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sábado, 4 de enero de 2014

CAP.CCXCIX.- Homenaje al aceite de oliva: Ensalada estupendeada de naranja, jamón y nueces con caviar de aceite de oliva, of course.


Regresamos de Londres ayer. Los niños alborotados después de tantos días fuera, a veces piensan que la vida es un juego permanente. Llego con el bolsillo de la mochila lleno de bolsitas de sacarina – costó descubrir que los ingleses la llaman “sugarless” – y de infusiones de lo más diversas pickpocketeadas de los buffets del desayuno, hay mezclas que jamás llegarán a España, aquí tenemos poca tradición de aguas calientes.

Viajar con niños obliga a ciertos sacrificios, aunque da grandes satisfacciones. Muchas cosas quedan por ver y dedicas algunos momentos a visitas tan absurdas como a la sede de M&Ms, un comercio de cuatro plantas consagrado a mayor gloria de los lacasitos, que allí se llaman M&Ms y parece que tengan mucho más glamour. Además de los consabidos lacasitos había todo tipo de mercaderías vinculadas a las pastillitas de chocolates, incluidos pijamas, calcetines, cuberterías, vasos y tazas; uno podría estructurar su ajuar a partir de toda aquella variedad de productos. Reconozco haber robado algún lacasito y eso que en uno de los puntos de la tienda había un chico muy amable que los iba distribuyendo de tres en tres. Mis hijos pasaron varias veces por la escalera en la que los repartían.

Los viajes no dejan de ser ejercicios de pequeños hurtos, uno hace de ratero aficionado no sólo por las sacarinas, las bolsitas de té y los M&Ms, sino también por las decenas de fotografías que se van tomando con el fin de empaparse de los sitios que uno visita. A veces creo que son mucho más importantes las fotografías que se hacen de los viajes que los propios viajes, que uno se forja los recuerdos a partir de las fotografías, no por lo vivido en aquel momento; vivencias que, por otro lado, no dejan de tener un punto incómodo entre el frio, la lluvia y la necesidad de poner un poco de orden en la tropa.

En lo culinario con niños y fuera de casa no son posibles muchas emociones ni es aconsejable asumir riesgos, aún y así creo que nuestra visita al barrio chino y la comida en un restaurante de la zona merecería por sí sola una novela. Diversas circunstancias me arrastraron al absurdo de tenerme que tomar yo solo una bandeja entera de cerdo agridulce con el consiguiente resacón de glutamato que me convirtió en un zombie lleno de gases durante toda la tarde.

Las carnes excepcionales incluso en los tugurios más infames – por ejemplo el Garfunkel que había por la zona de Carnaby Street -; fue especialmente grata una sopa de cebolla hecha sobre fondo negro y un lomo de lubina al papillote con juliana de puerros frente a Sant Paul Cathedral.

Las visitas a M&Ms, a la feria de Navida de Hide Park y el agobioso recorrido por las ocho plantas de la juguetería Hamley’s fueron gratamente compensados por el recorrido por la Modern Tate, con una exposición antológica sobre Paul Klee que justificaba el frio y la lluvia de aquel dos de enero. Los niños recorrieron la veintena de salas dedicadas a Klee con el sosiego y tranquilidad suficiente como para haber disfrutado de la visita. No tengo clara la huella que este tipo de viajes dejarán en niños tan pequeños y si les valdrá de algo haber visto a Klee en Londres o haber estado durante un cuarto de hora frente a la Mona Lisa en París meses atrás.

Pasar varios días en Londres puede llegar a convertirse en un ejercicio de añoranza del aceite de oliva. El glorioso imperio británico sobrevive a base de infames salsas hechas a base de mantequilla y limón. La felicidad es prácticamente imposible si te desayunas unos huevos a la plancha sobre mantequilla, unas salchichas de cerdo viejo y un plato de alubias, puede que el envaramiento anglosajón no sea sino un problema de gases mal metabolizado. Los londinenses caminan dando empujones por las calles, apartando niños a manotazos y esbozando una forzada sonrisa mientras dicen “excuse me”. Por suerte – o por desgracia ya que no deja de ser un reflejo del desastre de gestión de España – en todas las tiendas o restaurantes había un chico/ca español/a que nos atendía y comprendía gentilmente, puede que en esto de la emigración, como en muchas otras cosas España haya decidido volver a los años cincuenta.

La añoranza del aceite de oliva hizo que cuando ayer por la tarde regresamos a casa me cenara un platillo de jamón de jabugo recién cortado, pan con tomate y aceite de oliva de primera prensión originario de la Conca del Barberá, un aceite denso, turbio y verdoso que incluso hacía prescindible el jamón.

Con los reyes magos en puerta y con la añoranza del aceite de oliva conviene una receta de las denominadas desengrasantes ,“Detox” si aceptamos el influjo sajón. La receta es sencilla, no es sino una simple ensalada hecha con lechuga, naranja cortada en dados, jamón en taquitos, nueces, sal y aceite.

Recordando a un buen amigo que de vez en cuando inventa buenas palabras, vamos a estupendearnos y, poniéndonos estupendos, vamos a apañar un poco la ensalada, en el fondo el objetivo de cualquier diletante es el de complicarse la vida para que sea un poco más grata.

Paso primero si hemos de utilizar lechuga utilicemos la llamada hoja de roble, la que tiene tonalidades marrones y verde oscuras, de hojas envolventes. Limpiamos bien las hojas, buscamos las más lustrosas y hacemos con ellas, sin cortar, una base en forma de nido.

El jamón serrano, por descontado, no tiene porqué ser jabugo pero tampoco conviene escatimar y elegir un jamón de esos que termina sabiendo a conserva de pescado. Es importante que el jamón no esté muy seco. Se corta una loncha gordita y se parte en tacos pequeños. Si se pasa unos segundos por una sartén se deshace la grasa y se potencia el sabor y el punto de sal. Tampoco queda mal si se hace con jamón curado de pato, cortado en pequeñas lonchas de un rojo profundo y oscuro.

Las nueces enteras, la ensalada ha de tener un elemento freudiano y nada mejor que la nuez entera que representa un ordenado y sólido cerebro.

Naranjas a estas alturas del año salen buenas las Torres, en general cualquier naranja de mesa. Vamos a cortarla a sangre o a lo vivo, que es el modo en el que se denomina el gajo sin el pellejillo o membrana que lo rodea – adjunto foto sacada del blog Directo al paladar para que se entienda el modo en el que se pela la naranja.
 

