“Estrellas
en el sexo de los caracoles” es el título de un cuadro de Joan Miró, una
pintura que data de la época en la que era más intenso el contacto de Miró con
los surrealistas, circunstancia que le animó a introducir palabras sueltas y
versos en sus lienzos, supongo que para aumentar el desconcierto.
La
referencia a Miró viene a cuento de mi desayuno del pasado domingo, una
referencia casi tan surrealista como el propio cuadro, me explico, estaba en la
montaña con la familia y unos buenos amigos; a eso de las diez de la mañana,
mientras veíamos como el termómetro se iba desplomando hasta llegar a cinco
grados bajo cero, nos animamos a desayunar en uno de los refugios al pie de la
pista de ski. Un sitio bullicioso, atestado de esquiadores frustrados (no había
nieve) y excursionistas con pocas ganas de andar. Un camarero fibroso cantaba
con nervio las comandas.
Para
sorpresa de mis acompañantes decidí desayunarme un plato de callos – el camarero
ofrecía también un rabo de ternera en salsa – acompañado de una copa de vino.
Habitualmente no soy de los que desayuna de tenedor pero el frio y las
perspectivas de la mañana animaban a la terapia de choque.
Pese
a la sorpresa de mi elección lo cierto es que el resto de comensales, más moderados
en sus ingestas, fueron metiendo cuchara en mi plato de callos y terminaron por
apurar la botella de vino que gentilmente dejó el camarero sobre la mesa.
Los
callos iban con una salsa que recordaba a la salsa que suele acompañar a los
caracoles guisados, una salsa un poco más ligera que la habitual de los callos.
Lo cierto es que el plato estaba estupendo e incluso mojamos un poco de pan en
los restos.
Días
después leyendo blogs de gastronomía leí una divertida anécdota en la que un
viejo cocinero madrileño contaba que preparando una paella de las llamadas del
senyoret en Valencia – son las paellas en las que todo va pelado para que el
señorito no tenga que mancharse los dedos – ante la inesperada falta de
caracoles en la cocina el cocinero añadió unos hermosos gusanos que, tras ser
cocinados, quedaban entre los granos de arroz como caracoles desahuciados de
sus caparazones.
Ayer,
esperando una gran nevada que nunca llegó, llevando a los niños al colegio mi
hija mayor me comentaba que en la universidad había utilizado caracoles para
explicarle el modo de funcionamiento de la llamada memoria inmediata – me sorprendió
pensar que los caracoles pudieran tener cerebro -; mi hija contaba divertida que
ese tipo de conocimientos, el referido a la memoria del caracol y su
comparativa con la humana, era de los que a mi más me llamaba la atención por
la inutilidad del mismo en la vida cotidiana.
Curiosamente
en mi entorno familiar hay mucha afición al caracol, mis tres hijos desde
pequeños han disfrutado de los caracoles tanto a la sal – a la llauna catalana –
como en salsa; una afición extraña que permite afirmar que en los gustos
culinarios hay cierto determinismo geográfico ya que no escandalizamos cuando
nos explican que al otro lado del mundo se comen las hormigas o se guisan los
gusanos, mientras aquí hurgamos en los caparazones de los caracoles sin hacer
ningún tipo de ascos.
Hay
muchas recetas de caracoles, muchas formas de cocinarlos. Seguramente el ritual
completo obligaría a salir a “cazarlos” tras los días de lluvia, recuerdo un
bar inmundo en el Madrid de mi adolescencia en el que el camarero aseguraba que
los caracoles que servía los cogían en la tapia del cementerio – unos caracoles
gordos que navegaban en una salsa oscura que cerraban un siniestro círculo de
la vida.
El
problema de cumplir el ritual es que hay que someter a los caracoles al ciclo
de purgado, un ciclo lento, trabajoso, sucio que puede terminar por hacer perder
la afición a estos moluscos gasterópodos.
