Dos
hombres y una mujer suben con lentitud por la loma pelada de un pequeño
montículo asomado al mar. Es una mañana fría de febrero, fría pero luminosa,
coletazos de las calmas de enero.
Van
de negro riguroso incluidos los abrigos, en silencio, pegados hombro con hombro
para intentar darse calor. El mayor de ellos lleva entre las manos una urna.
El
montículo se corta abruptamente y les coloca frente al mar, a la izquierda
dejan la cuerda de la orilla de una playa protegida por un pinar, a la derecha
un perfil de rocas y ensenadas orientado
al norte.
Es
un día azul, de un azul más nítido que el veraniego gracias al viento del norte.
Los tres son hermanos, han viajado solos, sin apenas cruzarse una palabra, el
trayecto de casi una hora que a lo largo de sus vidas han hecho centenares de
veces, todas iguales, todas distintas, esta última especial.
El
menor de ellos, aficionado al mar, busca ya en el filo del pequeño acantilado
el punto más protegido, hace una indicación con el brazo a sus acompañantes y
consigue que se coloquen mirando a la playa. El hermano mayor ofrece la urna a
su hermana, que la abre con cuidado para lanzarla a favor del viento, sobre el
mar. Una ligera ráfaga de aire suspende durante un instante las cenizas, que
tiñen el mar de un gris plomizo que se diluye de inmediato. Se abrazan, se besas
y enjugan las lágrimas. El mayor se santigua, el más joven coge del brazo a su
hermana para ayudarla a desandar el camino hasta el coche, que ha quedado al
pie del paseo.
Nadie
les ha visto, nadie les aguarda, decidieron hace unos días que irían solos
hasta allí a despedir a su madre.
La
imagen descrita conecta, me conecta, con la mala relación solemos tener con la
muerte, con la muerte propia y con la muerte de las personas a las que más
queremos.
Hay
cierta tendencia a vincular la muerte con la tierra, con el suelo – polvo al
polvo y cenizas a las cenizas – aunque lo cierto es que las primeras representaciones
del tránsito hacia la muerte, probablemente las más hermosas, sean las del
nadador que se lanza sobre las aguas calmas de las ruinas romanas del sur de Italia,
una imagen que me regaló un buen amigo – Antonio Serrano – y que me enseñó a
descifrarlas y disfrutarlas. El nadador de Paestum es mucho menos fúnebre que
la tenebrosa imagenería con las que solemos describir un tránsito a lo
desconocido, o a tal vez a la nada.
Puede
que quede feo decirlo pero es necesario celebrar ese tránsito con todas sus
incertidumbres, de hecho yo estuve tentado de tomarme un gin tonic antes de
entrar al funeral, seguro que ella me hubiera dado el visto bueno.
La
imagen de unas cenizas suspendidas sobre la superficie de un mar metálico y plano
son menos contundentes que las de una sepultura aunque es inevitable advertir
que “desde el momento mismo en que se viene al mundo saliendo del vientre
materno, el poder y la atracción de la tierra empiezan a trabajar”, son
palabras de William Faulkner, un viejo zorro que pasó casi 50 años escribiendo
una y otra vez la misma novela.
Es
inevitable ponerse solemne, una solemnidad que no ha de estar reñida con esa
necesidad de celebración que, en mi caso, me ha de llevar a muchas comidas y
cenas compartidas hasta dar con una de esos menús soñados que arrancan
inevitablemente con un vermut blanco para el aperitivo, acompañado de almendras
recién fritas – puede que mi afición por las almendras venga de aquellos
aperitivos de la infancia en la que conseguíamos robar algunas almendras a los mayores,
chupándonos los dedos con los restos de las escamas de sal -. Almendras fritas,
jamón cortado a mano, rebanadas de pan de payés pringadas con tomate; el vino
normalmente verdejo. Haremos de plato único un arroz caldoso de pescado con cigalas,
un guiso que yo recuerdo haber visto guisar en una cocina de carbón, alimentada
en pleno mes de agosto con troncos de pino.
