Una serie de extrañas casualidades me
llevaron el lunes pasado al Museo del Prado. Hechas todas las gestiones y digestiones,
a eso de las cuatro y media me encontraba en la Puerta de Alcalá, camino de la
estación de Atocha, a las seis y media salía mi tren de regreso, tenía un par
de horas que me dejaban en tierra de nadie y nada mejor que el Museo del Prado
para terminar de diluir el día. Me venía bien un poco de armonía después de un
día inusual.
En el Museo del Prado hay una exposición de
retratos de corte de Velázquez, pensaba que el Museo estaría a rebosar y que no
podría colarme a ver la exposición; mi sorpresa fue ver que no había cola, ni
siquiera de extranjeros. Si se tienen en cuenta los Velázquez que ya hay de
suyo en el museo, lo cierto es que la exposición temporal no aporta gran cosa.
Cierto es que hay un pequeño retrato del Papa Inocencio, mucha infanta e
infanzón y poco más. En todo caso es un placer poder pasear durante unos
minutos por el Prado y recuperar cierto tono vital.
Viendo los cuadros me llamó la atención
comprobar como alternaban los cuadros del propio Velázquez con aquellos que se
atribuyen a su taller, seguramente Velázquez fue uno de los primeros
estajanovistas del arte y en su taller debieron trabajar decenas de artistas
que renunciaron a gloria y fama a cambio de un plato caliente y la seguridad de
un sueldo fijo. Me queda la duda de si ellos tuvieron que aprender a pintar
como Velázquez o si fue Velázquez quien hubo de adaptar su estilo al de sus
contratados.
Imagino que los sótanos y almacenes del
Museo del Prado estarán llenos de cuadros del Taller de Velázquez que
difícilmente saldrán a la luz, que habrán dormido durante siglos aspirando a lo
sumo a que algún estudioso se detenga un instante ante ellos para citarlos en
una tesis doctoral que nadie lea.
Mientras busco la manera de colarme en los
almacenes del Museo del Prado – seguro que la hay -, reviso algunas recetas,
recetas que pensaba que eran más o menos originales pero que compruebo que no
son sino copia de recetas que he probado o que he leído en otra parte.
Puede que no convenga ser muy original en
la cocina, la originalidad puede generar muchos riesgos. Puede que la
originalidad no sea sino buscar otro punto de vista.
Me lío en todos estos circunloquios
recordando que el sábado pasado preparé un ceviche que creía que sería original
– de hecho lo fue -, sin embargo al día siguiente de prepararlo resultó que lo
reseñaban de modo casi idéntico en un semanal. Ni qué decir tiene que mi ceviche
seguramente quedó y fue mucho mejor, que los invitados como tuvieron la suerte
de no leer el semanal al día siguiente seguro que siguen convencidos de haber probado
un plato original; yo, sin embargo, quedé un poco chafado, hasta el punto de
haber tardado varios días en animarme a colgar la receta.
El ceviche que preparé era un ceviche de
gambas. El sábado por la mañana fui al mercado a comprarlas, mi pescatera suele
tener preparadas a primera hora una bandeja de gambas rojas peladas, supongo
que deben ser aquellas que le llegan con la cabeza dañada o excesivamente
negra. La cuestión es que suelen tener gambas rojas peladas, de un aspecto
inmaculado, un poco más baratas que las gambas enteras. Es importante que la
gamba entre por los ojos, si tiene mala pinta mejor no comprarla.
Yo compré una docena de gambas – éramos 6
los comensales y pensé que dos por cabeza serían suficientes -, gambas
terciadas, de carne brillante, tersa.
Cuando llegué a casa les quité el intestino
ayudándome de unas pinzas. Las coloqué sobre una tabla de madera y las
salpimenté ligeramente, luego las metí en un bote de cristal de los que se
cierran herméticamente.
Había comprado tres limas, hice zumo con
dos de ellas y de la tercera rallé un poco de la piel. Puse sobre las gambas la
ralladura de lima y después las cubrí con el zumo.
El bote quedó en la nevera cerrado durante
cuatro horas, tiempo más que suficiente para que las gambas se maceraran hasta
el punto de que cuando abrí el bote por la tarde tenían el aspecto de haber
sido cocidas – uno de mis amigos no es muy partidario de los platos crudos -.
A media tarde saqué el bote de la nevera,
lo vacié de zumo y coloqué las doce gambas en un bol, seguían tersas y veteadas
en rojo. Piqué media cebolla morada y la mezclé con las gambas. Tenía así el
rojo y blanco de las gambas con el morado de la cebolla.
Pelé tres dientes de ajo, una pizca de sal
y varias hojas de cilantro – sin pasarse porque un exceso de cilantro puede
apagar cualquier otro matiz en la boca -. Puse los ingredientes en el mortero y
fui majando hasta que quedó una pasta verdosa.
Mezclé la pasta con las gambas incorporando
el color verde a los tres que ya tenía.
Había comprado un mango en la frutería, lo
pelé y lo corté primero en láminas, después en daditos. Añadí los daditos al
bol incorporando con ello el amarillo al resto de colores.
Devolví las gambas al bote de cristal, las
cubrí con los restos de cebolla, majado y mango que quedaban en el bol, añadí
un chorro generoso de aceite de oliva y cerré de nuevo el bote.
Media hora antes de la cena volví a sacar
el bote de la nevera para que el ceviche se desapelmazara, si se sirve muy frío
se apagan los sabores. Lo llevé a la mesa para que lo vieran como si se tratara
de una conserva.
Con ayuda de una cuchara serví en cada
plato una gamba con un poco del aderezo, como si fuera una ensalada. La carne
de la gamba se había cocinado por completo. La combinación de sabores quedó
bastante equilibrada, todos repitieron menos yo, que me guardé mi segunda gamba
para poderla disfrutar al día siguiente.
Y como premio una gamba de
Miquel Barceló.
Al fin sacaste un hueco el lunes para ir al Prado, te cundió mucho el día, me gustó el sitio y la comida y me sorprendió la torrija. El ceviche me ha abierto el apetito y estoy esperando el desayuno con alegría y eso que el café no es como para tirar cohetes. La gamba de Barceló sinceramente no me gusta. Jubi.
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