Como se trata de complicarse la vida con el aceite no me contento con regar la ensalada sin más, me animo a hacer un caviar con el aceite de la Conca, unas perlitas de aceite que imitan a las bolas de caviar, no modifican su sabor pero le dan mayor presencia en el plato. Aquí tiene un protagonismo especial la química, recupero los botecitos de un kit de esferificación que me regalaron hace años unos compañeros cocinillas:

-      En medio litro de agua disuelvo 3’8 gramos de alginato sódico – algín -. Conviene pasarlo por la batidora y dejarlo reposar durante al menos un par de horas.

-      Disuelvo 200 gramos del aceite de oliva en 3 gramos de cloruro de calcio y lo dejo reposar también otro par de horas.

-      Se carga una jeringuilla con la disolución de aceite y se van dejando caer las gotas de aceite sobre la solución de alginato. Se irán formando permitas de caviar. Con ayuda de un colador pequeño se escurren y se colocan en una latita o en un botecillo de los de caviar.

Si no he fallado en las proporciones quedarán unas perlitas de aceite que se pueden manipular con cierta facilidad sin romperse, depositarse sobre la ensalada antes de presentarla. Al llevar las perlitas a la boca estallarán y se podrá disfrutar del aceite en todo su esplendor. ( Se vende ya preparado con el nombre comercial de Caviaroli y no hay que meterse en tantos líos).

Quedan las nueces, de california que son las que tienen una apariencia más cerebral.

Para llevar la ensalada a la mesa se adorna con unas escamas de sal – Maldón por supuesto ya que se trata de estupendear la receta.

La ensalada podría ir acompañada con un cava – en Londres la alternativa al carísimo champagne francés era un proceso infumable – y por un cuadro de la exposición de la Modern Tate, una obra del museo Norton Simon de Pasadena, se titula  Recuerdo de la Hoja de una Concepción, si se observa la parte de abajo del cuadro se verá una de las gotas de caviar de aceite ya imaginada por Klee.

sábado, 9 de noviembre de 2013

CAP.CCLXXXIX.- Tierras de nadie.


Son las cinco y media de la tarde, estoy haciendo tiempo en el Aeropuerto de Luxemburgo para regresar a casa, primero pararé en Zurich y, si no hay imprevistos, enlazaré con un vuelo a Barcelona que me dejará en casa sobre las diez y media de la noche.

El miércoles por la tarde hice la ruta inversa, salí el miércoles a mediodía de Barcelona y, vía Zurich también, pude cenar tranquilamente en Luxemburgo.

Para preparar el viaje intenté localizar en internet los mejores restaurantes de Luxemburgo, ciudad que tiene a gala ser la de mayor número de locales con estrella Michelin; mi sorpresa fue que la cocina de Luxemburgo no existe, los mejores restaurantes son de ascendencia francesa, alemana u oriental. Los vinos mayoritariamente franceses, alguno del norte de Italia y centroeuropeos del valle de Mosella. Al final pensé que no merecía la pena el gasto para cenar algo parecido a lo que podía encontrar cerca de mi casa.

He pasado dos días escuchando como otros hablaban de Europa, de la identidad de Europa, del hecho y el derecho a ser europeo. Dos días escuchando es un privilegio, aunque escuches en una jaula de cristal.

En uno de los aviones que tomé a la ida, el que me llevaba de Barcelona a Zurich sobrevolamos los Alpes, ya nevados, volábamos a mediodía, por encima de las nubes, los Alpes eran una maravilla visual, el sol hacía casi imposible mirar las cimas de las montañas.

Un pasajero que viajaba delante de mí, una pasajera concretamente, tuvo que hacer una maniobra un tanto aparatosa para salir de su asiento; al girarse me mostró/nos mostró la nuca y parte de la espalda desnuda. Llevaba tatuadas a lo largo de la columna vertebral palabras en caracteres árabes, una larga frase que me resultaba imposible descifrar. Era una mujer de piel morena, rasgos islámicos, de inmediato pensé que se habría tatuado una frase del Corán.

Escruté al resto del pasaje y descubrí muchos orientales – chinos, coreanos y puede que algún japonés -, algunos de raza árabe, tres o cuatro africanos. Muy pocos de los pasajeros respondíamos al patrón occidental, éramos minoría.

La identidad de Europa seguramente tenga mucho más que ver con la de un territorio mestizo que no debería perder su vocación de tierra de acogida.

Visto el mundo desde el aire son pocas las fronteras, mirando a la gente a los ojos las fronteras pierden por completo el sentido.

Lo mejor que le podría suceder a Europa es convertirse en una amplia tierra de nadie.

Cuando llegué al hotel, en la zona de bancos y de instituciones internacionales, le pedí a la recepcionista que me indicara un restaurante aceptable para cenar, eran cerca de las ocho de la tarde, llovía y no apetecía salir a la aventura. Me recomendó encarecidamente uno de los restaurantes del hotel, lo describió como un restaurante gourmet, mi sorpresa fue que era italiano, el restaurante de referencia del hotel era una trattoría elegantona; ciertamente el hotel tenía otro restaurante especializado en lo que llamaban gastronomía local, una cervecería en la que ofrecían callos guisados, salchichas y ensalada de col amarga. Terminé cenando en la trattoría, mi estómago seguramente no superaría una prueba nocturna de callos centroeuropeos.

Tanto en los aviones como en los distintos aeropuertos decidí no quitarme la corbata, me daba cierta seguridad, también en el hotel consideré conveniente mantener la corbata, me falta presencia física y porte para vestir de sport en situaciones comprometidas, la gente de mi edad – ya voy teniendo una edad – o ha de tener mucho dinero o ha de tener mucho estilo para viajar sin corbata y no parecer un mochilero transnochado. Tampoco me siento cómodo con la imagen del ejecutivo que se quita la corbata como señal de haber terminado su jornada laboral o el que se afloja el nudo para demostrar que, a su modo, sigue siendo un rebelde.

Si hay que llevar corbata mejor con el nudo bien prieto. La corbata no deja de ser un instrumento que te permite aislarte, llevando corbata aquellos con los que te cruzas comprenden que no eres ni mucho menos un aventurero, aunque nadie puede descartar que no seas un asesino a sueldo o puede que algo peor. La corbata es un buen disfraz.

