora Sánchez se llamaba María Luz Purificación Sánchez Cotán, que cumplía 38 años en noviembre y que vivía en la calle Garcilaso de la Vega, una vía luminosa que unía la calle Felipe II con el Paseo Maragall.

Germán era evaluador de tráfico rodado en el ayuntamiento de Barcelona, un trabajo bastante rutinario que le obligaba a estar pendiente de decenas de pantallas de televisión en las que podía seguir la circulación por la ciudad. El ayuntamiento tenía colocadas cientos de cámaras en lugares estratégicos para poder gestionar el tráfico, las pantallas se regulaban por medio de un programa de ordenador que permitía ir saltando de un cruce a otro para conocer al detalle cualquier incidencia en las rutas principales de la ciudad. Ese mismo programa de ordenador se conectaba con otro en el que se gestionaba el funcionamiento de los semáforos.

Toda aquella red informática había costado años perfilarla, Germán, que no había podido terminar en su día telecomunicaciones, sin embargo disponía de las habilidades suficientes como para entender y manejar el sistema. Su trabajo era en realidad muy sencillo, se trataba de estar pendiente del tráfico durante toda la jornada y ser capaz de resolver bien por medio de la sincronización de los semáforos, bien avisando a la guardia urbana las congestiones de la circulación; Germán formaba parte de un equipo de 20 evaluadores, sometido a varios comités. Quincenalmente los evaluadores se reunían con el coordinador del área y con un responsable de la policía municipal para ajustar el funcionamiento del sistema. Como pequeña prebenda una ventana de su ordenador le permitía acceder sin obstáculo alguno en los archivos de vehículos de la Dirección General de Tráfico, de ese modo pudo identificar el vehículo de su profesora y su dirección.

Saltó de una cámara a otra hasta dar con el semáforo que regulaba el cruce del Paseo Maragall con la calle Garcilaso, con un poco de paciencia podría confirmar si el Peugot destartalado frecuentaba o no esa ruta y, de ese modo, averiguar un poco más de la Srta. Sánchez. Aquella primera mañana de viernes no tuvo suerte, pese a no perder ojo a la pantalla no vio pasar el coche, tal vez la profesora tenía domiciliado el vehículo en una dirección en la que ya no vivía.

Aquel viernes Gerard, el hijo de Germán, le mandó un nuevo mensaje concretándole la hora a la que le tocaba jugar el partido el sábado y la localidad a la que debía ir. Aunque ese sábado en principio los niños le tocaban a la madre venía siendo habitual que algún imponderable obligara a Germán a acompañar a su hijo al futbol, era el chico quien se ocupaba de pedirle el favor, en el sobrentendido de que sus padres ya habían concordado ese cambio de rutinas. La mayoría de los días Germán traía de regreso a su hijo a la hora de comer; si Olga y su nuevo marido tenían compromisos fuera de Barcelona, la permanencia se prolongaba hasta el anochecer. Esos días extras con su hijo le producían a Germán una satisfacción muy íntima, no es que aprovechara para charlar más con su hijo, con el que apenas hablaba de deporte y de la marcha del curso escolar, pero pensaba que su disponibilidad casi absoluta estrechaba los lazos de confianza con el chico. Con la niña espera construir con el tiempo espacios similares de complicidad.

Así pues el sábado a las siete y cuatro de la mañana Germán, esperaba tranquilamente a que su hijo asomara por el portal con la bolsa de deporte, aparcado en un vado para no interrumpir la poca circulación que solía haber a aquellas horas. Se había acostumbrado a colocar el coche siempre en el mismo lugar, frente a una placa manipulada por algún grafitero desesperanzado que había dibujado una gran ese para descuadrar el nombre de la calle, que ya no era Gran de Gracia, sino Gran desgracia. A Germán le divertía mucho aquel giro del que se dio cuenta poco tiempo después de separarse. Su relación con aquella calle había ido variando con el tiempo, cuando empezó a salir con Olga, apenas tenían 20 años, era el Carrer Gran, la calle en la que vivía ella con sus padres; todos en el barrio aspiraban a poder vivir en la calle grande, un signo de prosperidad. Años después, cuando surgió la posibilidad de comprar un piso un poco más arriba de donde había vivido Olga de niño ganó fuerza el nombre de Gracia; fueron años alegres que coincidieron con el nacimiento de los niños y con el despeje de algunas incertidumbres, sobre todo las laborales y económicas. En el momento de la separación la “ese” furtiva, encajada en el nombre, acompañó las esperas de Germán frente al portal, había dedicado la primera parte de su vida a llegar a Gracia y tenía que dedicar la segunda parte de ella a huir de Gracia

Gerard bajó, como siempre, con prisas; el entrenador había fijado como hora de concentración las ocho de la mañana, el partido era a las diez, tenían media hora cumplida para llegar a Sant Quirze del Vallés. El programa era el de siempre, Germán dejaba a su hijo a las puertas del campo, donde estaba el entrenador serio y firme con el ojo puesto en el reloj; después tenía que componérselas para encontrar un bar abierto en el que poder desayunar, compraba la prensa y veía pasar los minutos hasta la hora del partido frente a un café y medio bocadillo de lo que fuera. En esa diáspora ocasionalmente coincidía con otro padre sufrido y paciente, aunque se le había desarrollado cierta destreza para localizar los bares más apartados del campo. De diez a doce el partido con las tensiones habituales, el mismo se sorprendía perdiendo la compostura e insultando no sólo al árbitro, sino también a los chavales del equipo contrario; no era raro que se generara alguna situación de tensión aunque él por lo menos no había llegado de momento a las manos. A eso de las doce si Gerard comía con su madre tocaba regresar a Gracia, si tenían que comer juntos regresaban tranquilamente, comentando las incidencias, y paraban en una pizzería no muy lejana a la nueva casa de Germán. Siempre pedían lo mismo, el chico un plato de trofie al pesto y una pizza de champiñones y jamón de york, el padre una ensalada cesar y un carpaccio de carne de buey; todos los platos llegaban a la vez a la mesa y Germán disfrutaba viendo a su hijo picar desaforadamente de cada uno de los platos. De postre helados.

-      Papi, hoy me quedaré a dormir en tu casa. Mamá, Olga y Ricard – así se llamaba el marido de su madre – se han ido por la zona de Vic a coger setas. Mamá me ha dicho que cuando estén entrando mañana en Barcelona me mandará un mensaje para que me acerques.

Germán no tenía planes especiales para aquel sábado, en realidad para ningún sábado, por lo que ya le iba bien tener compañía, le dejaría ir a video club a elegir película para la noche y prepararían la cena.

-      Sabes – le dijo Germán – que me he apuntado a clases de cocina - Gerard puso cara de sorpresa -; si te parece bien puedo probar algún plato contigo, haremos primero la compra y luego tu me echas una mano, prometo no envenenarte.

Guardaba en el bolsillo de la americana la nota de la receta de esa semana, sabía que a Gerard le gustaban las gambas, así que se presentaba una ocasión estupenda para que el chico pudiera ver cómo su padre, tras dos años viviendo solo, era capaz de hacer algo que no fuera precalentar un congelado en el microondas.

Aunque el Supermercado del Corte Inglés tenía fama de ser el más caro prefirió ir directamente allí para tener la seguridad de poder encontrar todos los ingredientes: Una bolsa de gambas peladas congeladas, otra de gulas, un manojo de ajetes tiernos, un par de cebollas, aceite, media docena de huevos, un brick de nata para cocinar, una botella de leche entera, nuez moscada, mantequilla y los dichosos volovanes – desconocía Germán tanto el nombre como su origen, aunque se había hartado de ver la pasta rellena en las pastelerías.

