De nuevo en Madrid, durante un par de días.
El hotel cómodo, céntrico; las condiciones ideales para descansar. Cené pronto,
no bebí mucho, a las diez y media de la noche estaba en la cama ojeando un
libro en la antesala del sopor.
Sin duda las condiciones ideales para
descansar, sin embargo a eso de las cinco de la mañana he amanecido, he luchado
durante unos minutos para reconquistar el sueño, ha sido imposible.
Aquí estoy revisando correos, leyendo el
período en internet, apesadumbrado por todos los amigos a los que no podré ver.
Días atrás pensaba que dispondría de tiempo suficiente para ir a tal o cual
sitio, que el tiempo estaba compuesto de materiales flexibles y que encajarían
las piezas del puzle.
Ayer cené con unos viejos amigos, fui a su
casa con tiempo para poder ver a sus hijos antes de acostarse, de ese modo
aplaqué la añoranza de los míos, uno poco más pequeños, que a esa misma hora
estaban también viendo dibujos animados, preparados para cenar.
Viendo crecer a los niños de los demás me
voy dando cuenta de lo rápido que pasa el tiempo, lo rápido que cambian. A los
de ayer los conocí de bebes, ayer el mayor me extendió la mano en vez de darme
un beso, prejuicios de la preadolescencia.
En mi caso la preadolescencia ha durado más
allá de lo razonable ya que hasta hace poco tiempo era muy reacio a saludar con
besos a mis amigos, ni besos ni abrazos, a lo sumo un apretón de manos con un
toque cordial en el antebrazo. Tampoco soy muy partidario de besar a las
amigas, en eso no discrimino.
El contacto físico, por leve que sea, me da
cierto pudor y eso que con mis hijos y mi mujer soy muy cariñoso y me enfado si
se acuestan sin haberme dado un achuchón.
A medida que he ido saliendo de la
preadolescencia he ido aprendiendo a besar, aunque en el instante del contacto
recuerde las viejas películas de la mafia donde sonoros besos en la mejilla
solían preceder a un asesinato. Cuentan que un famoso político italiano marcaba
con un beso a las personas que la mafia debía eliminar. Aquel a quien bese
primero será identificado como traidor – creo que de ahí viene la leyenda de
Judas.
Cuando me reencuentro con un amigo
discurren unos instantes, inmediatamente anteriores al saludo, en los que
inevitablemente evalúo el modo en el que tengo que saludarle: Un abrazo con
palmetada, un breve contacto de hombros, un leve contacto de mejillas, un beso,
un apretón de manos de duración y fuerza más o menos intensa, asirle de los
antebrazos durante unos instantes. Se produce una situación incómoda cuando
alguien te acerca la cara para besarte justo en el instante en el que ya le has
lanzado la mano para saludarle. Su cuerpo se suspende en el vacío mientras la
mano buscar desesperadamente donde agarrarse. Es complicado deshacer esa falta
de armonía.
También puede ser que a las cinco de la
mañana uno se obsesione por tonterías, como esos ordenadores que en el momento
de arrancar se quedan durante unos minutos bloqueados porque una página web tiene
un script que le permite avanzar.
En estas situaciones es preferible no
ponerse nervioso y dejar que el ordenador se desanude sin tocar ninguna tecla.
Con los amigos pasa algo parecido, si en el
momento del reencuentro no se reinicia bien el contacto es preferible no
empezar a toquetear teclas intentando reactivar los puntos de armonía de modo
artificial. Es preferible dejar pasar unos minutos y que los programas se alineen
solos. De otro modo corremos el riesgo de que el contacto quede permanentemente
bloqueado y haya que encender y apagar el ordenador varias veces, o conectarlo
en modo avería, viendo mermadas la mayoría de las prestaciones.
Releyendo todas estas reflexiones estoy en
condiciones de afirmar que no soy un sociópata, ni mucho menos; de tener algo
tendría cierta tendencia a la misantropía, o puede que sea simplemente timidez.
A lo mejor este arrebato de introspección
tiene su razón de ser en que llevo varios días sin cocinar – el fin de semana
lo pasamos fuera de casa -; la cocina no deja de ser una especie de terapia
ocupacional.
Si ayer en casa de mi amigo me hubieran
dejado pelar las patatas y después freírlas probablemente me hubiera evitado
esta mañana mi ejercicio de introspección en el que he confundido la amistad
con las rutinas de arranque de los ordenadores.
Como en los hoteles modernos no dejan cocinar,
si me atreviera a bajar a las cocinas del hotel en pijama para prepararme el
desayuno seguramente terminaría declarando delante de la policía, creo que lo
mejor es compartir una receta cálida, de las de toda la vida.
