Son las cinco y media de la tarde, estoy
haciendo tiempo en el Aeropuerto de Luxemburgo para regresar a casa, primero
pararé en Zurich y, si no hay imprevistos, enlazaré con un vuelo a Barcelona
que me dejará en casa sobre las diez y media de la noche.
El miércoles por la tarde hice la ruta
inversa, salí el miércoles a mediodía de Barcelona y, vía Zurich también, pude
cenar tranquilamente en Luxemburgo.
Para preparar el viaje intenté localizar en
internet los mejores restaurantes de Luxemburgo, ciudad que tiene a gala ser la
de mayor número de locales con estrella Michelin; mi sorpresa fue que la cocina
de Luxemburgo no existe, los mejores restaurantes son de ascendencia francesa,
alemana u oriental. Los vinos mayoritariamente franceses, alguno del norte de
Italia y centroeuropeos del valle de Mosella. Al final pensé que no merecía la
pena el gasto para cenar algo parecido a lo que podía encontrar cerca de mi
casa.
He pasado dos días escuchando como otros
hablaban de Europa, de la identidad de Europa, del hecho y el derecho a ser
europeo. Dos días escuchando es un privilegio, aunque escuches en una jaula de
cristal.
En uno de los aviones que tomé a la ida, el
que me llevaba de Barcelona a Zurich sobrevolamos los Alpes, ya nevados,
volábamos a mediodía, por encima de las nubes, los Alpes eran una maravilla
visual, el sol hacía casi imposible mirar las cimas de las montañas.
Un pasajero que viajaba delante de mí, una
pasajera concretamente, tuvo que hacer una maniobra un tanto aparatosa para
salir de su asiento; al girarse me mostró/nos mostró la nuca y parte de la
espalda desnuda. Llevaba tatuadas a lo largo de la columna vertebral palabras
en caracteres árabes, una larga frase que me resultaba imposible descifrar. Era
una mujer de piel morena, rasgos islámicos, de inmediato pensé que se habría
tatuado una frase del Corán.
Escruté al resto del pasaje y descubrí
muchos orientales – chinos, coreanos y puede que algún japonés -, algunos de
raza árabe, tres o cuatro africanos. Muy pocos de los pasajeros respondíamos al
patrón occidental, éramos minoría.
La identidad de Europa seguramente tenga
mucho más que ver con la de un territorio mestizo que no debería perder su
vocación de tierra de acogida.
Visto el mundo desde el aire son pocas las
fronteras, mirando a la gente a los ojos las fronteras pierden por completo el
sentido.
Lo mejor que le podría suceder a Europa es
convertirse en una amplia tierra de nadie.
Cuando llegué al hotel, en la zona de
bancos y de instituciones internacionales, le pedí a la recepcionista que me
indicara un restaurante aceptable para cenar, eran cerca de las ocho de la
tarde, llovía y no apetecía salir a la aventura. Me recomendó encarecidamente
uno de los restaurantes del hotel, lo describió como un restaurante gourmet, mi
sorpresa fue que era italiano, el restaurante de referencia del hotel era una
trattoría elegantona; ciertamente el hotel tenía otro restaurante especializado
en lo que llamaban gastronomía local, una cervecería en la que ofrecían callos
guisados, salchichas y ensalada de col amarga. Terminé cenando en la trattoría,
mi estómago seguramente no superaría una prueba nocturna de callos
centroeuropeos.
Tanto en los aviones como en los distintos
aeropuertos decidí no quitarme la corbata, me daba cierta seguridad, también en
el hotel consideré conveniente mantener la corbata, me falta presencia física y
porte para vestir de sport en situaciones comprometidas, la gente de mi edad –
ya voy teniendo una edad – o ha de tener mucho dinero o ha de tener mucho
estilo para viajar sin corbata y no parecer un mochilero transnochado. Tampoco
me siento cómodo con la imagen del ejecutivo que se quita la corbata como señal
de haber terminado su jornada laboral o el que se afloja el nudo para demostrar
que, a su modo, sigue siendo un rebelde.
Si hay que llevar corbata mejor con el nudo
bien prieto. La corbata no deja de ser un instrumento que te permite aislarte,
llevando corbata aquellos con los que te cruzas comprenden que no eres ni mucho
menos un aventurero, aunque nadie puede descartar que no seas un asesino a
sueldo o puede que algo peor. La corbata es un buen disfraz.
Estaba yo sumergido en estas reflexiones,
sentado en mi silla de terciopelo, bajo la mirada atenta de un camarero que me
rellenaba la copa de un pinot noir estupendo de origen italiano, había pedido
una botella de las pequeñas – 33 cc – ya que a la mañana siguiente debía estar
en perfectas condiciones para escuchar.
Cerca de mi mesa había una mujer elegante,
entrada en años, negra, completamente negra, vestía un traje de chaqueta rojo –
los trajes de chaqueta son el blindaje femenino equivalente a nuestras corbatas
-, no dejaba de mirar la pantalla de su blackberry. La verdad es que no hubiera
osado perturbarla en su confortabilidad; ella, como yo, disfrutaba, sin duda,
del placer de cenar sola.