Estaba yo sumergido en estas reflexiones, sentado en mi silla de terciopelo, bajo la mirada atenta de un camarero que me rellenaba la copa de un pinot noir estupendo de origen italiano, había pedido una botella de las pequeñas – 33 cc – ya que a la mañana siguiente debía estar en perfectas condiciones para escuchar.

Cerca de mi mesa había una mujer elegante, entrada en años, negra, completamente negra, vestía un traje de chaqueta rojo – los trajes de chaqueta son el blindaje femenino equivalente a nuestras corbatas -, no dejaba de mirar la pantalla de su blackberry. La verdad es que no hubiera osado perturbarla en su confortabilidad; ella, como yo, disfrutaba, sin duda, del placer de cenar sola.

Cambié las elucubraciones sobre la corbata por las de intentar averiguar las razones que llevaban a aquella mujer a Luxemburgo, demasiado vistosa para ser una funcionaria, poco austera para ser del sector financiero – tienen instrucciones de ser discretos en tiempos de crisis -, luego sólo cabía la opción de ser una abogada de prestigio internacional que hubiera de defender un asunto importante ante el Tribunal de la Unión Europea.

La cena, mi cena, se demoraba y vi atravesar el largo corredor de la zona de servicios del hotel a un abogado de Barcelona, curiosa casualidad, tener que viajar hasta Luxemburgo para terminar cruzándome con las mismas personas que me suelo cruzar en mi ciudad.

El abogado era de los que tenía estilo y dinero como para pasear sin corbata. Charlamos durante unos minutos, a él le esperaban en el exterior otros abogados con los que estaba preparando un asunto que se debía celebrar a la mañana siguiente, un tema casualmente vinculado a un asunto con el que yo había tenido algo que ver.

Cuando el camarero anunció a mi conocido que su sopa estaba servida nos despedimos y yo pude disfrutar de mi cena razonablemente ligera, media razón de pasta, de la que luego hablaré, y un carpaccio de ternera marinado con un poco de trufa y una pequeña ensalada de rúcula salvaje y parmesano. Rompí mi austeridad con la llegada del carro de postre ya que me ofrecieron auténticos cannoli y un bollito de canela relleno de crema inglesa, descarté la grapa digestiva y a las nueve de la noche subí a la habitación con la sensación de que era ya noche cerrada. En Barcelona los niños seguían todavía despierto y yo estaba en pijama contestando correos electrónicos.

Las dos jornadas de trabajo han girado fundamentalmente sobre el idioma, sobre los idiomas, sobre las dificultades de trabajar en los 24 idiomas de la unión europea, hasta el punto de que los traductores y sus problemas de traducción fueron el eje fundamental de todas las explicaciones. Para comprender todos esos conflictos se dirigían a nosotros en inglés y, en alguna ocasión en francés. Los asistentes, que veníamos de los 28 países de la Unión Europea hablábamos entre nosotros en un inglés parejo que solo desnivelaban los ingleses – que hablan un inglés tan perfecto que resultaba incomprensible – y los alemanes –que son tan tenaces que hablan el inglés mejor que los ingleses -. Utilizando el inglés como lingua franca tuvimos durante estos dos días una sensación parecida a la que se tenía en algunos momentos en el colegio, el vértigo a no saber encontrar la palabra precisa en cada momento.

Sin embargo regreso con la sensación de que si pasara seis meses en Luxemburgo terminaría hablando el inglés a la perfección, a la perfección por lo menos de los no ingleses – una irlandesa nos dio una charla en el peor de los ingleses que he escuchado en mi vida, además no vocalizaba y hablaba como una metralleta de tono bajo.

En nuestra cárcel de cristal, sin posibilidad de ir ni tan siquiera al baño sin la autorización de las responsables de protocolo, descubrimos que pese a que formalmente los problemas parecen ser identitarios, resulta importante garantizar que todo es traducido a todos y cada uno de los idiomas de la Unión Europea, en el fondo la gente termina entendiéndose en inglés, incluso reconocían que se utilizaba el inglés de modo clandestino ya que el idioma de la institución era el francés, pero los propios franceses eran conscientes de que el francés siendo bonito, musical y romántico, seguramente es poco operativo.

Las comidas durante nuestra instancia fueron anodinas, ensaladas, pescados y cremas insípidas. Los vinos de burdeos, siempre se agradece, y el café aguado.

El jueves por la noche escapé de la disciplina de mis colegas, escapé de las corbatas y fui a cenar con un grupo de alumnos de la universidad de Luxemburgo, una de ellas se había acercado a Barcelona meses antes para indagar a cerca de algunas cuestiones que tenían que ver con mi trabajo. Me llevaron a cenar por el centro de la ciudad, cerca del ayuntamiento, y mi sorpresa fue terminar cenando en un restaurante griego, de unos amigos de una de las estudiantes, una griega que hablaba a la perfección el inglés, el italiano y el francés, además del griego. Cenamos unas dolmades y unos filetes de lubina aderezados con limón. De nuevo pequé con el postre, esta vez unos hojaldres rellenos de crema.

Fuera seguía lloviendo, en Luxemburgo no hay rastros visibles del sol y la diferencia entre el buen y el mal tiempo se reduce a comprobar si llueve – una lluvia fina y constante que termina empapando – o si ha dejado de llover.

Haciendo tiempo a mi vuelo de regreso a casa me encuentro en el aeropuerto con muchos de los colegas con los que he compartido el encierro de 48 horas, letones, croatas, austriacos, holandeses, húngaros, rumanos, polacos, ingleses … incluso con una compañera mallorquina hablábamos en inglés y durante la comida, oficial, por supuesto y, por lo tanto, con corbatas, una de las jefas del staff de traductores, que había nacido en Oviedo, se dirigía a nosotros en inglés.

Así las cosas incluso el tiempo en el que estoy escribiendo esta entrada he de interrumpir el tecleado para despedirme en inglés de alguno de mis ocasionales compañeros.

Lo dicho, aspiro a que Europa termine convirtiéndose en una confortable tierra de nadie. Espero que la próxima vez que regrese a Luxemburgo – creo que en breve – pueda seguir haciendo ejercicios para conseguir que el nudo de mi corbata no se afloje por mucho que pasen las horas y que no se salgan los faldones de la camisa.

Aspiro a seguir encontrándome conocidos en los sitios más inesperados y a poder acostarme antes de las nueve de la noche sin estar enfermo.

Si hubiera de elegir una receta que me permitiera cerrar este ejercicio de transito puede que eligiera la de la pasta que cené la primera noche, una media ración de unos tagliatelle verdes con calamares y un pesto ligero ligado con una pizca de mantequilla.

