domingo, 30 de marzo de 2025
Capítulo DCXV.- Las no/cosas y la receta de bizcocho esponjoso japonesa.
Para ordenar un poco mis cosas me estoy leyendo el ensayo de Byung-Chul Han titulado NO-COSAS (Cambios radicales en el mundo en el que vivimos). La reflexión de este filósofo y divulgador gira en torno a la sustitución en el mundo actual del placer de poseer cosas tangibles por la obsesión por la información, convertida en un fin en si mismo.
Mientras leo este breve ensayo sobre el futuro, escucho un concierto de Supertramp del año 1979. Lo tenía en disco, lo compré también en CD, pero finalmente lo escucho en Spotify, alterando aleatoriamente el orden de las canciones y saltándome con un suave desliz de dedo las canciones que menos me gustan.
Llevo semanas trabajando en muchas cosas muy distintas (y en muchas más no-cosas), pero la que me ha generado la mayor satisfacción/frustración ha sido mi aproximación a la tarta de queso japonesa, también conocida como pastel de algodón de queso. Pastel algodonoso de queso. Pastel esponjoso de queso. Pastel de queso japonés. Pastel soufflé de queso. Cotton cheese cake. Definitivamente, me quedo con el nombre de Esponjoso de queso japonés.
Arrastrado por la obsesión por la información y las no-cosas, en vez de leer los recetarios de cocina japonesa que he coleccionado durante años, decido buscar en Google para encontrarme con un montón de blogs y de videos muchas veces contradictorios y casi siempre tramposos.
Muchos videos empiezan exhibiendo el resultado final, un bizcocho esponjoso, ligeramente tostado, que emite un crujido parecido al de las pisadas por un camino de hojas secas en otoño.
Ese sonido quebradizo es el que hace la cuchilla afilada al abrirse camino para conseguir una porción triangular de un pastel que parece flotar en el aire.
Vivo una relación compleja con el pastel de queso, con cualquier pastel de queso. No suele ser casi nunca mi primera opción al elegir postre en un restaurante, sin embargo, si alguien de quien me fie (no cualquiera) me anuncia que ha probado una tarta de queso perfecta, acudo al lugar de peregrinación con la devoción y fervor de un converso.
Todavía recuerdo y cuento con frecuencia la razón por la que Bruce Springsteen no dudaba en dar conciertos en San Sebastián, era la excusa perfecta para probar la tarta de queso de Zuberoa (ya cerrado). Yo acudí hace muchos años a Zuberoa a corroborar que aquella tarta merecía un viaje exprofeso y exclusivo a aquel caserío a las afueras de Donosti. Sentí no poder ir el año pasado a despedirme de aquella tarta que he intentado reproducir sin mucho éxito.
Pensando en la tarta de queso me vi algunos documentales de cocina japonesa, programas de viajes y curiosidades que suelen ser la antesala perfecta para una siesta plácida y reparadora.
Entre sueño y sueño pude ver a Dabid Muñoz (el de Diverxo), acudir a una pequeña barra japonesa en la que sólo preparaban un guiso de pollo con tortilla. Hablaban de los cocineros que se especializaban en un solo plato, lo estudiaban y analizaban hasta conseguir la perfección y, con la perfección, la conversión del tugurio más insignificante en un lugar de peregrinación.
Con ese espíritu casi cartujo llevo varias semanas ensayando (prueba/error) la receta soñada de la tarta de queso esponjosa. Empeñado, como el príncipe de Salina, en cambiarlo todo para que nada cambie.
Ese empeño no es menor ya que tengo una pelea histórica con el ingrediente principal de la tarta de queso, incluso con la propia tarta de queso, ya que me desagrada especialmente el sabor agrio y ayogurado de las tartas de queso, el sabor que da la marca de queso cremoso que prácticamente todos los gurús de la tarta de queso recomiendan (no quiero dar nombres de marcas y menos para decir que no me gusta su sabor).
Así que mi pelea se ha centrado en utilizar un tipo de queso cremoso que mejore el resultado y percepción que suele dar el queso de referencia. Creo que lo he conseguido.
Escribo mientras termina de hornearse mi nuevo intento por alcanzar la perfección de la Cotton Cheese Cake, mientras suena From Now On de Supertramp, con su teclado y su saxofón que, de puro viejuno, suenan modernos. Con esa voz aguda y forzada de Rick Davies y las melodías perfectas de Roger Hodgson, que llevan décadas peleados, un enfrentamiento que les hace irreconciliables.
Cuando alguien busca la perfección en una receta consigue que cocinar no sea una rutina mecánica y se convierta en un ritual, en una ceremonia en la que cualquier detalle, por absurdo que parezca, puede ser esencial.
Después de llevar muchos años cocinando, puedo afirmar que estas últimas semanas he aprendido mucho, los matices pueden llevarte a la felicidad o hundirte en la más triste de las mediocridades.
Pensaba que si aplicaba la tecnología más sofisticada a la preparación del pastel sería más fácil que triunfara. Un error. Cuando intenté hacer todos y cada uno de los pasos con el Thermomix el fracaso fue rotundo. Así que he llegado a la conclusión de que el pastel sólo sale cuando se combina con sabiduría y paciencia la mañana culinaria más tradicional (la del lebrillo de cerámica en el que trabajar a golpe de muñeca las mezclas) con los auxilios puntuales de las máquinas más afinadas, pero sólo en toques muy concretos, sin perder de vista el resultado.
Mis meditaciones de estos días, las pruebas hechas, confirman mis sospechas: no basta con conseguir el sabor buscado, es necesario llegar a la textura que hace que este postre sea especial.
Mi familia probó todas y cada una de las pruebas hechas, aseguraron que el sabor era incluso mejor que el del pastel original, pero la ilusión infantil del bocado redondo sólo la conseguían con la textura.
Contaba con un referente casi imbatible, la tarta de queso esponjosa de Kakigori Barcelona (#kakigori.bcn). A partir de ese punto de partida (y con la posibilidad de ir a comprar allí si fracasaba en mis intentos), empecé a hacer variaciones y ajustes hasta llegar a un punto creo que optimo (a resultas del bizcocho que tengo en el horno).
Aquí van algunas indicaciones precisas sobre mi ceremonia para llegar al esponjoso japones:
1) Elección del queso. Lo fácil es utilizar 250 gramos del queso cremoso que se anuncia en la TV y se vende en los supermercados. Yo decidí apartarme del dogma y utilizar ricota (hoy he utilizado mascarpone). La cantidad no varía, pero he añadido 50 gramos de un queso azul (roquefort ha sido el que he encontrado hoy) y otros 50 gramos de queso de oveja curado y trufado. Así me aparto del punto agrio de otros pasteles.
2) La combinación de quesos debe batirse en un bol. Conviene tener a mano cuchara, espátula de caucho y varillas. En función de lo compactos que estén los quesos. El objetivo es que quede un fluido muy cremoso que se vaya aireando poco a poco.
3) Cuando los quesos están bien batidos, se añaden 40 gramos de mantequilla a temperatura ambiente. La mantequilla hay que ir integrándola poco a poco en el queso (en algún vídeo el cocinero coloca el bol sobre una cazuela con agua caliente para elevar facilitar que las grasas se desagan).
4) Yo decidí poner por mi cuenta la ralladura de la piel de medio limón y un toque muy leve de nuez moscada recién rallada.
5) Sigo mezclando ya con las varillas manuales (en uno de mis intentos anteriores utilicé para esta fase un robot de cocina y fue un desastre).
6) Toca añadir ahora un punto lácteo adicional. Los recetarios recomiendan 50 gramos de leche descremada. Yo he conseguido buenos resultados con nata para cocinar. La misma cantidad.
7) Hay que seguir batiendo.
8) Un Blogger obsesionado con esta receta asegura que añadir una cucharada de zumo de limón a la mezcla en ese momento ayuda a que la masa sea más esponjosa (yo lo hice y una de las veces se cortó la parte láctea). También hay quien recomienda utilizar un golpe de levadura química (lo hice una de las veces y no sirvió para nada).
9) Aunque el bizcocho es muy ligero, necesita algo de harina. Tras varias pruebas, la mezcla ideal es de 30 gramos de harina de maíz con otros 30 gramos de harina de trigo (he probado con fécula de patata o sólo con harina de fuerza, el resultado no ha sido bueno).
10) No debe olvidarse tamizar las harinas para que la masa no quede muy apelmazada.
11) Incorporada la harina toca seguir batiendo, primero con la lengüeta, después con las varillas. El objetivo es que vaya entrando el aire a la masa.
12) Llega el momento de las yemas de huevo. Yo evito usar huevos recién sacados de la nevera, pero algunos recetarios aseguran que es mejor que el huevo esté frio, sobre toco para montar las claras (ya llegará).
13) De momento voy añadiendo yemas de huevo a la mezcla, de una en una, hasta llegar a 8 en total.
14) Conviene dejar el bol con la mezcla en la nevera mientras se pasa a la fase de montaje de las claras.
15) Antes de montar las claras glaseé 60 gramos de azúcar (en todos los recetarios se utiliza un poco más de azúcar, pero yo suelo reducir las propuestas a un 50% o 60% de lo indicado).
16) Las claras las monté con el Thermomix, en dos fases de 10 minutos cada una. 8 claras, una pizca de sal y dos gotas de limón animan al batido. En la primera tanda doy un poco de calor a la batidora (37 grados). La segunda batida es para estabilizar el merengue. Voy añadiendo cucharada a cucharada el azúcar glas.
17) Toca unir la mezcla láctea con el merengue. Conviene añadir poco a poco el merengue, a cucharadas, con movimientos envolventes, a mano, con suavidad y con máxima lentitud (una de las veces utilicé un robot y el desastre fue tremendo).
18) El objetivo es integrar la espuma con la masa, sin que pierda esponjosidad.
19) Utilicé un molde redondo, puse papel de horno en la base y en las paredes. Deposité el molde en una bandeja con agua, de modo que el bizcocho se cuece al baño maría. Los primeros 20 minutos a 160º (incluso un poco más). Tras ese primer golpe de calor se abre unos segundos el horno, para que se atempere un poco, y se programa una hora más a 110º. Transcurrida esa hora, no es bueno sacar de golpe el bizcocho, ya que puede deshincharse.
20) Hay que dejar que enfríe del todo antes de llevarlo a la mesa para servirlo.
21) Si los dioses me son propicios, a la hora de comer, cuando lo parta, las pequeñas burbujas que conforman la retícula del bizcocho estallarán ligeramente, produciendo un crujido similar al de las pequeñas ramas secas que pueden pisarse en una caminata por el bosque en otoño.
Un buen referente gráfico de mi obsesión por esta receta podría ser la imagen de la Ola de Kanawaka, con las gotas de agua suspendidas momentáneamente en el aire. La imagen, como siempre, en Instagram (#undiletanteenlacocina).
lunes, 3 de marzo de 2025
Capítulo DCXIV.- Una sopa casi/casi de verdura en homenaje a Ludwig Wittgestein
Tractatus de iure vegetabile/ Tractatus de pulmentum vegetabile
1. El caldo lo es todo, todo puede convertirse en caldo.
1.1. Definir lo que es un caldo es sencillo. Cualquier cosa sumergida durante un tiempo razonable en agua hirviendo puede convertirse en caldo.
1.2. Cuestión distinta es que ese caldo sea de sabor agradable.
2. Todo lo que puede convertirse en caldo, termina convirtiéndose en caldo.
2.1. Hay momentos del día en los que apetece preparar un caldo.
2.2. Los días propicios suelen ser los días fríos, sobre todo si son grises.
2.3. Los atardeceres también invitan a preparar un caldo.
2.4. Muchas veces no es necesario preparar un caldo, basta con pensar en que apetece tomarse un caldo.
2.4.1. Partiendo de esa apetencia, el siguiente paso es pensar en qué ingredientes pululan por la cocina susceptibles de preparar un caldo.
2.4.2. También se puede bajar al mercado a buscar los ingredientes que requiere un caldo, pero en ese caso el caldo es un caldo distinto.
2.4.2.1. Porque hay un caldo, existe un caldo, que nace de la pereza de no querer salir a la calle a comprar los ingredientes que requiere el caldo.
2.4.2.1.1. Ese caldo sería un caldo ontológico.
2.4.2.1.2. El caldo preparado a partir de la decisión de salir a la calle a comprar los ingredientes necesarios sería un caldo epistemológico.
2.4.2.2. Los caldos ontológicos llevan a la introspección, reconfortan es espíritu de cada uno.
2.4.2.3. Los caldos epistemológicos llevan a la socialización, reconfortan el espíritu de aquellos con los que se comparte el caldo.
2.4.2.4. Cuando se prepara un caldo ontológico puedes jugar a intentar que todos y cada uno de los elementos que lo integran puedan ser identificados por el paladar de quien los ha cocinado.
2.4.2.5. Cuando se prepara un caldo epistemológico todos y cada uno de los ingredientes deben conformar un todo distinto a cada uno de los ingredientes que lo integran.
2.4.2.5.1. Cuando ves que puede fracasar un caldo ontológico, pueden intentar convertirlo en un caldo epistemológico.
3. Pensar en los ingredientes que lleva un caldo es el paso previo para preparar una sopa.
3.1. Una sopa es un caldo con voluntad de trascender.
3.2. La trascendencia de la sopa va marcada por ingredientes o elementos que pueden ser ajenos al caldo. Que no tienen porque conformar el ser o la esencia del caldo.