Cambié las elucubraciones sobre la corbata
por las de intentar averiguar las razones que llevaban a aquella mujer a
Luxemburgo, demasiado vistosa para ser una funcionaria, poco austera para ser
del sector financiero – tienen instrucciones de ser discretos en tiempos de
crisis -, luego sólo cabía la opción de ser una abogada de prestigio
internacional que hubiera de defender un asunto importante ante el Tribunal de
la Unión Europea.
La cena, mi cena, se demoraba y vi
atravesar el largo corredor de la zona de servicios del hotel a un abogado de
Barcelona, curiosa casualidad, tener que viajar hasta Luxemburgo para terminar
cruzándome con las mismas personas que me suelo cruzar en mi ciudad.
El abogado era de los que tenía estilo y
dinero como para pasear sin corbata. Charlamos durante unos minutos, a él le
esperaban en el exterior otros abogados con los que estaba preparando un asunto
que se debía celebrar a la mañana siguiente, un tema casualmente vinculado a un
asunto con el que yo había tenido algo que ver.
Cuando el camarero anunció a mi conocido
que su sopa estaba servida nos despedimos y yo pude disfrutar de mi cena
razonablemente ligera, media razón de pasta, de la que luego hablaré, y un
carpaccio de ternera marinado con un poco de trufa y una pequeña ensalada de
rúcula salvaje y parmesano. Rompí mi austeridad con la llegada del carro de
postre ya que me ofrecieron auténticos cannoli y un bollito de canela relleno
de crema inglesa, descarté la grapa digestiva y a las nueve de la noche subí a
la habitación con la sensación de que era ya noche cerrada. En Barcelona los
niños seguían todavía despierto y yo estaba en pijama contestando correos
electrónicos.
Las dos jornadas de trabajo han girado
fundamentalmente sobre el idioma, sobre los idiomas, sobre las dificultades de
trabajar en los 24 idiomas de la unión europea, hasta el punto de que los
traductores y sus problemas de traducción fueron el eje fundamental de todas
las explicaciones. Para comprender todos esos conflictos se dirigían a nosotros
en inglés y, en alguna ocasión en francés. Los asistentes, que veníamos de los
28 países de la Unión Europea hablábamos entre nosotros en un inglés parejo que
solo desnivelaban los ingleses – que hablan un inglés tan perfecto que
resultaba incomprensible – y los alemanes –que son tan tenaces que hablan el
inglés mejor que los ingleses -. Utilizando el inglés como lingua franca
tuvimos durante estos dos días una sensación parecida a la que se tenía en
algunos momentos en el colegio, el vértigo a no saber encontrar la palabra
precisa en cada momento.
Sin embargo regreso con la sensación de que
si pasara seis meses en Luxemburgo terminaría hablando el inglés a la
perfección, a la perfección por lo menos de los no ingleses – una irlandesa nos
dio una charla en el peor de los ingleses que he escuchado en mi vida, además
no vocalizaba y hablaba como una metralleta de tono bajo.
En nuestra cárcel de cristal, sin
posibilidad de ir ni tan siquiera al baño sin la autorización de las
responsables de protocolo, descubrimos que pese a que formalmente los problemas
parecen ser identitarios, resulta importante garantizar que todo es traducido a
todos y cada uno de los idiomas de la Unión Europea, en el fondo la gente
termina entendiéndose en inglés, incluso reconocían que se utilizaba el inglés
de modo clandestino ya que el idioma de la institución era el francés, pero los
propios franceses eran conscientes de que el francés siendo bonito, musical y
romántico, seguramente es poco operativo.
Las comidas durante nuestra instancia
fueron anodinas, ensaladas, pescados y cremas insípidas. Los vinos de burdeos,
siempre se agradece, y el café aguado.
El jueves por la noche escapé de la
disciplina de mis colegas, escapé de las corbatas y fui a cenar con un grupo de
alumnos de la universidad de Luxemburgo, una de ellas se había acercado a
Barcelona meses antes para indagar a cerca de algunas cuestiones que tenían que
ver con mi trabajo. Me llevaron a cenar por el centro de la ciudad, cerca del
ayuntamiento, y mi sorpresa fue terminar cenando en un restaurante griego, de
unos amigos de una de las estudiantes, una griega que hablaba a la perfección
el inglés, el italiano y el francés, además del griego. Cenamos unas dolmades y
unos filetes de lubina aderezados con limón. De nuevo pequé con el postre, esta
vez unos hojaldres rellenos de crema.
Fuera seguía lloviendo, en Luxemburgo no
hay rastros visibles del sol y la diferencia entre el buen y el mal tiempo se
reduce a comprobar si llueve – una lluvia fina y constante que termina empapando
– o si ha dejado de llover.
Haciendo tiempo a mi vuelo de regreso a
casa me encuentro en el aeropuerto con muchos de los colegas con los que he
compartido el encierro de 48 horas, letones, croatas, austriacos, holandeses,
húngaros, rumanos, polacos, ingleses … incluso con una compañera mallorquina
hablábamos en inglés y durante la comida, oficial, por supuesto y, por lo
tanto, con corbatas, una de las jefas del staff de traductores, que había
nacido en Oviedo, se dirigía a nosotros en inglés.
