domingo, 8 de marzo de 2020

Capítulo CDXCV.- Dónde he dejado al diletante ?

¿Dónde he dejado al Diletante? El último capítulo, hace poco más de un mes, hacía referencia a un fin de semana que pasamos encantados en París toda la familia. Lo que no preveía es que de aquel viaje además de traer todo lo que conté en la última entrada es que traería también un gripazo demoledor.
Lo pillamos casi toda la familia, sólo se salvó uno de los infieles; primero cayó el pequeño, que estuvo una semana hecho un guiñapo, sin ir al colegio, aunque se recuperó muy rápido. Después cayó su madre, lo suyo fue mucho más duro, y, finalmente yo, que hacía años que no me sentía tan mal.
La gripe que pillamos es de la llamada tipo A. Este año viene especialmente dura. Muchos de los síntomas se confunden con los del coronavirus, por lo que en algún momento durante las últimas semanas nos hemos tenido que, en realidad, fueras ese virus y no la gripe lo que pillamos en París.
Por casualidad me tocó volver a París días después del primer viaje. Esta vez era por trabajo, un curso con compañeros de varios países europeos. Dejé mi casa como un hospital de campaña, con un niño y mi mujer tirados en el sofá. Mi viaje era de 30 horas, poco tiempo para hacer gran cosa.
Me marché ya con alguna molestia, dolor de articulaciones. Pensé que era psicosomático, soy un poco hipocondriaco y enseguida me identifico con los enfermos de mi entorno. Me dolían un poco los huesos, pero pensé que durmiendo un poco en el avión se me pasarían los males.
Tenía planeado escaparme a cenar al Atelier de Joel Robuchon durante mi nuevo viaje. Un pequeño homenaje que pensaba darme sólo, en plan campeón.
La llegada a París fue un tanto caótica, nos obligaron a todos a pasar por el control de pasaportes, yo no llevaba pasaporte, sólo en carnet de identidad, por lo que me chupé la cola en vez de pasar por el sistema automático de identificación de pasaportes. Los franceses estaban muy cabreados por tener que compartir colas y penurias con el resto de europeos.
Algo debí de hacer mal al pasar el control porque, después de dar varias vueltas por Charles de Gaulle, aparecí en la zona de llegadas de áfrica, obligado de nuevo a pasar un segundo control. Ni qué decir tiene que el gendarme que me atendió no fue nada amable, intenté explicarle en inglés que me había perdido por los pasillos. El policía no hablaba nada de inglés, por lo que tuve que tirar de mi francés rudimentario para explicarle las razones por las que tenía que pasar por otro control en menos de una hora. Ya me veía confinado en un calabozo por la incidencia, pero al final, después de veinte minutos dándole explicaciones sobre mi despiste, conseguí que me dejara salir al exterior, a un exterior muy alejado de la línea directa de tren. Tuve que coger una lanzadera que me dejó en la estación del RER.
El incidente no tuvo mayor importancia, aunque yo seguía encontrándome cansado, algo sudoroso y pesado, con algún carraspeo. Rodeado de chinos, japoneses y coreanos con mascarillas que se apartaban de mi lado como si tuviera la peste.
Mis planes de pasear unas horas por París antes de empezar con el seminario al que iba se diluyeron, llegué con la hora pegada al culo, incluso tuve que darme alguna carrera por los pasillos del RER para ser puntual. No pude pasar por el hotel y el ajetreo no me venía especialmente bien.
Pensaba que el seminario sería en inglés, mi sorpresa fue que los colegas francófonos se rebelaron y decidieron hacer las intervenciones en su idioma natal, había algún traductor simultáneo que pasaba del francés al inglés, pero, al tratarse de una sesión muy técnica, los esfuerzos del traductor eran vanos, incluso contraproducentes, porque cada frase era un auténtico galimatías. Decidí deshacerme de los auriculares y afrontar el debate con mis rudimentos de francés, algo de imaginación y mucho morro. Terminé peleándome con unos colegas belgas y polacos porque su interpretación de un Reglamento comunitario de insolvencias era retrógrada, opinaban lo contrario de lo que se pretendía con el Reglamento.