3.2.1. El fideo es un ejemplo claro de elemento trascendente que convierte el caldo en sola.
3.2.1.1. Otras pastas también pueden jugar a la trascendencia, pero se corre el riesgo de que la pasta absorba el caldo, convirtiéndose en algo distinto, ajeno al caldo.
3.2.2. El pan, más modesto, también tiene esa capacidad de trascendencia.
3.2.3. La patata o el arroz también contribuyen a ese salto cualitativo.
3.3. Pero puede suceder, y de hecho sucede, que los pasos previos a una sopa lleven a un caldo.
4. Proponer una sopa significa preparar un caldo.
5. El caldo es un paso cierto y previo a preparar una sopa.
5.1. Aunque puede suceder que los pasos previos para una sopa lleven, de modo lógico a preparar un caldo.
6. La fórmula general de un verdadero caldo es[p,§,N(§)].
Esta es la fórmula general de un verdadero caldo.
6.1. “p” serviría para identificar el elemento sólido que se incorpora al medio líquido.
6.1.1. Un caldo no debe quedar reducido a una sola “p.” Tampoco conviene que un caldo lo compongan infinitas pes.
6.1.1.1. Sentado lo anterior, lo cierto es que hay caldos construidos con una sola “p” que son el paso previo para otros caldos, o para distintas sopas.
6.1.1.2. “p” puede corresponden con un elemento sólido animal.
6.1.1.2.1. Animal que viva sobre la tierra.
6.1.1.2.2. Animal que viva permanentemente en el mar.
6.1.1.2.3. Animal anfibio.
6.1.1.3. “p” también puede corresponden con un elemento vegetal.
6.1.2. La grandeza o sutileza de un caldo dependerá normalmente de la habilidad de combinar pes de distinto origen.
6.1.2.1. La medida en la que se emplean las “pes” puede ser mucho más importante que la propia “p” en sí misma.
6.1.2.1.1. Algunas “pes” son casi imperceptibles a la vista.
6.1.2.1.1.1. Sin embargo, esas “pes” pueden ser esenciales para dimensionar la grandeza de un caldo.
6.1.2.1.1.1.1. Las especias son un ejemplo claro de esas “pes” casi imperceptibles a la vista.
6.1.2.1.1.1.1.1. Un cajón de cocina que atesore muchas “pes” imperceptibles puede ser la antesala de un caldo excepcional.
6.2. “§” serviría para identificar el medio líquido que ayuda a extraer la sustancia del elemento o elementos sólidos.
6.2.1. Ese medio líquido será habitualmente agua.
6.2.1.1. No se deben descartar otros líquidos.
6.2.1.1.1. Puede incluso prepararse un caldo a partir de un caldo previo.
6.3. “N” serviría para identificar la fuente de calor.
6.3.1. La fuente de calor debe ser lo suficientemente intensa como para favorecer la ebullición.
6.3.1.1. Puede suceder que N no sea suficientemente intensa como para favorecer la ebullición, pero, pese a ello, pueda alcanzar una temperatura suficiente como para infusionar las “p”.
6.3.1.1.1. El caldo por infusionado puede conseguir matices que no se consiguen con la ebullición, pero todo dependerá de la naturaleza de la “p” o “pes” que se incorporen.
7. De lo que no se puede convertir en caldo es mejor callarse.
7.1. El caldo lo es todo, sin caldo no hay nada que hacer.
7.1.1. Un gran caldo puede convertirse en el centro del universo.
7.1.2. La sopa es un caldo que ha conseguido convertirse en el centro del universo en un momento concreto.
7.1.3. Una salsa puede ser un paso previo o una consecuencia de un caldo.
7.1.4. Lo que no lleva caldo lleva salsa.
7.1.4.1. Incluso aquellos alimentos que no llevan caldo o salsa se construyen o configuran con la referencia al caldo o a la salsa que la que quieren huir.
8. Quien haya llegado a la premisa anterior, podrá dar el salto cualitativo y adentrarse en la estructura lógica de una sopa de verdura resultante de un inhóspito domingo de invierno.
8.1. En su concepción, la sopa de verdura que quería preparar era una sopa ontológica, pero al poco de ser concebida comprendí que sería una sopa epistemológica.
8.2. La ontología de la sopa de verdura que preparé tiene su origen en restos que quedaban en la cocina.
8.2.1. El primer resto ontológico era un vaso con aceite de oliva en el que la jornada anterior había rehogado unas patatas con cebolla, que sirvieron para preparar una tortilla de patatas.
8.2.1.1. Dado que frio las patatas con un chorro generoso de aceite, parte de ese aceite se conserva para guisos posteriores.
8.2.1.1.1. La ontología de ese precursor de la sopa de verdura me permite identificar los primeros elementos fundacionales:
8.2.1.1.1.1. Las aceitunas que dan lugar al aceite.
8.2.1.1.1.2. Las patatas Quenebec que se rehogaron en el aceite.
8.2.1.1.1.3. La media cebolla dulce cortada en juliana, para dar jugosidad a la tortilla (aunque sobre la presencia de la cebolla en la tortilla de patatas hay querellas históricas).
8.2.1.1.1.4. Comino en polvo. Una cucharada de café.
8.2.1.1.1.5. Pimienta negra en polvo. En la misma proporción que el comino.
8.2.1.1.1.6. Tres pizcas de sal (elemento mineral, muchas veces ignorado, pese a su trascendencia).
8.2.2. El segundo resto ontológico es un agua que en su vida anterior había servido para preparar unas judías verdes al vapor.
8.2.2.1. El agua, llevada previamente a ebullición, retenía las esencias vegetales de las judías verdes.
8.2.2.2. También retenía el sabor de una hoja de laurel.
8.2.2.3. Inevitablemente también llevaba disueltos unos gramos, mínimos de sal.
8.2.3. El carácter ontológico de esta sopa vino marcado por mi decisión de poner tres o cuatro cucharadas soperas de los restos del aceite de la tortilla en una cacerola grande.
8.2.3.1. Es importante advertir que la aplicación de calor a esa base grasa debe ser mínima, un golpe de calor excesivo puede frustrar cualquier sopa si los elementos se carbonizan.
8.2.3.2. Sin solución de continuidad, es decir, sin necesidad de esperar a que el aceite caliente demasiado, empecé incorporando elementos ontológicos que reposaban en el cajón, algunos viven allí desde tiempo inmemorial.
8.2.3.2.1. El primero de esos elementos los componían varias hebras secas de azafrán. El mío era manchego. Las hebras son las que quedan prendidas de modo natural en la pizca que forman el dedo índice y el pulgar de mi mano derecha.
8.2.3.2.2. El segundo de esos elementos fue varios granos de comino.
8.2.3.2.3. Como tercer componente pasé por el rallador cuatro granos de pimienta de Jamaica.
8.2.3.2.4. Completé esta estación ontológica espolvoreando algunas hojas secas de orégano.
8.2.3.2.5. También cayó en la cazuela una hoja de laurel.
8.2.3.2.6. No pude evitar la tentación y añadí una pizca de sal.
8.2.3.2.7. Arrastrado por las dudas de un posible fracaso, me vi obligado a añadir unos taquitos, ínfimos, de jamón.
8.2.3.2.7.1. Cuando probé el guiso me di cuenta que esa debilidad jamoníl era absolutamente innecesaria.
8.2.3.2.7.2. Pese a ello, esa misma debilidad convirtió mi sopa en un referente mestizo.
8.2.3.2.7.2.1. Los restos animales en mi sopa no llegaban a ser ni siquiera el 1% de los ingredientes que llegarían a continuación.
8.2.4. Mientras se tostaban suavemente las especias fui consciente de que no se daban las condiciones para una sopa ontológica, así que apagué el fuego, salí a la calle a comprar el periódico y a desayunar.
8.2.4.1. Un caldo o una sopa epistemológico obliga a un desayuno en consonancia con la epistemología.
8.2.4.1.1. Un milhojas de crema pastelera con un café solo en una nueva panadería abierta en el barrio.
8.2.5. Tras el desayuno, un meando de la mañana del domingo, fui a una de las fruterías del barrio, abierta en domingo.
8.2.5.1. Lo que allí compré pasó a integrar, cortado en pizcas de tamaño ínfimo, los elementos estructurales de la sopa.
8.2.6. De nuevo en casa, volví a encender el fuego y, sin dejar que tomara temperatura la grasa, empecé con el ritual de la sopa. Incorporando cada uno de los elementos que describo a continuación, a medida que fueron picados.
8.2.6.1. Un cuarto de cebolla dulce, a poder ser de Figueras.
8.2.6.2. Un cuarto de un largo puerro, también picado.
8.2.6.3. Las ramas más tiernas de un apio.
8.2.6.4. Tres arandelas de un gran pimiento rojo.
8.2.6.5. Media zanahoria.
8.2.6.6. Unos trozos de calabaza.
8.2.6.7. Medio bulbo de remolacha.
8.2.6.8. Un cuarto de calabacín de piel verde clara.
8.2.6.9. Las ramas más tiernas de un bulbo de hinojo.
8.2.6.10. Unas briznas secas de cebollino.
8.2.6.11. Un diente de ajo descorazonado.
8.2.6.12. Medio tomate.
8.2.6.13. Las hojas de un manojo de acelgas frescas
8.2.6.14. La ralladura de la piel de una naranja sanguina.
8.2.7. Ni qué decir tiene que cada vez que añadía una de esas verduras debía remover el sofrito para que cada elemento se integrara con los anteriores.
8.2.7.1. Conviene recordar que el fuego debe quedar lo más bajo posible, evitando que la verdura quede excesivamente tostada. Un golpe grande de calor puede frustrar los matices de las especias.
8.2.8. Añadí el caldo de cocción de las judías verdes del día anterior.
8.2.9. Aunque la sopa tenía cuerpo más que suficiente como para defenderse, creí oportuno añadir:
8.2.9.1. Un puñado de judías verdes cortadas.
8.2.9.2. Otro puñado de guisantes.
8.2.10. Ahora sí que subí la llama del fuego para provocar la ebullición rápida.
8.3. Dejé que la cazuela se mantuviera hirviendo, no de modo violento, durante 18 minutos.
8.3.1. Pensé que más tiempo podría frustrar los matices que daban a la sopa algunos ingredientes. Sobre todo las especias.
8.4. Dejé la cazuela reposando, con la tapa puesta, durante el resto de mañana. Tiempo suficiente para leer el periódico.
8.5. Como se trataba de una sopa epistemológica que compartía con el resto de la familia, llegó el momento de individualizar la experiencia:
8.5.1. Cuando se acercaba la hora de comer, tosté unas rebanadas de pan de aceitunas y nueces, que fueron a mi plato.
8.5.2. El plato que preparé a mi mujer no llevaba pan, sino unos tacos de queso feta (podría haber sustituido el queso feta por parmesano rallado, o por un pecorino trufado que hubiera dado otra dimensión al guiso).
8.5.3. Para mi hijo, en edad de crecer, la combinación fue con esos fideos llamados “cabello de ángel”, que necesitan un hervor mínimo.
8.5.3.1. Sumido en mis reflexiones, pensé que tal vez la sopa también podría haber ganado si hubiera batido un huevo y lo hubiera acompasado con el guiso hirviente, formando así unas hebras amarillentas que hubieran enriquecido los colores y texturas del plato.
9. Ni qué decir tiene que la sopa fue un éxito wittgensteniano. Aunque durante la siesta me asaltó la duda de saber si para Wittgenstein el éxito era un fin en si mismo.
10. Esa misma falta de fundamento y reflexión me lleva a vincular a Wittgenstein con Paul Klee.
10.1. La sopa de verdura sería la de uno de los funambulistas imposibles de Paul Klee (Visitable en el Instagram de #undiletanteenlacocina).
domingo, 16 de febrero de 2025
Capítulo DCXIII.- La importancia de saberse tragar un sapo a la importancia.
En el lenguaje coloquial se dice que uno se ve obligado a comerse o tragarse un sapo cuando tiene que aceptar o soportar un hecho que le genera fastidio o rechazo. Imagino que su origen debe encontrarse en la fealdad, incluso repugnancia, de alguno de los tipos de sapos que pueden encontrarse en un manglar.
Tragarse o comerse un sapo es una frase que suelo escuchar con frecuencia, sobre todo en los últimos meses. Creo que si la ingesta es inevitable, conviene acostumbrarse a este tipo de manjares y asumir la importancia que tiene saber tragarse un sapo. Aunque tal vez sería una solución alternativa de acostumbrarse a besar a los sapos, para probar si es posible su transformación en príncipes o princesas de cuentos.
Es inevitable para un cocinilla asociar con rapidez la posible dieta del sapo con algunas recetas que me llevan a pensar en los rapes, pixtines, pichines, pejesapo o pez sapo, como se llama a estos animales en algunas zonas del norte de España. Un bicho al que los científicos llaman Lophius piscatorius o Lophius americanus. Conviene recordar que Lophius o Luphius viene de lobo, en latín. Sapo sería bufonem emittunt.
Puestos a comerse un sapo, mejor elegir el más grande y más feo de los que haya en la pescadería. Todo se aprovecha, incluso su tremebunda cabeza, llena de piezas gelatinosas que pueden engrandecer cualquier caldo de pescado.
Incluso la piel viscosa del rape la cocinaba Arzak para hacer un aperitivo increíble.
Con las partes en principio desechables (cabeza, piel, barbas, espinas) se prepara un caldo corto, con un poco de verdura (cebolla, puerro, zanahoria, laurel, apio, medio tomate), no conviene que cueza más de 40 minutos, en dos litros de agua. Hay que espumar, pues el caldo de este pescado suelta mucha inmundicia.