-      Se llaman volovanes porque vienen de una palabra francesa, Vol au Vent, la masa del hojaldre sube mucho hasta convertirse en un pastelillo hueco de pasta muy ligero – reprodujo palabra por palabra lo que había escuchado de la profesora.

Llegaron a casa pasadas las seis de la tarde, ya con la película elegida, la enésima aventura de Batman; sobre la mesa del salón había desperdigadas algunas reproducciones impresas de cuadros de Chagall, Gerard se distrajo hojeándolas.

-      Te gustan ? – preguntó Germán.

-      No están mal, aunque un poco raras, no ?

-      Ya vez, con la edad voy cambiando de aficiones. El pintor se llamaba Marc Chagall, un ruso que vivió casi cien años. Dime cual te hace más gracia; estoy pensando comprar un corcho y para pegar alguna en la pared, a ver si alegro un poco este salón.

Gerard repasó de nuevo las imágenes hasta elegir una.

-      Esta es divertida.

Germán abrió un cajón, rebuscó hasta dar con una chincheta y pinchó el cuadro de la pareja con un vaso de vino en la pared principal del salón.
 
Gerard acompañó a su padre a la cocina, sorprendido ante las nuevas aficiones. Por si fallaban aquellos volovanes habían comprado unos naggets de pollo congelados, un paquete de pasta fresca rellena de carne y una bolsa de ensalada.

Estrenaba tabla de madera para cortar verduras, también sartenes y había afilado los cuchillos de la cocina. Todavía no se manejaba con fluidez entre y en las tareas de picar los pedacitos de verdura no se salían ni tan pequeños ni tan regulares como a la profesora.

-      Anda Gerard, busca un cacharro para ir calentando la leche.

-      ¿Leche?

-      Sí, leche, es conveniente que esté templada para hacer la besamel.

-      ¿Besamel? Lo la venden de bote en el OpenCor, mamá compra una besamel muy buena para cubrir los canelones.

-      Hoy la haremos casera.

Puso un chorrito de aceite en una sartén amplia, encendió el fuego no muy fuerte y se dispuso a picar la cebolla – una – y los ajetes tiernos, a los que primero quitó la primera capa; los ajetes tenía que picarlos muy finos para que Gerard no protestara mucho, tenía dudas sobre si habría probado alguna vez ese bulbo lileáceo.

Antes de que empezara a humear el aceite echó las verduras, se trataba de que no se arrebatara la cebolla, ni se quemaran los ajos. Recordó que quedaba un calabacín en la nevera y también lo pico.

Cuando la cebolla quedó transparente incorporó las gambas congeladas, que estaban congeladas, recordó que Luz vació el agüilla de la bolsa y secó cuidadosamente las gambas con papel de cocina. Al añadir las gambas el aceite chisporroteó un poquito, enseguida tomaron un color rosáceo, subió un poco el fuego para que el agua evaporara más rápido y abrió la bolsa de las gulas.

-      Alcánzame los huevos Gerard – escurrió un poco el aceite y el resto de líquido de la sartén, apartó a un plato hondo casi la mitad del sofrito.

Uno tras otro fue cascando hasta cuatro huevos en la sartén, removiendo con decisión para que la yema y la clara se confundieran. Bajó al mínimo el fuego y, sin solución de continuidad, abrió un brick de cuarto de litro de nata para guisar, añadió más o menos la mitad de la nata y siguió removiendo tras apagar el fuego. Se trataba de que cuajaran los huevos mezclados con la verdura, las gambas y las gulas, pero que no perdieran la cremosidad. De nuevo se había olvidado de poner sal y pimienta en el guiso, esperaba que su hijo no se hubiera dado cuenta y rectificó el error.

Pasó el revoltillo a otro plato hondo, encendió nuevamente el fuego y ayudado por una cuchara de sopa puso dos piezas de mantequilla al fuego, con un chorrín de nada de aceite. Cuando se deshizo la mantequilla le puso una cucharada colmada de harina que removió hasta que se diluyó en la mantequilla formando una masa de color tostado; esta vez no se olvidó ni de la sal, ni de la pimienta ni de la pizca de nuez moscada. Con un tenedor de madera fue removiendo mientras que iba incorporando con un cacillo buches de leche templada que deshacía en la pasta de harina. El truco estaba en mantener el fuego bajo y la paciencia de remover de modo constante la masa hasta que fuera ganando en elasticidad y en consistencia, la besamel debía salir un punto espesa.

Gerard había dejado de observarle sorprendido y mataba el tiempo jugando con la Nintendo. Cuando terminó de ligar la besamel, antes de añadir las verduras y las gambas que había frito ya y reservado, llamó a su hijo para que acudiera a la cocina y le viera emplatar. Al final la besamel le había quedado un tanto líquida pero al juntarla con las verduras ganó un poco de cuerpo.

Rellenó tres volovanes con el revoltillo de huevos y otros tres con la besamel, no quedaban tan lustrosos como los que preparó la Srta. Sánchez. Espolvoreó perejil seco y, orgulloso, llevó la bandeja a la mesa del salón.

Al darle el primer bocado se desmoronaron los moldes de hojaldre, se les pringaron los dedos y un rastro de migas quedó sobre la mesa.

Batman estaba ya en marcha. Germán ocupó los tiempos muertos fabulando sobre si la profesora Sánchez sería Luz Pura o Pura Luz. Si la suerte no le abandonaba seguramente localizaría el coche a la semana siguiente, Germán sin duda tenía muchos defectos pero era un hombre paciente y minucioso.

lunes, 3 de septiembre de 2012

CAP CLXXX.- Por fin judías verdes.


Nada más regresar de vacaciones agobiado por los excesos veraniegos me planteé la necesidad de reivindicar la judía verde como alternativa gastronómica postestival, han pasado quince días y hasta el pasado sábado día uno ha sido casi imposible comer o escribir sobre esta leguminosa – phaseolus vulgaris – que se erige como la metáfora de casi todas las dietas.

El pasado sábado, día uno de septiembre, finalmente me rencontré con unas judías verdes con la suficiente capacidad evocadora como para animarme a escribir una entrada. Una buena manera de empezar septiembre.

A diferencia de otras personas yo soy de las que me suele gustar el mes de septiembre, seguramente porque nací en este mes, aunque todavía me entran sudores fríos cuando recuerdo que en el colegio me tocaba a mi romper el hielo de los cumpleaños y celebraciones trayendo caramelos a los compañeros justo dos o tres días después de haber iniciado el curso, sobre todo cuando me tocaba cambio de colegio – he vivido y sobrevivido a varios cambios de colegio -. Sin embargo con la edad he ido encontrándole el encanto a este mes de transición que suele incomodar a casi todo el mundo. Lo primero que aprecio es que el verano todavía da algunos coletazos y las escapadas de septiembre por inesperadas suelen ser más sabrosas que las programadas para julio y agosto.

También es apetecible lo de que empiece a refrescar, de hecho mientras escribo he de ir a buscar unas zapatillas porque se me cuela algo de frío por los pies. Las tormentas de septiembre también son una buena razón para disfrutar de este mes, son violentas, repentinas, rayos y relámpagos son de los pocos espectáculos gratuitos que quedan – a saber si le aplicarán un nuevo tipo de IVA a los que nos gusta disfrutar de las galernas -. En septiembre todavía quedan frutas y verduras estivales, es tiempo de vendimia y en países como el nuestro son meses de arranque tras el parón de agosto. Trabajé el viernes y he trabajado hoy, no debería haber diferencia y, sin embargo, un mundo distaba entre lo visto y vivido entre el 31 de agosto a la mañana y el 1 de septiembre a la misma hora.