Entre mis sofocos de la incubación de la gripe, el sofoco del idioma y el sofoco de una discusión en la que se mezclaban cuatro idiomas terminé agotado.
A las cinco de la tarde nuestros anfitriones nos ofrecieron un pequeño refrigerio tristón e insulso, unos canapés secos, zumos a temperatura ambiente, café en aguachirle y poco más. Habíamos coincidido varios españoles en el evento y los más jóvenes se animaban a ir al hotel caminando (poco más de una hora a pie) y tomar unas cervezas. Olvidándome de todos mis males, me apunté a las cervezas en vez de ir al museo de Orsay, que fue la opción de los más sensatos, por lo que llegué al hotel derrengado.
Había descartado la opción Robuchon, no estaba muy católico y no lo habría disfrutado. Éramos un grupo de 12 y apelaron a mi condición de Diletante para solucionar la papeleta de la cena. Tras algunas gestiones conseguí que nos hicieran hueco en una braserie no muy lejos del hotel. Era barata, pintona y la comida correcta. La cena transcurrió divertida, aunque los sopores previos a la gripe iban en aumento.
Llegué a la habitación del hotel pasadas las once, ya con décimas de fiebre. En el neceser llevaba paracetamol, que algo alivió el malestar y me permitió conciliar el sueño durante unas horas. Pasadas las 4 de la mañana me desperté, leí un rato, di alguna cabezada y, al final, bajé pronto a desayunar para poder darme un paseo por la ciudad, a ver si me despejaba.
Durante la sesión de la mañana tuve una nueva batalla campal con los polacos, un enfrentamiento estéril, porque no tuvimos tiempo ni habilidades para desplegar todos los matices que necesitaba el debate.
A las doce nos llevaron a comer a una brasería muy coqueta, en la orilla izquierda del Sena, no muy lejos de Notre Dame. La comida más que correcta, sobre todo el pollo que nos pusieron de segundo plato, los parisinos son unos maestros en el arte de brasear y el puré de patatas era una delicia. Con ayuda de un poco de vino parecía que el conato de gripe quedaba atrás.
Mi avión salía a las seis y media de la tarde, por lo que me salté la sesión de clausura y me marché con un amigo a tomar un largo café. A las cuatro y media me cogería de nuevo el RER hacia el aeropuerto, poco más de una hora para atravesar París en un tren atestado.
Me dio tiempo a caminar unos minutos por las librerías de la orilla izquierda. Llegué al librero que días antes me había enseñado el libro de Proust y la cocina, como no podía ser de otro modo, el libro ya no estaba y el librero estaba “desolé”, yo mucho más.
Entre el abrigo, la mochila y la aglomeración volvieron los sudores, los carraspeos y las toses, también la pesadez de un tren que circulaba con retraso.
Al llegar al aeropuerto, con cierto margen, me di cuenta de que me había olvidado el carnet de identidad en el hotel, el pasaporte me lo había dejado en casa y solo el permiso de conducir me identificaba oficialmente. Pensando en la severidad de la policía francesas y las medidas que había visto en el viaje anterior, vi que me quedaba en tierra a poco estricto que fuera el control de acceso.
El avión, una low cost, no salía de una terminal normal, sino de una satélite que me obligó a tomar un par de autobusillos hasta llegar al punto de espera, un barracón en mitad de las pistas. Aunque parecía que el vuelo salía a la hora, en el último minuto anunciaron un retraso de más de 50 minutos.
Aproveché el tiempo para ensayar el modo de presentar el carnet de conducir como si fuera el de identidad, colocando el dedo de modo que sólo se viera la foto y los datos de emisión, sin que se pudiera adivinar que era una mera licencia de conducción. Me veía en tierra, teniendo que alquilar un coche para regresar a casa desde París.
Al final, como el avión venía lleno de niños y los azafatos tenía prisa, pude pasar el control sin sobresaltos, de hecho ni me miraron el carnet, que mostré tapando 2/3 partes del mismo con la mano.
Antes de partir agoté mi último paracetamol, cogí la novela que llevaba en la mochila y me puse a leer, abandonado por los dioses.
Al llegar a casa el panorama no era especialmente bueno, el pequeño salía del febrón de la semana, pero mi mujer estaba hecha unos zorros, le dolía todo.