Mientras escribo esta receta los ejecutivos que hay enfrente de mi hablan en italiano, los que hay a mi espalda contestan al teléfono en francés; sin embargo cuando cruzamos las miradas los ojos nos brillan en inglés.

Para el pesto necesitaré 125 gramos de piñones, una docena de hojas de albahaca fresca, dos dientes de ajo y 25 gramos de queso parmesano.

También necesitaré un calamar cortado en finos aros.

Desharé 100 gramos de mantequilla en una sartén a fuego suave, cuando se haya deshecho freiré durante dos minutos los calamares – el calamar exige un guisado corto para evitar los riesgos de que se quede duro -. Retiraré y reservaré los calamares.

En la misma sartén añadiré un chorrito de aceite de oliva, dos dientes de ajo pelados y los piñones. Los tendré el tiempo justo para que se doren un poquito. Cuando estén dorados pasaré ajos, piñones y restos de grasa a un mortero, dejaré que se enfríen un poco y empezaré a majar con la mano del mortero hasta que se conviertan en pasta. Doy los primeros golpes para que se deshagan los ajos, después añado las hojas de albahaca, sigo majando, añadiendo poco a poco aceite, aunque no quiero que se quede una salsa muy densa, por eso una vez que he conseguido la masa más o menos homogénea añadiré el queso rallado – ya sé que es un pecado poner queso a la pasta de pescado pero la que cené llevaba una pizca de parmesano y ligaba de maravilla -. Aligeraré la salsa un poco con caldo de pescado, que no sea muy fuerte.

Devolveré la salsa a un cacillo para que vuelva a recuperar temperatura y cuando esté caliente – sin hervir – añadiré la pasta previamente cocida al dente y los calamares, puede que tres o cuatro aceitunas negras picadas. Revolveré con un tenedor de madera y ya estará a punto de ir a la mesa. Con mi pinot noir.

Cansado de hablar en un idioma que no es el mío, cansado de escuchar, cansado de discutir sobre la importancia de respetar las lenguas de los demás y, a la vez, usar el inglés como lingua franca, no me queda más remedio que elegir un cuadro de Klee para acompañar a mi receta, Klee, como buen suizo no era de ningún sitio y, a la vez, de sí mismo. Además en el cuadro que he elegido Klee esconde las letras bajo el color, como si las palabras no fueran tan importantes como la tonalidad con la que se utilizan. Al final los problemas no son de idioma sino de tono.
 

miércoles, 29 de mayo de 2013

CAP.CCXLIV.- Cerrando círculos verdes en torno a Klee.


Por casualidad voy cerrando círculos. El 12 de noviembre de 2011 aprovechando un menú vegetariano – Think on Green se llamaba la entrada (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com.es/2011/11/caplxxxi-think-on-green.html) – pedí prestado un cuadro a Paul Klee; un año y medio más tarde, por casualidad, vuelve a coincidir Paul Klee con una experiencia vegetal.

Mis visitas a Madrid se cuentan casi por peripecias y hoy no podía ser menos. Me he levantado a las cinco y veinte de la mañana para llegar a Madrid a las nueve y media, estaba invitado a una tertulia económica de temas de actualidad; como suele pasar en estos casos quien viene de fuera termina llegando el primero y mis contertulios, sin ninguna excusa, han llegado pasadas las diez y media por lo que todo el día se ha retrasado 45 minutos.

Había quedado con una periodista y con mi madre, la programación era perfecta, a las 11’30 debía tomar un café con la periodista y a las 12’30 cité a mi madre. Como estaba en plan “cool” había quedado con ambas en la Fundación Juan March, hay una exposición sobre Paul Klee y la Bauhaus con ocasión de la catalogación en internet de las 4.000 páginas de notas que Klee escribió para preparar sus clases.

Como consecuencia del retraso sistémico eran las 12’45 y yo estaba todavía en el taxi dirigiéndome a la Fundación, la periodista me había mandado tres mensajes y yo le había avisado a mi madre que llegaría tarde. En definitiva se han encontrado ambas en la puerta de la sala, acompañadas por un fotógrafo y el responsable de prensa de la fundación.

Atropelladamente hemos visitado algunas salas de la fundación normalmente vedadas al público lo que me ha permitido descubrir un Lucio Muñoz al fondo de un despacho y me han hecho fotografías entre esculturas de Berrocal en una parte del jardín normalmente cerrada al público. Espero que la entrevista no haya quedado muy precipitada.

La exposición una maravilla, la fundación había organizado una exposición dedicada a Klee a principios de los ochenta del siglo pasado y yo nunca había tenido la oportunidad de ver tanto Klee junto. Me he comprado el catálogo.

A mediodía había reservado para comer en un restaurante de nombre horrible – Green and More Tudela -, pese al nombre gracias a las recomendaciones de una amiga navarra me había decidido a reservar, aseguraba que era la mejor verdura de Madrid.

No es mi intención convertir las crónicas del diletante en una guía de restaurantes, hay profesionales y aficionados que lo hacen mucho mejor que yo, sin embargo la experiencia ha sido digna de mención aunque el sitio – calle del prado nº 15 – un poco ruidoso.

Tienen tres menús vegetales, que no vegetarianos, que quitan el sentido. Al responsable de la sala se le ve con tablas, de hecho cuando te presenta el menú asegura que la oferta de hoy no la podría asegurar dentro de una semana porque las verduras son de rigurosa temporada y dependen de la huerta de Tudela. “Si non he vero he ven trovatto”.

Desde que vi la información del restaurante en internet me quedé con la copla de uno de los platos, un milhojas de patatas y borrajas, visto tenía una pinta gozosa y probado mejora todavía más.

Para hacer el milhojas se necesitan tres patatas grandes, nuevas – tipo monalisa van bien -, se pelan y se cortan en láminas finas con ayuda de una mandolina.

En una sartén grande se ponen cuatro o cinco lonchas gruesas de tocino de ibérico, con el fuego muy bajo se deja que el tocino vaya soltando toda la sustancia añadiendo un chorro generoso de aceite de oliva. Es importante que el tocino no llegue a tostarse, ha de quedar transparente.

Con ayuda de una cuchara de madera se van removiendo las lonchas de tocino, que se vayan integrando con el aceite de oliva.