Como comentaba en la primera comida de septiembre se colaron unas judías verdes. Comíamos en casa de unos amigos, el plato fuerte era una zarzuela de pescado y marisco impecable y sabrosa, me sabría mal desmerecer cocinero, pero las judías tuvieron un efecto terapéutico, tanto o más como las conversaciones a los postres, mejor dicho, las que sustituyeron a los postres porque, cuando quisimos darnos cuenta, vimos que la charla había postergado a los postres.

Tengo la sensación de que en el día a día de las cocina estamos menospreciando a las judías verdes, del mismo modo que menospreciamos a las patatas, a los pimientos, a las lechugas y al resto de productos cotidianos; nos cabreamos cuando vemos que el producto no tiene la calidad esperada y, sin embargo, no le ponemos mucho interés en el momento de comprarlo.

Pocas judías verdes vienen “del país” y la mayoría de las que venden en los supermercados llevan semanas durmiendo en cámaras frigoríficas; también es verdad que solemos enfadarnos como monos cuando nos obligan a pagar hasta 7 euros por kilo de judía verde.

Lo principal en la judía verde es que sea realmente fresca, que no haya sufrido los rigores del frigorífico; la frescura suele detectarse por el color y por la rigidez de las vainas. Hay una judía verde extraplana que resulta un tanto vasta al paladar, suele ser muy leñosa y si no se tiene la delicadez de quitarle la hebra se puede terminar enredando en la garganta. Hace años vi como Arguiñano para evitarse la fatiga de quitar las hebras lo que hacía era que partía longitudinalmente por la mitad cada judía y así aminoraba esa sensación desagradable de las hebras.

En mi caso y en mi casa cuando compramos estas judías planas – suele ser habitual – lo que hago es cortarla en juliana hasta conseguir sacar cuatro o seis tiras por judías, es trabajoso pero el resultado merece la pena.

El común de los mortales nos conformamos con distinguir entre la judía plana y la redonda, indagando en la red compruebo que hay varias clases más – acompaño un enlace para curiosos http://www.albertico.narod.ru/comelegumbre/variedadeslegumbre3.html -.

Mis amigos fueron a la Boquería a buscar provisiones lo que permitió que las judías verdes – redondas, tersas y de un verde intenso – mantenían un punto crujiente pero nada leñoso, me llamó la atención que solo cortaran la punta que unía la vaina con el tallo y dejaran intacto el rabillo del final. Las normas ortodoxas de cocción indican que hay que poner las judías con el agua fría con una pizca generosa de sal gorda, contar 3/5 minutos una vez rompen a hervir y sumergirlas de inmediato en agua fría con hielo para que conserven color y tersura. Si mis amigos consiguieron el punto de la judía sin ese proceso sería por la máxima calidad de la judía.

Hervidas y escurridas las judías las colocó sobre una bandeja, como si fueran una mullida y verde cama de verdura. Sobre esa cama puso unas setas rehogadas con una pizca de ajo y perejil – creo -; solo en un mercado tan milagroso como el de la Boquería es posible encontrar un uno de septiembre, no sé si eran rebozuelos o trompetillas amarillas – como micólogo soy un desastre.

Judías verdes, setas rehogadas y por encima tomate recién rallado, para evitar que se encharcara el plato, pasó el tomate por un colador para eliminar el agua y añadir sólo la pulpa, un punto ácida, hasta el punto de que pensé que le había puesto de aderezo unas gotas de limón.

Un chorrito de aceite y directo a la mesa. Las malas conciencias del verano desaparecieron gracias a esas judías y permitieron un curso acelerado de autoestima en el que cada gramo de más conseguido durante el verano dejó de ser un lastre.

No hubiera sido difícil encontrar algún bodegón otoñal de la escuela holandesa, puede que incluso Arquimboldi esconda judías verdes en sus retratos; sin embargo ha sido Dalí el que me ha seducido con un cuadro titulado Soft construction with boiled beans (premonition of Civil War, 1936); un cuadro desasosegante en el que poco tienen que ver las judías diseminadas al pie del lienzo, debe reconerse que Dalí consigue desconcertar con los títulos casi tanto como con las imágenes.
 

sábado, 1 de septiembre de 2012

CAP:CLXXIX.- Introducción a la cocina:2ª Receta.


Germán amaneció el viernes con la boca pastosa y telas de araña en la cabeza. La ducha, un café más largo de lo habitual y un gelocatil le devolvieron al mundo de los vivos. Limpió y ordenó la cocina, guardó cuidadosamente en un cajón la primera de las recetas y bebió toda el agua que pudo antes de salir hacia el trabajo. A media tarde tendría que hacer algo de compra porque ese fin de semana le tocaban niños.

El sábado recogía primero a las 8 de la mañana a Gerard, le acercaba al campo donde le tocaba jugar al futbol; con 15 años ya lo normal era que jugara a eso de las 11 de la mañana – cuando debutó como infantil los partidos eran a las 8’30 de la mañana, a veces a varios kilómetros de la ciudad -. Al entrenador le gustaba que los chicos se concentraran una hora antes de partido para centrarles un poco, en ese lapso Germán regresaba a casa de su ex y recogía a la niña – Olga, 12 años -, que aborrecía el deporte y, en ocasiones, parecía aborrecer también a su hermano.

En el momento de la separación Olga y Gerard optaron por el silencio más absoluto, por el silencio y la comodidad; en pleno conflicto a Germán y a su ex – Olga también – le quedó un ápice de cordura y consiguieron mantener a los chicos ajenos a tensiones y reproches, aunque en realidad no llegó a haber conflicto, Olga anunció a Germán que llevaba saliendo con otro hombre varios meses y que no soportaba más la situación, Germán pasó de la sorpresa a la rabia y de la rabia a la desolación; en pocas semanas había abandonado la casa común y dos meses después firmaban los papeles del divorcio. Los chicos al margen, ni tan siquiera tuvieron que elegir, quedaron en su casa y en sus habitaciones, sometidos al vayven de los fines de semana alternos y las vacaciones por mitad.

Con el mismo silencio y aparente comodidad aceptaron que su madre en unos meses normalizara su convivencia con Fabián, ni un solo comentario siempre y cuando no se vieran alteradas su rutinas.

Pensar en la época de la separación ensombrecía todavía el ánimo de Germán por lo que, camino del trabajo, intentó distraer su mente intentando planificar el fin de semana, segundo fin de semana de octubre, anunciaban lluvias, las buenas temperaturas olvidadas hasta el año siguiente. Los fines de semana de lluvia con niños eran terribles: Televisión, videoconsolas y algunos reproches si no hacían los deberes. A Germán le hubiera encantado haber sido capaz de decirles que eran lo que más quería en el mundo, pero cualquier intento de conversación hacia los sentimientos le generaba un bloqueo total.

En la nevera le quedaban ingredientes suficientes como para poder probar de hacer de nuevo la coca para los niños, de inmediato recordó la aversión absoluta sobre todo de Gerard hacia la verdura, por lo tanto el sábado a mediodía irían al italiano de siempre, por la noche unas pechugas a la plancha con patatas fritas congeladas; el domingo se refugiarían en casa de los abuelos donde no fallaba el menú: Sopa de fideos y pollo guisado con zanahorias, de postre bocaditos de nata. A eso de las siete de la tarde los chicos regresaban con la madre y Germán caía derrotado sobre el sofá de su casa donde se ponía a escuchar la radio para seguir los partidos de futbol, si a las nueve retransmitían algún partido de interés buscaba un bar por el barrio, pedía un botellín de cerveza y una ración de tortilla, si el partido era interesante se animaba con otro botellín, si se aburría no esperaba a que terminara el encuentro, regresaba a casa.