Los lomos del rape son piezas radiantes, absolutamente ajenas a la armadura que las conforma. Se parte cada lomo en medallones de un dedo de grosor (4 o 5 centímetros).
El rape a la plancha o a la brasa pierde mucho líquido y, si no se tiene buen temple al cocinar, puede quedar muy gomoso.
Para evitar riesgos, busco y tomo prestada una receta de patatas que aparece en muchos recetarios tradicionales. La de las patatas a la importancia. Yo prepararé un sapito a la importancia.
Pongo las rodajas de rape sobre una superficie de madera o de mármol, bien secas. Las salpimento y añado sobre cada una de ellas unas hebras de azafrán, del mejor, del manchego.
En un plato llano pongo abundante harina. En un plato hondo bato un par de huevos.
Paso las rodajas de rape por la harina, después las sumerjo en el huevo y, casi sin escurrir, vuelvo a enharinarnas antes de pasarlas por una cacerola con aceite abundante y caliente.
Las rodajas, gracias a la harina y al huevo, quedan selladas. El sellado se confirma, reteniendo todos los sabores y dejando que el azafrán obre su magia, si se fríen durante un par de minutos, de una en una, si es necesario, para que el aceite no pierda mucha temperatura.
Si queremos que el plato sea más sofisticado, en vez del rebozo tradicional podría hacerse un rebozo a partir de harina y agua muy fría, para conseguir el efecto tempura, o rebozarlo en panko o en harina de garbanzos.
La cuestión es que quede sellado y con un tostado vistoso por fuera, sin llegarse a hacer por dentro.
Una vez rebozadas y fritas las piezas de pescado, en otra cazuela, con aceite nuevo, se sofríen dos dientes de ajo laminados, unas hebras de azafrán, una cebolla picada muy fina y un poco de perejil. No conviene que la temperatura sea muy elevada. Tampoco que el aceite sea abundante. Lo suficiente como para que quede un sofrito mortecino, en el que ni la cebolla ni el ajo deben tomar mucho color.
Cuando la cebolla esté atontada, se colocan las rodajas rebozadas del sapito, por eso conviene que la sartén o cazuela sea amplia, ya que las rodajas no deben quedar apelmazadas, al contrario, sin perder un mínimo contacto, deben moverse con cierta alegría.
Una vez colocadas las rodajas, se añade el caldo de pescado hasta cubrir las rodajas del rape. A fuego muy suave se deja cocer todo unos quince o veinte minutos (dependerá del grosor de las rodajas). Meneando la sartén de vez en cuando, para que la salsa vaya engordando con el efecto de la harina del rebozado.
Se deja reposar el guiso tapado unos minutos y se lleva a la mesa, dispuesto a ser tragado.
Si uno se levanta más rumboso la mañana en la que debe comerse un sapo, puede incluirse en el sofrito inicial un cuarto de quilo de langostinos pelados (la cabeza y las cáscaras ayudarán a darle más sabor al caldo).
Si el bolsillo anda complicado o si la tarea de comerse el sapo obliga a convocar a muchas personas, pueden alternarse las rodajas de rape con rodajas de patatas sometidas a la misma ceremonia previa de rebozo y fritura.
La fealdad del rape y su modo de vida rastrero (es de los pescados que pululan por fondos marinos arenosos, a modo de basureros de las profundidades) hizo que no fuera un bocado cotizado, se incorporó a las cestas de la compra hace relativamente poco tiempo.
Me ha parecido ver algún rape en bodegones de Snijders, también en algunas composiciones de Miquel Barceló, pero la imagen que más me ha impactado es la de un ilustrador y científico italiano del Siglo XVI, Ippolito Salviani (imagen en Instagram, #undiletanteenlacocina).
Si sapos he de tragar, que sean bien cocinados.
domingo, 19 de enero de 2025
Capítulo DCXII.- Chejoviana.
Suelen decir que Antón Chejov es uno de los grandes escritores de la literatura moderna, especialmente por su precisión en los relatos cortos; cada pieza, cada palabra de sus cuentos tiene un sentido. Algo parecido dicen de la obsesión de Gustave Flaubert, capaz de dedicar horas a una sola frase.
Me gusta regresar a Flaubert con cierta frecuencia, pero a Chejov lo aparqué en la adolescencia (queda apuntado como tarea pendiente).
Dicen de Chejov que, si aparece la cabeza de un clavo asomando en una pared en los primeros párrafos de una de sus historias, uno de los protagonistas terminará ahorcándose en él al final del relato. Del mismo modo, indican que lo que se reseña, aunque sea de modo leve, es una pistola guardada en un cajón, alguien terminará disparándola. Como hace muchos años que no leo a Chejov, no puedo contrastar esta información, aunque he leído algún blog de literatura que hace mención al “clavo de Chejov”.
Mi recuerdo de las minucias de don Antón tiene que ver con mis obsesiones por la gastronomía. Estas navidades descubrí con alegría que Netflix había actualizado su serie Chef Table, unos documentales de 45/50 minutos dedicados a un cocinero de éxito. La serie es un ejemplo de buen relato donde cada protagonista tiene una historia que contar, las recetas son algo accesorio.
Disfruté especialmente con el capítulo dedicado a Peppe Guida, un cocinero afincado en la Costa de Amalfi, especializado en pasta. En las primeras escenas del episodio Guida pasea por un huerto con su hija, caminan tranquilamente entre limoneros, él toma un gran limón de los de Sorrento, lo maneja durante unos segundos entre los dedos, saca una navaja y hace una pequeña incisión en la corteza, un triángulo, una cata para sacar una pequeña pirámide de pulpa y corteza. Se lo da a probar a su hija y le comenta que los limones amalfitanos son más dulces que los de batalla.
Esa escena inicial funciona como el clavo de Chejov, pues al cabo de un rato aparece uno de los platos estrella de su recetario, los bucatini con agua de limón y queso provolone del Mónaco.
Guida afirma en algún pasaje del documental que el cocinero debe aprender a hacer platos sencillos, con tres o cuatro ingredientes que definan el guiso, nada más. Propone un simple plato de pasta que lleva esencia de limón (agua de limón), el provolone, un polvo hecho a base de las hojas secas del limonero y la pasta. Nada más (la receta viene en https://www.firstonline.info/es/la-ricetta-di-peppe-guida-spaghettini-allacqua-di-limone-e-provolone-del-monaco/?usqp=mq331AQIUAKwASCAAgM%2F, pero merece la pena ver como la prepara en el documental, aunque no ofrezca las medidas).
Clavado con las artes de Guida, empecé a darle vueltas a las posibilidades de éxito de la receta, si se trasladaba a los ingredientes y opciones al alcance de una cocina doméstica, en la que tengo complicado lo de contar con limones y hojas de limonero de los huertos de la costa Amalfitana.
Quien haya seguido mínimamente este blog (no son necesarios ejercicios absolutos de fidelidad, ni mucho menos), sabrá que me gusta especialmente la comida italiana (no pretendo ser original), sin embargo hay algo de la cocina y de los divulgadores italiano que me carga, es esa defensa radical, casi absurda, de que los productos italianos son infinitamente mejores a cualquiera otros, tal vez por eso es más fácil encontrar en un supermercado una mala burrata o una mala mozzarella que un buen queso manchego. Para evitar ese fanatismo de los productos italianos, estoy empezando a buscar y a encontrar alternativas españolas a muchos de esos productos, alternativas que funcionan igual o mejor, sin que deban rasgarse las vestiduras mis amigos italianos.
Pese a todo, como tenía inseguridades y me faltaban algunos ingredientes, hice la receta de Guida con red, algo que hubiera admitido Chejov, siempre previsor.
Empecemos por los limones: Hace muchos años hice una receta italiana con base de limones (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/05/capix-domingo-por-la-tarde-y-una-receta.html), los que utilicé no eran amalfitanos, sino de Vallirana. Ahora no tengo a manos limones de Vallirana, por lo que he tenido que trabajar con limones corrientes.
Debo advertir que los limones que se venden en las fruterías normalmente van protegidos por una capa de cera natural que evita que pierdan agua rápido y se seque, por eso cuando se utiliza ralladura de limón hay que deshacerse previamente de esa capa de cera (se sumergen los limones unos segundos en agua caliente y se pasa un trapo seco para que se desprenda la película de cera).
He de decir que lo limones amalfitanos son de una calidad excepcional, aunque a nadie debería volverle loco la calidad de un limón, hay recetas que pueden sobrevivir sin Sorrento.
Elegí tres limones normales, pero relucientes, les quité la capa de cera con delicadeza, y, ayudándome de un pelador de zanahorias, fui sacando largas tiras de cáscara de limón. Puse las cáscaras en remojo en un bol con agua fresca. Un litro de agua, las cáscaras sin albedo, para que no amarguen. La mezcla debe reposar entre 18 y 24 horas al fresco.
Era escéptico con ese primer paso. El jueves por la tarde dejé el agua infusionando con las cortezas. Mi sorpresa fue que el viernes a mediodía el agua no sólo desprendía un sabroso aroma a limón, sino que además estaba de un amarillo brillante.
Quité las cáscaras y pasé el litro de agua a un cazo para que empezara a hervir, con una pizca de sal.
Respecto de las hojas de limón tenía que enfrentarme a un problema. Como no contaba con limoneros a mano, no podía buscar 20 hojas lustrosas de limonero. Me acordé del excelente postre murciano, el paparajote, y el buen gusto que suelen dar las hojas de limón en los guisos, como alternativa al laurel. Guida ponía las hojas de limonero en un horno a 60º grados durante 24 horas y, cuando quedaban secas, las molía hasta conseguir un polvillo verde intenso y luminoso.
No estaba en mi mano ese recurso. Pensé en lemon gras seco (lo venden en la tienda de especias del barrio) y lo pasé por el thermomix hasta conseguir un polvillo menos lustroso que el de Guida. No hay que preocuparse, es para adornar.
Marcado por mis inseguridades y apremiado porque debía dar de comer a mis hijos, no me la jugué a los 4 ingredientes puros, corría el riesgo de que mis hijos regaran con tomate frito industrial el plato de pasta. Así que bajé a comprar unas pechuguitas de codorniz (las venden en el super de al lado de casa). Docena y media de pechuguitas de codorniz deshuesadas. Las salpimenté, espolvoreé un poco de comino y las adobé en un bol con el zumo de un limón. No hay que dejar que maceren mucho tiempo, no quería que el zumo de limón apagara los delicados aceites cítricos de las cortezas.
Puse una sartén grande a fuego muy bajo, añadí un chorrito de aceite, una cucharada de mantequilla y, cuando empezó a chisporrotear la mantequilla, doré las pechugas de codorniz por la parte de la piel, hasta que quedó dorada.
Tostada la piel de las pechugas, como son muy pequeñas quedaron casi hechas, las devolví a su bol para que reposaran y se asentaran.
En la grasilla que quedó en la sartén doré también media cebolla y una zanahoria (cortadas en juliana fina). De nuevo el anatema de incorporar más ingredientes para ganar en seguridad.
El agua alimonada rompió a hervir. Puse los rigattonis 12 minutos, para que quedaran al dente (estoy acostumbrándome a hervir la pasta en poca agua para concentrar el gluten, sobre todo cuando parte del agua del hervor la uso para espesar las salsas).
Antes de escurrir la pasta, añadí dos cazos del agua al sofrito, removí con cariño para conseguir que ligara la base, que espesara un poco.
Incorporé los rigattonis al sofrito, volví a menearlo todo para que la pasta se quedara brillante y mínimamente cremosa. Apagué el fuego y, a continuación, incorporé 200 gramos de queso rallado. No tenía provolone del Mónaco, pero la dependienta del super me dijo que tenían en oferta un queso de oveja trufado, español, que no tenía nada que envidiar al pecorino, al contrario, era tres veces más barato.
El queso rallado terminó de ligar la salsa, hacerla más espesa. Me entró el pánico de que el toque de la trufa apagara el cítrico, pero no tenía remedio. Coloqué sobre la pasta las pechuguitas de codorniz (el plato podría hacerse con conejo, incluso con pollo troceado). Volví a darle un meneo a la sartén, espolvoreé con absoluta prudencia un poco de polvo del lemon gras (pensando después, podría haber rallado un poco de corteza de limón, sin mayor problema) y llevé la cazuela a la mesa, sin revelar a los comensales los ingredientes del plato.
Viernes, a las tres de la tarde, mis hijos devoraban sin mucho criterio, la pasta les encantó y les exigí que fueran sacando los ingredientes a partir de los sabores. Costó que descubrieran el limón. Yo sí que podía apreciar el toque aceitoso y cítrico de las cáscaras infusionadas. El plato gustó, todos repitieron, incluso quedó un resto que he puesto de tapa de entrada a la comida de hoy.
El buen sabor de boca de la receta de Guida, la maestría de la serie Chef Table en su narración y la evocación del Chejov hicieron el resto.
Dado que mi cultura de diletante me lleva a utilizar referencias no siempre contrastadas, caigo en la tentación de acudir a una última referencia cruzada, la de Fernán Gómez que, socarrón él, al hablar de Chejov, decía que la aparición de un clavo en una de las primeras escenas no obliga a nada o, a lo sumo, a que uno de los personajes aparezca con un martillo para terminar de clavarlo y evitar que alguien se haga daño.
Ésta, como otras anécdotas de mi entrada, no las he comprobado directamente, sino a través de fuentes de fuentes, como mi receta de Peppe Guida.