Se retira el tocino y sin subir la temperatura del aceite se confitan las láminas de patata; conviene que la sartén sea grande para que no se adhiera unas láminas de patatas a otras. Yo controlo esto del confitado vigilando la burbujilla del aceite, que debe ser muy fina y no muy violenta. De nuevo hay que cuidar que la patata – como al principio el tocino – no se doren.

Cuando la patata empiece a amarillear se retira y se dejan las láminas escurriendo bien sobre una rejilla. Hay que tener cuidado de que el plato no tenga exceso de grasa.

Se aprovecha un poco del aceite del confitado para rehogar una cebolla tierna no muy grande, la parte más verde de las borrajas y una patata previamente hervida. Se remueve suavemente el sofrito y cuando la cebolla quede transparente se pasa todo por una batidora. En el restaurante emulsionan la salsa utilizando la thermomix e incorporando poco a poco el aceite como si se tratara de una mahonesa para que quede más cremoso.

El plato se monta del modo siguiente: Se pone una cucharada de la emulsión en el fondo del plato y se va construyendo el milhojas a base de una lámina de patata, una penca de borraja hervida y una lámina de tocino ibérico muy fina, casi transparente; se puede hacer una segunda capa con cada uno de los elementos.

Se adorna el plato con unas “lágrimas” de la emulsión de crema de patata y borraja.

Si se tiene cierta habilidad y se eligen láminas de patatas y pencas de borraja de dimensiones similares queda un plato que además de sabroso resulta muy aparente.

El plato muy bien podría pasar por una composición de Klee.
 

lunes, 26 de noviembre de 2012

CAP.CCIII.- Días fastos y nefastos.


En la antigua Roma los dioses consideraban que había unos días en los que se podían realizar actividades propias del comercio y tareas judiciales, los llamados días fastos; otros días (1/3 del año romano aproximadamente) eran días destinados a los dioses y, por lo tanto, no podían realizarse estas actividades comerciales o de litigio, eran los días ne-fastos. Por lo tanto para los romanos los días nefastos eran los de inactividad productiva, los de rezo u holganza.

Con el paso del tiempo el uso del idioma ha ido vulgarizando estas palabras hasta el punto de que hemos terminado por considerar que fasto y festivo son sinónimos, pensando que tienen la misma raíz, cuando en realidad son de origen distinto. Por otra parte los días nefastos normalmente no los vinculamos a los dioses, sino al tedio y la rutina del trabajo, los días en los que todo sale al revés de lo previsto.

Hasta hoy pensaba que los días fastos eran los fines de semana, los días festivos y los nefastos los laborables. A partir de hoy, gracias a internet, me he dado cuenta de lo contrario los días fastuosos son los que dedicamos al “laburo”, a las tareas productivas, y los nefastos los dedicados a la holganza o al rezo.

Vista la tensión y la presión que van adquiriendo los días de trabajo, parece que la gente se gane la vida a bocados, podríamos afirmar que entresemana los días tienden a ser nefastos y al llegar el fin de semana, la tranquilidad, las posibilidades del tiempo libre convierten las jornadas en fastuosas.

Hoy lunes ha sido en Roma hubiera sido día de fastos, empecé a trabajar a eso de las cinco de la mañana y ya pasadas las diez de la noche todavía seguía revisando correos electrónicos y preparando los asuntos de mañana. Sin embargo a los efectos vulgares no cabe duda de que ha sido un día nefasto, hasta el punto de que he tenido que ponerme la ropa de diletante y pergeñar una entrada improvisada para enderezar el día.

El fin de semana fue un fin de semana de “fastos”, el viernes fuimos con unos amigos a ver el espectáculo del Molino, pasamos un rato curioso, divertido. El sábado venían unos amigos a cenar, a probar las habilidades del diletante y, como en los grandes fastos, tocó estirarse y preparar un menú de otoño.

Aperitivos en la mesita.

       Coca de verduras con pimienta de Jamaica.

       Humus con miga de pistacho.

       Almendras fritas con jamón de pato.


Primer plato.


       Sopa de cebolla con sombrero.


Tránsitos.


       Ensalada de naranja con salmón.

       Judías verdes con foie gras.


Segundo plato.


       Carpaccio de pies de cerdo con cigalas.


Postres.- Nuestros amigos trajeron unos pasteles de chocolate de Oriol Balaguer.

Los vinos acordes con el festín, un par de botellas de burdeos grand cru que nos supieron a gloria vendita.


Como prólogo del menú aprovechando la paz de la noche de uno de los días nefastos, organicé a partir de un cuadro de Klee una breve reflexión: En el año 1918 Paul Klee pintó un cuadro en apariencia sencillo utilizando como base las secuencias de letras que hacen nuestros hijos todos los días, el cuadro se titula Sudenly from the gray night, la traducción sería algo así como De repente desde la noche gris. Letras y colores se combinan como si se tratara de un ejercicio infantil, de un aprendizaje. Klee tenía entonces 39 años y todavía seguía descubriendo cosas.

Los que tenemos niños tenemos la inmensa suerte de poder seguir aprendiendo, conseguimos que durante un lapso de tiempo no muy grande nuestras edades se atemperen a las de nuestros hijos y, como quien no quiere la cosa descubrimos el elixir de una juventud que no es eterna pero que permite que el tiempo discurra a un ritmo distinto del que consideramos real, nuestro mundo necesariamente se adapta al de los niños y nos da un montón de segundas y terceras oportunidades.

La cocina no deja de ser una excusa para el aprendizaje, también para el deleite. La cocina es una excusa perfecta para agasajar a los amigos, para descubrir aficiones compartidas, una excusa perfecta para beber un poco de vino y picotear disimuladamente las migas de pan que quedan junto a la servilleta. No todo van a ser fuegos artificiales, también sirven pequeños chasquidos casi imperceptibles. Cuantas veces no nos hemos dado cuenta de que los niños disfrutan más descubriendo una galleta olvidada en el fondo de una mochila, que frente al escaparate de la mejor pastelería de Barcelona.

En casa empezamos pensando en una cena contundente, llena de referencias francesas, luego la hemos ido suavizando, sin olvidar el tono francés, buscando los matices del cuadro de Klee. De ahí la elección del cuadro que entra por los ojos. Esperamos haber acertado.


Termino la jornada nefasta riéndome con una entrevista al actor Jean Renó, que viene a promocionar una comedia, la historia de un cocinero laureado en plena crisis creativa. Siempre me ha hecho gracia este actor y me quedo con ganas de ver la películas. Al final la distinción entre días fastos y nefatos hoy, como en tiempos de los romanos, puede ser equívoca, cuestión de actitudes.