Antes
de cocinarlos los caracoles han de ser sometidos a un trato inhumano que ahora
que sé que tienen cerebro me deja algo baja la moral. Lo primero que hay que
hacer es someter a los caracoles a una semana completa de ayuno, suspendidos en
una malla para que destilen toda la baba e impurezas; después hay que lavarlos
en agua fría, lavarlos a conciencia para que terminen de perder las mucosidades
y dejar impolutas las cáscaras. Por si fuera poco el siguiente paso es la de
escaldarlos en agua hirviendo – según los franceses – en agua tibia según la
tradición española, para de ese modo blanquear su maltratada carne.
En
Francia suele ser habitual sacar el caracol de su concha para eliminar el tramo
final del intestino – la cloaca -, y luego volverlo a introducir en su concha.
En España más dados a lo escatológico, nos comemos los caracoles purgados pero
con su cloaca incorporada.
Tengo
recientes los recuerdos de unos caracoles enharinados a la francesa que tomé en
un restaurante de Sarriá – el vell Sarriá – y también de unos hermosos caracoles
a la borgoñona comidos en París una noche en la Dame, unos caracoles con
mantequilla, ajo y perejil que había que manejar con un complejo instrumental
parecido a un fórceps de ginecólogo en miniatura.
Pese
a que me gustan los caracoles cocinados de cualquier modo, incluso los que se
presentan modestamente cubiertos por cristales de sal, mi tendencia hacia el “mallorquinismo”
culinario me han conducido a una receta de caracoles con leche, una receta
sorprendente por los ingredientes que utiliza.
Para
estos caracoles de los llamados viudas en leche es necesario que tras la
obligada purga y ya en la fase de blanqueo se escalden en una olla con
abundante agua e hinojo.
Estoy
siguiendo el recetario de Caty Juan – un recetario que ya he mencionado en
otras entradas -, en él se dice que cuando los “caracoles estén engañados”, es
decir cuando asomen su cuerpo del caparazón como consecuencia del calor gradual
del agua, hay que poner un poco de sal, piel de limón y dejar cocer “dulcemente”
durante 45 minutos.
En
una cazuela a parte hay que calentar un poco de aceite de oliva, cuando esté
caliente sofreír 300 gramos de magro de cerdo cortado a pequeños dados con una
cebolla grande picada, cuando se atonte la cebolla añadir dos tomates pequeños
rallados y dos dientes de ajo. Se escurren los caracoles y se añaden al sofrito
con un par de cazos del agua que ha sobrado de hervir los caracoles. Se añaden
4 patatas cortadas en daditos menudos.
Cuando
rompa de nuevo a hervir el guiso es el momento de las hierbas aromáticas, un
hatillo con perejil, laurel, mejorana, hierbabuena y la hierba de Santa María
cost – que no tengo ni puñetera idea de a cual de las hierbas habituales se corresponde
-; un poco de pimienta molida, se rectifica también de sal y se deja unos
minutos en cocción.
Para
el tramo final de este contundente platillo hay que poner 100 gramos de
sobrasada mallorquina que se deslíe en el guiso, una guindilla y dos tazas de
agua-
Cuando
el caldo se haya reducido, deshecho la sobrasada y ligado la salsa se culmina
todo con una taza de leche entera y una copita de coñac, se le aplica un hervor
corto en ese tramo final y se lleva el plato a la mesa tras un ligero reposo de
tres o cuatro minutos para que se asiente todo.
Me encantan los caracoles y me ha recordado a los que me traía un sepulturero del cementerio, que además ejercía de ayudante del forense, de Huesca, que los cogía en la tapia y que Presen nos los cocinaba maravillosamente. El cuadro de Miró, una maravilla. Jubi
ResponderEliminarMe he resistido unos días a comentar algo aquí. En una entrada que hablase de comerse los caracoles.....AGGGGGGGGGGGGGGGGGGG !!!!!!!!!!! Un bicho resbaloso y baboso donde los haya.
ResponderEliminarPero si es que.....Mira que me gusta tu blog, tu mismo, tu familia que es estupenda, tu señora que adoro, pero es que la lengua, los caracoles y cosas por el estilo no hay manera que pueda asimilar....
Menos mal que los cuadros me gustan.
Creo que hay que organizar una comida. Con una carne que no sepa a carne roja, con un pescado estupendo, con cualquier pasta, verduras o ensaladas y mucho dulce de postre para compensar.
Que me tienes contenta diletante !!!!!!
LSC