Creo que la niña a la mesa del cuadro de Valentín Serov está esperando ansiosa mi plato de pasta. La imagen en mi cuenta de Instagram (#undiletanteenlacocina).
sábado, 4 de enero de 2025
Capítulo DCXI.- Entropía, navidades y salsa hoisin.
En la ciencia física entropía es la palabra que define el orden o desorden de un sistema, el modo en el que se organizan las moléculas. Es una magnitud que permite medir la transferencia de energía no utilizable para realizar un trabajo. La entropía es la parte de la física térmica que permite “explicar o no explicar” el caos.
Trasladados esos conceptos tan complejos a la vida cotidiana, la entropía sirve para definir la cantidad de incertidumbre que hay en la vida de las personas, provocando sensaciones y situaciones que pueden llegar a ser desagradables. Cuantas más opciones haya en ese sistema, más aumentará la incertidumbre.
Las vacaciones, los períodos de ocio, si no se programan adecuadamente pueden generar esas sensación de incertidumbre frente al caos, haciendo que el tiempo se convierta en una materia elástica, permeable, que pueda llegar a sublimarse (vuelvo a la física ya que la sublimación es el paso del estado sólido al gaseoso, sin pasar por el estado líquido).
La cocina es una forma de entropía, una forma de gestionar el orden o el desorden de ingredientes que, en función de cómo se combinen, pueden dar uno u otro resultado.
Reviso algunas recetas y algunas entradas de mi vida como diletante durante estos largos años. En navidad es inevitable visitar esos tiempos y espacios pasados, aunque sólo sea para recuperar la receta de aquel roscón de reyes que salió casi perfecto (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/12/capccxcviii-indolencia-rosconiana.html ). Tan perfecto como los relatos que acompañaban a esa y a otras recetas. La indolencia rosconiana, una sensación no muy lejana a la que ahora reviso con la excusa de la entropía.
Mis hijos han visto estas navidades la película Interestellar, la de Christopher Nolan sobre viajes en el tiempo y las reglas de la física gravitatoria. Yo he revisado el documental de Netflix sobre David Muñoz, el cocinero de Diverxo, estrella fulgurante de la cocina y tipo atormentado. En el documental se aprende muy poco sobre cocina, pero mucho sobre la angustia vital que puede conllevar el triunfo mal gestionado. Muñoz ha dejado de cocinar en sentido tradicional y se ha convertido en un gestor en constante movimiento, ajusta y revisa las propuestas de su equipo de asesores de todo tipo, lo hace a la velocidad de la luz, con una memoria gustativa infinita.
Fui hace muchos años a Diverxo, cuando no era un fenómeno mediático, sino un pequeño restaurante muy original, gestionado por un chico con talento para combinar sabores imposibles. Recuerdo sus picantes, increíbles, poco más. La combinación de ingredientes de aquí y allá eran un ejemplo de entropía en los fogones: era capaz de generar luz a partir de briznas traídas del más extremo de los orientes posibles. Puede que el oriente más extremo termine estando a la vuelta de la esquina y que se descubran en Cuenca sabores tan apasionantes como en un mercado perdido de Malasia.
Podría aprovechar este rato de sosiego para recrear mi vieja receta de roscón, que este año cumple doce años (doce roscones caseros). También podría repetir, sin darme cuenta, platos cocinados y descritos hace muchos años (hoy he aprovechado sobras de distintos guisos de carne para hacer una versión sofisticada del pastel del pastor).
Los “podrías” son infinititos. Cuando se toma una opción se descartan decenas de alternativas que podrían ser mejores o peores (todo es relativo).
Escucho las sinfonías de Bruckner (poco navideñas), mientras la primera fermentación de mi roscón sigue su curso. La he puesto en marcha a mediodía, utilizando una cucharada de la masa madre que conservo y alimento en la nevera desde hace más de 4 años. Abrir ese bote durante unos minutos es desencadenar una caja de Pandora, al abrirla parece que se esparzan todos los males del mundo, quedan en el fondo de la caja (en realidad una tinaja) la esperanza.
Me asomo a ver la lenta fermentación de la primera etapa de mi roscón, la que reposa en una esquina fría, junto al tendedero. En 24 horas las levaduras habrán obrado su magia y podré empezar a incorporar nuevos ingredientes y fermentaciones.
Pero no quiero volver a mi receta del roscón. Llevo días, semanas, buscando una receta aquí imposible, aunque muy habitual en China y en Vietnam, la de la Salsa Hoisin, un fluido parduzco y brillante, de sabor profundo, que en oriente se utiliza para aderezar pescado, pero que nosotros servimos para el pato Pekín (las lonchas de pato asado, mezcladas con verduras y apresadas en una masa flexible de harina).
Me ha costado encontrar una receta de salsa Hoisin con apariencia de fiable, creo que la he encontrado en https://omnivorescookbook.com/homemade-hoisin-sauce.
He revisado muchos libros, sin éxito (aunque mi biblioteca es amplia y exótica, pero no lo suficiente). También he visitado muchas páginas web, descartando más por intuición que por deducción.
Lo primero que debo advertir es que la salsa Hoisin es una salsa de salsa, es decir, es un combinado de ingredientes y especias básicos, pero también de otras salsas elaboradas.
Esta es la primera aproximación en lo que afecta a los ingredientes:
Para hacer un bote de unos 300 decilitros de salsa hoisin se necesitan los siguientes ingredientes:
1/4 taza de salsa de soja ligera
2 cucharadas de mantequilla de cacahuete natural
1 cucharada de miel
2 cucharaditas de vinagre de arroz
2 cucharaditas de aceite de sésamo
1 diente de ajo rallado
1/8 cucharadita de pimienta negra
1 cucharadita de pasta de miso (O 1/2 cucharadita de pasta de frijoles fermentados picantes, O 1/2 cucharadita de gochujang + 1/4 cucharadita de cinco especias en polvo, O 1 cucharadita de salsa de chile tailandesa + 1/4 cucharadita de cinco especias en polvo).
Revisando esta receta la primera advertencia es que muchos de los ingredientes son preparados previos (no conozco a nadie que fermente soja en su casa para preparar la más común de las salsas orientales). La salsa de soja se hace lavando varias veces granos de soja, que se hierven, se mezclan con trigo, agua y sal, incorporando un hongo, conocido como Koji, que permite la fermentación parda y sabrosa.
La mantequilla de cacahuete es fácil de hacer, es el ingrediente que da espesura a la salsa. En algún recetario sustituyen la miel por melaza (miel de caña, más oscura y espesa que la miel de abeja que consumimos aquí).
La pasta de miso es un fermentado de granos de soja y de arroz, con agua y sal. También acelerado con el hongo Koji, para formar una pasta que se diluye en el clado.
En alguno de los blogs consultados aseguran que en vez de miso (opción fácil) la salsa Hoisin utiliza pasta de frijoles fermentados, más sabrosa todavía.
El gochujang es un fermentado de soja con chiles picantes, fermentado muy laborioso que fermenta en recipientes de barro.
La mezcla de cinco especias chinas es más sencilla, se elabora triturando mezcla igual en peso de canela, clavo, semillas de hinojo, anís estrellado y granos de pimienta, que pueden ser blancas o de Sichuan.
Todos estos ingredientes se introducen en el vaso de una batidora o de un procesador de alimentos hasta que conforman un fluido pardo, oscuro, brillante, ligeramente gelatinoso y viscoso que se puede conservar en un bote de cristal durante semanas, incluso meses. Una cantidad mínima en cualquier guiso, en una pieza de carne o de pescado le da un sabor y una profundidad increíble a cualquier plato (conviene no pasarse).
Este largo viaje para elaborar la salsa hoisin tiene un hatajo muy poco romántico ya que puede comprarse un bote de esta salsa, de una calidad más que razonable, en cualquier tienda de productos orientales, por poco más de 3 euros. Así que preparar esta salsa no es sino un ejercicio de estilo, propio de un diletante. Las reglas sobre la entropía pueden llevar a que la combinación de los ingredientes descritos lejos de conseguir el sabor soñado por aquella pieza de pato aderezado probada en un puesto ambulante de Bangkok.
En definitiva, no conviene abrir cajas de Pandora en tiempos de ocio. Reviso la evolución de la fermentación de mi masa madre para el roscón y cuelgo en el Instagram de #undiletanteenlacocina una reproducción del mito de Pandora de un prerrafaelita insigne: John William Waterhouse.
miércoles, 23 de octubre de 2024
Capítulo DCX.- Simpatia/empatía por el diablo.
Suenan unos bongos lejanos, cuatro segundos, ritmo acompasado. Enseguida entrar unas tumbaderas más cercanas que sustituyen a los bombos. Parece que se acercara un ser maligno. Tres aullidos y unos mugidos muy suaves. Sonidos guturales que en un instante te seducen. La voz de Mick Jagger es sedosa, un punto inquietante, pero atractiva, un punto burlona.
«Por favor, permítanme presentarme. Soy un hombre poderoso y con buen gusto». El relato es en primera persona, parece que quisiera contar una historia inofensiva, la de un embaucador. La canción está llena de onomatopeyas, gritos agudos y un ritmo sujeto sobre bombos, piano y un riff eléctrico que se repite machaconamente. El nombre del protagonista de la canción no se pronuncia una sola vez, sin embargo, en un instante se reconoce al personaje, el Diablo, la canción Sympathy for the Devil.
Creo que en más de una ocasión he comentado que hay canciones que me acompañan durante un largo período de tiempo, canciones que identifican un tiempo o un espacio concreto, que necesitas oír machaconamente, casi una adicción. Hay muchas canciones de los Stones que han tenido durante casi sesenta años esa virtud.
En los últimos meses la simpatía de Jagger/Richards me da cierto confort. Sustituto simpatía por empatía, palabra de moda, y empiezo muchas jornadas. Hace años que le tengo cariño a esta canción y a su personaje. Sería fantástico poder entrar a un acto público, a un acto solemne, al ritmo de los bongos, las tumbaderas y los desgarros guitarreros que dan cobertura a la voz punzante y envolvente del anciano Mick. Creo que con el paso de los años la voz del viejo Mick ha ganado en texturas.
Una canción puede servir para encarar un día difícil. También para cocinar.
¿Qué receta prepararía a Satán si aceptara que la invitara a cenar a mi casa? A mi nueva casa, una morada provisional en la que seguramente sonarán los Stones las tardes y noches que pase allí.
Creo que no tendría duda en preparar una receta absolutamente desconcertante, capaz de seducir a alguien que lleva muchos años merodeando y ha robado el alma y la fe a muchas personas ('ve been around for a long, long year Stole many a man's soul and faith).
Tomaría como punto de partida el recuerdo que me queda de un grandioso plato que he probado este año. Un curry llamado Captain que tomamos en un restaurante mágico de Penang, Malasia. El nombre del restaurante Aunty Gaik Lean’s, una estrella Michelin, un precio más que asequible, incluso para ir con niños.
Tomaría como punto de partida la receta del curry Capitán, pero no haría un pollo al curry, el diablo merece algo más sofisticado.
Mientras cocino, varias horas, sonaría en bucle la canción de la Simpatía/empatía, en sus diferentes versiones, incluida una que fusiona ritmos latinos. Una aberración deliciosa la de escuchar a los Stones cantados por un combo latino lleno de percusión.
Primer paso de la receta. Busco la olla más grande de la cocina, pongo un chorro mínimo de aceite, enciendo el fuego, corto un tomate pequeño de pera en dos y cuando se atempera el aceite, cuando empieza a chisporrotear el tomate, introduzco un pollo entero, limpio de tripas y vísceras, para que no amargue. Previamente lo he salado, he añadido pimienta blanca, comino cúrcuma en polvo. Mientras se tuesta la piel del pollo pelo un par de zanahorias, una rama de apio, corto en dos una cebolla, sin pelar, y un par de puerros. Todo va a la cazuela.
Utilizo un cucharón de madera para girar la pieza, quiero que se tueste toda la piel, que empiece a sudar. Quiero hacer un caldo, en vez de agua utilizo agua de coco, casi cuatro litros.
Antes de añadir el líquido bajo el fuego al mínimo, no quiero que se arrebate. No hay prisa para que se haga el caldo base de mi plato.
Saco una sartén grande, la más grande. Necesito un aceite neutro, no muy invasivo. Aceite de girasol irá bien. Empieza el ritual del curry. Enciendo un segundo fogón para la sartén. Muy poco aceite. He de tostar las especias: Una cucharadita de semillas de comino, otra de cúrcuma, medio tallo de canela, tres semillas de cardamomo, una estrella de anís, dos clavos, unas hojas frescas de curry (si no se consiguen las hojas, sirve un curry en polvo que no sea muy picante).
Primero pico una cebolla hermosa, dos zanahorias y una rama de apio. Mezclo las verduras con las especias. Subo moderadamente el fuego. Dejo que la cebolla se atonte antes de añadir un concentrado de tomate (tres cucharadas soperas), las mezclo bien. Añado una pizca de sal parera que la mezcla rezume bien los líquidos. Rallo una raíz de jengibre, soy generoso. Rallo también la corteza de una lima pequeña (el curry que recuerdo de aquel restaurante tenía un buen balance de acidez y picante). La receta incorpora unas nueces exóticas que sustituyo por 75 gramos de nueces de macadamia picadas. Mezclo bien. Podría añadir un chile o una guindilla, pero he de andar con ojo. Exprimo a mano media lima. No quiero que la base sea muy picante, tampoco muy acida, podría aburrir a mi invitado.