Así las cosas incluso el tiempo en el que
estoy escribiendo esta entrada he de interrumpir el tecleado para despedirme en
inglés de alguno de mis ocasionales compañeros.
Lo dicho, aspiro a que Europa termine
convirtiéndose en una confortable tierra de nadie. Espero que la próxima vez
que regrese a Luxemburgo – creo que en breve – pueda seguir haciendo ejercicios
para conseguir que el nudo de mi corbata no se afloje por mucho que pasen las
horas y que no se salgan los faldones de la camisa.
Aspiro a seguir encontrándome conocidos en
los sitios más inesperados y a poder acostarme antes de las nueve de la noche
sin estar enfermo.
Si hubiera de elegir una receta que me
permitiera cerrar este ejercicio de transito puede que eligiera la de la pasta
que cené la primera noche, una media ración de unos tagliatelle verdes con
calamares y un pesto ligero ligado con una pizca de mantequilla.
Mientras escribo esta receta los ejecutivos
que hay enfrente de mi hablan en italiano, los que hay a mi espalda contestan
al teléfono en francés; sin embargo cuando cruzamos las miradas los ojos nos
brillan en inglés.
Para el pesto necesitaré 125 gramos de
piñones, una docena de hojas de albahaca fresca, dos dientes de ajo y 25 gramos
de queso parmesano.
También necesitaré un calamar cortado en
finos aros.
Desharé 100 gramos de mantequilla en una
sartén a fuego suave, cuando se haya deshecho freiré durante dos minutos los
calamares – el calamar exige un guisado corto para evitar los riesgos de que se
quede duro -. Retiraré y reservaré los calamares.
En la misma sartén añadiré un chorrito de
aceite de oliva, dos dientes de ajo pelados y los piñones. Los tendré el tiempo
justo para que se doren un poquito. Cuando estén dorados pasaré ajos, piñones y
restos de grasa a un mortero, dejaré que se enfríen un poco y empezaré a majar
con la mano del mortero hasta que se conviertan en pasta. Doy los primeros
golpes para que se deshagan los ajos, después añado las hojas de albahaca, sigo
majando, añadiendo poco a poco aceite, aunque no quiero que se quede una salsa
muy densa, por eso una vez que he conseguido la masa más o menos homogénea
añadiré el queso rallado – ya sé que es un pecado poner queso a la pasta de
pescado pero la que cené llevaba una pizca de parmesano y ligaba de maravilla
-. Aligeraré la salsa un poco con caldo de pescado, que no sea muy fuerte.
Devolveré la salsa a un cacillo para que
vuelva a recuperar temperatura y cuando esté caliente – sin hervir – añadiré la
pasta previamente cocida al dente y los calamares, puede que tres o cuatro
aceitunas negras picadas. Revolveré con un tenedor de madera y ya estará a
punto de ir a la mesa. Con mi pinot noir.
Cansado de hablar en un idioma que no es el
mío, cansado de escuchar, cansado de discutir sobre la importancia de respetar
las lenguas de los demás y, a la vez, usar el inglés como lingua franca, no me
queda más remedio que elegir un cuadro de Klee para acompañar a mi receta,
Klee, como buen suizo no era de ningún sitio y, a la vez, de sí mismo. Además
en el cuadro que he elegido Klee esconde las letras bajo el color, como si las
palabras no fueran tan importantes como la tonalidad con la que se utilizan. Al
final los problemas no son de idioma sino de tono.
Entretenida entrada la de hoy y apetecibles tagliatelle. Mi amiga que vive en Luxemburgo desde hace un montón de años siempre me está diciendo que vaya, aún a sabiendas de que allí todo es muy aburrido y el sol se ve poquísimo, es un sitio muy frío y con gente de paso, así que cuando viene nos damos un homenaje y nos ponemos al corriente de nuestras vivencias. No te imagino encorbatado tanto tiempo. El cuadro de Paul Klee me gusta. Jubi
ResponderEliminarA mi también me ha gustado esta entrada. Escribes y describes de una manera muy amena. Da la sensación de haber estado contigo de aeropuerto en aeropuerto y de ciudad en ciudad. Cansancio....
ResponderEliminarCoincido con Jubi en lo de la corbata. Aunque estoy acostumbrada a verte con ella siempre me da la sensación que no la llevas a gusto.
No coincido contigo en que no tienes "estilo". No tendrás el de otros, pero ni mejor ni peor: tienes el tuyo.
¿Has pensado en hacerte un clon? Porque...........
@LSC
Diletante, con esta entrada me has hecho revivir una época en la que quise irme a trabajar a la Comunidad Europea y hacer del inglés mi principal idioma de comunicación. Me ha gustado.
ResponderEliminarLo principal es la comunicación, el idioma es secundario. Cuantas veces, hablando el mismo idioma, no somos capaces de entendernos!
El cuadro de Klee me parece genial, no importa lo que dicen las palabras medio ocultas, sino lo que nos transmite.
Un abrazo
Mari Carmen