La resaca de su primera incursión entre fogones había dejado las clases de cocina sumergidas en una niebla densa que alejaba los recuerdos más allá del tiempo real en los que  se habían producido. Durante la semana regresó a Chagall en varias ocasiones, desempolvó su rudimentario inglés para poder entender a duras penas los comentarios sobre su vida y obra, envidiaba a los personajes longevos que habían llenado la totalidad de su vida de actos y decisiones sorprendentes e importantes; Chagall en sus casi cien años de vida consiguió estar en permanente agitación. De entre todas las frases leídas una en especial se le quedó en la memoria, una frase de Pablo Picasso – Germán sí sabía quien era Picasso -: “Muerto Matisse, Chagall sería el único pintor que entendería qué era realmente el color”; Germán tendría todavía que revisar quien era Matisse y, sobre todo, qué era realmente el color.

Llegado el segundo jueves de octubre tomó el camino hacia sus clases de cocina, empapado en Chagall, en sus pinturas de cuento infantil plagadas de hombres y mujeres ingrávidos, Germán en alguna pesadilla de adolescente había soñado que volaba, que con dificultad conseguía elevarse unos metros del suelo y recorrer pequeñas distancias con un esfuerzo agotador pero placentero.

Las reglas no escritas de la clase le obligaban, salvo fuerza mayor, a ocupar el mismo pupitre que eligió la primera vez; de nuevo llegó temprano, de hecho tuvo que esperar en la puerta a que abrieran el aula. Solo llevaba el cuaderno de notas y un bolígrafo, por lo que cuando llegó la primera de las alumnas con la sala todavía cerrada no tuvo modo de disimular y distraer la atención, hubo de saludar y responder a los amables requerimientos de su compañera, que le recordó que se llamaba Gladys, una venezolana que llevaba en España 4 años y que cuidaba niños de un matrimonio del Ensanche, sus jefes le habían sugerido que si aprendía a cocinar tal vez la hicieran un contrato fijo en vez de pagarle por horas. Gladys era una mujer ruidosa, alegre, de brillantes dientes blancos y carnes rotundas. Germán envidió a muchos ejecutivos de los que veía cuando viajaba en metro que se ensimismaban consultando mensajes en la pantalla del teléfono móvil, envidiaba incluso a Gerard y a Olga, que se encapsulaban frente a la nintendo y perdían todo contacto con el exterior; él hubo de resistir de una sola pieza las acometidas de Gladys, que enseguida recordó que Germán era separado y que nunca había trasteado en la cocina.

En pocos minutos llegó la encargada de las aulas y con ella un grupo nutrido de señoras que salían de la clase de pilates y que empalmaban con la de cocina. Luz Sánchez llegó de nuevo la última, sacó de un capazo de mimbre que llevaba al hombro algunos ingredientes y utensilios de cocina y lanzó una pregunta al vacío:

-      ¿ Alguna de vosotras sabe hacer una mayonesa ?

No tardaron en levantarse casi todos los brazos de las asistentes, sólo Germán aislado en su rincón permaneció inerme, a lo mejor alzar la mano hubiera sido un primer paso para empezar a volar.

-      Bueno – prosiguió Luz -, hoy dedicaremos la clase a los deeps. ¿ Quién sabe lo que es un deep ?

Se organizó tal algarabía que Germán durante unos instantes desconecto, esperaba que Luz restableciera el orden y tomara las riendas de la clase.

Deep: Profundo, fuerte, hondo, intenso, serio, grave, oscuro; también sirve para identificar unas pastas o salsas densas que normalmente se untan en pan, en patatas fritas o en aperitivos de maíz.

Luz esperó unos instantes antes de arrancar la sesión, no tuvo que poner orden, sólo llamar a su mesa a la pinche de la segunda sesión, la segunda de las señoras que se acomodaba en la primera fila, aquella decisión permitió confirmar a Germán que él sería el último en salir y que le tocaría seguramente con un postre.

-      Empezaremos preparando una mayonesa – prosiguió Luz, ya en funciones de señorita Sánchez -; se elige un baso alto, de los que suelen venir cuando se compra una batidora; se limpia y se seca bien con un paño de cocina y se casca un huevo con cuidado de que no se rompa la yema, es importante que la yema quede entera porque así se reduce el riesgo de que la mayonesa se corte. Se prepara la batidora colocándola sobre el huevo y con la mano izquierda se coge una aceitera bien llena, dejáis que vaya cayendo un hilillo de aceite y ponéis en marcha la batidora a velocidad moderada, poco a poco irá trabando la mayonesa hasta que consigáis la textura deseada. Para los deeps es preferible que la mayonesa os quede un poco densa. La sal y las gotitas de limón o de vinagre al final, de ese modo evitáis también el riesgo de que se corte.

Germán no había hecho una mayonesa en su vida, su única referencia útil era el alioli que preparaba su madre para acompañar a los arroces en verano, un alioli denso, casi gomoso, y amarillento que preparaba en un impresionante mortero de piedra. El resto de sus contactos con la mayonesa era, como no, industrial, primero las marca musa – ácidas -, luego las Hellman – más dulces -, en algunas épocas las ligeresas – insípidas – y finalmente unas indefinidas que se vendían en dispensadores de plástico parecidos a las del kétchup y la mostaza de las hamburgueserías. De siempre había oído que cuando la mayonesa la preparaba una mujer con el período era más fácil que se cortara, una chorrada como otra cualquiera que le había quedado impregnada en la memoria – mayonesas, mujeres, cocinas, períodos … un mundo desconocido.

-      Algunos trucos por si se os corta la mayonesa – continuó la Srta. Sánchez -; el primero que todos los ingredientes estén a temperatura ambiente; el segundo, cuando empezáis a batir se ya veis que aquello no se va a ligar bien, parad la batidora y poner una cucharadita de agua bien fría antes de volver a batir; si la mayonesa está cortada irremediablemente poned una yema de huevo en otro vaso y añadir poco a poco la mezcla cortada como si se tratara de aceite, como quedará un poco espesa desleírla con unas gotas de limón. También sirve mezclar en un bol una cucharada de mostaza y poco de la mayonesa cortada antes de repetir la operación. Algunas señoras mayores desmenuzan un poco de miga de pan con una cucharada de aceite y cuando forman una pasta la utilizan para trabar de nuevo la mayonesa.

Muchas recomendaciones que Germán no terminó de anotar.

-      La mayonesa sirve de base para muchos deeps, todos ellos sencillos – colocó sobre la mesa un bote de aceitunas rellenas -. María, por favor escúrremelas mientras preparo la mayonesa. Veréis que en algunos recetarios recomiendan incorporar estos ingredientes complementarios a la mayonesa y pasarlos de nuevo por la batidora, si lo hacéis así corréis el riesgo de que el deep os quede de un color muy feo, yo prefiero picar bien picados los ingredientes que quiera añadir y mezclarlos con una espátula de plástico, que se noten los trocitos. El primer deep lo haremos picando la mayonesa con unas aceitunas rellenas de anchoas – con una destreza asombrosa extendió un montón de aceitunas sobre la mesa y en cuestión de segundos las picó con ayuda de un gran cuchillo, bien mezcladas con la mayonesa rebuscó en su capazo hasta dar con un paquete de rebanadas de pan seco y con la misma espátula con la que había mezclado el deep untó unas rebanadas que colocó sobre una bandeja.

-      María, por favor, pasa la bandeja entre tus compañeras para que prueben la pasta.