Cuando parece que el sofrito se empieza a pegar, incorporo 250 centímetros cúbicos de leche de coco. Rebaño el bote poniendo un poco del caldo que va cociendo, así que incorporo en total medio litro de líquido. La salsa queda bien ligada, espesa, rojiza.
El pollo que está cociendo en la cazuela necesita unos 45 minutos para quedar hecho (el tiempo final dependerá del peso. Yo normalmente compro pollos de poco más de kilo y medio de peso, pollos de piel amarilla, que si se cuecen una hora se deshacen). Recupero el pollo del caldo y lo sumerjo en la pasta de curry de la sartén. Añado caldo al curry hasta el límite de la capacidad del recipiente. Dejo el fuego al mínimo posible y lo tapo para que termine la cocción, no necesitará más de 15 minutos, con pequeños toques de muñeca para que la salsa ligue y termine de espesar.
Mientras se termina de cocinar preparo arroz blanco, arroz basmati, aromatizado con hojas frescas de lima, o briznas de lemongrass.
Mi pollo al curry capitán con el arroz blanco servirá para que coman mis hijos. Lo que me importa es que queden sobras. Ese tupper en el que guardaré los restos del pollo, las tajadas filamentosas que se separan de los huesos del ave, los restos minúsculos de verdura. Tengo el caldo de pollo con agua de coco reservado, lo mezclo con los restos de mi curry capitán. Pongo todo en una cacerola para que hierva y reduzca.
Estoy en un punto en el que la cocina es un caos de cacharros y de olores. No creo que moleste a mi invitado, que todavía no ha llegado.
Busco una nueva olla, también holgada. Enciendo el fuego al mínimo, saco de la nevera una pastilla de mantequilla, 200 gramos de mantequilla serán suficientes. Suelo añadir un golpe mínimo de aceite de oliva. Muelo un poco de pimienta negra y una pizca de comino.
Mientras se deshace la mantequilla pico con la precisión de un relojero un par de cebollas dulces (mi vida culinaria no tendría sentido sin las cebollas) y una zanahoria. Conviene un picado minucioso.
Rehogo la verdura en la mantequilla hasta que los trozos de cebolla son casi transparentes. Abro uno de los armarios buscando un paquete de arroz carneroli. Seremos pocos comensales, un paquete de medio quilo será suficiente. Habrá aperitivos fríos previos, puede que algo de jamón del mejor, unos espárragos del más grueso de los calibres con una mayonesa de aires franco/japoneses y almendras tostadas.
Incorporo el paquete de arroz al sofrito de cebolla y zanahoria. Remuevo pacientemente para que los granos tomen brillo. Sé que el diablo será puntual, así que quince minutos antes de la hora empiezo con el ritual del risotto. La mesa está preparada, el vino refrescando y los aperitivos en el centro.
Poco a poco voy incorporando el caldo caliente con los restos de mi curry capitán al arroz. Cazo a cazo, moviendo con tranquilidad, de modo constante. Parte de la mantecosidad del risotto se consigue con ese ritmo cadencioso que hace que el arroz suelte su almidón, para que ligue con la grasa y con el caldo. Cuando el arroz queda al borde de estar seco añado un par de cazos más y así voy tranquilamente removiendo, notando que el guiso toma la textura cremosa. La cocina huele a curry, a caldo de pollo. Con la punta del cucharón pruebo el punto, descubro que el caldo va espesando y que, si me detengo un instante a pensar/soñar, conseguiría identificar todas las especias utilizadas, ninguna domina al resto. Si han de robarme el alma, si he de perder la fe, que sea con el mejor de los platos sobre la mesa, el más sorprendente.
He elegido un buen vino, uva petit verdot, cultivada en una finca agreste de los montes de Toledo.
Mi invitado anuncia su llegada. Apago el fuego y, mientras sube las escaleras, rallo apresuradamente 150 gramos de un queso Idiazabal muy cuidado (el resto de la pieza quedará en la mesa, por si los invitados quieren más queso rallado o si prefieren unos tacos para acompañar los últimos tragos de vino). Conviene que el queso se integre bien en el caldo, para que termine de ganar cuerpo y al recoger cada cucharada deje un filamento mínimo que ligue el alma del guiso con el alma del plato. He puesto una vajilla de color rojo, clásica, con motivos campestres.
En cada bocado que damos se deslizan los matices de los ingredientes. Los invitados están desconcertados con mi risotto al curry del Capitán. Antes de que entraran en mi casa el diablo y su mínima comitiva he cambiado de música y he optado por una sonatas para piano de Schubert, volumen muy tenue, no sé si Satán disfruta con Schubert.
Horas antes de la comida, cuando había decidido el guiso principal, había preparado una minuta. Acompañada, con una imagen de fondo, la de las pinturas que decoraban el comedor principal del restaurante de Aunti Kaik Lean’s en Penang. Un lugar muy recomendable.
lunes, 2 de septiembre de 2024
Capítulo DCIX.- Caminar por los límites del sabor en los mares del sur.
Uno de septiembre. Esta fecha normalmente ha funcionado como límite o frontera para fijar el fin del verano oficial, aunque cada vez menos.
Quedan ya muy lejos los tiempos en los que las vacaciones escolares empezaban el 21/24 de junio y terminaban el 15 de septiembre, y las vacaciones oficiales abarcaban todo agosto, un mes en el que se cerraba a cal y canto el país, salvo establecimientos de hostelería. Esa vacación de un mes completo se ha ido diluyendo hasta el punto de que todos administramos nuestro tiempo de ocio por días o, en el mejor de los casos, por semanas. Veranear un mes completo es ya una excepción.
Sin embargo, la fecha del 1 de septiembre, como la del 1 de agosto, tienen ese significado simbólico, esa puerta de entrada o de salida a unos días en los que la realidad se ralentiza o, por lo menos, queda matizada por el calor, las tormentas y los tópicos estivales.
Mis vacaciones no empezaron, ni mucho menos, el 1 de agosto, del mismo modo que no terminan hoy. Pese a todo tuve la suerte de contar con tres semanas en las que, sin desconectar, pude cruzar varias fronteras, tanto físicas como mentales.
Creo que me encuentro más cómodo cuando utilizo el término inglés, “Border”, y no el castellano, “frontera”. Porque quiero hablar de mi experiencia de caminar por el límite, por el filo, de la cocina, no de otros filos mucho más peligrosos.
Para comprender mi atracción/repulsión por los límites, por los precipicios, tal vez sería útil saber que desde muy niño he tenido vértigo, un vértigo atroz, que he intentado e intento educar para que no me domine. Ese vértigo termina teniendo algo de atractivo. Entre las experiencias más estimulantes de mi vida reciente se encuentra un largo paseo alrededor del Gran Cañón, en Colorado, hace dos años, una caminata en la que no siempre había una barandilla como referencia. Caminar por el filo del Gran Cañón produce una sensación de tremenda paz, también de tremenda inquietud, ya que los límites del suelo y el cielo se desdibujan, cuando ves que a tus pies, a una distancia de cientos de metros, discurre una realidad de surcos y senderos que se corresponden con el suelo real y que, en realidad, por donde yo caminaba era una especie de antesala del cielo en el que algunas nubes quedaban por debajo de mis pasos.
Este verano esa misma sensación de transitar por el precipicio la he tenido varias veces y, con sorpresa, me ha serenado seguir caminando. Al principio de mis días de descanso, en Kuala Lumpur, subimos a las Torres Petronas y durante casi una hora pudimos caminar por la pasarela que separa los dos edificios, además de detenernos en los miradores del que en su día fue el edificio más alto del mundo (ahora es el Burj Khalifa, e incluso en la propia Kuala Lumpur están a punto de inaugurar un edificio más alto que el de las Petronas).
En Singapur, donde también paramos, pudimos ver anochecer desde el mirador del Marina Sands Bay.
En este viaje por la parte más a sur de Asia (los soñados Mares del Sur de Montalbán), los límites son apasionantes, también los contrastes en los que de modo permanente es inevitable jugar al “tan lejos/tan cerca”. Una de los aspectos más divertidos de la globalización es el poder pasear a 13.000 kilómetros de casa para ver paisajes cotidianos, más allá de la permanente presencia de Zara en cualquier gran superficie. Los límites de diluyen y los teléfonos móviles, aparatos malditos/venditos, permiten una conexión permanente con la realidad de la que pretendía huir. Puede que haya estado más próximo a mis precipicios mientras paseaba por una playa perdida de la costa Pacífica que ahora, una vez he regresado a casa.
Pero los precipicios, los límites a los que me refiero como diletante, no son los profesionales, sino los gastronómicos, ya que esa es la única finalidad de mis escritos aquí, la de explicar el tránsito por las fronteras del sabor para haber podido disfrutar de una revolución del paladar que sólo se comprende cuando se pasan muchos días fuera de casa.
En estos 21 días hubo sabores absolutamente memorables, la experiencia, ya vivida hace 8 años en Tailandia, de la comida callejera. El esfuerzo de superar la prevención de los pequeños puestos callejeros en los que las reglas de higiene son, en apariencia, ajenas a las nuestras (aunque he de decir que no he tenido ninguna complicación gástrica en mis incursiones en Malasia y Singapur).
Aunque la presencia de sabores orientales en el mundo occidental está por completo incorporada a la alta y a la baja gastronomía, sólo cuando se come en las calles de una de las grandes ciudades de oriente se disfruta de esas transgresiones gustativas para un simple paladar occidental como el mío.
Imagino que la influencia de este viaje dará lugar a nuevos capítulos como diletante, sobre todo si soy capaz de incorporar, sin estridencias, alguna de las experiencias vividas. Tuve la oportunidad de probar platos en alguna de las estrellas Michelín malayas (menos petulantes que las nuestras), compaginar comida callejera, mercados, puestos y algún que otro local convencional. La cocina de los chinos que se establecieron en Malasia (la cocina Nyo Nya) fue una gozada, incluso compré un recetario de cocina de la isla de Penang.
En ese paseo por el filo del sabor, quiero compartir hoy la experiencia de un restaurante callejero en George Town, un lugar alejado de los focos turísticos, una gran nave con decenas de puestos principalmente destinados a platos de pescado. Había llovido toda la tarde y parte de la noche, lluvia muchas veces violenta, imposible de dominar con un simple paraguas. Una lluvia que no mitiga el calor y mucho menos la humedad. Fuimos caminando desde nuestro apartamento, un paseo de apenas 500 metros para llegar a aquella feria de sabor con docenas de mesas dispersas entre pequeños obradores de cocina.
Nos acomodamos en una mesa grande, frente a varias peceras en las que peleaban pescados para nosotros ajenos. Me acerqué a uno de esos contenedores de cristal para elegir el que sería nuestro plato principal. Elegí un red snapper de casi kilo y medio (un pargo rojo), que se peleaba con otros pares en un minúsculo espacio de agua salada. Ninguno de los camareros era capaz de superar el inglés más rudimentario y la carta era un jeroglífico indescifrable. La única tranquilidad era que el pesado sería absolutamente fresco. La esperanza de que fuera debidamente eviscerado y la incertidumbre de saber qué plato llegaría a nuestra mesa cocinado. Juraría que pedí el pesado simplemente hervido, sin salsa alguna, pero mi sorpresa fue que nuestro pargo rojo llegó tras haber sido sumergido de modo violento en aceite hirviendo, un aceite que no transmitía al pescado ningún sabor adicional, por lo que imagino que sería de girasol, de cacahuete, incluso de palma (no me he atrevido a indagar en los aceites de las frituras orientales). La cuestión es que ese bautismo violento en aceite hirviendo le da una textura especial a una pieza terciada de pescado, hace que la piel quede crujiente, como una corteza de cerdo, y la carne ligeramente gomosa y compacta.
El pargo no debió estar inmerso en el aceite incandescente más allá de 5 minutos, lo justo para que se dorara y tostara la piel. Llegó a la mesa sobre un pequeño lago de salsa agridulce, la que normalmente identificamos con los platillos de cerdo de nuestros chinos de barrio, pero la sorpresa es que esa salsa agridulce teniendo todas las características de lo que ya conocía, sin embargo, contaba con todos los matices de un platillo exquisito, un ejemplo de equilibrio en ese tránsito por el abismo.
Mis hijos, que normalmente huyen de salsas estridentes, se lanzaron a aquellos nuevos sabores con mayor sorpresa que la mía.
Ni qué decir tiene que nadie fue capaz de explicarme los ingredientes de aquella salsa. En el recetario de comida de Penang que compré hay varias recetas de salsas que podrían aproximarse por color y textura a la salsa agridulce, pero no he tenido tiempo de ensayar ninguna de ellas.
He buscado en internet, incluso en páginas reputadas, pero las recetas a las que llego son excesivamente simples, un trampantojo de sabor a base de azúcar, maicena, zumo de naranja y salsa de tomate o incluso kétchup, que justificaría junto a la naranja ese color tan llamativo de la salsa, el toque que la convierte casi en un tinte.
Haciendo un ejercicio de memoria gustativa, creo que la salsa en la que descansaba mi red sinnaper llevaba salsa de soja, zumo de naranja, puede que salsa Hoisin ( allí los restaurantes no tienen problema alguno en utilizar precocinados industriales). Azúcar de caña (o puede que melaza), vinagre de arroz, jengibre rallado y algún líquido gutiminoso, que aquí sustituimos por maicena y que no deja de ser un gutamato, puede que industrial). El secreto no está en los ingredientes, sino en las proporciones. En la salsa navegaban también trozos de cebolla cruda, de col china, de rodajas de zanahoria y alguna otra verdura leñosa, de sabor agradable. El secreto es que las verduras no se rehogan en la salsa, sino que se integran crujientes. Ruego a quien me pueda leer y ayudar que me facilite la receta base de la verdadera salsa agridulce, para no tener que comprar sucedáneos en las tiendas orientales de alimentación.