Se acerca la hora de encamarse y me quedo con ganas de haberme preparado una receta sencilla que hace un par de semanas me preparó un amigo, eran un variado de setas – níscalos y boletus edulis – recién cogidos, limpiados con esmero usando un cepillo de dientes – por descontado que sin usar -; se parten en trozos grandes y se ponen sobre una sartén previamente calentada a máxima temperatura. Sin dejar de mover las setas se les añade un poquito de sal para que suden toda el agua que guardan, lo de mover es importante para que no se peguen, si uno tiene el oído fino consigue oír como silban las setas a medida que pierden la humedad. Cuando toman un poco de color y se ha evaporado la práctica totalidad del agua que han supurado se rocían con un poco de aceite de oliva, ajo y perejil picados muy finos. Hay que seguir dándoles un meneo y en el tramo final se le casca un par de huevos de oca, con la yema de un amarillo intenso que puede llegar a confundirse con el naranja. En cuanto cuajan las claras se lleva la sartén a la mesa, donde se trocean los huevos para que las yemas envuelvan los trocos de seta. Hay que comerlo rápido, aún a riesgo de quemarse la punta de la lengua, no descarto que el plato gane en sofisticación si en el último minuto se le añade un medallón de foie, por descontado que Imperia. Así las cosas los días nefastos pueden terminar siendo fastuosos.

viernes, 16 de noviembre de 2012

CAP. CCI.- La salsa bearnesa como remedio para el bloqueo.


Hoy a la salida del colegio de los niños una amiga me ha reprendido cariñosamente porque el diletante lleva cuatro días sin escribir, ésta ha sido una semana agitada y la verdad es que las tareas del diletante han quedado bloqueadas, un bloqueo seguramente achacable a las dudas existenciales que me han entrado a cerca de las aventuras y desventuras de Germán Utiel, que llega al tramo final de su historia con muchas dudas existenciales. Seguramente sé lo que quiero contar, hacia donde debe avanzar la trama, sin embargo me cuesta mucho encontrar el punto narrativo, el tono, que me permita desenredar la madeja que he creado.

Las situaciones de bloqueo bien gestionadas pueden llegar a ser útiles, sobre todo si no dudan mucho; por eso agradezco a mi amiga que me regañara, buen, que regañara al diletante y le obligara a retomar sus tareas.

Como primera medida para el desbloqueo lo mejor es aparcar durante unos días a Germán, dejarle que repose; este tipo ha conseguido llevarme seis semanas de adelanto y ya está pendiente de las navidades de 2012, cuando a mi todavía me queda un mes.

La segunda medida de desbloqueo ha pasado por dedicar esta tarde un par de horas a cocinar – unos garbanzos ofegados con chorizo, un pescado blanco en salsa verde para la cena y la masa de croquetas gastando las sobras de una carn d’olla (cocido catalán) que me pasó un amigo -. Como compañía para el cocinero he localizado viejos discos de Calexico y de Tinderstick, coutry elegante y enigmático para el arranque del siglo XXI.

El tercero de los pasos para desbloquear al diletante es buscar un cuadro que me permita encontrar cierto equilibrio, inicialmente pensé en Rothko pero en el tramo final de la selección me he decantado por Klee, a quien tengo abandonado desde hace varias semanas. La combinación de colores, los tonos suaves y las líneas horizontales me llevan a pensar en la posibilidad de cocinar algún día proyectando imágenes de cuadros de Klee sobre la pared de la cocina, a ver qué sale.
 

Con los niños a punto de acostarse, toca finalmente elegir receta, le he dado algunas vueltas, primero pensé localizar una receta clásica de Ducasse, después he recordado que estos días se celebra el 25 aniversario de la película el Festín de Babette, al final me he decantado por una salsa, recordando que mi amiga había consultado entradas anteriores para acompañar un plato de carne. Justo es reconocerle el mérito a esta amiga y dedicar unos minutos a indagar en el mundo de las salsas.

La salsa elegida es la bearnesa, una salsa que ha dejado de ser habitual por muchas razones, entre ellas porque se comercializa una salsa industrial con el nombre de bearnesa, aunque se contente con ser una mayonesa con trocitos de pepinillo.

Buscar el hilo conductor de la salsa bearnesa permite descubrir que es una salsa relativamente joven ya que fue inventada por un cocinero bretón, Colinet, que la sirvió por primera vez en el verano de 1836 en un restaurante parisino. Evocar París y las salsas obliga a referirse a la cocina francesa clásica y, en cierta medida, a la literatura francesa, a los grandes gourmets que, a la vez, escribían novelas, como Dumas o como Flaubert.

La salsa bearnesa compromete su suerte con el filete Chateaubriand, una pieza de carne de vacuno que gana presencia y sabor gracias a esta salsa, que no es sino una muselina trabada con estragón y vinagre. Si se le añade un poco de caldo de carne la bearnesa se convierte en salsa Foyot.

He robado de la Wikipedia las distintas variantes de esta salsa:

Salsa choron - Elaborada con un poco de salsa de tomate (proporciona color), denominada así en honor del cocinero Alexandre Étienne Choron (1837–1924) y se emplea en platos de pescado.

 Sauce arlésienne - Elaborada con salsa de tomate y anchoas.

 Sauce rubens - Elaborada con pasta de anchoas y un caldo de pescado en compañía de un mirepoix.

 Sauce foyot y Sauce Valois - ambas elaboradas con un caldo de pescado o de carne (glace de viande). Foyot fue cocinero del rey Luis Felipe I de Francia.

 Sauce paloise - Emplea hojas de menta como aroma añadido, ideal para platos de carne de cordero (costillas).10 En algunos casos con pollo asado.

 Sauce tyrolienne - Emplea aceite de oliva en lugar de mantequilla. Técnicamente es una mahonesa.

 Sauce monégasque - Emplea aceite de oliva como la tyrolienne y además tapenade (puré de olivas) con ajos molidos.

 Sauce Beauharnais - En honor de Stéphanie de Beauharnais.

 

Como sé que mi amiga es bastante cocinillas de las distintas posibilidades he elegido la que propone Alain Ducasse, que utiliza la salsa para acompañar unas rodajas de salmón a la brasa.