Para
el caldo hay que sofreír un puerro, una cebolla, perejil, dos tomates secos de
los de colgar, medio tallo de apio y una ramita de hinojo. Cuando el sofrito
esté hecho – por descontado con su sal, su pimienta y una pizca de azúcar – hay
que incorporar el pescado de roca, cuanto más feas sean sus caras mejor, por
eso los cabrachos, los sapitos, las lluernas son estupendas gracias a su
fealdad, hay que elegir piezas no muy grandes.
Mezclado
el pescado con el sofrito se añade agua fría hasta cubrirlo todo. No descarto
que en la cocina aprovecharan algún despiste de los observadores para añadirle al sofrito,
antes de poner el agua, una copita de licor, algún brandi añejo.
Se
lleva el caldo a ebullición sin avivar mucho el fuego – disponemos de tiempo,
de todo el tiempo del mundo -, una vez rompa a hervir la receta indica que
bastarán 30 minutos para el caldo, que habrá de colarse antes de ser
condimentado con unas hebras de azafrán, media cucharadita de pimentón dulce y
rectificarlo de sal y pimienta.
Para
el arroz hay que cortar un par de calamares en rodajas – no hay que ser
garrapo, los calamares han de ser de potera -, se doran las anillas en aceite
de oliva y cuando cojan color hay que media cebolla picada – de nuevo al
sofrito – y dos dientes de ajo. Ojo con arrebatar este sofrito, si se tuesta
mucho amargará. Sobre esa salsa se rallan otros dos tomates y otra pizca de
pimentón, se moja el sofrito con el caldo de pescado y de mantiene cociendo diez
minutos.
El
ritual obliga a que cuando lleve hirviendo diez minutos hay que añadir el arroz
– calasparras – y a los cinco minutos un rape en rodajas no muy finas, con su
espina, luego un puñado de almejas y una docena de mejillones de los medianos,
bien limpios y bien naranjas. Hay que dejarle cinco minutos más en cocción para
finalmente añadir algunas gambas rojas y cinco o seis cigalas de las
menorquinas, abiertas por su mitad. Sobre la carne de las cigalas se añade un
majado de ajo, sal, pimienta, pimentón, azafrán y unas galletas de las del
desayuno de toda la vida. Un rato más de cocción y dos o tres minutos de
reposo, retirado del fuego, tapada la olla con un paño limpio que retenga el
vapor.
Las
medidas del caldo y del arroz a ojo, sin posibilidad de rectificar, con el
objetivo de que quede caldoso. Han de tocas dos gambas y una cigala hermosa por
comensal, las almejas y los mejillones no muy abundantes. En el centro de la
mesa tiras de pimientos verdes muy frescos, cebolleta y cuartos de limón para
que cada comensal termine de acompañar el plato a su gusto.
El
vino tinto, a mi amiga le gustaba mucho el rioja, bodegas clásicas, de entre
ellas creo que los viejos marqueses de Vargas encajaban muy bien, aunque he de
reconocer que la elección del vino es riesgo mio.
De
postre un bizcocho de almendra, un gató acompañado de una bola de helado de
mantecado, o, si no es posible, de vainilla.
Lo
dicho, esa comida queda suspendida en el ambiente durante la eternidad de un segundo.
Después hablar de libros, de pintura, vigilar que los niños – nosotros – no fuéramos
al mar antes de hacer la digestión. Esos mismos niños suben/subimos ahora hombro con
hombro hasta el límite del acantilado, cuarenta años que probablemente nos hayan
hecho más egoístas, más sabios, contradictorios, apasionados, pero sobre todo
generosos, con el anhelo de llegar a ser tan generosos como lo han sido nuestros padres.
"La tumba del nadador" maravilloso recuerdo y emocionante blog, duros los momentos vividos y siempre permanecerá en nuestro recuerdo. Las lágrimas no me dejan ver el teclado y el nudo en la garganta me ahoga. Ella ha descansado y nuestro cariño siempre lo tendrá. Jubi
ResponderEliminarPrecioso, gracias.....
ResponderEliminarPues si, precioso diletante.
ResponderEliminarYa conozco de tu sensibilidad y de tu frescura, que has sabido plasmar perfectamente en este relato.
Sin más palabras.
LSC