Cruzadas fronteras y límites físicos, también mentales, llega el día dos de septiembre, vuelta a la normalidad, a mi nueva normalidad, después de haber caminado por selvas tupidas, por ciudades de rascacielos infinitos, por manglares con cocodrilos, también con luciérnagas increíbles, de haber nadado con verdaderos tiburones, que hacen que ya no le tenga miedo a los de mentira, de haber visto como tortugas centenarias caminaban por fondos marinos muy cercanos a las playas, dejándose acariciar por los niños; he visto majestuosas mantas rayas de punzón venenoso y me he revolcado por arenales finos formados por millones de corales en descomposición secular.
Toca ahora volver a caminar por el abismo, dominar los miedos, sonreír a aquel con quien me cruce y pisar seguro, para no despeñarme. Todavía me quedan muchos sabores por desentrañar y por volver a pensar en la melancólica tranquilidad de los mares del sur.
Mi contacto con la pintura estas semanas han sido los murales callejeros de Ipoh, George Town y Singapur, un juego divertido el de ir persiguiendo todas y cada una de esas muestras de color. La imagen, como siempre, en el Instagram del Diletante #undiletanteenlacocina.
miércoles, 31 de julio de 2024
Capítulo DCVIII.- El mole de una noche de verano.
Afueras de Madrid, 31 de julio, cinco de la mañana. El calor no cesa, el termómetro lleva días que no baja de los 30 grados, las noches son espesas, el aire es denso y la piel queda cubierta de una ligera capa salobre después de no haber parado de sudar durante horas.
Estoy en la casa de un amigo, en tránsito hacia nuevas responsabilidades. La ventana de la habitación está abierta, el jardín, en penumbra, parece un cuadro hiperrealista lleno de sombras. Llevo un rato mirando al exterior, intentando detectar un golpe de brisa, por ligero que sea, capaz de mover levemente las hojas de las plantas que domino desde la mesa en la que me he puesto a escribir. Cuando amanezca se activará el riego automático y durante unos minutos llegará una sensación de frescor, marcada por el ruido acompasado de los aspersores.
No he dormido mal, a las 11 de la noche me dio un golpe de sueño, una de esas olas jugosas que ves venir, que te adormece frente al televisor, justo durante un resumen de la jornada olímpica. Voy a la cama rápido para que esa primera ola de sueño me pille en la cama, con un libro entre las manos, casi nada recuerdo de la página que he intentado leer.
Sobre las cuatro de la mañana me he despertado. Cinco horas de sueño seguidas me parecen un regalo, sobre todo si comparo esta noche con las anteriores.
Llevo días en tránsito hacia muchos lugares. Tránsito hacia las vacaciones, dentro de unos días partiremos más allá de los mares. Tránsito hacia nuevos trabajos, nuevas responsabilidades, nuevos entornos.
La novela que estoy leyendo, la última de Richard Ford, tiene una cita que encaja perfectamente con la sensación de estos días: Si quieres hacer reír a dios a carcajadas, sólo tienes que contarle tus planes. Parte de la salsa de la vida es que los planes fracasen o se desvíen, que se imponga la incertidumbre.
Mientras escribo escucho ruidos en la casa. Convivo con otros insomnes que también tienen sus rutinas para bandear los momentos de no/sueño sin perder los nervios, sin desesperarse, intentando hacer acopio de energía para afrontar la jornada sin malos humores.
Yo he conseguido convivir con mi falta de sueño sin acudir a ninguna química. Me llevo bastante bien con mi yo insomne, es bastante reflexivo y empático. Durante el día he reducido al mínimo el café, a veces pasan días sin que lo pruebe. Tomo té con moderación, té negro por las mañanas, verde con hierbabuena a mediodía. Sin azúcar, aunque soy muy goloso, hace tiempo que el café y el té los tomo sin azúcar. También dejé las bebidas azucaradas y estimulantes hace más de 10 años. Estos ejercicios de “purificación” no han mejorado la calidad de mi sueño, pero sí que han conseguido que no me duela el estómago, han desaparecido los reflujos y el mal sabor de boca.
Hace un par de años, más o menos por estas fechas, viajamos a Estados Unidos, una ruta por los grandes parques. Recuerdo, como si lo estuviera viviendo ahora mismo, la extraña sensación que producía caminar por el filo de los precipicios de Gran Cañón, la sensación extraña de pasear junto a un abismo rocoso durante horas, sometido a la duda de mirar/no mirar hacia la garganta a veces infinita. Si miraba hacia el cielo me mareaba y tenía la sensación de que, desorientado, me precipitaría al vacío.
Llevo varios días con la sensación de caminar por el fijo de una gran grieta, de saber que mi camino será así durante varios años. Voy perfilando mis técnicas para convivir con el vértigo.
Me habría venido muy bien cocinar, pero llevo días, semanas, en las que cocinar, incluso hacer una simple tortilla de patatas, es complicado. Los preveranos son siempre caóticos, se acumulan todo tipo de tareas que parecen ineludibles, que de ellas dependa el equilibrio del mundo. Todos los años parece que el mes de julio sea la antesala del fin del mundo, este año esa sensación se eleva a la enésima potencia, aunque tengo la certeza de que llegará septiembre y que esas urgencias se diluirán.
He sustituido la cocina por la música, siempre que uno de mis hijos no colonice mi cuenta de Spotify. Tengo una rutina de canciones y de autores que consiguen que me relaje. Este año han sido The Jayhawks y Jamie Cullum, llevo poniéndolos en bucle durante semanas y creo que todavía tendré que acudir a ellos los próximos días.
Hace unos minutos, cuando todavía estaba tumbado en la cama, ilusionado con la posibilidad de que me arrastrara un último golpe de sueño, me han entrado ganas de escuchar una canción de Cullum, Mixtape (https://www.youtube.com/watch?v=RFve8_eZ7C8). Tiene una estructura muy sencilla, un ritmo machacón que va creciendo. Cuando Cullum la interpreta en directo consigue alargarla durante más de ocho minutos. Es una canción muy energética que cuenta el placer que generaba recopilar canciones en una casete, ajenas a cualquier algoritmo, sometidas al caos. Yo también fui un adolescente que dedicaba horas a mezclar canciones que querían ser un modelo de mi alta (en inglés “blueprint of my soul” suena mucho menos pringoso). Hace tiempo que sustituí los casetes por las listas de reproducción de Spotify, es útil, pero no es lo mismo.
En estos días/semanas/meses de tránsito, aunque no he podido cocinar, no he dejado de pensar en la cocina. Hace semanas un amigo preparó en mi casa, con ocasión de una “guerra” de risotos, un plato que yo pensaba que era imposible, un arroz cremoso hecho que mole mejicano. Mi amigo, que llegó a casa pertrechado con una variedad casi infinita de ingredientes, me advirtió que en México había más tipos de moles que en Francia tipos de quesos, creo que tiene razón porque todos y cada uno de los mejicanos sería capaz de preparar un mole distinto jugando con los matices de los ingredientes, también de las proporciones. Creo que los franceses no serían capaces de crear cada uno un tipo singular de queso.
Después de días investigando, mi primera sorpresa es que la mayoría de los recetarios que he consultado (tanto en papel como en internet) son tremendamente vagos, despachan la receta del mole con una referencia muy general a la combinación de especias y de chiles. Me ha costado mucho encontrar una receta que detalle las especias y chiles que en concreto necesitaré para preparar el mole, asumiendo que mi guiso no será, ni mucho menos, el mole referencial, sino un mole singular, tan singular como el de cualquier otros.
Me enfrento al mole con la serenidad de quien sabe que está llamado a fracasar, porque hacer un mole ortodoxo fuera de México es imposible, como seguramente será imposible hacer un gazpacho fuera de Andalucía. Los ingredientes que requiere un buen mole no están en las estanterías de los supermercados, incluso de los que alardean de tener los productos más sofisticados. Queda, eso sí, el consuelo de medio pelo de comprar el mole ya hecho, ir a una tienda de productos mejicanos y encontrar un bote o una pastilla densa y oscura que pueda diluirse en caldo hasta formar esa salsa sabrosa y espesa.
Asumir que hagas lo que hagas vas a fracasar reduce la angustia al mínimo. Sé que sólo podré hacer un mole decente cuando viaje a México. Mientras tanto los ensayos pueden ser divertidos.
Mi receta de mole parte del trabajo hecho en el blog Bon Vivieur (https://www.bonviveur.es/recetas/mole-poblano). Quien visite la página comprobará mi “latrocinio”.
Ingredientes:
1) Como base para el mole se necesita preparar un buen caldo de pollo, cuanto más sabroso mejor. Las carnes del hervido servirán como contrapunto de la salsa.
2) Chiles necesarios: 1 chile ancho, 3 chiles mulatos, 2 chiles pasilla y 1 chile chipotle. Sólo la selección de chiles permite dimensionar el fracaso, ya que casi ninguno de ellos se encuentra con facilidad en Barcelona.
3) La combinación de especias y productos básicos:
1 trozo de rama de canela
2 clavos de olor
½ cucharadita de anís o 1 anís estrellado
½ cucharadita de granos de pimienta negra
½ cucharadita de semillas de cilantro (opcional)
35 g de semillas de sésamo (y un poco más para servir)
4 cucharadas de aceite
35 g de almendras
35 g de cacahuetes
25 g de pasas sultanas
5 o 6 ciruelas pasas sin hueso
½ plátano maduro
2 tomates medianos
1 cebolla.
3 o 4 dientes de ajo
1 tortilla de maíz pequeña
25 g de pan del día anterior
(sólo la mezcla es una declaración de intenciones sobre la grandeza del caos).
4) La receta culmina, en su tramo final, con una cucharada de manteca de cerdo, 45 gramos de chocolate de metate (un chocolate terroso con más de un 60% de cacao), y dos cucharadas de azúcar.
La ejecución de la receta obliga a disponer de cierto margen de tiempo, es trabajosa ya que cada bloque de ingredientes exige su ritual.
Lo primero que hay que hacer es poner a cocer el caldo.
Mientras se cuece el caldo se preparan los chiles (quitar los pedúnculos, raspar y reservar las semillas, eliminar las nervosidades interiores). Los chiles se tuestan en una sartén caliente, cuanto más se tuesten más amargarán. Por lo que la receta recomienda un minuto por lado (quizá un poco más). Una vez tostados, se cubren con agua muy caliente y se dejan reposando fuera del fuego (son fantásticos los juegos de deshidratación, rehidratación). Así se ablandarán y luego podrán pasarse por una batidora para crear una base cremosa y oscura.
El tercer paso, con otra sartén, es el de tostar las especias. En una tercera sartén se tostarán las semillas de sésamo y en una cuarta sartén las semillas de los chiles.
Una vez tostadas las especias, se pasan a un mortero o a un molinillo para hacerlas polvo.
Aprovechamos una de las sartenes (por lo que llevo trabajado, convertiremos la cocina en una cacharrería), para sofreír en aceite las almendras, los cacahuetes, las pasas y las ciruelas (sin hueso), más el plátano maduro partido en dos o tres trozos.
También recuperamos otra sartén para soasar dos tomates medianos, partidos por la mitad. La piel ha de quedar bien tostada y la pulpa jugosa y densa.
Recuperamos una última sartén para sofreír la cebolla en juliana y el ajo. En ese mismo sofrito, al final, añadimos la rodaja de pan seco y la tortita de maíz (que harán de espesantes).
Toca el momento de preparar las dos pastas de chile:
- Una pasta lleva todas las especias molidas, más frutos secos y adheridos, más los tomates.- Esta pasta se traba con el caldo de pollo. Se añade en función de lo espesa o ligera que se quiera la salsa.
- Otra pasta es la de los chiles. Que se muele y se cuela para terminar de eliminar impurezas.
Para mezclar las dos pastas de mole necesitamos una cacerola grande, ha de recibir todos los ingredientes, allí se deshace la manteca de cerdo, después se añade la pasta de chile, que ha de removerse y espesar, después la onza de chocolate, que también se deshará, así como el resto de pastas. Que se remueven poco a poco hasta que todo quede bien trabado, cremoso y uniforme. Se rectifica de sal y se le añade, al gusto, una pizca de azúcar. Dejamos que se aposente antes de mezclarla con las carnes.
Hay que tener en cuenta que el mole es una salsa base que puede utilizarse en infinidad de platos y guisos. Se puede jugar con ella diluyéndola en agua o caldo.
Esta receta va con la banda sonora ya recomendada (Mixtape de Jamie Cullum), y un cuadro. Aunque el calor y la incertidumbre de estas jornadas seguramente está muy cerca del desasosiego de Jackson Pollock, al final he optado por la armonía caótica de Kandisky, quizás porque en Kandisky casi todos los callejones tienen salida.
Buen verano.
domingo, 24 de marzo de 2024
Capítulo DCVII.- En honor a Marta D. Riezu y su forma de contar.
«Lista de cosas tristísimas: un famoso casado con una fan, morir cerca de un enemigo, llevar zapatos de invierno en verano, imponer una vida adulta a un niño, el malhumor como hábito, una mesa de ejecutivos gritones de medio pelo, las cadenas de hoteles, los anuncios de radio supuestamente graciosos, las salas de espera con revistas descoloridas, los souvenirs.»