Todos los comentarios fueron favorables aunque a los de la última fila no les llegó el aperitivo.

-      Con esta misma base de mayonesa podéis incorporar palitos de cangrejo y perejil picado, o un par de latas de atún en conserva. Es importante que os acordéis de escurrir bien el ingrediente que queráis añadir. Con unos pepinillos encurtidos, las aceitunas y cebolla bien picada podéis preparar una salsa tártara espectacular.

Limpió bien la tabla en la que había picado las aceitunas, guardó en la nevera el vaso con el resto de mayonesa, pasó un paño por la encimera y se dispuso a preparar el segundo de los deeps programados: Guacamole.

-      Para el guacamole necesitamos un tres de aguacates bien maduros, ojo con los aguacates, cuando los elijáis en la tienda comprobad que la piel cede un poco cuando presionáis con el dedo, pero cuidado porque si están muy pasados la carne estará de color pardo y el guacamole os quedará con un color muy feo; uno de los encantos del guacamole, además de su sabor, es el juego de colores entre el verde intenso del aguacate y el tomate. Se cortan los aguacates por la mitad, con la punta de un cuchillo se desprende la carne de la piel, si el aguacate es de verdad maduro bastará una ligera pasada y la carne de desmoldará sola; quitad el hueso del aguacate y reservarlo, dicen que si se coloca el hueso sobre la carne de guacamole picada evita que se oxide. Hay que picar la pulpa del aguacate en daditos y dejarla en un bol, si no os fiais de lo del hueso del aguacate ponerle un chorrito de limón. Picado el aguacate elegir un par de tomates maduros, peladlos con un cuchillo muy afilado y cortarlo también en daditos pequeños, similares a los del aguacate.

A Germán le fascinaba ver la habilidad con la que Luz manejaba los cuchillos sin dejar de hablar y sin perder la vista de los alumnos; él ya se hubiera cortado dos o tres veces, además de que cada trocito le hubiera salido con formas irregulares.

-      Poner los trocitos de tomate en el bol del aguacate y aprovechad el agüilla que destila el tomate picado. Después del tomate media cebolla picada también, mejor si es cebolleta, que es un poco menos picante y más acuosa. Un poco de sal, pimienta al gusto y un chorrito de limón. Veréis en los recetarios que circulan por ahí que en la receta original le añaden cilantro, que es una planta de aspecto parecido al perejil aunque de sabor un poco más ácido; la verdad es que yo con el limón me las arreglo bastante bien y evito un sabor tan marcado como el cilantro. Las que os apetezca un sabor un poco más vivo añadidle unas gotitas de tabasco – rebuscó en los cajones hasta dar un una botellita de picante y una bolsa de nachos de maíz -; lo típico del guacamole es servirlo sobre los nachos, también puede ponerse como ensalada, en algunas ocasiones lo he visto con huevas de salmón o de trucha. Una vez aprendáis estos preparados veréis que sirven para un sinfín de platos y combinaciones.

Aprovechando la forma triangular de los nachos y cogiéndolos por uno de los bordes fue enganchando porciones de guacamole que dejó en una bandeja.

-      Esta vez María pásalo por la última fila que antes se quedaron sin probar la mayonesa.

German levantó las cejas en señal de agradecimiento y esperó a que le llegara el turno, quedaban dos piezas en el plato, aunque estaba hambriento sólo tomó una y ofreció la última a Gladys, que estaba sentada justo delante de él, de ese modo intentaba reparar la sensación de mala educación que había dejado a la entrada.

-      El tercer deep es un poco más complicado, lo leí hace unos días en un blog de cocina que os recomiendo, el blog del Comidista, lo encontraréis si entráis en la página web del periódico El País, es muy ameno y el tipo que lo hace suele elegir recetas muy fáciles. Al final de la clase os repartiré un folio con las recetas porque esta que voy a hacer ahora tiene un nombre u poco raro, se llama baba ganush, una pasta de berenjenas asadas. Ponemos el horno a 180º, en una bandeja de vidrio de bordes un poco altos, para que conserve bien el líquido que destila, poner dos berenjenas hermosas, cortadles el pedúnculo – ante la cara de extrañeza de algún asistente se vio en la obligación de aclararlo -, lo que une el fruto con la rama, vamos. Las berenjenas han de estar una hora al horno enteras, sin cortar, con un poco de sal y de pimienta y un chorrito de aceite; cuando pase una hora las sacáis y dejar que pierdan un poco de calor, fundamentalmente para no achicharraros los dedos; yo he traído en un taper dos berenjenas asadas de casa así ganamos tiempo. Se pelan las berenjenas, cuando están templadas la piel se quita estupendamente, en frio es un poco más difícil. La carne de la berenjena se deshace en las manos, algunos cocineros un poco cursis dicen que la pasta que sale se llama caviar de berenjena. Yo aprovecho la misma bandeja en la que las asé. Picamos dos dientes de ajo y los mezclamos con la carne de las berenjenas, una cucharada de aceite de oliva, otra cucharada de pepitas de sésamo – las veréis en los stands de los supermercados normalmente junto a las especias, si no seguro que las encontráis en las tiendas Veritas; para los marcianos de la cocina las pepitas de sésamo son esos frutos secos, esas pipas minúsculas que suele haber en el pan de hamburguesa. La receta ortodoxa dice que hay que ponerle aceite de sésamo y tahini, que es una pasta de sésamo, os recomiendo que no os compliquéis la vida y no os gastéis el dinero en ingredientes que a lo mejor sólo utilizáis una vez en la vida. La pasta baba ganush se termina con una pizca de comino en polvo, se mezcla bien con un cucharón o tenedor de madera y se sirve sobre pan de pita, que es ese pan redondo casi sin miga que utilizan para hacer los kebahs, cada vez es más fácil verlo en los supermercados en la zona del pan de molde, creo que alguna de las marcas de toda la vida se han animado a comercializar estos panes; el pan gana mucho si lo tostáis un poquito. Igual que pasaba con el guacamole, este baba banush puede servir como guarnición o como fondo para carnes y pescados.

Sacó tres panecillos de pita, los abrió por la mitad y los cortó en cuatro porciones cada uno. Cuatro por tres doce, a Germán no le llegaría la prueba, aunque Gladys, atenta, separó de su porción una pizca y se la ofreció a su compañero.

A las ocho de la tarde terminó la clase, Germán abandonó el último la sala, cuando ya se apagaban las luces. Aquella noche no intentaría hacer ninguno de los deeps en casa, no tenía batidora y, como las noches empezaban a ser frescas, le dejaba muy bajo de ánimo cenar frio. Luz Sánchez seguía guardando las recetas en una carpeta decorada con reproducciones de Chagall. En la oficina de Germán una de las impresoras era a color, Germán aprovechó las primeras horas de la mañana para reproducir alguno de los cuadros que encontró rastreando por las webs, guardaba las reproducciones en el mismo cajón en el que iba a guardar las recetas y las notas. El cuadro que pensaba acompañar a las recetas de deep era otra pintura de personas flotando, en este caso se titulaba El Paseo, en esta ocasión era ella la que revoloteaba ingrávida alrededor de su pareja.

jueves, 30 de agosto de 2012

CAP.CLXXVIII.- No pensar en la cocina.


Uno de los agobios habituales de los cocinillas, sobre todo aquellos que han de cocinar todos los días por obligación – familiar -, es la de tener que “pensar”. Pensar en la cocina no se refiere sólo al modo de realizar una u otra receta, sino a la previsión de disponer de todos los ingredientes, incluso los menores y, fundamentalmente lo de idear día tras día, noche tras noche, los menús que sean del agrado de todos, equilibrados, baratos, sin complicaciones.