La salsa arranca picando una cebolla pequeña – en la receta original una chalota – los tallos de cuatro ramas de estragón fresco – si andamos muy pillados sirve también el de bote -, una pizca de pimienta molida 10 centilitros de vino blanco seco, 5 de vinagre de jerez, otros 5 de vinagre normal. Se ponen todos estos ingredientes en una cazuela y a fuego muy suave se reducen hasta que desaparezca casi por completo el líquido – es esencial que el fuego esté al mínimo para que no se arrebaten los vinagres y quemen la cebolla.

Se deja enfriar la cazuela y cuando esté a temperatura ambiente – que no quemen las paredes de la cazuela – se añaden 4 yemas de huevo y 1 centilitro de agua fría.

Se enciende de nuevo el fuego al mínimo y se remueve con dos tenedores o con unas varillas formando un ocho sobre la superficie de la cazuela. El objetivo es que las yemas tomen la consistencia de una crema – sabayón  -. Ojo porque no ha de calentarse mucho para que no se cuaje el huevo.

Cuando se termina de trabar la crema se retira definitivamente del fuego y se incorporan poco a poco 200 gramos de mantequilla deshecha, dice Ducasse que ha de añadirse en sentido contrario a las agujas del reloj. Tras la mantequilla se añaden 5 centilitros de caldo de carne. Se rectifica de sal.

Habrá quedado una salsa parecida a la salsa holandesa. Antes de presentarla se pican las hojas de estragón y un poquito de perifollo o de cebollino; se termina de remover y se presenta templada, para ponerla sobre el filete Chateaubriand. Espero que mi amiga se anime a hacerla.

miércoles, 16 de mayo de 2012

CAP. CXLVII.- La filosofía en el comedor.


El lunes conseguí el libro de Andoni Luís Aduriz y Daniel Innerarity titulado Cocinar, Comer, Convivir, editado por Destino; el ensayo se presentaba hoy con el subtítulo de recetas para pensar con los cinco sentidos.

Aduriz es el alma de Mugaritz, Innerarity es un filósofo y politólogo vizcaino; entre ambos han tejido un libro a base de recetas – pocas – y reflexiones sociofilosóficas sobre la comida y el hecho de comer como hábito social.

Ya he contado en alguna ocasión que mi experiencia en Mugaritz hace tres años no fue todo lo satisfactorio que esperaba; era una circunstancia especial, casi solemne, y la propuesta de cena fue excesivamente rigurosa, de los 12 ó 15 platos que probamos cuatro de ellos eran raíces cocinadas de las maneras más peculiares. Las raíces eran indudablemente sabrosas pero terminaban por convertirse en una experiencia excesivamente terrosa, que se pegaba al cielo del paladar de modo incómodo. Fue espectacular por su sencillez de un corte de lenguado salvaje con una salsa de pescado clarificada, también el juego entre los cantos, las arenas y las tierras con vegetales casi crudos. Los devotos de Mugaritz me han asegurado que tengo que darle una segunda oportunidad.

Habrá quien piense que un libro que mezcla recetas de cocina con consideraciones filosóficas o sociales no deja de ser una paponada; yo suelo huir de afirmaciones muy radicales, pienso que hay buenos y malos cocineros, buenos y malos filósofos, y buenas y malas combinaciones de ambas disciplinas. Canta un poco que un cocinero tenga la necesidad de trascender a su día a día entre fogones, esas consideraciones pueden no estar a la altura de los guisos. Respecto de los filósofos puede que ofrecer a comentar algunos platos sea un modo ingenioso para comer de gañote.

Los intentos de integrar la cocina en otras disciplinas humanistas no es sino el deseo o la necesidad de entender la cocina como una expresión cultural.

El libro, que espero leer con tranquilidad este verano, recoge algunas frases interesantes como la que advierte que han desaparecido los tiempos de comer pautados de modo convencional y que en algunos países muy avanzados se han sustituido las 3 ó 5 comidas al día por una ingesta de hasta 20 tomas alimenticias diarias.

Hay otra frase contundente que puede que utilice en alguna ocasión: Comer bien es un privilegio de las personas inteligentes, más que de personas adineradas.

Para la interacción entre cocina y filosofía estuve buscando alguna pintura que hubiera sido realizada por un filósofo renombrado; navegando por la red me rencontré con un cuadro y con una historia compleja, una historia, una anécdota y sus trasfondos que pueden que tengan más trascendencia de la que pudiera parecer en una primera aproximación.

El cuadro es una acuarela de Paul Klee, un pintor al que he acudido en muchas ocasiones a lo largo de estos meses. En la década de los años 20 del siglo pasado, en el período de entreguerras, Walter Benjamín – filósofo alemán – compró este cuadro titulado Ángelus Novus y escribió lo siguiente sobre el cuadro: “Hay un cuadro de Klee (1920) que se titula Ángelus Novus. Se ve en él a un Ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desencajado, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.

Benjamín no se despegó de ese cuadro durante el resto de sus días y al morir; dejó dicho que el cuadro debía entregarse a su muerte a un amigo G. Scholem – matemático -, sin embargo durante algún tiempo el cuadro lo tuvo en depósito Bataille, el artsta surrelista y después un filósofo, Theodor Adorno, que lo llevó consigo a Estados Unidos . Todos ellos tenían el mandato moral de que el cuadro terminara en manos de la familia Scholem y así fue hasta que la viuda de Scholem lo donó al Museo de Israel en Jerusalem.

Walter Benjamín fue un atribulado filósofo de ánimo frágil y vida azarosa, el suicidio planeó sobre su vida más que sobre su obra y finalmente en 1940, cansado de huir, se quitó la vida en 1940 en Port Bou, frustrando con ello un posible exilio en Norteamérica, que permitió recuperar a los pensadores más críticos con el régimen nazi.

Benjamín, que no gozó de mucho reconocimiento en vida, tuvo la habilidad de anticipar algunos aspectos esenciales para entender el mundo moderno y la modernidad, dicen los cronistas que Benjamín ha abierto nuevas vías en los estudios literarios, la estética y la teoría del arte, la sociología y los estudios sociales, la filosofía y la historia. Sus conceptos e intuiciones han iluminado gran parte de la reflexión del presente: exilio y memoria, arte e imagen, crítica, lenguaje, ciudad y vida urbana (http://walterbenjaminportbou.cat/es/content/angelus-novus). No es descartable por lo tanto que hoy Benjamín hubiera sido capaz de integrar su particular visión del mundo moderno también a partir del papel que está jugando la cocina y los cocineros.