Esta larga frase no es mía, es de Marta D. Riezu, una escritora y periodista a la que sigo con cierta pasión, aunque no siempre coincida con lo que dice. Me gusta el modo en el que cuenta/no cuenta pequeñas anécdotas o trances cotidianos. Escribió el libro Agua y Jabón, una miscelánea que parece un dietario personal con aire añejo, aunque la autora tenga poco más de 45 años.
Tiene también una sección en la revista Elle llamada Radicales Libres, que intento leer cuando se publica, a veces pierdo los avisos de Instagram.
La frase que he elegido para iniciar esta entrada la he tomado de uno de los últimos números de la revista. No estoy del todo conforme con el listado de cosas tristísimas, pero me hace cierta gracia inventariar pequeñas circunstancias cotidianas que pueden hacer mucho más triste la vida. Seguramente yo incluiría cualquier comida que no tuviera alma. Casi prefiero no comer que sentarme en la mesa para tomar un plano sin alma, incluso el bocadillo más simple puede esconder un discurso sencillo sobre quien lo hace y para quien lo prepara.
Pero no trato de aprovechar esta entrada para actualizar mi listado de circunstancias “tristísimas”, sino para reivindicar un modo de escribir que a mí me ha seducido. Puede que tenga ecos de Josep Pla, incluso de algunas microreflexiones del Montaigne más frívolo.
En ocasiones el grado de contestación o el estado de ánimo de quien escribe no da para grandes relatos ligados (no siempre uno puede estar en modo Tolstoi o Flaubert) y debe conformarse con pequeños destellos de poco más de un párrafo.
Llevo más de 6 semanas sin culminar una entrada del Diletante. Me reprocha algún amigo que ya no escribo con la frecuencia con la que lo hacía al principio. Llevo casi 15 años de diletancia en la red y tengo que asumir que la intensidad no siempre es la misma. Intento que las recetas sean originales, no repetirme, porque intento que, a pesar de los pesares, este sea un blog de cocina o, por lo menos, sujeto a la excusa de la cocina.
En estas semanas he intentado empezar algún capítulo nuevo. Estuve a punto de hacerlo en Madrid, durante la semana que estuve de “colonias”. Tenía que ir a un curso en el Mercado de Valores, con las tardes libres y mucho tiempo para vagar por la ciudad. Madrid sigue teniendo en mi la fuerza magnética de la añoranza, dentro de unos límites. Puede que no me gustara vivir de continuo en la ciudad, pero si me gusta echar de menos la ciudad y fascinar con la idea de que algún día podría volver a vivir allí, aunque sólo fuera para quejarme de la ciudad.
La añoranza de la ciudad puede que sea más productiva que la propia ciudad.
Vi en el museo Thyssen la exposición de Isabel Quintanilla y recopilé un número de fotos suficiente como para escribir no una sino una docena de entradas apoyándome en sus cuadros. Tiene mucho cuadro con motivos gastronómicos, bodegones cotidianos de un tiempo que fue bastante casposo, pero que, sometido al prisma de la pintora tiene el encanto de la idealización.
A la salida de la exposición compré un libro de cocina, escrito por Fernando Villaverde Landa, una historia de la cocina española, con sus fuentes y protagonistas. Juntando los cuadros con las recetas y anécdotas que recopila Villaverde, a quien no había tenido el gusto de leer, hubiera podido alimentar un semestre completo del diletante (no descarto hacerlo en un futuro).
Aproveché mi estancia en Madrid para ver a la familia, cenar con amigos muy queridos y ocupar mi tiempo libre en conversaciones iniciadas hace décadas y continuadas con toda normalidad cuando ya hemos dejado de tener 20 años y nos acercamos, a velocidad de crucero, a la sesentena.
Regresé a Barcelona con muchos deberes a medias y, como suele suceder cuando alguien se ausenta unos días de su casa y de su trabajo, se agolparon las tareas pendientes y las prisas, por lo que tuve que aparcar durante unos días al diletante.
Este fin de semana he recobrado el equilibrio, los equilibrios, sobre todo porque he contado con tiempo libre; además, las vacaciones de Semana Santa están a las puertas, lo que permite prolongar el tiempo libre y, con el tiempo libre, los placeres de la diletancia.
Ayer, que hizo un día casi de verano, pude pasear durante gran parte de la mañana. Fui caminando a un restaurante que acaban de abrir, un lugar elegante, algo apartado. Un asador moderno, con tres parrillas a la vista. Un comedor burgués de mesas separadas y servicio esmerado. Todavía les queda algo de rodaje, pero disfruté de la comida, sobre todo del momento. A favor, el servicio impecable, los comedores amplios (un lujo asiático en la Barcelona postmoderna), las raciones generosas. Puede que la ensaladilla rusa la sirvieran un punto más fría de lo que toca, que tuviera exceso de patata aplastada (no le vendrían mal un par de langostinos pelados y un par de anchoas), los minibrioches de fricandó y de txangurro exquisitos, la carne excelente de punto, pero el solomillo un poco insípido, las torrijas con helado de café espectaculares. Mi nota, entre un 7 y un 8. Teniendo en cuenta que durante mi vida de estudiante siempre me moví entre el 7 y el 8, creo que la puntuación, cuando el restaurante lleva tres semanas de vida en la ciudad es más que favorable. Yo he conseguido sobrevivir con dignidad aferrado a mi casi/sobresaliente.
Ayer, fruto de mis paseos al sol, absorbiendo la vitamina D que el médico dice que me falta, me puse a pensar en la comida del domingo. Una comida que debía oler a comino, también a vinos de jerez. Y, además, tener de postre un helado con trozos de chocolate.
Con estas ideas sueltas, hoy domingo, que ha amanecido un día triste y nublado, propio de un invierno que casi no hemos tenido, he empezado a preparar un pollo en pepitoria que ha tomado algunos ingredientes de un pollo al curri que pudo ser y no fue. He escrito tantas recetas de pollo en este blog, tantos curris y pepitorias que no querría cansar.
Mi menú de hoy, menú de domingo de ramos, empieza con unos minibrioches de sapitos al azafrán, el tránsito de la pepitoria al curri con arroz basmati aromatizado y, de postre, unas fresas con nata montada al segundo y helado. Queda alguna torrija en la nevera que atemperaré y también asomará sus beldades en el postre.
Cuando termine esta entrada me serviré una copa de manzanilla y abriré uno de los vinos más sabrosos de la bodega, un vino propio de días felices.
De todas las recetas, proyectos de recetas, que he barajado estos días, me quedo con una que encontré hojeando el libro de Villaverde, compilada del libro “La Nueva Cocina Elegante Española, 1915” del cocinero Ignacio Doménech. Se trata de las conchas de pescado a la Marineta, una receta que un gran amigo hace todas las navidades, recordando la receta que hacía su madre.
Dice Doménech que «Esta receta debe hacerse, por lo regular, siempre que haya sobrantes de algún pescado del día anterior y que no se tenga lo suficiente para construir un plato al volverse a servir solo. De modo que estos sobrantes, desprovistos de espinas y pieles, se cortan en pedacitos. En una cacerola, con aceite fino, se rehoga un pedazo de cebolla picada; cuando quede rehogada, se le echa una buena cucharada de harina, muévase con una espátula de madera, y se moja con iguales cantidades de leche y caldo de pescado, déjese cocer y sazónese de sal, pimienta, nuez moscada y perejil picado; al quedar bien espeso, se le agrega una o dos yemas de huevo con zumo de limón; en este punto se mezcla el pescado picado y llénense conchas grandes. Encima de cada concha se colocan unos filetitos de anchoas puestos en forma de enrejado. Luego se adorna todo el borde de cada una con un cordón de puré de patatas, bien trabado y sazonado; espolvoréense con miga de pan blanco y queso rallado; rocíanse con aceite fino o manteca, zumo de limón y gratínanse ligeramente en el horno. Sírvanse en fuente con servilleta y adorno de rodajas de limón. Constituye un plato de primer orden.»
La receta es literal, incluido el aceite fino. Sobre esta idea en cada casa se introducen los ajustes y modificaciones que sean precisas, pero el concepto es el concepto.
Habría podido elegir cualquiera de los cuadros de Isabel Quintanilla para acompañar esta entrada, pero al ir a la Thyssen volví a pararme durante un largo rato frente al Matamua de Gauguín, el cuadro preferido de mi madre. Sólo en aquella sala de la Thyssen, frente al Matamua y el resto de postimpresionistas de aquella galería me emocioné, puede que me emocioné incluso más de lo que pude emocionarme los días que fui a visitar a mi madre a la residencia durante mis días de Madrid. El Mata Mua en #undiletanteenlacocina de Instagram.
Toca ahora dar cuenta de una copita de manzanilla fría y terminar de organizar la comida del domingo.
miércoles, 14 de febrero de 2024
Capítulo DCVI.- Caldo corto de leche para guisar un rodaballo.
Hace varias semanas fui al cine a ver La Passion de Dodin Bauffant, en España cambiaron el título por “A Fuego Lento”, una opción más fácil y supongo que más comercial. Lo prefiero mantener el título en francés por cuanto la historia que cuenta es la de una pasión un tanto equívoca ya que Dodin en realidad no está enamorado de Eugenia (una fantástica Juliet Binoche), sino de la capacidad de encanto y de seducción que Eugenia tiene en la cocina. Dodin recupera la pasión en cuanto descubre a una nueva cocinera capaz de interpretar las recetas que él construye, porque Dodin no cocina, él conoce los ingredientes, da órdenes, remueve, condimenta y prueba, pero quien ejecuta es Eugenia.
La película empieza con una larga escena sin apenas diálogos en la que se ve a los protagonistas moverse por la cocina, preparando un almuerzo que debe servirse en el restaurante. Eugenia y Dodin se manejan como si fueran bailarines, cuecen, saltean, hornean y presentan el menú con absoluta precisión. No tienen que cruzarse casi ninguna palabra. La cámara termina de dar armonía esos primeros minutos de película, para dejar claro que la historia que quiere contar apenas es un hilo que sirve como excusa para que disfrutemos del placer de cocinar. El asesor gastronómico ha sido Pierre Gagnaire, un cocinero de más de 70 años, con el aspecto de un viejo filósofo revolucionario.
La última escena de la película es un espectacular plano circular hecho en la cocina, una escena en la que resume y descubre la verdadera Pasión de Dodin, el poderoso gastrónomo que protagoniza y tiraniza todo el relato.
De todos los platos que se preparan en la película, dos me llamaron la atención, el primero un rodaballo guisado en leche (por lo que he comentado con amigos y familiares, esa receta ha llamado la atención a mucha gente), el segundo una tortilla noruega, nombre correcto del soufflé con el corazón helado.
Llevo muchos días dándole vueltas al guiso de rodaballo. A muchos sorprende la cocción en leche de esta pieza de pescado.
He revisado libros de mi biblioteca tanto viejos como modernos, he acudido a los referentes franceses, empezando por Kournosky, Bocusse, Ducasse… Pero, al final, encontré las indicaciones en el Libro de la Marquesa de Parabere, que no era marquesa.
La receta en sí no es complicada, pero sí que exige cierta reflexión sobre la cocina y su conexión con la cultura.
Creo que en más de una ocasión he defendido que los primates dejaron de ser primates y empezaron a convertirse en hombres (también en mujeres) cuando empezaron a cocinar, cuando empezaron a manipular los alimentos. No se contentaban con arrancar un fruto o una vaya de un matojo, o de darle una dentellada a un animal. Justo en el instante en el que empezaron a maniobrar con los frutos de la tierra o con los animales que querían comerse empezó la cultura.
Seguramente habrá muchas razones que justifiquen que unos homínidos peludos empezaran a manipular aquello que querían llevarse a la boca: la necesidad de ablandar los productos, de hacerlos menos ásperos, de facilitar su deglución; también debió haber alguna razón biológica o médica, para evitar dolores de estómago o estragos mayores. La necesidad de conseguir alimento agudizó el ingenio y obligó a trabajar productos que inicialmente no resultaban agradables. Sería divertido poder ver a la primera persona que tuvo la curiosidad de cascar un huevo para sorber la clara y la yema.
El calor fue sin duda el primer método que pone en marcha la historia de la cocina. Dejar una fruta, una pieza de carne o de pescado al sol para que se seque podía hacerla más sabrosa, también generaba algunos riesgos, como que la invadieran los insectos o que se pudriera, pero algunos frutos o algunas carnes o pescados curtidos al sol potencian su sabor.
Menor riesgo generaba una fuente de calor tan directa como el fuego. El dominio del fuego permitió que los chamanes y los brujos de los primeros clanes se convirtieran en cocineros. Las frutas y las verduras reaccionaban peor al fuego vivo y directo, pero una pierna de vaca o de cordero podía dar mayores satisfacciones.
Dominar el fuego hasta convertirlo en brasa y colocar sobre los rescoldos trozos de alimentos no sólo mejoraba la posibilidad de masticarlos, sino también su sabor, además, la ceniza podía ser, en pequeñas dosis, un buen condimento.
No tardarían en perfeccionarse otras superficies calientes con las que jugar hasta llegar a las actuales sartenes o cazos.
El fuego ablanda muchas carnes, hace que los pescados sean menos mórbidos y las verduras menos leñosas. Además, el fuego terminaba con muchas bacterias y facilitaba la conservación de alimentos que, si no se tostaban o asaban, resultaban incomibles en pocas horas.