Hay cocineros magníficos de un solo día, o de un solo plato, que sucumbirían a los platos congelados si tuvieran que gestionar una cocina familiar durante un mes.

Recuerdo haber visto por casa hace muchísimos años un libro destartalado, de tapas negras duras y el dibujo de un rústico bodegón en la portada; el libro tenía el sugerente título de Manual de Cocina de la Sección Femenina, el libro tenía dos grandes virtudes: (1) Bajo el nombre de minutas recogía un menú de comida y otro de cena para prácticamente cada día del año; (2) Los platos, incluso los más sencillos, se presentaban con unos nombres tan sugerentes como sofisticados – Judías al caserío, tomate concassé, timbal de salsichas, patatas risolés, hígado a la francesa, patatas a la judía, gallos encapotados, carne duquesa …

El libro en cuestión ha disfrutado de cientos de ediciones y a partir del año 1982 se adaptó a los nuevos tiempos eliminando las referencias a la sección femenina. Yo tengo la edición del ochenta y dos, bajo la referencia de autor colectivo.

Divierte pensar en toda la filosofía de vida que se escondía en esas páginas, un tufillo que permite pensar que este país en treinta años ha cambiado de modo radical, lo que no quita que en ocasiones no sea necesario volver la vista atrás aunque solo sea para recuperar cierto orden o sentido de la vida, un sentido más reposado, con muchos condicionantes.

Dudo mucho que las propuestas de minutas pasaran actualmente el fielato de los modernos dietistas, no soy docto en calorías pero las combinaciones que proponen dan sudores solo con leerlas; sin embargo un cocinero/cocinera de los que no quisiera pensar le bastaba con colocar las minutas ordenadas por días para tener solucionada la papeleta de cada día.

La irrupción de internet en los fogones permite disponer a golpe de un click cientos de recetas de un mismo producto, yo mismo hay días que me meto en la cocina con el Ipad y a la vez que escucho música por spotify, navego por la red buscando recetas incluso se presentan en formato vídeo explicando paso por paso cualquier preparación.

Todas las mañana recibo por mail una propuesta de minuta que, no sé si de modo consciente o inconsciente, reproduce el esquema de las minutas de los viejos libros de la sección femenina. Cada mañana la gente de Petitchef – www.petichef.com – remite tres propuesta de plato (primero, segundo y postre) así como los enlaces correspondientes para poderlos hacer, casi mil recetas al año, una gozada.

En una entrada reciente utilicé una receta tomada de esta web, a la vez que la reproducía remitía un mensaje al contacto de la página web indicándoles que les había “tomado” una receta, citando en la medida de mis posibilidades la fuente. Al recibir respuesta Rocío de Dulcestriplea se quejaba amargamente de la poca honestidad que suele haber en la web con lo de copiar recetas sin una referencia al autor, en eso ha variado poco nuestro hábito de no respetar a los creadores, el libro de la sección femenina no relaciona a los autores de las recetas y de la estructura del libro, unos genios anónimos.

Hoy 30 de agosto, un tanto disperso y descuidado tras haber puesto en circulación sin ser muy consciente al bueno de Germán Utiel, a quien he colocado en una encrucijada en la que por cada ruta que le conduzca le habré privado cientos de opciones puede que más interesantes; me he decido no pensar y para ello he abierto mi libro de la vieja sección femenina por el capítulo dedicado al verano y he elegido la propuesta de comida: Tomates rellenos a la italiana y atún mechado con patatas “risolés”.

Para los tomates rellenos se necesitan doce tomates pequeños, iguales y muy lisos – por mis dominios los que mejor se adaptan a la descripción son los llamados de rama -; se les quita el pedúnculo con ayuda de la punta afilada de un cuchillo. Con cuidado se vacía cada tomate de agua y de pepitas, quedando como cazuelitas – nada dice mi recetario pero las indicaciones me llevan a pensar que habrán de ser tomates no muy maduros. Se sala el interior de cada tomate y se ponen boca abajo para que escurran el resto del agua.

El relleno del tomate es una besamel con dos huevos duros picados; se rellenan los tomates con esa besamel, se cubren con una pizca de mantequilla y queso rallado, se gratinan tres minutos y se llevan a la mesa en una bandeja con un fondo de salsa de tomate. ¿Porqué son los tomates a la italiana? Un misterio.

El segundo plato es un centro de atún de poco más de un kilo, se le quita la piel y se hacen tres o cuatro incisiones a los lomos del tomate con un cuchillo. En cada hendidura se pone un trocito de tocino y un par de granos de pimienta. Terminado el mechado se pasa la pieza de atún por harina y se rehoga en una sartén con el aceite caliente hasta que quede dorado el atún por todos lados.

En una cazuela de tamaño acorde con la pieza de atún se sofríe una cebolla picada, dos tomates picados y un diente de ajo, se salpimenta el sofrito, se agrega una hoja de laurel y un vaso de vino blanco. La receta propone que el atún cueza al amor de la lumbre una hora – tiempo de cocción increíble para los gustos actuales-; pasado ese tiempo – o el que decidamos aplicarle acorde con nuestros hábitos más modernos – se retira el atún y se pasa la salsa por un colador chino, reservándola para la presentación.

El atún va a la mesa cubierto con un poco de la salsa del guiso y unas patatas risolés, que no son sino unas patatas pequeñas – o torneadas – que se ponen en agua fría y se dejan cocer durante 5 minutos, luego se escurre el agua bien y se llevan las patatas al horno (gratinadora) con 100 gramos de mantequilla. Cuando las patatas estén doradas, se llevan a la mesa como  guarnición.

Atún albardado con tocino y sometido a una cocción maratoniana.

No se atreve el libro a proponer una receta acorde con estos dos platos contundentes, la repostería va en capítulo a parte.
Con estas propuestas el cuadro no podría desentonar así que me he sumergido en los sótanos del Rijksmuseum hasta dar con un bodegón contundente de un pintor barroco toledano – Alejandro de Loarte -. La cara de satisfacción del cocinero sería una portada ideal para el libro citado.

lunes, 27 de agosto de 2012

CAP.CLXXVII.- Introducción a la cocina:1ª receta.


Cuando en el año 1982 le dieron el premio novel a Gabriel García Márquez comentó en una entrevista, para justificar las razones por las que se había dedicado a la literatura, que escribía para que le quisieran; supongo que esta misma frase puede trasladarse a la cocina y asegurar que muchos utilizamos la cocina como instrumento de seducción, baste como referencia una imagen, la de los niños gritando contentos cuando descubren que a la hora de cenar la hamburguesa lleva patatas fritas de verdad.

La posición del seductor no es muy lejana a la del cocinero que revela sus secretos, o de quien presenta en la mesa un plato y vigila con el rabillo del ojo la reacción de los comensales; no en vano Brillant Savarin aseguraba que invitar a comer es asumir la responsabilidad de la felicidad del convidado durante el tiempo que esté bajo nuestro techo – creo que esta cita ya la he repetido.

La posición del seducido parece, en principio, más cómoda pero sin embargo si se analiza con cierta profundidad puede terminar siendo compleja, no se trata solo de ir poniendo buena cara a los platos que van llegando a la mesa sino de tener la capacidad de enamorarse, de quedarse encantado, con cada bocado. La perspectiva del seducido permite otro tipo de juegos. El seductor normalmente sabe qué quiere conseguir y utiliza todos los medios a su alcance para conseguirlo, para el seducido se abren y cierran una serie de expectativas, no siempre reales, en la indagación de las razones por las que se le pretende seducir.