A mí me empezó a subir la fiebre de verdad durante el fin de semana y llegué a marcar los 39º el domingo. Pasamos los dos días tirados todos en los sillones, viendo varias temporadas de la Casa de Papel.
Por muy malo que esté uno, con el panorama de casa, había que hacer compra, comer y cenar, por lo que fui al mercado y guisé. Incluso acercamos a uno de los niños a una fiesta infantil.
El lunes parecía que había remontado un poco, fui al despacho, más que nada para que me viera el médico del trabajo, que me diagnosticó un gripazo con complicación pulmonar, me recetó un mucolítico, ibuprofeno para el malestar y un antibiótico para evitar que la gripe se convirtiera en neumonía. El médico me advirtió que si el miércoles seguía la fiebre tendría que ir al hospital a hacerme pruebas.
El miércoles, por fin, conseguí dominar la fiebre, no subí de 37º, pero entre la gripe y el antibiótico tenía el estómago arrasado, había perdido el apetito y tuve que ir con frecuencia al lavabo. Una desgracia para cualquier diletante.
Como terapia de shock una de las mañana fui a tomarme un pincho de tortilla con chorizo picante a uno de los templos de la tortilla de Barcelona. No fue una buena decisión.
No todo eran calamidades, los del hotel de París se comprometían a mandarme por correo el carnet olvidado, eso sí, previamente tenía que hacerles una transferencia de 5 euros para los gastos de envío.
He pasado 15 días inapetente, con el estómago revuelto, mal sabor de boca y sensación de agotamiento. La tos no termina de marchar, no tengo fiebre, pero visto el caos del coronavirus los médicos me han recomendado no ir, bajo ningún concepto al hospital. No tengo el dichoso virus, de haberlo pillado habría sido un foco tremendo de contagio. Sólo he pillado una gripe A, que resulta mucho más severa que la de otros años, que lleva 20.000 contagiados en España en los dos últimos meses.
Me ha costado un poco volver a encontrar el placer de comer y de cocinar. Este fin de semana he trasteado un poco, he preparado un fricandó de llata con un poco de vermut.
Pero la receta que quiero compartir, la que me ha devuelto a los placeres de la diletancia, es un bizcocho que tuve que preparar hace unos días para celebrar el cumpleaños de uno de los niños. Es el bizcocho genovés, un básico de la cocina respecto del que no hay una receta normalizada, encontré hasta una docena de variantes de este bizcocho, con diversas medidas y combinaciones.
La que me ha ido mejor es la que establece la proporción de 25 gramos de harina por cada huevo que pongo. Como utilicé 8 huevos tuve que incorporar 200 gramos de harina.
Aunque no todas las recetas proponen levantar por separado las claras, yo creo que hay que levantarlas previamente a punto de nieve, porque la receta no lleva levadura.
Se baten por separado las yemas de los 8 huevos con 125 gramos de azúcar, utilicé azúcar glass. Batí bién, espumando al máximo, añadí la ralladura de la cáscara de un limón. Luego incorporé la harina debidamente tamizada y las claras a punto de nueve.
Pasé la mezcla a un molde de silicona. En vez de engrasarlo lo asenté sobre papel de horno antiadherente. Lo distribuí bien y lo puse en el horno precalentado 160º durante 20 minutos, conviene ir con cuidado porque cada horno es un mundo. Antes de meterlo en el horno espolvoré un poco de azúcar en cristales sobre la superficie, para que quedará una pequeña costra de azúcar suavemente tostado.
Pasados los minutos de rigor, dejé que reposara en el propio horno, para que no se chafara, y luego lo desmoldé. El bizcocho iba con una ligera capa de chocolate, fresas y lacasitos. Muy en la línea de pastel para niños.
Superados casi todos mis males y averías, espero volver a la disciplina del diletante.

Como cuadro, estando en París y dado que estoy en plena lectura del último tomo de la Búsqueda del Tiempo Perdido de Proust, empecé a buscar entre los postimpresionistas, primero James Abbott McNeill Whistler, de ahí a Rex Whistler, un poco posterior, puede que su imagen de un niño enfermo encaje mejor con lo que he pasado durante este dichoso mes de febrero.
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