Benjamín se suicidó en Port Bou, a muy poca distancia de uno de los mejores restaurantes de España, el Motel Ampordá. Es una pena que el Motel fuera coetáneo al paso de Benjamín por el Ampurdán, una comida en aquel comedor hubiera podido cambiar el sesgo de su vida, hay menús con tanta densidad evocadora como un ensayo de filosofía.

Benjamín, un cuadro cabalístico de Klee, la obsesión por la pureza de algunos cocineros, la cocina como hecho cultural o como puro deleite. Cualquier excusa es buena para dejarse llevar, buscar un vino vendimiado a la luz de la luna – como recomendaba la somelier japonesa de Mugaritz – y considerar que el tiempo puede pasar, disolverse, estirarse, difuminarse, condensarse o supurar sobre un plato o como el resto lacrimoso de una copa de vino.

De las recetas que propone Aduriz a vuela pluma una de ellas parece a la vez original y accesible, unos garbanzos verdes de la mata entre patatas y flores de tomillo, la receta que acompaña al capítulo titulado Comer como Analfabetos.

Para este plato son necesarios dos kilos de garbanzos verdes en vaina que ha de desgranarse cuidando de no quebrar las dos mitades del fruto. Desenvainados los garbanzos se cuecen en durante 3 minutos contados desde que el agua rompe a hervir, se escurren con cuidado y se ponen encima de un paño húmedo para conservarlos a una temperatura ambiente que no sea muy agresiva.

Se pelan, lavan y cuecen una docena de patatas bufete, el hervor se da simplemente con dos litros de agua y 28 gramos de sal (así de preciso es Aduriz). Se mantienen en cocción 10 ó 12 minutos y se reservan hasta que se enfríen por completo.

El siguiente paso es preparar un caldo con huesos de tuétano (5 kilos de huesos que hay que limpiar bien dejándolos en agua helada 12 horas) antes de añadirlos a un sofrito hecho con 200 gramos de cebolla y una cabeza de ajos pelados. Para el caldo también es necesario un kilo de garbanzos de los secos de toda la vida, hidratados la víspera, se cubre el sofrito los huesos y los garbanzos con agua fresca y se llevan a ebullición dejándolos a fuego lento 6 horas contadas a partir del inicio del hervor.

Terminada la cocción se  cuela el caldo y se deja en la nevera unas horas, hasta que quede bien frio y pueda desglasarse sin problemas.

Desgrasado el caldo de tuétanos se somete a nueva cocción para reducirlo en 1/3 y conseguir una textura más cremosa, es un caldo muy concentrado.

En el tramo final del plato hay que poner en un cazo las patatas hervidas con el caldo de tuétanos reducido. Se lleva a ebullición a fuego muy suave y se mantiene durante 5 minutos, para que las patatas engorden el caldo.

Se ponen en un cuenco los garbanzos verdes que hervimos y escurrimos al principio, se bañan generosamente con el caldo de tuétano y las patatas y se adorna el plato con unas flores de tomillo.

La receta supongo que puede reconducirse a parámetros y tiempos más sencillos de gestionar. Es simple y, a la vez, intensa.

sábado, 12 de noviembre de 2011

CAP.LXXXI.- Think on Green.

Hace muchos años, cuando el movimiento ecologista irrumpió en Europa como una opción política y social de peso, el slogan Think on Green se utilizó como un reclamo para intentar modificar algunos hábitos cotidianos sobre el consumo de energías limpias, reciclar, reducir las emisiones contaminantes, en definitiva concienciar de que la ecología no era una simple ideología sino un medio de vida.
La frase siempre me hizo gracia y creí que se podía trasladar a la cocina aunque no como una proclama de la cocina del kilómetro 0, no soy  muy dado a los integrismos, pero si como un modo de introducir las verduras y ensaladas en los menus.
En las dos o tres últimas entradas he comentado que el ayer viernes tenía que preparar una cena vegetariana, una de las invitadas no comía ni carne ni pescado y para mí, en funciones de anfitrión, era importante que se sintiera cómoda. Han sido días de muchas cábalas, no era sencillo organizar una cena de cierta consistencia a partir de verdura, fruta y lácteos, sobre todo si sabía que el resto de comensales eran de buen yantar. Había asistido a otras cenas en la que los vegetarianos eran arrinconados con un poco de verdura hervida mientras el resto se daba un auténtico festín.
El vegetarianismo no sólo es una cuestión de hábitos alimenticios, hay detrás cierta manera de ver la vida, cierta filosofía que aunque uno no comparta debe respetar y desde ese respeto parecía logico no servir un pato sangrante para el resto de invitados.
El primer paso para el reto era elegir una referencia visual para la cena, tuve claro que debía ser Paul Klee el que me permitiera tener cierto hilo conductor, Klee me ha transmitido cierta sensación de orden, de armonía no sólo visual. Es un pintor minucioso y a su manera bastante espiritual - de hecho mi segunda opción era Mark Rothko -
Partiendo de esta composición de tonos verdes - era importante lo de pensar en verde - estructuré el menú en cinco capítulos:
- Para el aperitivo freí unas almendras marconas y las sazoné con un poco de sal maldón, parece mentira lo sencillo que es y el éxito que tienen. También preparé unos limones amalfitanos.
- Como primeros platos preparé tres cremas de verdura sobre la idea de tres colores: Blanco (una crema de puerros y patatas servida con un poco de comino), naranja (una crema de calabaza con curry) y la última verde (crema de calabacín con agua de boletus edulis).- Tres vasitos transparentes.
También como entrante unos ravioli hechos con tiras de calabacín al vapor rellenas de pesto genovese.
- Como plato de fuerza vino un risotto para el que había preparado el caldo vegetal de la entrada anterior. Un risotto de espárragos y parmesano preparado con un par de chalotas y una cebolla naranja, puntas de espárrago que cocí en el caldo reducido del día anterior, un poquito de estragón y de perejil. La receta original llevaba un huevo pochado pero en el último momento decidí que era mucha complicación.
Transitamos al postre con una ensalada con granada.
De postre unas tartaletas de manzana al horno con un poco de canela.
Un buen amigo trajo cuatro quesos gozosos: San Marcelin, brie trufado, un ubriaco italiano y stilton.
Conseguimos mantener el consumo de vino moderado hasta los quesos, con ellos perdimos el sentido y abrimos una última botella de viña Ardanza 2001.
Creo que lo de la cena Think on Green es una experiencia a repetir.