Para empezar a indagar sobre la perspectiva del seducido me he enredado en un pequeño relato que todavía no sé bien/bien como voy a terminar.

INTRODUCCIÓN A LA COCINA.

Primera semana de octubre, instalados ya en el otoño aunque haya algún coletazo de calor. German identifica el otoño con la vuelta a las rutinas por lo que su otoño comenzó casi a mediados de agosto.

Germán acude por primera vez a una clase de cocina; desde que se separó, hace un par de años, ha probado sin éxito distintas alternativas de ocio: el gimnasio le fatigaba mucho y los horarios más económicos no encajaban en su jornada laboral; tanto las sesiones de salsa como los bailes de salón encajaban poco con su cuerpo agarrotado y el contacto físico, por leve que fuera, con desconocidas le producía una compleja e inconsciente turbación que le producía mayor rigidez que la suya habitual, no aguantó ni siquiera tres clases antes de desaparecer.

Los amigos le recomendaban que buscara otras alternativas, que no quedara encerrado en casa pendiente de que sonara el teléfono, saltando de una cadena de televisión a otra sin fijar del todo la atención. La junta municipal de su barrio anunciaba para aquel curso clases de taichí, de flamenco, de moldeado en barro y de introducción a la cocina; los horarios cómodos – todas las clases empezaban después de las siete de la tarde -, el precio muy ajustado y la comodidad de tener las aulas a cinco minutos de su casa.

Germán nunca se había parado a pensar en la cocina, pensaba que cocinar era una simple actividad mecánica que se reducía a pasar por la plancha un filete o una pieza de pescado, hervir unas verduras o aderezar la ensalada; cualquier plato un poco más elaborado se colocaba ya en el mundo de lo industrial ya que las croquetas, la ensaladilla, las lasañas que entraban en su casa eran congeladas o, en el mejor de los casos, compradas en la tienda de comida preparada que había junto al metro. Cuando se apuntó al curso de introducción a la cocina consideró que, en el fondo, se había apuntado a unas clases de mecánica en las que a lo sumo se tendría que manchar un poco las manos. Si el aprendizaje iba bien en unos meses podría sorprender a los chicos preparando una buena cena de cumpleaños en vez de la socorrida pizza al horno.

El primer jueves de octubre se encaminó, libreta en mano, hacia el centro de actividades del barrio enclavado en un pequeño palacete dentro de un jardín, una manzana expropiada a una familia bien, mal avenida, que había dejado de pagar impuestos. Llegaba puntual, de hecho entró el primero en una sala bastante amplia organizada como un aula de escuela en la que el sitio del profesor junto con una pizarra disponía de un horno encajado en la pared, de cuatro fogones y un largo tablero cubierto con una losa de mármol; entre la pizarra y el horno, colados en ganchos, un sinfín de instrumentos de cocina que a Germán le parecieron exóticos, más propios del ajuar de un médico que de un cocinero.

Buscó acomodo en un pupitre de la última fila, cercano a la puerta de salida, en eso, como en otras decisiones, no había abandonado los hábitos escolares. Fueron pasando los minutos y el aula se fue llenando de mujeres, detalle en el que no había pensado Germán, por lo que enseguida le entraron los sudores mientras saludaba con un hilo de voz casi imperceptible a cada una de sus futuras compañeras. Al cabo de un cuarto de hora se había configurado ya la asistencia: trece señoras y un señor, Germán. La mayoría de las alumnas se conocían entre ellas, eran habituales de este tipo de actividades; Germán llevaba poco tiempo en el barrio, no tardaría en encontrarse a alguna de sus compañeras en la parada de autobús o en la cola del supermercado.

Germán estuvo a punto de huir, no lo tenía difícil puesto que más allá del saludo de bienvenida, ninguna de sus compañeras le prestó la menor atención, de inmediato se organizaron conversaciones cruzadas en las que se escuchaban retazos de las vacaciones, de los niños, de la crisis económica, comentarios sobre amigas que se habían separado tras el veraneo. Sólo Germán se dio cuenta de que había entrado la profesora, que se había colocado frente a los fogones, en silencio, esperando a que las alumnas le prestaran atención. Una señora que superaba ampliamente la sesentena interpeló a la profesora:

-      ¿ No va a dar este curso Linda ?

-      No, hace tres meses tuvo una niña y ha decidido pedir la excedencia para cuidarla. Este año el curso lo daré yo, me llamo Luz, Luz Sánchez, espero que no echéis de menos a Linda.

Por la cara de decepción que precedió al silencio de las asistentes Germán comprendió que Linda había formado parte de aquella ruidosa comodidad y que la profesora Sánchez sería tanto o más extraña e incómoda como lo era su presencia.

Para romper el hielo la profesora pidió a cada uno de los quince asistentes que se presentara con brevedad y que expusiera las razones que le habían llevado a elegir ese curso, ella misma inició la ronda indicando que se llamaba Luz Sánchez, que tenía 38 años, que era educadora social y que antes había trabajado en las cocinas de varios restaurantes de la ciudad. Como Germán se había colocado en el punto más alejado de la profesora dispuso de la pequeña ventaja de haber oído a todas sus compañeras, fue el ultimo en intervenir:

-      Me llamo Germán Utiel, tengo 49 años, estoy separado y me he apuntado a este curso porque no tengo experiencia alguna en la cocina y ahora la necesito.

Consideró Germán que lo de advertir que era separado justificaba su presencia en el curso y le evitaba tener que dar mayores explicaciones, era el “típico separado” que se apuntaba a un curso de cocina para aprender a hacer una tortilla de patatas aunque inevitablemente alguna de sus compañeras pensara que se había animado como manera de ligar – ya le había pasado cuando se apuntó meses atrás a lo de la salsa.

La situación siendo incómoda para Germán era de fácil solución, si tras la primera clase seguía teniendo esa sensación extraña todo se arreglaba no volviendo a la siguiente, el coste del curso no era muy elevado y seguramente en la junta de barrio le permitirían trasladar la matrícula a las clases de cerámica.

La profesora Sánchez sacó de una carpeta varias fotocopias que hizo repartir entre los presentes con la receta que prepararían aquel día, previamente dedicó un par de minutos a explicar los objetivos y metodología del curso: En cada una de las 15 sesiones harían un plato, como eran 15 alumnos en cada clase uno de los asistentes por turno le haría de pinche, el objetivo era preparar 3 entrantes o aperitivos, 3 primeros platos, 3 segundos platos de carne, 3 de pescado y tres postres; si el curso se desarrollaba conforme a lo previsto el último día organizarían allí mismo una merienda cena de fin de curso donde podrían poner en práctica lo aprendido.

La ventaja de que la profesora les facilitara las recetas era que no habría que tomar apuntes, a lo sumo algunas notas aclaratorias circunstancia que permitió a Germán poder escrutar con cierto detalle a cada una de sus compañeras y, especialmente, a la profesora, morena, de cierta corpulencia, pelo largo, recogido en cola; falda y camisola amplia, de estampados coloristas; Germán nunca había sido hippy pero siempre había imaginado que en Ibiza y Formentera durante algún tiempo había sido poblada por mujeres como aquella.

Transcurridos los 45 minutos de la clase, casi a punto de dar las ocho de la tarde, terminó la clase y, sin despedirse, Germán fue el primero en abandonar el aula. Nada había para cenar en la casa, las indicaciones recibidas por la profesora parecían sencillas, así que Germán se animó a poner en práctica lo aprendido, si no le salía bien no regresaría a la semana siguiente.