Empezaré pelando y cortando en láminas
cuatro dientes de ajo – los de hoy se los he pedido prestados a Van Gogh -.
En una cazuela amplia pongo un chorro
generoso de aceite de oliva, enciendo el fuego y de inmediato añado los ajos
fileteados. Los ajos chisporrotean ligeramente a medida que el aceite toma
temperatura. Como siempre el fuego suave, al mínimo posible.
Cuando los filetes de ajo empiezan a
rodearse de pequeñas bolitas de aceite en ebullición corto varias rebanadas de
pan, a poder ser pan asentado – es decir, el que sobra del día anterior -. Tres
o cuatro rebanadas gruesas que incorporo al aceite, por eso la cazuela tiene
que ser amplia y el chorro de aceite generoso, para que el pan no absorba todo
el aceite que hemos puesto.
El pan ha de ir friéndose lentamente – el secreto
de este guiso es no precipitarse, igual que con lo de los arranques del ordenador
-. Cuando las rebanadas de ajo y de pan estén doradas se retira la cazuela del
fuego y se deja enfriar durante un par de minutos. Es el momento de poner en el
guiso una cucharada de postre de pimentón de la vera dulce y otra cucharada,
más pequeña, de comino en grano.
Con el aceite ya templado – para que no se
arrebate el ajo -, se va añadiendo poco a poco caldo de carne, litro o litro y
medio de líquido que empapa lentamente el pan. La cazuela regresa al fuego y se
lleva el caldo a hervir, ya no es necesario que el fuego esté al mínimo.
Ya tenemos la base de unas sopas de ajo, un
plato de pobres que servía, sobre todo para dar algo de calor al estómago y
engañarlo, en tiempos del hambre, con el sabor del ajo tostado aprovechando los
restos de pan duro.
La sopa de ajo se puede ilustrar de muchas
maneras hasta convertirla en una sopa castellana. Hay quien la ilustra pasando
por una sartén unos tacos de panceta y de chorizo – yo lo voy a descartar para
que no me reprochen que vuelvo a homenajear al cerdo -. También se sirve
añadiendo un poco más de pan, del pan de miga, dejando que se deshaga. No está
mal tampoco quien aprovecha el caldo hirviendo para escalfar, instantes antes
de ser servido, un huevo. Recuerdo que hace tiempo copié una receta de Ducasse
en la que la sopa se ilustraba con tiras de bacalao desalado.
De todas las posibilidades que abre esta
sopa yo me decantaré por una de las más sencillas y vistosas. Primero añadiré
al caldo hirviendo cuatro o cinco rebanadas más de pan, ayudándome de un
cucharón removeré para que se vaya deshaciendo el pan y se reblandezca la
corteza. En un tazón a parte cascaré dos huevos y sin que el caldo deje de
hervir los añadiré al guiso removiendo de inmediato con el cucharón para que se
vayan formando hebras de huevo que adhieran a las migas de pan.
Cuidando de no quemarme probaré la sopa y
la rectificaré de sal, puede que le añada incluso una pizca de comino en polvo.
En vez de utilizar cuencos de barro puede que elija una vajilla de loza blanca
afrancesada, una sopa tan rústica contrasta bien con una vajilla elegante.
Cogeré el tazón con las dos manos para sentir bien el calor. Serviré vino en
abundancia. Acercaré discretamente la cara a la mesa para poder olisquear la
sopa intentando identificar el aroma de cada uno de los ingredientes por separado.
Removeré varias veces la sopa con una cuchara grande, a poder ser de plata.
Miraré de reojo al resto de comensales y no probaré la sopa hasta que alguno de
los componentes de la mesa no se haya decidido a probarla. No se trata de
cortesía, ni mucho menos, sino de cierto instinto de supervivencia ya que este
tipo de platos suelen mantener el calor durante mucho tiempo. Esperando a otros
comensales evito quemarme la punta de la lengua.
Buenos días madrugador diletante, hoy que podías dormir algún rato más, se te ocurre desvelarte, claro que yo más de las 7 de la mañana no aguanto, ya estoy "lavada y planchada" y me quedan tres cuartos de hora para el desayuno, que aprovecho leyendo la prensa. Debo ser de las pocas personas que las sopas de ajo no me ilusionen, es algo que ya me viene de niña y aquí el día que tocan las cambio por verdura, hoy espero comer bien. Jubi
ResponderEliminarHasta hoy solo había leído tus comentarios en El Comidista, pero he estado leyendo un poco tu blog y me gusta mucho cómo escribes. Da gusto encontrar rincones que aúnen literatura, cocina y cuidado por la palabra :)
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