Aplicar calor a un alimento hace que arranque la deshidratación y con la deshidratación las primeras salsas, las primeras grasas deshechas. Rápidamente llegaría la cocción como complemento a la aplicación directa del fuego. Los alimentos no sólo se ponen en contacto con el calor directo, sino también con otros elementos líquidos o semilíquidos que permiten dar matices a cada bocado. Llegan las primeras recetas, los caldos, las bases más o menos oleaginosas… Todo ayuda a la complicada tarea de dominar los alimentos, adaptarlas primero a las necesidades, pero finalmente a los gustos de cada comensal. Alimentarse deja de ser una cuestión de simple supervivencia y se convierte en un placer.
Las cocciones abren la comunicación de sabores, los elementos sólidos trasladan parte de su gusto y de sus propiedades a los medios líquidos. El líquido es capaz de mezclar distintos sabores, por lo que se utiliza para que algunos sabores vegetales puedan trasladarse a la carne o al pescado y, a su vez, carnes y pescados prestan sus virtudes a piezas de fruta o verdura menos sabrosas. Cocinar es mezclar con más o menos mesura, mezclar productos, también técnicas.
Hombres y mujeres se fueron haciendo más sabios a medida que cocinaban mejor. Por eso no concibo otra forma de cultura que la que va de uno u otro modo ligada a la comida.
Sirva lo anterior como introducción pedante para hablar de la cocción en leche de un pescado. Esa técnica puede resultar extraña en un país como España, donde el aceite de oliva ha colonizado, con absoluto merecimiento, los fogones, pero para otras culturas, como la francesa o las orientales, resulta menos extraño. Los franceses, enamorados de la mantequilla, pueden encontrar más sentido a la cocción previa en leche si luego acaban el plato con una salsa trabada con mantequilla.
Siguiendo a la Marquesa de Parabere, la cocción en leche o con leche es una de las técnicas o variantes del caldo corto, un caldo corto es el que mezcla agua o leche con otros ingredientes y que debe cocer durante poco tiempo (15 minutos o media hora a lo sumo).
El caldo corto de leche sirve para la cocción de pescados grasos (lenguado, rodaballo, lubina …). Por cada dos litros de agua se pone medio litro de leche, 45 gramos de sal, unas bolas de pimienta y medio limón cortado en rodajas. A esa mezcla se le puede añadir zanahoria, cebolla, puerro, laurel, hinojo… Debe tenerse en cuenta que el caldo en el que se cueza el pescado normalmente no se podrá utilizar en el guiso posterior. Al aplicarle limón y algún que otro ingrediente acido, la leche termina cortándose y, aunque haya algunas salsas agrias, utilizar el caldo de cocción con la leche puede dar cierto repelús.
Sin duda la leche transmite parte de sus propiedades al pescado, y el regusto lácteo puede resaltarse si luego se acaba el guiso con un golpe de plancha con mantequilla.
Por lo tanto, para cocer un rodaballo en este caldo corto de leche debe tenerse en cuenta que el pescado no ha de cocinarse más de 20 minutos, a fuego no muy vivo.
Una vez cocida la pieza de pescado (preferiblemente entero) se escurre bien. Debe tenerse en cuenta que si se prolonga mucho la cocción los elementos gelatinosos de las espinas del rodaballo terminan disolviéndose en la leche, perdiendo el pescado parte de su encanto.
Una vez escurrido el rodaballo toca aplicar de nuevo calor para terminar la preparación.
En una sartén amplia, donde se acomode bien el rodaballo, hay que deshacer al menos 200 gramos de mantequilla, esta vez a fuego vivo, porque hay que conseguir que la piel del rodaballo quede crujiente y sabrosa.
Si el rodaballo se coció bien en el caldo corto, no es necesario pasarlo por la sartén por la cara más pálida, puede ponerse directamente sobre la más oscura, que es la que gusta que quede churruscada y sabrosa. Salamos el rodaballo, hemos de ser generosos con la pimienta (preferiblemente negra, aunque la jamaicana también liga bien). Alcanzado el punto crepitante deseado, se retira la pieza de pescado. Si la mantequilla no se ha requemado (para que no se requeme puede añadirse en el momento en el que se deshace un chorrito de aceite de oliva), se aprovecha para ligar una salsa que llevará una cucharada de harina de trigo (puede sustituirse por harina de maíz – maicena – o incluso por almendra triturada), se liga hasta que se disuelva la harina. Se pone una copa de champagne o un vino blanco (no hay que ser rácano, cuando peor sea el vino peor será la salsa), un chablís encaja bien. Se remueve bien hasta que la salsa ligue del todo. Se baja el fuego al mínimo y se coloca de nuevo la pieza de rodaballo, esta vez sobre la parte de piel más clara. Bastarán 5 minutos a fuego muy bajo, 10 a lo sumo. SI el cocinero tiene la paciencia de dar un ligero meneo a la sartén mientras se termina de guisar, el colágeno del rodaballo hará su magia con la salsa, que quedará mucho más sedosa.
Si la salsa se engorda con yemas de huevo cocidas o con pan rallado en vez de con harina, la salsa también queda sabrosa.
En Instagram acompañaré esta entrada con una reproducción de alguno de los pescados que pinta o moldea Miquel Barceló. ()
martes, 26 de diciembre de 2023
Capítulo DCV.- Neocaponata 2023.
Llevo dos meses sin escribir para El Diletante, he tenido algunas ideas, dispersas, no han terminado de cuajar. A veces hay abiertos muchos frentes y me cuesta fijar objetivos.
26 de diciembre, san Esteban, una fiesta local que no termino de interiorizar. Con la excusa de comprar huevos salgo a dar un paseo. Hoy es de los pocos días del año en los que no sale la edición en papel de los periódicos. Hace años puede que tuviera sentido esa interrupción, pero hoy, sometidos al constante flujo de noticias de las ediciones digitales, puede que no tenga sentido.
Puede que fuera una antigua reivindicación de los kiosqueros, pero ya no quedan casi puestos de venta de periódicos. En mi barrio sólo queda uno, el de Peter, que abre con intermitencias. Los días que falla tengo que acercarme a una de las tiendas de cortesía de un gran almacén, donde venden prácticamente de todo, la prensa diaria y las revistas quedan en una esquina residual.
Ayer, navidad, casi todo estaba cerrado, excepto los supermercados regentados por emigrantes. Hoy en Barcelona las tiendas siguen cerradas, pero las cafeterías y algunas fruterías ofrecen refugio para los que huyen de sus casas, de la saturación familiar.
Una de las fruterías del barrio exhibe unas hermosas berenjenas de color violeta intenso, casi provocadoras. Me llevo bastante mal con las berenjenas, nos hemos peleado muchas veces, casi siempre sin éxito. Terminan saliéndome o muy amargas o muy ásperas, casi leñosas. He buscado muchos remedios, no siempre funcionan. Puede que compre berenjenas de mala calidad, dejándome llevar por su resplandor casi azabache.
Es curioso, hay una legión de tomatólogos que ha conseguido que en la más humilde tienda de ultramarinos haya al menos cuatro o cinco tipos de tomates. Los cebollólogos también han alcanzado algún triunfo y es fácil encontrar incluso cebollas rojas, además de chalotas, cebolletas, cebollas dulces de Figueras, además de las habituales de piel cobriza. Incluso los pimientólogos han ido imponiendo cierta varias en algunos puestos de mercado, pero los berenjenólogos, si es que existen, se mueven en la monotonía dual de la berenjena púrpura y la rayada.
La berenjena es una solanácea, fruta de invierno, llamada por los científicos Solanum Melongena. Los italianos fueron a la raíz latina para sus melanzannes, nosotros acudimos a la etimología árabe/persa de batingan.
Mi pelea con la berenjena empieza antes de cocinarla. He probado distintos métodos para aplacar el amargor áspero: las he sumergido en agua durante más de una hora, las he rociado con abundante sal sobre un paño, he combinado ambos remedios preparando una salmuera con 10 gramos de sal por cada litro de agua, he probado a empaparlas en leche.. En ocasiones, casi por casualidad, una de estas fórmulas consigue que las berenjenas dejen de ser astringentes o leñosas, pero no responde a una fórmula cerrada, por lo que creo que al final se trata de la calidad de la fruta. No hay que dejarse llevar por el aspecto externo de las berenjenas, casi siempre espledoroso; sino al tacto, no siempre sencillo de evaluar, porque no pueden ser ni muy rígidas, ni muy blandas. El tacto firme y ligeramente esponjoso de una berenjena es la antesala del éxito.
A veces cocino la berenjena a la llama, siempre que es posible hecha con brasas, no con el fogoncillo del gas. Hay que someter la pieza a la llama viva, dejar que casi se carbonice. No es fácil encontrar el punto de tostado en una fruta tan oscura. De nuevo hay que dejarse guiar por el tacto, para comprobar que el calor ha llegado al corazón de la berenjena. Se envuelven rápidamente en tres o cuatro páginas de papel de periódico para gestionar así que la humedad no se pierda. Si no se domina el arte de la llama vida se corre el riesgo de abrasar el exterior y que el núcleo quede leñoso, casi incomestible.
Mis ensayos de berenjenas al fuego ha contado con grandes fracasos en los que he carbonizado tres o cuatro piezas. Con el tiempo he desarrollado alguna habilidad, como por ejemplo la de darle un pequeño toque de presión con las pinzas, al retirarlas de las brasas, para añadir una pizca de sal, otra de comino, unas gotas de salsa de soja y media cucharada de pasta de sésamo, antes de envolverlas en papel de periódico. También va bien que, después de envolverlas, reposen unos minutos en una bolsa de plástico, para estirar el efecto sauna. Cuando templan se pelan, quitando la piel quemada y se conservan con un chorro de aceite (es una de las bases de la escalibada catalana).
Ensayé también las berenjenas a baja temperatura, cocinadas al vacío, durante muchas horas, con todo tipo de especias. Resultados desiguales, incluso con la misma tanda de frutas.
Mi última incursión fue la de una reinterpretación de la caponata. La receta originaria la publiqué hace casi 10 años (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/03/capcccxi-abriendo-boca-de-cara-la.html). Esta vez la he sofisticado un poco más. He tomado la receta de un restaurante que está cerca de mi casa, Restaurante Farró, en Vía Augusta. Allí la preparan fría, con burrata, o caliente.
La caponata no deja de ser un sofrito, un pisto con nombre más musical. Una confrontación de fuerzas contradictorias en la que se enfrenta lo dulce con lo salado, lo ácido con lo básico.
Creo que el truco de este plato está en disociar los sofritos y en escurrir bien la berenjena.
El paso primero es el de elegir cuatro berenjenas tersas por fuera, pero que al palparlas transmitan un punto esponjoso. Abren por la mitad y cada mitad se parte en cuatro/seis trozos. Las dejo en un bol, espolvoreo abundante sal antes de cubrirlas de agua. Las dejé a remojo más de una hora. Pasada la hora las escurrí bien, las coloqué sobre una fuente, con un plato y un peso encima, para que durante una hora adicional eliminaran todo el líquido posible.
Mientras las berenjenas “penaban”, piqué dos cebollas hermosas, un par de zanahorias y una rama de apio casi blanca. Preparé una sartén ancha en la que calenté unas semillas de comino y unas bolitas de pimienta de Jamaica. Cuando se tostaron añadí aceite de oliva y empecé a rehogar la primera tanda de verdura. Primero la cebolla, cuando la cebolla se atontó incorporé el apio picado y, finalmente, las zanahorias también picadas. Removí de vez en cuando y pasados unos veinte minutos a fuego suave incorporé ocho tomates de pera partidos por la mitad. Trataba de hacer un sofrito en el que pudieran distinguirse las piezas de verdura. No hay que buscar una salsa de tomate compacta, sino un pisto en el que, con paciencia, pudieran separarse los componentes.
En otra sartén grande puse aceite de oliva, encendí el fuego y dejé que se templara antes de poner dos pimientos rojos alargados en tiras y las berenjenas escurridas. Después del primer golpe de calor, cuando las frutas empiezan a sudar, añadí una pizca de sal, otra de pimienta blanca, y dejé que se fueran cociendo poco a poco, removiendo con cuidado.
El sofrito de cebolla, tomate, zanahoria y apio necesita una hora cumplida, a fuego suave, para llegar al punto meloso deseado. La berenjena y el pimiento no exigen tanto tiempo, sobre todo si queremos que la berenjena reine de verdad.
Cuando los dos sofritos estén al punto deseado, se mezclan en una sola sartén, se mantiene el fuego al mínimo, para que terminen de sudar e integrarse. Le damos un golpe de vinagre de jerez, lo justo para que el dulzor meloso de las verduras rehogadas encaje con la acidez del tomate y la aspereza de las berenjenas. El vinagre tiene su encanto si se dosifica con sentido común; se sube un poco el fuego para que evapore parte del líquido de cocción y el del vinagre. Se apaga el fuego y se deja reposar 5 minutos antes de pasarlo todo a una fuente.
Se coloca el guiso sobre una fuente grande. Se pone sobre verduras y fruta una burrata bien cremosa y, cuando está en la mesa, se corta la burrata para que el queso fresco se mezcle con las verduras rehogadas.
El juego de colores y, sobre todo, de sabores enfrentados es divertido, sugerente. Si se han medido bien las proporciones de cada ingrediente los contrastes pueden ser muy agradables. Todo un reto.
Un plato de berenjenas sólo puede venir en compañía de Matisse. El maestro berenjenero por excelencia (la reproducción en el Instagram del #undiletanteenlacocina).
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