En el supermercado le costó un poco encontrar la nevera en la que estaba la pasta de hojaldre precocinado, tampoco fue sencillo dar con las especias y la variedad de quesos era tan grande que hubo de pedir al charcutero que le indicara cual de los quesos de cabra iría mejor para fundirse; por suerte el resto de ingredientes eran verduras que pudo coger sin incidencias.

La primera receta era una coca de verduras. Paso primero encender el horno y ponerlo a una temperatura de 200º grados; mientras el horno se calentaba había que extender la masa de hojaldre en una hoja de papel satinado, especial para horno; aquí se produjo la primera incidencia porque Germán no sabía que existieran esos papeles, pensó que la masa podría colocarse directamente sobre la plancha del horno. Segundo problema, nada más entrar había encendido el horno, se había distraído colocando la compra y se había olvidado de sacar la bandeja, hubo de extraerla con un paño y dejarla apartada para que se enfriara.

Encendió la radio para que el tiempo fuera más llevadero, una cadena sin complicaciones, sólo de música un tanto rancia.

Cuando por fin pudo coger con las manos la bandeja sin achicharrarse extendió la masa sin mayores precauciones – si hubiera espolvoreado un poco de harina tal vez hubiera evitado que se le pegara la masa.

La fotocopia que le había facilitado la profesora advertía con claridad que la masa de hojaldre debía ser pinchada en toda su superficie con un tenedor para evitar que creciera, del mismo modo era conveniente que con ese mismo tenedor antes de hornearla se fueran marcando los bordecillos de la masa para sellarla bien; si se marcaba completamente el contorno la coca saldría con un aspecto impecable, ligeramente abombada, con los rebordes crujientes.

Cuando el horno había alcanzado la temperatura marcada – 200º - se introducía la masa para una primera exposición al calor de 5 minutos. Durante ese tiempo había que picar una cebolla en juliana, un pimiento verde en bastoncitos y un calabacín en rodajas muy finas. Las notas tomadas salvaron a German de la catástrofe ya que tuvo el acierto de dibujar la forma que debía tener cada porción de verdura.

Una sartén grande, un chorrito de aceite y, cuando estuviera caliente sin humear, poner toda la verdura para que se “pochara”, palabra extraña en el vocabulario de Germán, de nuevo las notas evitaron el caos puesto que recordaba que el fuego tenía que estar muy bajo para evitar que las verduras se quemaran. El proceso de pochaje fue mucho más largo de lo que había previsto.

La alarma del horno anunció de inmediato que los primeros cinco minutos habían pasado. Germán sacó del horno la bandeja y la colocó sobre la encimera para que volviera a reducir temperatura.

La base de la coca enfriándose, las verduras en la sartén a fuego suave, de momento todo más o menos controlado. En la cocina no había tabla de madera – un artilugio que, a juicio de German, era absolutamente prescindible – por lo que los tomates de pera que había comprado tenía que cortarlos sobre un plato llano. Tres tomates de pera de los que debía vaciar el pedúnculo – otro de sus aprendizajes de la tarde – y hacer rodajas finas.

La masa había crecido más de lo previsto – no había hecho suficientes muescas en la superficie -, menos mal que el sellado de los bordes había sido correcto. A la profesora no le había quedado tan abombada la masa; el proceso en todo caso era ya irreversible, estaban a punto de dar las diez de la noche y no había otras alternativas de cena. Germán arqueó la espalda para coger fuerza, buscó un botellín de cerveza en su nevera semidesierta y se dispuso a afrontar el tramo final de la receta.

Cortados los tomates colocó las rodajas en crudo sobre la masa ya templada – había bajado un poquito el volumen -, la gracia estaba en que los trozos de tomate formaran hileras más o menos perfectas a lo largo de la superficie del hojaldre; cuando estuvieron todas dispuestas tocaba salpilmentarlas, entonces se acordó de que no había echado sal a las verduras y fue a rectificar su omisión. Con los tomates sobre la masa tocaban tres minutos más de horno.

La inexperiencia de German hizo que no supiera muy muy bien cual era el punto de las verduras, estaba cansado y hambriento así que decidió apagar el fuego y escurrir las verduras aunque el calabacín le había quedado muy entero.

La alarma del horno sonó de nuevo obligando a German a repetir la operación de sacar la bandeja sin quemarse y depositarla en la encimera – que por suerte era de mármol y no necesitaba protección, de haber sido de algún material sintético la hubiera desgraciado para los restos -.

Escurrida la verdura había que colocarla sobre el hojaldre y los tomates; la profesora Sánchez utilizó con destreza unas pinzas largas, casi de quirófano, Germán hubo de contentarse con dos tenedores con los que torpemente distribuyó la cebolla, el calabacín y el pimiento cubriendo casi en su totalidad la superficie del hojaldre. De nuevo la bandeja al horno otros tres minutos, el tiempo justo para cortar las porciones de queso de cabra y dar con el orégano que se había perdido en el fondo de la bolsa del supermercado.

Suena de nuevo la campana del horno tras los tres minutos de rigor, Germán colocó con delicadeza las ruedas de queso de cabra – cuatro, no muy gruesas -, las condimentó con una pizca de sal y otra de pimienta y espolvoreó con generosidad el orégano sobre las verduras, apagó el horno y, aprovechando su calor, depositó de nuevo la bandeja para que el queso se deshiciera un poquito sin que perdiera su forma redondeada, dos minutos más y el plato estaba preparado.

La ocasión obligaba a no cenar en la cocina sino en el salón, preparó la mesa con un mantel individual, plato y cubiertos así como una copa para el vino – guardaba una botella de vino blanco que le trajo meses atrás un amigo que vino a ver el futbol -. La presentación de la coca de verduras casi perfecta, un hilillo de aceite para dar “lustre” al plato – otra palabra de las aprendidas en el día -, y directo a la mesa.

Un pequeño detalle frustró la presentación, la masa se había adherido a la superficie de la bandeja, al cortar la coca con el cuchillo rayó la bandeja que quedó marcada ya para siempre con varias cicatrices cruzadas; intentó rascar con un tenedor y el resultado fue todavía más dramático porque la coca perdió su compostura y se convirtió en un revoltijo de verduras y lascas de hojaldre. German llevó una ración al plato pensando que pese a todo la experiencia había valido la pena.

El vino frio y una comedia intranscendente que ponían en la tele terminaron de redondear la velada, el calabacín le había quedado un poco crudo y sabía a corcho, el hojaldre estaba un poco requemado y no había escurrido del todo el aceite, sin embargo aquello le supo a gloria, tal vez porque durante todo el tiempo que había estado en la cocina había fascinado con que la profesora Sánchez le hubiera ido susurrando las indicaciones al oído en la cocina y finalmente aguardara en el salón, dispuesta a compartir con él aquel plato. La coca le sabía a Luz Sánchez.

Terminó de comer a eso de la media noche, encendió un momento el ordenador para ver si sus hijos le habían mandado algún correo electrónico. Puso en Google la palabra: “Chagall”, que era la que aparecía en la carpeta en la que la profesora guardaba las recetas y sus notas. Germán recordaba vagamente de su época escolar que Chagall era el nombre de un pintor, no disponía de más detalles; gracias a los buscadores y con un poco de paciencia dio con el cuadro que reproducido en la carpeta de la profesora, El Cumpleaños; mientras apuraba la copa de vino – se había bebido poco más o menos la mitad de la botella – leyó algunos detalles de la biografía de Chagall y descubrió sus cuadros hasta que el sueño terminó de invadirle; a duras penas llegó a la cama y allí soñó que sería capaz de envolver de besos y de flores a la señorita Sánchez frente a la encimera de la cocina.